Sebastián le Vau trata de aleccionarme. Dice que el amor es un soplo de aire incandescente que acaba helando todo lo que toca. No es ese nuestro caso.
Continúa ese encierro impuesto. Y yo, cada día, burlo la vigilancia y me introduzco en su cama. Me tienta su hermosura en la oscuridad del cuarto. La mirada de sus ojos de miosotis, tan exóticos, hace hervir la sangre de ni pecho. Nos amamos en silencio, besándonos con violencia para acallar nuestros gritos de placer, y después, cual un ladrón ufano que se lleva la joya más valiosa, salgo con sigilo.