La veo alejarse por el mismo sendero del parque Monceau que tantas veces hemos recorrido juntos. Lleva un andar parsimonioso, despreocupado, con el contoneo que distingue a las damas patricias del resto de las mujeres. Ella no ha girado la cabeza ni una vez. Casi lo prefiero. Hubiera visto al joven tembloroso que dejaba atrás.
—No volveremos a vernos, Julián —me ha dicho—. No acudiré como esta vez, ni aunque me envíes cien notas. Esto es así. Empieza y acaba. Sin reproches.
Maldita seductora.
Serpiente del paraíso.
Solo he sido un juguete, un pelele en sus manos.
¡Cuánto daño ocasiona la frialdad de una sonrisa! He actuado como un crédulo sin experiencia. Su cuerpo ha sido formado en la fragua de los dioses. No puede pertenecer a un vulgar humano.