Un silencio helado cubre la atmósfera cuando se detiene la vida.
Tengo la mano derecha empapada en su sangre. Observamos al caído, incapaces de reaccionar, sumidos en el horror y la desesperación.
Ahora sé por qué vine armado. Ahora sé que en mi mente se había fraguado su muerte desde mucho tiempo atrás. El deseo de acabar con él era mi obsesión. He quebrado los principios en los que fui educado. En nombre de la lujuria, del deseo y del placer he cometido un acto reprobable. El crimen.
Oigo los sollozos de ella. No soy capaz de acercarme, de abrazarla, de dar y recibir su consuelo. Tiemblo como un azogado. Nos rodea la quietud de la muerte.
Pasan los minutos, las horas, sentados uno frente a otro, casi sin mirarnos.
Me pongo en acción. Tomo las riendas. Nada me salvará. Debo huir. Sé que desde el momento en que empuñé el arma, le di permiso al diablo para manejar los hilos de mi existencia. Ella clava en mí sus exóticos ojos de miosotis. Acaba de tomar una decisión. Se pone en pie. Escribe una nota para su hermana. Será quien se ocupe de sus hijos a partir ahora.
Salimos cuando aún la claridad no ha desteñido la noche. Dos fugitivos. Dos criminales. Caminamos juntos. Sin tocarnos.