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¿Me espera? ¿De nuevo la intervención de Fortuna? ¿De Venus, tal vez?

Esas son las preguntas que bullen en mi pensamiento.

Nos hemos encontrado al salir de Maxim’s, donde yo he sido invitado por mi buen amigo Sebastián le Vau, al que todos fían porque está próximo a recibir la herencia de su abuelo. No hay nada como ponerse en las manos del genial maître Albert Blazer.

Ante ella se me pasan de golpe los efectos del Châteaunef-du-Pape, el excelente ródano con el que hemos acompañado la cena. Mi vista se detiene un instante en la piel lechosa de su escote, orlada por el vestido rojo borgoñón. La ayudo con el abrigo. A la última moda, de terciopelo negro con amplio cuello de pedrería.

Paro un coche de alquiler. Mantengo la puerta abierta mientras ella entra con seductora coquetería. Me quedo prendado de su tobillo, del pie diminuto encerrado en zapato de raso.

—Eres el joven Julián Olabide, ¿no es así?

La coletilla sobra. Sabe quién soy.

La miro. Apenas puedo confirmar mi identidad, hundido de pleno en la profundidad brillante de sus ojos. He conocido a muchas mujeres, desde muy ricas a pobres infelices. Ninguna como ella, una flor lujuriosa, espléndida en su madurez. Me siento azorado, igual que un polluelo recién salido del cascarón. Se me suben los colores.

Hace un gesto vago con la mano enguantada, como si la respuesta careciera de importancia. Palmotea la parte de asiento a su lado. Y yo, con el deseo latiendo en la ingle, subo al vehículo.

Una barca de Caronte que va a marcar para siempre mi destino.