Diciembre llegó bajo el signo de la tranquilidad, envolviéndolos en la rutina cotidiana. Trabajo, largos paseos a pie acompañados de los perros, cenas en casa de Mari Cruz o en la Torre de Olabide, salidas a caballo y, sobre todo, largos atardeceres de amor.
Sin embargo, ambos eran conscientes de que estaban en un impasse lleno de tensión. Corbelle les había puesto al tanto de los últimos progresos. El policía no tenía la menor duda en identificar a Ricardo Spitz como Arístides Ricardo del Valle. A Cristina aún le parecía imposible que aquel hombre, un esnob de tomo y lomo, tan preocupado por su aspecto personal y su cuidada indumentaria, estuviera implicado en un crimen horrendo, como el de la pobre Marita Host. Y aún le parecía más improbable que fuera su pariente y quisiera acabar con su vida.
Amparo no dejaba de mascullar a todas horas sus consabidas frases hechas, «de tal padre, tal hijo», o la más popular, «de tal palo, tal astilla». Estaban preocupados por ella. Notaban que la anciana se iba deteriorando por los acontecimientos y por esa espera frustrante a que la policía capturara a semejante sujeto. Se habían propuesto camelarla para que consintiera en pasar unos días en Biarritz con Nathalie. Hasta ahora no habían tenido el menor éxito.
Esa noche, como muchas otras, se quedaron a pasar la velada en el despacho, junto al taller. Aquella habitación acogedora era la preferida de Bruno. Disfrutaba con la calidez de la chimenea, mientras leía alguna novela, recostado en el sofá. Para él, aquel sillón de cuero ajado por el uso representaba la solera de su nuevo hogar. Al igual que la gruesa alfombra de lana, algo mordida en sus esquinas, o el viejo escritorio de madera tallada sobre el que trabajaba Cristina. Y qué decir del panel de fotos, ampliado con las nuevas de la familia de Bilbao recientemente traídas por la chica, lugar al que miraba de tanto en tanto con curiosidad infinita. Esos instantes mudos compartidos eran una diferente forma de comunicación, producto del placer de estar junto a la persona amada. El broche final del día.
Se sentía pleno en aquella quietud. No podía haber en el mundo hombre más feliz y más amado que él. Cristina había dejado atrás reservas e inhibiciones, para convertirse en compañera y amante divertida y apasionada. Solo la angustia por la falta de noticias de aquel ser infecto enturbiaba la felicidad de ambos. Procuró desterrarlo de su mente. Corbelle pedía paciencia y precaución. Él se encargaba de lo segundo.
—Tu madre dice que este año celebrará la Navidad con una comida multitudinaria. Quiere que vayamos todos, los abuelos, Nathalie, Pierre, Amparo… hasta los perros. Una gran reunión familiar antes de la boda. No sé dónde piensa meter a tanta gente.
Bruno sonrió ante lo banal del diálogo, tan alejado de los pensamientos profundos en los que había estado inmerso un rato antes.
—No te apures. Ya se las arreglará. Le encanta la juerga, y tener la casa llena. —Más que hablar, murmuraba, adormecido por el calor de la chimenea.
—A tu padre, no. Le gusta estar tranquilo con sus cosas.
—Mi padre disfruta haciendo feliz a su mujer. Y si ella quiere llenar la casa de gente, pues vale. Hace lo que sea con tal de que mi madre esté contenta. Es un hombre callado. Le gusta la soledad y la paz, es verdad, y mi madre es lo opuesto, una gallina clueca que desea tener a todos a su alrededor. Mi padre es como yo, si ella está contenta él también.
Cristina lo miró con asombro.
—Ni tú te lo crees. Tu padre es un hombre paciente y encantador.
—¡Claro! Como yo, ¿o es que yo no lo soy?
Ella negó con la cabeza con la mirada clavada en el papel en el que estaba coloreando uno de los modelos de primavera.
—Me siento ofendido. Soy tu esclavo y así me lo pagas.
Estiró, perezoso, brazos y piernas, se levantó del sofá donde estaba tirado y se acercó a ella con movimientos felinos. Separó de la mesa del despacho el moderno sillón de ruedas en el que estaba sentada, la cogió en brazos y se la llevó al sofá, en medio de los gritos, pataleos y risas.
—Estaba deseando raptarte, palomita.
Ya se había cansado de esperar a que ella acudiera a él. Lo mejor era actuar con contundencia.
La sentó sobre sus rodillas, de espaldas a él, apretándola contra su masculinidad. Introdujo sus manos hábiles bajo el suéter de seda y alpaca y buscó los pechos, sin dejar de besarla en el cuello, en la nuca, en el hombro.
Ella se echó hacia atrás hasta apoyarse en su pecho, dejándole hacer, notando cada vez más su excitación. Se cambió de postura y se sentó a horcajadas sobre él. Sus bocas chocaron, se inflamaron. Esparcieron una lluvia de besos a lo largo y ancho de sus rostros. Se desvistieron ávidos, mientras repasaban los contornos de sus cuerpos con dedos ágiles, sintiendo la premura del deseo, hasta que sus cuerpos se entrelazaron y se dejaron llevar por la pasión.
Los despertó un par de ladridos de Zar.
—Bruno, despierta. Debe de ser tardísimo.
Él, por toda respuesta, levantó el brazo a la altura de los ojos, y con la vista desenfocada contempló la esfera del reloj.
—Las diez. —Trató de envolverla de nuevo entre sus brazos para comenzar un nuevo asalto de su combate erótico.
—Vamos, levántate. Estoy muerta de hambre.
—¿Hambre? ¿No estás llena?
—¿Por qué iba a estarlo? Necesito saciarme.
—¿De veras? —Se irguió, apoyado sobre un codo—. Creí que me estabas echando de tu lado. Vas a acabar conmigo, cariño, eres insaciable.
Cristina lo empujó. Él cayó de nuevo sobre el sofá al tiempo que estallaba en carcajadas.
—Eres un sátiro. Siempre piensas en lo mismo. Tengo hambre de comida, ¿entiendes?
Ajeno a las bromas de sus amos, el perro estaba nervioso. Plantado en mitad de la habitación, con el rabo en alto, permanecía en actitud vigilante. Bruno se alarmó. Le pareció oír un coche que se acercaba. Respiró tranquilo. Buscó sus pantalones en medio del motón de ropa tirada en el suelo. Encontró el sujetador de encaje negro de ella y lo levantó con gesto lascivo. Ella lo cogió y lo escondió bajo un cojín, esperando poder acordarse después de él para que no lo descubriese Amparo. Bruno se puso los pantalones medio tumbado, haciendo auténticos movimientos de contorsionista para no separarse demasiado de ella mientras se vestía. Al fin se puso en pie y salió de la habitación.
Cristina se desperezó. Tenía frío, y dolor en el brazo que había quedado encajado entre el cuerpo de Bruno y el respaldo del sofá. Se lo frotó. Notó las marcas de los botones de cuero en su piel. Buscó la ropa. Se puso los pantalones sin las bragas. No tenía ni idea de por dónde andarían. El suéter se lo colocó sin camiseta debajo.
—Menos mal que tiene seda y no irrita la piel.
Oyó abrir, charlar y cerrar la puerta de la calle. Él volvió a entrar.
—La Guardia Civil. No han querido pasar a tomar un café.
—Pues menos mal, porque se hubieran encontrado un buen espectáculo. Seguro que encontraban mis bragas, como buenos sabuesos.
—Por eso te vestiste tan deprisa —soltó entre carcajadas.
Ella se miró. Se había puesto el jersey al revés. Su rostro se cubrió de rubor.
—Muy gracioso. Tendrías que verte, estás hecho un cromo.
Parecía, en efecto, un auténtico granuja. Pelo revuelto, barba de dos días, camisa vieja, abrochada de cualquier manera. Y esa sonrisa arrebatadora por la que ella le amaba más cada día.
—Por no hablar de lo bien que huelo. A tu sudor, al mío y a sexo.
—¡Ay, señor! Se habrán dado cuenta de lo que estuvimos haciendo. Qué van a pensar. Ellos vigilando nuestros pasos, y nosotros aquí, retozando.
—Pues pensarán que nos lo hemos pasado muy bien. No te preocupes, están curados de espanto.
—Ven, anda, que te voy a dar un achuchoncito por haber sido tan valiente.
Bruno le hizo un gesto con la mano.
—Me voy a preparar algo de cena. Te conozco, dentro de un rato estarás de mal humor porque aún no has comido nada. No te muevas de ahí —le dijo amenazándola con el dedo.
—Parece que estás hablando con Cara en vez de conmigo.
—Con Cara, en cuestión de comida, puedo hablar de forma más razonable.
La perrilla, hecha un ovillo frente a la chimenea, recibiendo en su pelaje todo el calor de las llamas, levantó la cabeza al oír las dos palabras mágicas: su nombre seguido de comida. Olfateó el aire. Después, ante la falta de respuesta, volvió a recostar la cabeza sobre sus patas, olvidándose de los humanos.
Zar volvió a ladrar. Parecía que no podía calmar su inquietud.
—No te apures, colega, que también habrá para ti.
Fue detrás de él hasta la puerta, con las orejas izadas, en actitud expectante. Gruñó por lo bajo hacia la oscuridad. Lanzó unos cuantos ladridos. En vista de que nadie le hacía caso, se retiró para acabar tumbado entre las patas de su madre.
—Se ha debido de colar un gato. Bruno, échalo fuera o nos volverá locos. Zar es muy pesado.
Por un momento Bruno se quedó plantado en la puerta, preguntándose si habría alguien más. Se dijo que era imposible. Los cerrojos, que él revisaba a diario, seguían cerrados. En esos momentos le parecía estar viviendo en una fortaleza.
Cristina se dejó caer en el sofá. Oyó los pasos de Bruno alejándose, cerró los ojos. Se dijo que descansaría solo un momentito. Al cabo de un rato dormía apaciblemente.
El ruido imperceptible de la cerradura obligó al hombre vestido de negro a detenerse y contener la respiración. Se introdujo en el hueco del zaguán que había visto en su anterior visita. Esperó un rato. Nadie apareció, nadie le había oído. Pensó que la suerte le venía rodada.
Abandonó su escondite y se adentró con sigilo en el taller, apenas iluminado por un foco en un rincón de la larga estancia. El olor denso y penetrante de la lana volvió a repugnarle. Notó un molesto cosquilleo bajo la nariz. Tuvo que contener un estornudo.
Al otro extremo de la habitación, una raya fina de luz se filtraba por la puerta entreabierta del despacho. Eso quería decir que los dos estaban allí, ajenos a la proximidad de su propia muerte.
Apretó con fuerza el puño enguantado sobre las cachas abiertas de la navaja. La vena del cuello latió firme, con ritmo regular, acompasado.
Al fin iba a recuperar lo que se le debía. Era un justo intercambio. Dos vidas por la suya futura. Y el disfrute de los derechos perdidos. La idea de la injusticia sufrida hizo que por sus ojos cruzara un ramalazo de ira. La contuvo, temiendo que cualquier paso en falso pudiera delatar su presencia. Notó que segregaba demasiada saliva. Un extraño regusto metálico se extendió por su boca.
Se asomó al despacho por el resquicio de la puerta. La joven dormía. Sus perros, también.
Dudó. No sabía dónde estaba el joven. Él debía ser el primero en caer. No quería sorpresas ni que nada alterara su bien trazado plan. Retrocedió hasta la entrada. Vio la puerta de acceso a la vivienda y la abrió. Un lamento prolongado escapó de las bisagras. Maldijo su suerte. Inició la subida.
Le pareció oír a lo lejos el ladrido enloquecido de un perro. No hizo caso. Su objetivo estaba demasiado cerca.
Se acercó a la cocina. La nevera estaba abierta de par en par y el hombre abstraído, buscando y rebuscando en el interior.
Asió con fuerza la navaja. Sabía cuál era el punto exacto en el que clavarla para inmovilizar a una persona, en medio de la columna vertebral. Tal vez no lo matara, pero sería un vegetal el resto de su vida.
Avanzó de puntillas.
Un ligero revuelo en el aire hizo que Bruno se volviera en el último segundo con una cazuela pequeña de hierro fundido en la mano. Se giró, notó la fina hoja penetrando en su costado con la facilidad con que lo haría en un paquete de mantequilla. La sangre manó en forma de surtidor cuando aquel sujeto infame la sacó de golpe. Gritó desaforado, roto de dolor. La tartera con el guiso rodó por la habitación con enorme estruendo. Pensó en Cristina, abajo, adormilada, sola. No lo habría oído. Se preguntó si los perros la salvarían. La imagen de ella, con los ojos velados por el placer, acudió a su mente mientras el suelo salía a su encuentro.
El hombre vestido de negro dudó un instante. Bruno yacía en el suelo, echado en postura fetal. Si no estaba muerto, pronto lo estaría. La rabia le impulsaba a rajarle el cuello, pero no se entretuvo. A fin de cuentas la naturaleza no iba a tardar en hacer su trabajo. Era, como dirían en la guerra, un daño colateral. Ella le esperaba. Dormida, a punto de recibir el beso de la parca.
La despertaron los ladridos agudos de los perros. Bruno regresaba con la cena, seguro. Se estiró satisfecha, pensando en cómo había cambiado su vida desde que él formaba parte de ella. Se desvivía por hacerla más feliz cada día.
La inquietud de los animales fue en aumento. No dejaban de gruñir y gemir. Volvió de golpe al presente. Era raro que se excitaran tanto por la cena. Bruno seguía sin aparecer. ¿Cuánto tiempo había estado dormida? No tenía ni idea, pero sospechaba que un buen rato. Dio órdenes estrictas a los perros, para acallarlos. Apenas le hicieron caso, estaban demasiado agitados.
El desasosiego prendió también en ella. Trató de tranquilizarse. La policía había dicho que aquel ser infame no entraría en la casa. Era demasiado peligroso. El individuo era demasiado astuto y metódico, decían. Sus crímenes no se caracterizaban por ser fruto de la pasión del momento, sino por una planificación meticulosa de sus actos, sin dejar nada al azar. Buscaría la manera de cometer el delito sin comprometerse, para pasar lo más inadvertido posible. Ella tenía serias dudas sobre semejante conjetura. Tal vez fue así al principio. Ahora, no. Tuvo la prueba en el río. Entonces pudo oler su rabia, el sordo deseo de venganza. Su olfato le avisaba de que el hombre se estaba dejando llevar por una ira incontrolable. El miedo a ser descubierto, a quedarse sin lo que consideraba suyo, lo convertía en un ser inestable, impulsivo y descuidado. Si no, era imposible que ella hubiera sobrevivido al último de sus ataques.
Se dispuso a salir de la habitación, enojada con Bruno por su tardanza, aunque en el fondo predominaba un miedo terrible a que le hubiera pasado algo.
Se quedó paralizada ante la puerta entornada que daba acceso al taller.
Los ladridos aumentaron de volumen, se hicieron ensordecedores. Sintió que se tambaleaba. Le dieron ganas de chillar y chillar, de gritar las órdenes que le había enseñado el instructor para calmarlos. No podía seguir oyéndolos. Se iba a volver loca. Necesitaba que se callaran. Procuró controlarse. De pronto se hizo un silencio agobiante, terrible. Notó su presencia. Él estaba invadiendo el sagrado recinto de su casa. Fue consciente de que había atacado a Bruno. Contuvo un sollozo.
El pánico la golpeó poniéndola en estado de alerta. Permaneció inmóvil, aterrada ante la sola idea de encontrarse de frente con el hombre que había intentado matarla en tantas ocasiones, pensando lo cerca que había estado de conseguirlo cuando la arrojó a las frías aguas del río.
El instinto la llevó a esconderse tras la puerta, oculta del foco de luz del escritorio. Apoyó la espalda contra la pared, como si quisiera fundirse en ella. Se deslizó hasta quedar en cuclillas, sin parar de temblar. Intentaba contener el castañeteo de los dientes. Hubo una nueva tanda de ladridos y gruñidos, que eran cada vez más agudos. El pavor la paralizaba. Sudorosa, débil, estaba incapacitada para pensar, para actuar. No supo cuánto tiempo estuvo así, inerme, con la expresión de los ojos vacía, perdida en un espacio atemporal.
La imagen de Bruno la asaltó de golpe. Si estaba muerto, ella ya no querría vivir. No tendría sentido continuar respirando día tras día sin él. Vio desfilar ante sí un montón de años estériles, llenos de amargura. Lo tendría fácil con ella. No pensaba oponer resistencia. Le pareció escuchar la voz de su amor llegándole de muy lejos, instándola a defenderse, con una sola palabra: «Vive». Su optimismo era un canto permanente a la vida, al amor, a la existencia futura que habían planificado juntos. Se tragó entre lágrimas el alarido de fiera herida que pugnaba por salir de su pecho. Su cuerpo temblaba. Notaba las piernas blandas, incapaces de sujetarla. Pero no se iba a rendir. No.
Recordó su lucha en las aguas y ese fue el estímulo definitivo. Se rehízo de golpe. Paradójicamente, el horror vivido en los últimos tiempos la llenó de fortaleza. Iba a volver para enfrentarse al asesino. Esta vez lucharía en terreno propio. No la cogería desprevenida. Moriría matando. Observó desesperada los muebles, tan familiares, buscando un arma con la que pudiera defenderse de aquel despiadado demente. La descubrió en el otro extremo de la habitación.
Pero antes de cogerla debía hacer algo. Se tiró al suelo y fue reptando hasta detrás de su escritorio. Agarró el móvil y apagó la luz. La habitación quedó en una penumbra total. Buscó y marcó, y dejó el teléfono abierto. La Guardia Civil reconocería enseguida su número.
El odio ocupó el lugar de la pasividad aterrada. Llamó a sus perros. Acudieron obedientes. Los sujetó por los collares. Les dio dos órdenes escuetas indicándoles con la mano el lugar donde debían tumbarse. Gemidos suaves se escaparon de sus respectivas gargantas. Mandó silencio un par de veces. Ambos obedecieron. Notaba sus pelajes encrespados, sus cuerpos tensos. Jamás pensó que pudieran oler el peligro, pero lo hacían. La garganta de Zar vibraba con un gruñido sordo, amenazador. Le dio un par de toques en el morro con dos dedos cruzados, y el animal se mantuvo en silencio total.
Continuó reptando hasta que alcanzó el otro lado de la habitación. Palpó a tientas. Encontró la vieja tranca de madera con la que mantenía abierta la antigua puertecita azul, antes de que Bruno la renovara. Allí estaba, apoyada contra la pared. Nadie se había ocupado de tirarla. Miró la puerta con la llave en la cerradura. Por un instante estuvo tentada de abrirla y escapar. Si corría al máximo quizás no la alcanzaría. Pero enseguida desechó la idea: no iba a dejar a Bruno abandonado, sin saber en qué condiciones se encontraba. Ni a Amparo, que debía de dormir a pierna suelta. Y por otro lado, una vez fuera quedaría desprotegida. Ese era su lugar, su reino. Lo conocía como la palma de su mano. Ahí jugaba con ventaja. Se dirigió a la puerta y se ocultó tras ella.
Oyó un golpe brusco y el ruido de un cuerpo que caía por las escaleras interiores. Un alarido de dolor rompió el silencio. Estuvo a punto de salir de su escondite. Se contuvo. La preocupación por Bruno no la dejaba vivir. Intentó tranquilizarse. El miedo y la desesperación no iban a ayudarla. Tal vez era ese ser infame el que había caído por las empinadas y peligrosas escaleras interiores. Se preguntó con fiereza si el destino iba a ser esta vez tan benevolente y lo iba a matar en un accidente doméstico antes de que ella pudiera ocuparse de él. Después, nada. Silencio aterrador.
Bruno ocupaba sus pensamientos. Tiritaba. Rezó oraciones olvidadas para que aún estuviese con vida. Esperó paciente, con los músculos en tensión, dispuesta a dar el golpe de gracia en cuanto apareciera y pusiera el primer pie en la habitación. Sujetó con ambas manos el pesado garrote. Ya no temblaba. La adrenalina corría por sus venas con la ligereza del agua de un regato. No sentía nada más que deseos de matarlo.
La espera se hizo eterna, pero en ningún momento desfalleció. Era una mujer con una misión: acabar con el monstruo para siempre. El rumor de unos pasos la alertó. Alguien parecía aproximarse, tal vez arrastrándose. Abrió bien las piernas, giró el torso, echó los brazos hacia atrás y cogió impulso tensando el cuerpo. Solo tendría una oportunidad y no pensaba desaprovecharla. Ella era de constitución débil, pero iba a cogerlo desprevenido.
El tiempo se detuvo. Un chisporroteo de la chimenea avivó el fuego e iluminó parte de la sala.
Los perros gimotearon. No quería mirarlos para no desconcentrarse. Ella contaba con que se pusiesen en pie y distrajesen al intruso. Una sombra se introdujo en el despacho. Avanzó un pie y se dispuso a dar el golpe definitivo, impulsada por la fuerza que le daba el miedo.
—¡Cristina! —La voz rota, desgarrada, de Bruno la dejó paralizada—. Cris, Dios mío, Cris, dime que no te ha ocurrido nada. ¡Contesta!
Le respondió con un sollozo entrecortado. Bajó el palo, lo apoyó contra la pared y salió de detrás de la puerta. Luego encendió la luz.
Un grito de horror se escapó de su interior. Bruno apenas podía mantenerse en pie. Estaba plantado en el centro de la habitación, sujeto a un lateral del sofá con una mano y con la otra sostenía la camisa arrebujada apretada contra su costado. La sangre se escurría e iba cayendo gota a gota al suelo hasta quedar absorbida por la gruesa alfombra. Su rostro, empapado por una mezcla de sudor, lágrimas y la sangre que manaba de su ceja izquierda, mostraba los signos del horror vivido.
—Bruno, Bruno —gimió echándose contra él, sujetándole por la cintura.
—No, no, Cris, no aprietes. Mierda, mierda. Me muero de dolor.
Le sostuvo entre sus brazos, temiendo que se desmayase allí mismo. Le condujo al sofá, donde le recostó. Hincó las rodillas en el suelo y se inclinó sobre su vientre, abrazándole, llorando y gimiendo sin parar, sin importarle sus quejidos. Los perros se acercaron. Cara lamió su rostro, intentando limpiar las heridas. Zar lloriqueaba a sus pies. Cristina los apartó con delicadeza. Habían sido los mejores compañeros.
Bruno, obviando el dolor intenso que le atravesaba, acarició la cabeza de Cristina. La veía por un ojo, pues el otro lo tenía medio cerrado por la tumefacción. Si aquel loco que tenía atado en el taller le hubiera hecho daño a ella, lo mataría con sus manos.
Las lágrimas le quemaban la cara y le abrasaban las mejillas heridas por los golpes. No podía hablar, solo permanecer abrazado a ella, uniendo el temblor de su cuerpo a las convulsiones del de su amada.
Sonaron golpes. Cristina se deshizo del abrazo y salió. Abrió la puerta de la casa. Las luces azules relucían en la negrura de la noche. Varios hombres la miraban. Uno avanzó y se abrazó a él. Era Yuste, que la sostuvo. Cristina lloró imparable sobre la guerrera del guardia civil. Él la consoló.
—Lo tenemos, Yuste. Lo tenemos. Bruno está muy mal. Sangra por todas partes.
—¿Y el asesino?
Ella lloró y rio a un tiempo.
—Según Bruno, mucho peor.
Alguien habló de pedir una ambulancia.
Ella cogió a su amigo de la mano y entraron. Sobre el sofá, un Bruno malherido, casi muerto, sonreía satisfecho con el rostro crispado por el dolor.