París, 1934
Solo los poetas vanos pueden cantar al aroma de esta ciudad, a sus mañanas luminosas, pintadas con los colores de este otoño dorado. Solo ellos pueden dedicar sus versos a la cadencia distinguida de sus mujeres al caminar, protegidas de los primeros fríos con abrigos de paño rematados en dúctiles pieles.
Pero el París que yo habito carece de perfumes sutiles de rosas encendidas. El París que yo aspiro es el que emana de flores cargadas de efluvios maléficos. El de las noches oscuras en las que el hombre se hunde en la depravación de los garitos de juego, de los burdeles. El del cabaret. El de bailarinas cubiertas con raídas sedas de Oriente. El del amargo ajenjo y las risas fáciles.
Sin embargo, nada en el mundo podría arrancarme de aquí.
Ella me ha mirado por encima de su abanico de plumas. Sus ojos de miosotis se han encontrado con los míos. Un breve instante equivalente a la caída en el abismo de una estrella fugaz. Y se han iluminado con esa mezcla tan suya de candor y perversión.
He ganado una pequeña fortuna. Durante unos días seré rico. Después…
Nadie conoce su futuro.