Camino por un sendero del parque Monceau. Mis pasos me dirigen al lugar de nuestras citas. La cuarta en menos de quince días. Sorteo los charcos que embalsa la tierra, testigos de la terrible tormenta que esta noche asoló París. Ella me espera impaciente, envuelta en una amplia capa de tweed. Lleva su corta melena oscura recogida bajo un gorro de astracán. Contemplo abrumado su belleza. La sombra dorada de los párpados contrasta con el tono violáceo de sus ojos. El carmín rosado empalidece su piel. Me tiende sus manos enguantadas. Las guardo entre las mías. Tiemblan. Detecto incertidumbre. Y pasión, desbocada, abrupta. Nos besamos con ansia desenfrenada. Sus dedos se deslizan entre nuestros labios. Los lamo, los retengo en el interior de la boca, los absorbo, los exprimo. Sus gemidos suaves me conducen casi al paroxismo. Nos ocultamos. Acoplo su cuerpo al mío. Me frustro por la ropa que inhibe el movimiento. La cobijo en mi pecho. La incito hasta que se deshace en la palma de mi mano. Después, la quietud; al fin, los sollozos.
—Oh, mon ami, no puedo más —murmura contra mi gabán—. Debo confesarte la gran mentira que es mi vida.
Tiemblo de miedo ante la posibilidad de perderla. Mi corazón late desaforado.