CAPÍTULO
31

Cristina entró en el despacho con una fuente con bizcocho y un cestillo de mimbre cubierto por un primoroso paño de encaje y lleno de galletas de nata. Desde que Bruno había regresado del hospital, Amparo no dejaba de cocinar los platos y dulces que a él le gustaban. Detrás de ella, Daniel Cortés portaba una bandeja en la que hacía equilibrios un antiguo servicio de porcelana de café y té, de la Pickman de Sevilla. La depositó sobre el escritorio libre de papeles y se dedicó a ofrecer bebidas a los allí reunidos.

En la sala principal, otro grupo, el de los mayores, tenía su fiesta particular. Los padres de Bruno, Amparo, los abuelos, Nathalie y Pierre mantenían una charla fluida, cómplice, propia de la gente a la que los malos ratos pasados ha unido con fuertes lazos.

La noche de diciembre se había ido adentrando en la habitación, difuminando los rostros de los presentes. En el sofá, Bruno, cuya cara se había convertido en un arco iris que iba del morado al amarillo limón, estaba recostado entre almohadones. Alrededor de él, sentados de cualquier manera, todos los amigos que formaban parte de sus vidas, incluido Corbelle, que aún se condolía por no haber apresado a Arístides del Valle a tiempo. Frente a la chimenea, Zar y Cara recibían el calor en directo.

Cristina encendió las lámparas de sobremesa. La estancia se iluminó con luz tenue, apropiada para la conversación. Había muchas preguntas en el aire, y un dramático final que narrar. En cierto modo, la velada era un revulsivo contra la ruindad de un hombre que había pretendido contaminar aquel espacio con el olor de la muerte; un conjuro para purificar el ambiente y poblarlo de recuerdos indelebles de amistad y afecto.

—Bien está lo que bien acaba, como se suele decir. ¿Y ahora qué?

Mari Cruz había abierto la conversación con voz impostada, propia de una actriz shakespeariana. Fingía estar alegre para ahuyentar el horror que en parte parecía flotar en la vieja casona.

—Ahora —repitió Bruno con voz cálida—, estamos con el papeleo para la boda. Se celebrará en esta casa. Asistiremos los que estamos aquí y nuestra familia directa. Pero antes, en cuanto pueda andar, pienso llevarme a mi chica a París. Ella quiere ir a París y allí la llevaré. Faltaría más.

Las risas estallaron.

—Se supone que el viaje de novios es después de la boda y no antes, hermano. —A Begoña, pese a sus esfuerzos por ser cordial, se le notaba en la voz que aún no había logrado arrancarse el miedo del cuerpo.

—Nosotros somos más originales. Después ya veremos si nos vamos a otro sitio. Ahora necesitamos alejarnos de todo, distanciarnos de lo que pasó.

—Aún no me explico cómo pudiste defenderte y acabar con él.

Daniel, siempre tan comedido, con su hablar pausado, ponía en palabras el pensamiento de todos.

Bruno tomó un sorbo de café y mordisqueó una galleta. Se quedó extasiado, con los ojos elevados al cielo, dando gracias y rogando para que Amparo conservara esas manos durante mucho tiempo. No le preocuparon lo más mínimo las inmediatas chanzas de la concurrencia.

—Yo tampoco me lo explico, te lo aseguro —respondió al fin—. Según Nathalie, fue Julián Olabide quien vino de ultratumba para avisarme del peligro que corría.

Hubo risas nerviosas. Los ánimos aún no estaban para bromas macabras. A Begoña se le llenaban los ojos de lágrimas cada vez que pensaba en que había estado a punto de perder a su hermano y a su futura cuñada. Cristina tenía unas ojeras profundas, y todos sabían que solo su fuerza de voluntad y la necesidad de cuidar de Bruno la mantenían en pie.

Llevaba unos días callada, reconcentrada en sí misma. No se separaba de él para nada. Desde su regreso del hospital, Bruno había convertido el sofá del despacho en su lecho de día. En la atmósfera de la habitación flotaba una mezcla curiosa de olores, a antiséptico, a café con leche, a dulces, a lana merina y a la colonia frutal de Cristina. Se echaba a llorar por cualquier pequeñez, y eso, en una persona como ella, era extraño. El médico le había dicho a Bruno que aún estaba bajo los efectos del shock. Tardaría en reponerse. De ahí que él quisiera llevársela lejos una temporada.

—Está bien eso, un asesino librándote de otro.

—Mari Cruz, no te rías, ella dice que Julián vivió reconcomido por la culpa. Purgó el crimen a lo largo de su vida, de ahí que no regresara jamás. Cargó con la vergüenza y el deshonor. Es posible. No creo en los espíritus, ni en la magia, ni en ninguna de esas fantasías. Pero algo hubo.

—A veces ocurren cosas para las que no tenemos explicación. Eso que llamamos «sexto sentido» existe. Y a ti te salvó la vida.

Simón, siempre tan callado, sorprendió a todos con su comentario. Nadie imaginaba que el racional y eficiente grandullón creyera en intuiciones.

—Tal vez tengas razón… —Bruno se quedó callado un instante—. Fue algo extraño. Estaba distraído, con la cabeza metida en la nevera, buscando para cenar alguna sobra de la comida que guarda Amparo…

A pesar del momento, hubo risas. Todos conocían la pasión de Bruno por la comida.

—Y cogiste una cazuela…

—Una cazuela pequeña de hierro fundido, con menestra de cordero. Me quedé dudando si calentarla para mí. Cristina prefiere cenar algo más ligero. Recuerdo que la sujeté por un asa, y entonces tuve un presentimiento. La sensación de un soplo etéreo, intangible, en el cogote. Me volví y eso me salvó la vida.

Cristina se sentó junto a él, en un huequecito del sofá. Le cogió las manos. Bruno las notó gélidas, como casi siempre en los últimos días. Las envolvió entre las suyas, demasiado calientes por esa molesta febrícula que no había manera de bajar. Se las llevó a la boca, sopló con ligereza sobre ellas, y las besó. El calor pareció volver a aquellas queridas manos.

El policía los miró con envidia. Le gustaba esa pareja. Habían pasado por momentos terribles que habían ayudado a fortalecer su relación. Formaban una unidad compacta. Tal vez él debería replantearse su relación con las mujeres.

—Así que el tal Arístides del Valle, o Ricardo Spitz, como queráis llamarlo, entró en la casa por donde menos lo imaginábamos, por la puerta principal del torreón.

—¿Cómo pudo hacerlo?

—Por lo visto, Daniel, según ha contado en el interrogatorio, es un experto en abrir todo lo que encuentra cerrado —soltó irónico—. Así se ha ganado la vida. Entrando en casas y abriendo cajas fuertes, sin que sus propietarios se enterasen jamás de su visita, robando secretos y joyas. Y nos lo ha dicho tan pancho, orgulloso de sí mismo, durante el interrogatorio. Ese tío tiene un ego que ya lo quisiera cualquier estrella de Hollywood para sí. Conocía bien el terreno porque ya lo había estado investigando. Se mantuvo oculto tras un contrafuerte. Cuando vio que nadie le había detectado, salió de su escondrijo. Llegó al despacho, vio a Cristina dormida, sola, y se preocupó porque Bruno no estaba y temió que volviera por sorpresa y no le diera tiempo a rematar la faena. Dedujo que el chirrido de una puerta que él había oído al entrar era la de comunicación con la planta principal. Y pensó que era preferible atacarle a él primero y después ir a por su prima. Sabía que los perros estaban con ella. Es un experto con la navaja. No tenía la menor duda de salir con bien del trance. Podría con los animales y con ella. Aquello iba a ser un auténtico baño de sangre, pero… lo que aún no entiendo —preguntó el policía después de su larga explicación—, es cómo pudiste ponerte en pie y luchar contra él.

En los labios de Bruno se dibujó una sonrisa ufana. Con aquella pinta desastrada que llevaba, con vaqueros viejos, camiseta negra, abultada en un costado por las vendas, y camisa a cuadros, parecía un bandolero fugitivo del Oeste. Solo le faltaba el colt al cinto.

Begoña lo miró con cara de guasa.

—A ver si ahora te nos vas a poner chulito.

—Pues un poco sí que pienso ponerme, así que tendrás que aguantarte. Lo vencí, ¿recuerdas, hermana? Lo destrocé. Le hice papilla. La navaja entró en el costado. —De manera inconsciente los dedos de Cristina y de él se fueron al mismo sitio, acariciando con extrema suavidad la zona vendada—. Creí que me quedaba sin aire y caí al suelo. Lo peor fue cuando la sacó. Creo que perdí el sentido, aunque no del todo. Pude ver sus pies, y las perneras del pantalón. Oí cómo se movía. Parecía dudar de si me remataba o no. Apenas me quedaban fuerzas, pero estaba dispuesto a enfrentarme a él como fuera. Tenía muy claro que iba a morir, sin nada a mano con que defenderme. Mi única esperanza era que los perros oyeran el ruido y pusieran a Cristina sobre aviso. Pero el tío se limitó a abandonarme. Se ve que me consideró liquidado. Oí que bajaba. Estaba desesperado, porque iba a llegar a ella, y yo sin poder hacer nada. Repté por el suelo de la cocina. Solo quería salir y gritar para que ella me oyera. Me manché con los restos del cordero, y entonces me fijé en la cazuela. La cogí como pude, me arrastré, salí a la escalera e hice el mejor lanzamiento de mi vida. Qué puntería, aunque me esté mal decirlo. Kobe Bryant es un aficionado comparado conmigo. No podría haberlo hecho mejor. Le di en la espalda. Cayó como un fardo rebotando de escalón en escalón.

—Menudo héroe, colega, pero al estilo Torrente, sin el glamour de un Bond —se mofó Simón—. «Embadurnado de cordero vence a un asesino», eso no apareció en la prensa, pero debió hacerlo. Joder, la comida te pierde…

—Pues ya ves, en este caso me salvó.

—Se quitó la camisa, se la ató a la herida, bajó las escaleras y le atizó de nuevo —terminó Cristina—. Aún pudo arrastrarlo y atarlo antes de venir a buscarme. Tenías que haber oído a los perros. Estaban enloquecidos. Fueron muy obedientes. De algo me sirvió el dinero que pagué para entrenarlos. Sabía que en cuanto lo vieran entrar, yo les daría una orden y saltarían sobre él. Zar le reconocería al instante. Temía por ellos, pero eran mi única baza. Puf, es difícil pelear con dos animales enloquecidos. Yo contaba con que se distrajera y pudiera arrearle con la tranca que tenía preparada.

Durante un instante, en el silencio que siguió solo se oyó el entrechocar de las tazas sobre los platos. Una cucharilla cayó al suelo. El ruido seco sonó como un escopetazo. Ninguno pudo evitar el consiguiente respingo. Zar se levantó, fue en busca de sus amos, lamió sus manos enlazadas y se sentó sobre los cuartos traseros. Bruno le había acostumbrado a lo largo de esos días a compartir su comida. El perro le contemplaba con auténtica adoración.

Corbelle rompió el silencio.

—No volverá a molestaros. Está bien encerrado y lo estará durante bastante tiempo. Se le extraditará a Argentina, así que no creo que volvamos a tener noticias suyas.

Mari Cruz expresó en alto sus pensamientos.

—¿Cómo ha podido un hombre con su educación y su fortuna acabar convertido en un asesino despiadado?

Cristina no dejaba de preguntarse más o menos lo mismo, por qué extraño mecanismo una persona tomaba el camino del mal.

—No tenía dinero —aclaró Simón—. La crisis argentina acabó con todos sus ahorros.

—Bueno, es una explicación —remarcó Mari Cruz—. Y por lo que cuentas se dedicó a extorsionar a todo bicho viviente.

—No le deis muchas vueltas. Otros se arruinan y no matan a nadie. Es un ser sin escrúpulos con un largo historial delictivo —afirmó Corbelle—. Lo que ocurre es que hasta ahora no le han podido trincar en su país. Nunca hubo pruebas de sus delitos. No dudó en asesinar a Marita Holt cuando la pobre muchacha descubrió lo que se traía entre manos. Por lo visto, lo siguió un par de veces, husmeó en sus asuntos, y lo más probable es que quisiera sacar tajada.

—Y además perdió a su padre, el dueño del dinero. Siempre estuvo muy unido a su madre —aclaró Cristina—. Algo bueno tenía que tener. Se ocupaba de ella, para que no le faltara de nada.

—Eso es. Según parece, su padre se vio encadenado a un matrimonio obligado. Siempre rechazó al hijo. Cuando Ricardo Spitz, lo llamo así para diferenciarlo de su progenitor, encontró el diario de Julián Olabide, su abuelo, enloqueció. Achacó la falta de amor del padre a que portaba los genes de un asesino. Y algo debió de pegársele. Vino dispuesto a arrebatarle a Cristina la propiedad de su familia. En su delirio, consideraba que él debía ser el único heredero.

Cristina cambió el rumbo de la conversación.

—Así que encontrasteis el auténtico diario.

—Lo tenía en la casa que había alquilado, guardado en una hermosa caja de madera, junto con mapas de la zona, apuntes sobre el terreno, valoración de la propiedad y una serie de notas desquiciantes sobre él mismo y su poder, vosotros, y un sinfín de cosas extraordinarias.

—¿Es que se trasladaba con todo de un lado a otro? —Bruno no dejaba de asombrarse con cada dato sobre aquel individuo.

—Por lo visto —replicó el policía—. Es un obsesivo, un tío metódico a más no poder. Lo único que siento es no haberlo atrapado antes, para que no hubierais tenido que pasar por esto.

—¿Y cómo está Amparo?

Begoña estaba preocupada por la anciana. Para la mujer tuvo que ser un trago terrible.

Bruno y Cristina se echaron a reír, poniendo una nota alegre en la lúgubre conversación. Luego respondieron al alimón.

—¡Está genial!

Cristina amplió la información.

—Sin dejar de rezar jaculatorias y santiguarse cada vez que recuerda lo que le hemos contado.

—Porque enterarse, no se enteró de nada —terminó Bruno, sujetándose el costado, porque la risa había despertado el dolor—, aunque ahora lo cuente como si lo hubiera visto desde primera fila. Se había tomado su pastilla de dormir, y… durmió a pierna suelta toda la noche.

Cristina tomó un sorbo de té demasiado caliente. Intentaba evitar que se le escapasen aquellas irritantes lágrimas silenciosas. En los últimos días corrían por sus mejillas sin que ella pudiera evitarlo. Visiones de aquella noche la asaltaban de repente y la hacían temblar de miedo. No podía olvidar la imagen de Bruno entrando en el despacho, cubierto de sangre. Ni la suya propia, tras la puerta, con el corazón desbocado, con las manos tensas sujetando aquella pesada tranca. Ahora, con todos sus amigos allí reunidos, con su familia y la de Bruno en el piso de arriba, charlando de lo que había ocurrido, notaba que la paz y la serenidad iban retornando y alejaban la bruma de los malos ratos pasados.

En la habitación los silencios se iban haciendo más prolongados. Sus amigos intentaban asimilar la información aportada por unos y por otros, y que rellenaba tantas lagunas.

Bruno había contado su enfrentamiento con el asesino con una cierta ligereza. Le molestaba que alguien pudiera asociarlo con un héroe capaz de grandes hazañas. Era solo un hombre tranquilo, paciente, con un alto sentido de la responsabilidad por la familia, por los amigos, que se había visto abocado a usar la violencia para salvar su vida y la de la persona que amaba. En sus palabras no dejó traslucir la angustia ni el espanto vividos. Ni la sed de venganza que se desató en él cuando lo tuvo ante sí, derrotado, en sus manos. Tampoco contó el esfuerzo realizado para no dejarse llevar por la ira y manchar sus manos con un crimen.

Los ojos de ambos se encontraron. Cristina recordaba las primeras palabras de él, salidas a trompicones, en medio del llanto y la respiración agitada por la asfixia que le producía la herida:

—Pasé miedo, Cristina. Temí por los dos. Estaba aterrorizado ante la posibilidad de perderte. Y después, por mí mismo. Tuve su navaja al alcance de la mano. Estuve a punto de cogerla, dejarme llevar por los más bajos instintos y acabar con su vida. Me sentí igual que los antiguos bárbaros vencedores en las batallas. En el fondo, solo tenemos una pátina de civilización, muy ligera. Eso me asusta.

Ella lo había abrazado y le había explicado que él nunca se dejaría llevar por la crueldad contra nadie. Era una buena persona. Tenía sólidos y viejos principios, tales como el sentido del honor, la entrega a los demás, la responsabilidad, demasiado arraigados para que pudiera convertirse en un ser despiadado.

Ahora, allí sentado, rodeado de los suyos, como un rajá con los súbditos a sus pies, volvía a verlo herido, lleno de golpes, manchado de sangre, y volvía a sentir el sabor de sus labios heridos, la pasión devoradora con la que se habían abrazado. Aquellos besos llenos de promesas les habían insuflado vida y esperanza en el futuro.

Sus miradas cargadas de amor se encontraron por encima de las cabezas de los amigos.

«Mi héroe», se dijo. Sonrió con humor. Él se pondría colorado si lo decía en voz alta.

Bruno le guiñó un ojo. Un gesto un tanto lascivo, cargado de promesas. Ella le respondió con un pestañeo coqueto. Esa noche, en palabras de él, no habría herida, ni prohibiciones médicas, ni tratamiento que evitara tomarla en sus brazos y hacerle el amor. Iban a volar más alto que las nubes y alcanzar su paraíso particular. Y ella le creía.