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Madrugada fría en las calles solitarias del Marais. Un barrio tan conocido, en el que hoy todo me es extraño. Sebastián y yo regresamos de una partida privada de póquer, con baraja francesa, la única que consiente mi amigo. No nos ha ido mal, aunque esperábamos bastante más. Reconozco que me he vuelto avaro. Necesitaré todo el dinero del que disponga en un futuro próximo. En mi desesperación, la oscura idea va cobrando forma.

De pronto él se detiene ante mí. Me contempla con esa mirada incisiva que atraviesa el éter para rebuscar en el interior de sus oponentes en el juego.

—Llévatela. Lejos. Arráncala de aquí.

Tiemblo porque haya sido capaz de leer mis pensamientos.

—Sus hijos… —insinúo.

Se encoge de hombros.

—Una incomodidad.

De nuevo, nuestros pasos retumban en el silencio.

—Ráptalos —susurra al fin con absoluta falta de emoción.