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Levanto su camisa de seda adornada de encaje y contemplo extasiado las marcas de su vientre. Notó su vergüenza por esos surcos de vida, que en mí provocan una pasión irrefrenable, una mayor ansia por poseerla.

Me desabotono la pretina y me bajo los pantalones hasta los muslos. Mi sexo salta alborozado, grueso y pujante, en libertad. En el instante en que entro en ella, pienso que esta unión nada tiene que ver con nuestros pobres juegos de manos, escondidos tras los arbustos, arrimados a cualquier tapial en penumbra. Me recibe. No tardo en verterme, casi avergonzado por la rapidez. Permanecemos abrazados, somnolientos, como si el tiempo nos perteneciera.

—Debes marcharte. Si él entra… te matará.

—Si él entra… le mataré.

¡Qué poca importancia concedemos a las palabras!