CAPÍTULO
29

Nada es eterno, se decía Cristina mientras repasaba el correo atrasado y dividía la correspondencia en dos montones. Facturas, que eran las más, y cartas de negocios.

Habían regresado el día anterior de su corta estancia en Bilbao. Y fue al entrar en la casa familiar cuando tuvo plena conciencia de que las vacaciones habían llegado a su fin.

Encerrada en su despacho, recordaba lo bien que se lo había pasado. La comida con la familia de Bruno, que ella temía más que a un nublado, usando una de tantas expresiones de Amparo, había sido un verdadero regalo. Aunque ya conocía a Begoña y Simón, a los que tanto quería, le preocupaban los padres, sobre todo Isabel, la madre. Las mujeres suelen ser más críticas que los hombres con sus futuras nueras. Enseguida la llevó con ella a la cocina, para terminar de preparar la comida. Lejos de juzgarla, Isabel charló con ella con la naturalidad que da la confianza, mostrando su preocupación por lo que le había pasado. Cristina evitó entrar en detalles macabros que solo servirían para alterarla más. La mujer observó la sombra que velaba los ojos de la joven y decidió dar a la conversación un sesgo más alegre.

—Estamos muy contentos de que al fin Bruno haya encontrado su pareja. ¡Ya estaba yo preocupada, no creas! Además me parece que tú no te dejarás dominar por él. Ya me ha contado las peleas que tuvisteis por la tierra que no le querías vender. Debes de ser de las pocas personas que le niegan algo. Haces muy bien. Está mal acostumbrado.

—No nos peleamos. —Aunque más tranquila, Cristina estaba un poco azorada—. Solo fue un pequeño enfrentamiento.

—Si tú lo dices… Estos hombres van por la vida arrasando y creen que así lo pueden conseguir todo.

La mujer hizo un leve gesto irónico con la cabeza. Se volvió y miró a la joven, con las mejillas sonrojadas, llena de timidez. Había decidido que era el momento de soltarle sus consejos como futura suegra.

—Como imagino que ya le conoces no te voy a decir cómo es. Mi suegra me dio un consejo cuando me vio por primera vez, ahora yo te lo doy a ti. Bruno es mandón y manipulador. Igualito a su padre. Si no puede conseguir las cosas de una manera las consigue de otra, pero no se queda sin ellas. —Menudo descubrimiento, eso ya lo sabía ella muy bien—. Tiene una sonrisa tierna que derrite el corazón, pero no te fíes. Tú mantente firme.

Cristina la miró con los ojos abiertos por la sorpresa. A continuación estalló en carcajadas.

—Además —añadió Begoña, entrando en ese momento en la cocina—, contra lo que pueda parecer, tiene mal genio. Es un hurón cuando se enfada. Se vuelve irritable si está dedicado a uno de sus proyectos y alguien pretende distraerlo. Te lo digo porque es igual que su amigo Simón. Son dos dulces criaturitas.

—No me puedo creer que le estéis dando semejante repaso. Tendríais que convencerme de que me llevo una joya.

—De joya nada, rica. —Begoña reía abiertamente—. Una fiera, ya te lo he dicho. Mi madre y yo nos curamos en salud. Suponemos que vas a vivir con él los siguientes cincuenta años de tu vida y no queremos reclamaciones futuras. ¿O no es así, ama?

—Así es. El que avisa no es traidor.

—Bueno, creo que podré manejarme con él. A fin de cuentas también es un hombre honesto, cariñoso y hasta a veces tiene detalles muy románticos.

—Mira, guapita, creo que no estamos hablando de la misma persona. ¿Romántico Bruno?

—Me envió flores al hospital.

—Eso fue porque estaba bajo una enorme impresión. No te hagas ilusiones. Olvidará tu cumpleaños y el aniversario de boda antes de que pase un año. Yo a Simón le dejo notas por todas partes unos días antes, para que se acuerde, y él cree que lo recuerda todo por sí mismo. Alma bendita. Así que aplícate el cuento.

Fue de los ratos más felices de su existencia. Inimaginable para una mujer que había vivido sin familia, sin compartir esos momentos envidiables de complicidad entre madre e hija.

En fin, aquellos dulces momentos ya habían pasado. Tocaba volver a la lucha diaria.

Sonó el interfono. Amparo avisaba de la llegada del fontanero. Era hora de zambullirse en la cruda realidad, la de los desastres que habría que arreglar con urgencia.

Bruno buscó a Cristina por toda la casa. Cuando ya empezaba a exasperarse preguntándose dónde se habría escondido, llegó al cuarto de lavandería. Se detuvo a la puerta. Las dos personas que estaban allí agachadas, observando una tubería que había quedado al descubierto después de rozar la pared ni percibieron su presencia. Ella, vestida con unos vaqueros agujereados por todas partes, tan bajos por la cintura que descubrían la fina tira verde del tanga, y una sudadera ancha que había conocido tiempos mejores, estaba de rodillas junto a un hombre de lo menos cien años de edad, que tenía una caja de herramientas junto a su costado.

—Esto ya no hay quien lo arregle. Es como poner un remiendo a una sábana vieja —murmuraba el hombre dejando escapar las palabras bajo una colilla casi apagada.

—Pues pon el remiendo —contestó ella, terca.

—¿Es que no te das cuenta de que las tuberías de esta casa están como el queso de agujeros? Si cierro aquí, se abrirá allí. Hay que cambiar la instalación. Ya lo hemos hablado varias veces.

—No puedo cambiarla, yo también te lo he explicado varias veces.

—Mira, niña, pide un presupuesto a una empresa de fontanería de las grandes, y después decides. Si hablas con ellos, te las irán cambiando poco a poco.

—Haz el presupuesto tú.

Estaba cansada. No tenía dinero para una obra de semejante calibre. Cambiar las viejas tuberías de hierro por otras de PVC le costaría una fortuna. No sabía cómo meterle eso a Antonio, el viejo fontanero, en la cabeza.

—Vamos a ver. Tienes la cabeza más dura que tu abuela, que ya es decir. ¡Mujeres! Volvéis loco a cualquiera. No me puedo comprometer a un arreglo como este, estoy viejo y no tengo el material adecuado. ¿Para qué voy a hacer ni siquiera un presupuesto? Esto es un trabajo para jóvenes. Ese chico tuyo, el arquitecto, ese sí te puede aconsejar. Conocerá a gente buena que sepa trabajar bien y que no te engañe. Con él aquí es difícil que alguien te engañe.

—Ese chico arquitecto, ya tiene bastantes cosas en la cabeza como para que yo le complique más la vida con las cañerías de la casa.

Un ligero carraspeo procedente de la entrada hizo que ambos levantaran la cabeza sorprendidos. Bruno les miraba muy serio. Cristina descubrió enseguida que el gesto adusto trataba de esconder la risa que ya bailaba en sus ojos. La chica decidió mirarle con actitud retadora, para que no se atreviera a meterse en sus asuntos.

Pero Bruno no se sintió intimidado.

—Quizá si alguien se molestara en explicarme de qué va esto…

—Lo que pasa —saltó enseguida el hombre— es que esta mujer se niega a entender que hay cosas que no tienen arreglo. Llevo diciéndoselo años. Hay que cambiar las cañerías de esta casa, yo solo puedo hacer chapuzas y cualquier día van a estallar todas de golpe. Pero ella nada, erre que erre, insiste en que siga poniendo remiendos.

—No puedo gastar ahora dinero para cambiarlas y no pienso pedir un préstamo. ¿Está claro?

El hombre agachó la cabeza. Era consciente de la situación de ella, pero no había otra solución.

—¿Y qué puedo hacer yo, niña?

Pobre ingenuo, pensó Bruno. No se daba cuenta de que en realidad la explicación iba dirigida a él. ¡Cómo si no la conociera!

—Perdónenos un instante. Cristina, te estaba buscando, ¿podemos hablar un momento?

Ella se puso en pie de mala gana y lo acompañó a la sala. No se dejó engañar por el tono mesurado de sus palabras. Bruno estaba molesto.

—No digas nada. No y no.

—Aún no sabes lo que voy a decir. Solo quiero recordarte que nos habíamos comprometido a contarnos nuestras respectivas preocupaciones. Creo que se te ha olvidado esta, amor mío.

—Vamos, Bruno. Hablamos de contarnos las cosas importantes, no si una cañería pierde agua.

—Considero que una tubería rota es algo importantísimo. Y presiento que no es solo una la que pierde agua, sino varias. Él tiene razón. Por cierto, que está muy mayor, debe de tener cien años, ¿no? No puede hacer esa obra. Tú sabes que puedo conseguir una buena empresa de fontanería para cambiar estas antiguallas.

—Solo tiene ochenta años, no cien. No puedo pagar a una empresa.

—No tienes por qué pagar. Yo lo haré. Será la inversión particular de Bruno López Elorza en el hotel Olabide. Tenemos que tener en cuenta que ahora vamos a ser dueños de dos. Uno, más selecto, pero también más caro; el otro a mejor precio. Este último es el que requiere mayor mimo. Atraerá a una importante clientela familiar, ¿no crees? De esta manera acapararemos toda la oferta de la zona.

El rostro de Cristina pasó de su tono rosado natural a un rojo intenso en un abrir y cerrar de ojos.

—¡De ninguna manera! Ya sabía yo desde el principio que me conducirías a esto. Ya me avisó tu madre: eres un artista de la manipulación.

—Lo que me faltaba. Mi madre dice muchas cosas, y no todas ciertas. Vamos a casarnos y vamos a vivir aquí. Considéralo mi contribución a esta casa. —Le puso un dedo sobre los labios para evitar que le interrumpiera—. Acostúmbrate. Así ha de ser en el futuro. Si vamos a compartir el resto de nuestras vidas, tendremos que compartir también los desastres que se ocasionan en una casa vieja como esta. Ahora somos uno, ¿lo recuerdas, cariño? Jugamos en equipo, y para eso debemos confiar el uno en el otro.

Le hablaba en un tono pausado, acariciándole las mejillas con las yemas de los dedos. Había aprendido que con Cristina no valían los enfrentamientos directos. Había que convencerla con palabras suaves, razonando con calma, pero sin doblegarse, sin permitirle ganar terreno. Era importante para la relación que estaban iniciando que aprendiera a delegar.

—¿Por qué no dejas que me ocupe yo del asunto? A fin de cuentas es parte de mi trabajo y creo que de esto entiendo algo más que tú, ¿no crees?

Cuando usaba ese tono de voz, ella lo temía más que a un nublado. La derretía, la incapacitaba para pensar. Podía llegar a convencerla de cualquier cosa. Estaba tan acostumbrada a solucionarlo todo personalmente. Jamás había formado equipo con nadie, ni siquiera para jugar a las cartas. Lo miró a los ojos y vio reflejados en ellos infinito amor e infinita paciencia. Y todo ello en un ser impaciente por naturaleza.

—Me cuesta acostumbrarme.

—Lo sé.

—Te vas a sentir agobiado con tantos problemas como tengo.

Vio su vulnerabilidad. La apretó contra su pecho y depositó un rosario de besos en su cuello.

—Tengo espaldas anchas, puedo cargar con todo, no te preocupes. Solo quiero que recuerdes que son nuestros problemas no tus problemas.

—Tampoco tú me hablas de los tuyos. Solo cuando te lo pregunto me cuentas cómo van las obras, cómo va el proyecto que has iniciado en Zaragoza…

Bruno la separó de su pecho para poder mirarle a los ojos.

—Cris, ten por seguro que cuando necesite hablar de ellos, lo haré. Ni se te ocurra pensar que no va a ser así. Ya te lo he dicho, estamos juntos en todo.

Ella pareció quedarse un momento pensando en sus palabras.

—Nos va a costar un montón de dinero cambiar todas la tuberías, ¿sabes?

Bruno se echó a reír. Le hacía feliz oír ese «nos» en sus labios. Le dieron ganas de abrazarla y besarla hasta dejarla sin respiración, pero solo le respondió de palabra, intentando conferir seriedad a su discurso.

—Claro que lo sé. Roberto Casas se ocupará de hacer un presupuesto. Acometeremos la obra en varias fases, ¿te parece bien?

Cristina se puso de puntillas y le dio un beso en la boca. La madre tenía razón, ese hombre era un manipulador que con sus palabras suaves lograba llevarla siempre al huerto. Se separó de él y se encaminó otra vez hacia el cuarto de lavandería.

—Mientras esperamos, que Ramón haga lo que pueda.

Soltó una carcajada. A su mujer le gustaba decir la última palabra. Tendría que aprender a vivir con eso.

A media mañana, Cristina se decidió a visitar la obra. Le encantaba pasarse por ella y ver crecer el inmenso complejo, el sueño de Bruno. Iba allí de vez en cuando, no demasiado. No quería estorbar y además se ponía algo nerviosa con tantos ojos puestos en ella. Desde que sabían que Bruno y ella se iban a casar, parecía estar bajo la lente de un microscopio. La analizaban desde la punta de los pies hasta el último pelo de la cabeza, a ver si daba la talla. Ya se veía pidiendo la mano de Bruno a los trabajadores de la obra.

Quería demostrarle el interés que despertaba en ella su proyecto y su trabajo.

La noche anterior en el despacho, mientras repasaba las cuentas, le había notado extraño, sin esa vitalidad optimista que le caracterizaba. Por el rabillo del ojo había visto cómo dejaba abandonada sobre el sofá El asesino de La Pedrera, una novela policíaca de Sainz de La Maza, con el trasfondo de la obra del arquitecto Gaudí, con la que parecía haber estado muy entretenido hasta entonces. Se había quedado quieto, despatarrado en el sofá, casi sin fuerzas, contemplando el techo con expresión abstraída.

Después se había levantado y se había dedicado a dar vueltas por la habitación, toqueteando una u otra cosa, enderezando un cuadro, detenido ante los rostros fotografiados del panel, que, según parecía, ahora ya lo miraban con afecto. Todo ello lo hacía con un desasosiego impropio en él.

—Pasa algo —le había dicho—. Debes contármelo, para reafirmar todos esos rollos que me echas de vez en cuando. Ya sabes, hay que predicar con el ejemplo.

Él se había echado a reír con cierta picardía.

—Eso es para ti.

—¡Ah, no, no, amiguito! Los dos jugamos en el mismo equipo, ¿recuerdas?

—¿Por qué tengo la impresión de que me estás haciendo tragar mis propias palabras?

La había levantado de la silla y conducido casi a rastras hasta el sofá, para tumbarla sobre él. Y así, en esa postura, había recitado una a una sus preocupaciones: la lentitud de las obras, los plazos, las villas que tendrían que estar más avanzadas, el maldito tiempo que ralentizaba los trabajos…

Había sido un momento de dulces confidencias, en el que la unión entre ellos se vio afianzada. En Cristina había producido un pálpito de felicidad extrema. Eso era el amor, confianza, pertenencia, compromiso.

Por eso, ella acababa de abandonar trabajo y reclusión para chapotear en el barro con sus botas de goma y salir a su encuentro. Con Cara y Zar trotando a su aire, felices por el paseo.

Se detuvo ante la inmensa estructura en construcción, un esqueleto compuesto de pilares, que seguía una línea sinuosa por la linde del bosque, integrándose, formando un todo armónico con él. Ningún temor a aquella vieja idea suya del posible «parque temático del turismo rural». Sin que nadie se percatara todavía de su presencia, fue repasando sobre el terreno todo el proyecto. Pudo ver el aparcamiento, el acceso principal al edificio, la parte posterior, donde habría un estanque y un jardín umbrío, y en un plano inferior, el restaurante con un lateral acristalado para que los comensales pudieran disfrutar de la naturaleza en todo su esplendor. Más allá se había comenzado a trazar lo que sería el campo de golf y, en el borde de este estaba parcelado el terreno donde se construirían las viviendas unifamiliares.

No le parecía que fueran tan atrasados, aunque ella entendía poco del arte de levantar edificios en tiempo récord con la exigencia de calidad que imponía su arquitecto.

—Ponte uno de estos —dijo Bruno ofreciéndole un casco.

El hombre tenía el ceño fruncido y estaba de mal humor. Cristina se preguntó si su visita era oportuna. Lo miró con timidez. Él notó la preocupación de la chica, echó una ojeada, vio que todos estaban ocupados con sus cosas y depositó un beso goloso en su nuca, bajo el casco amarillo que se acababa de colocar y aumentaba de tamaño su cabeza hasta hacerla parecerse a la abeja Maya. Esa idea y la sonrisa tierna que ella le dedicó disiparon su enfado.

—Vamos a dar un paseo, después te enseño lo que hemos avanzado.

Bruno detectó cierta rigidez en la joven. No había vuelto allí desde que las aguas del río estuvieron a punto de tragársela. Desde entonces, para Cristina los árboles, las piedras, los senderos olían a miedo.

—Estoy contigo. Si está por aquí no podrá ni acercarse, te lo prometo. Los hombres están cerca. Un simple grito los pondrá en movimiento. Casi preferiría que apareciera para poder retorcerle el pescuezo.

Su voz sonaba con una fiereza tan inusual que la sorprendió.

Bruno lanzó un palo con rabia y Zar salió disparado a buscarlo. A medida que se alejaban, a Cristina le pareció ver cierto alivio en la actitud de los trabajadores. Ese no debía de ser el mejor día de Elorza. Le agradecían que se lo llevara lejos.

El ruido del agua impetuosa los retrotrajo a las horas de angustia que habían pasado en aquel mismo sitio. Caminaron en silencio. Bruno haría lo imposible porque ella volviera a disfrutar de aquel lugar, de sus paseos, del recuerdo de sus juegos y risas infantiles. Quería borrar de su mente toda connotación a negrura y muerte.

—Hoy no está.

Bruno no necesitaba preguntar a quién se refería. La llevaba sujeta de la mano y notaba la fuerza con la que se asía a medida que avanzaban.

—No volverá a hacerte daño, Cristina. Esta mañana me ha llamado Corbelle. Ya conocen la identidad de la mujer muerta. —Cristina lo miró entre intrigada y asustada—. Se llamaba Marita Host. Tenía veinticuatro años. Había nacido en Avellaneda, una ciudad de la provincia de Buenos Aires, a donde se marchó muy joven. Vivía en la gran ciudad. Era modelo de ropa interior femenina.

—¿Y qué hacía aquí?

—Corbelle no se ha explayado demasiado. Ya sabes que a los polis les gusta mantener sus secretos. Solo ha insinuado que se vino con un hombre rico. La debió de engatusar con una fulgurante carrera de modelo, o jurarle amor eterno, a saber. El caso es que al parecer Corbelle tiene algo.

—Algo… ¿Qué?

—La identidad del tipo.

Así que detrás del mal humor de Bruno no estaban las cosas de la obra, sino que se escondía la preocupación por la llamada del policía.

—¿Te lo ha confirmado Corbelle? ¿Te ha dicho que lo han localizado? —preguntó ansiosa, con un rastro de rabia en su voz.

—No —dijo haciendo un gesto de negación con la cabeza—. Lo intuyo por alguno de sus comentarios. Corbelle solo me ha hablado de Marita Host. Una antigua amiga declaró que hace tiempo se encontraron en uno de esos enormes hoteles de Buenos Aires. Fue en una fiesta multitudinaria que dio un productor de televisión de Los Ángeles. Las dos hablaron bastante rato. Marita estaba exultante. Según sus palabras, era «la gata que se ha comido el pez más gordo». Le señaló de lejos a su acompañante y esa amiga se quedó impresionada. Un hombre con clase, muy atractivo. Tal vez haya recibido un retrato robot.

—Por mucho retrato que haya, si no sabemos quién es…

—Paciencia. Pocos se le escapan a la policía española. Son muy buenos. Investigarán en la vida de la chica, y sabrán con quién llegó a España y dónde se hospedaron. Aquí queda registro de todo.

—Eso espero. Aunque te recuerdo que tú estuviste en la Torre de Olabide y yo no me di cuenta de quién eras.

La cogió por los hombros y la apretó contra él. La sorna se asomó a sus labios. Agachó la cabeza para besarla tiernamente en el cuello.

—Eso es porque mi presencia te obnubiló. Y te enamoraste de mí al instante.

—¡Vaya tío creído!

La cogió por la cintura y la atrajo hacia sí. Cristina le echó los brazos al cuello y apoyó la cabeza sobre su hombro. El contacto con Bruno era el mejor sedante.

—Pero a ellos no les va a pasar eso, Cris. Nadie se obnubilará. Lo cogerán.

No contestó. Solo esperaba que lo hicieran cuando ella aún estuviera viva.

Repasó el escenario de sus pesadillas. El río ya no parecía tan temible. Sus aguas corrían con un alegre cascabeleo. La atmósfera era pura, diáfana. El entorno tenía el aspecto de dulce tranquilidad que podría servir de escenario idílico para cualquier escena amorosa. Su espíritu, sin embargo, contrastaba con ello. La ira fluía incandescente por sus venas. Un hombre pretendía acabar con su vida, destruir todo lo hermoso que empezaba a brotar alrededor de ella. Aquella persecución implacable había roto la seguridad en su casa, en su mundo. Le infundía un terror irracional por la suerte de aquellos que amaba. No sabía si algún día recuperaría su estado primitivo, ese pensamiento de que nada grave le podría ocurrir a la gente común, como ella.

Había sufrido un ataque tras otro. Desde el último, se había encerrado en una concha, en un estado de rendición física y psíquica próximo a la catatonia. No actuaba ni pensaba, por puro miedo. Se había convertido en una mujer temblorosa, acobardada ante cualquier ruido, ante la más leve sospecha. Pero desde ese mismo instante eso se iba a acabar. Cristina Olabide tenía mucho por lo que luchar.

—He hablado con Yuste. Una pareja de la Guardia Civil se pasará por las noches por la finca. Llamarán a la puerta para comprobar que estamos bien. No podrán quedarse a hacer guardia. No tiene tantos efectivos como para eso, pero algo es algo. Aunque hemos reforzado los cierres de la casa, no debemos confiarnos. Es un tipo muy astuto y perseverante. Poner candados a las puertas y ventanas no nos garantiza que tienda otra trampa fuera de casa o que entre rompiendo algún cristal. No debes alejarte nunca sola, pase lo que pase, aunque te diga que tiene a alguien en su poder. Prométemelo, Cris.

Ella asentía con sus ojos cubiertos de una pátina de determinación y rebeldía. Si tenía la suerte de encontrárselo iba a saber de primera mano quién era ella.

—Prométemelo —insistió casi zarandeándola.

—De acuerdo. Aunque no sé si podré cumplir la promesa. ¿Y si eres tú? Mi vida sin ti no valdría nada, Bruno, me quedaría vacía por dentro.

—Me siento feliz por despertar esos sentimientos tan profundos. Acrecientan mi ego masculino. Pero te prefiero viva, amor mío.

—No bromees. Lo digo muy en serio. Y de qué me iba a servir seguir viva… Nunca podría perdonarme si le ocurre algo a Amparo o a alguno de mis amigos o a alguno de los niños. Ese hombre es cruel, ambicioso, y no se va a detener ante nada.

—La policía está tras su pista. Caerán sobre él, no lo dudes. Solo hay que protegerse hasta entonces.

—¡Ya! Como si eso fuera tan fácil. Me atacará cuando menos me lo espere. Debe de estar tan seguro de su tapadera que aún cree que con mi muerte puede conseguir la propiedad. Ahora, después de ir al notario y hacer testamento, estoy más tranquila. Era algo que debería haber hecho hace mucho. Si me ocurre algo, Amparo no quedará desprotegida.

—Nunca quedaría desatendida, ya lo sabes. Yo cuidaré de ella. De todas maneras no vamos a permitir que se acerque.

Ella se emocionó por sus palabras. Le constaba que así era. Bruno no dejaría desprotegida a la vieja tata.

Bruno notó que su amor temblaba. La rodeó con sus brazos, besándola con ternura en la sien, acunándola, protegiéndola de la maldad que acechaba.

—Este Spitz…

—El tenista.

Corbelle dejó de revolver en el cúmulo de papeles que tenía ante sí, para mirar a su compañero con cara de perro. Luis Gil tenía el cerebro de una nuez encerrado en una cabezota hueca. Y esa nuez estaba dedicada por entero al mundo del deporte. Sabía más que José Ramón de La Morena. Pero ese no era momento ni lugar para que le pusiera al tanto de sus conocimientos.

—¿Se puede saber de qué cojones hablas?

—¡Ah, no! Tienes razón. Menudo despiste. Era nadador. Siete medallas en Múnich 72.

—¡Coño, Gil! Que te estoy hablando del gachó de esta foto.

—La hostia, Corbelle, si te has hecho con el caso y no sueltas prenda. No me dejas ni echar una ojeada por encima del hombro. Y ahora piensas que soy adivino. Qué te voy a contestar cuando no sé ni lo que preguntas. Ni que fuera vidente, coño.

Corbelle tuvo que reconocer que tenía razón. No tenía disculpa.

—Es que este caso me está volviendo loco. Bruno Elorza fue para mí como un hermano cuando éramos chiquillos. Vecinos, compañeros de colegio y de correrías en la aldea gallega durante las vacaciones. Y ahora…

—Ya. Hay uno que quiere quitar de en medio a su chica, eso ya lo sé. Y no me vengas con caras de pena. Pareces el Nicolas Cage ese de los ojos caídos. Conmigo no te vale. Que nos conocemos de antiguo. Déjame ver, ¿vale?

Gil se marchó a su mesa. Durante un buen rato estuvo revisando la documentación. Se tomó casi sin enterarse, el café que Corbelle le puso en la mesa. Se frotó la tripa. La cafeína empezaba a darle serios disgustos, demasiada acidez. Repasó los datos sobre Spitz. Encontró su nombre en una copia del libro de reservas del hotel rural de Olabide. Se levantó de la silla. Se estiró, bostezó de tal forma que pareció un elefante, para disgusto de su compañero. Rebuscó en los bolsillos hasta encontrar un chicle que según la publicidad era de cafeína, aunque él tenía serias dudas. Daría para el pelo a los publicistas de marras si se le ponían delante.

—¡Aquí está el guapito este, paseándose con toda su cara delante de nuestros morros! Anda, ponme al tanto, macho.

Corbelle habló largo y tendido, más para sí que para su colega, repasando el caso punto por punto, desde aquella primera entrevista con el comisario hasta el informe detallado de su colega argentino, con fotos incluidas. Esa mañana, la impresora había escupido nuevos datos. Unos de su amigo poli, otros de la policía de Madrid y otros del Hotel Palacio de Guendulain. Narrar en voz alta le iba muy bien porque le aclaraba las ideas. Gil era el ideal. Estaba a su lado, sin atosigarlo, dejándole a su aire, aunque de vez en cuando se enfadara. Y a veces daba en la diana.

—Así que ese tal Ricardo Spitz estuvo en el hotel rural. Y antes en el Guendulain, a todo tren. Joder, hay que ver cuánta pasta tienen algunos.

—Céntrate, Gil. Y me temo que este, de guita, poco. Vive del cuento. Lo importante es que estuvo en el hotel con la tal Marita Host. Se presentaron como señor y señora Spitz, con pasaporte uruguayo él y argentino ella. La muchacha se marchó al cabo de unos días. Según el de recepción, regresó a su país. Por lo visto, para estar con su mamá enferma.

—¿Eso dijo?

—No, coño, no dijo nada. Es una broma macabra. No dieron explicaciones. La ropa y todas sus cosas desaparecieron.

—Pero… la encontramos muerta.

—Eso es. Y él se va a pasar unos días a la Torre de Olabide tan fresco. Si es su mujer, ¿no hablaría con ella ni siquiera una sola vez? Y hay otra cosa… —Gil se le quedó mirando, a la espera de uno de esos finales triunfales de los que tanto disfrutaba su compañero—. No hay Spitz que valga en la dirección de Montevideo, registrada en su pasaporte.

—Vaya.

—Pues sí, vaya. Sin embargo, hay una información nueva que me pasó Elorza. Aún estoy dándole vueltas. Tal vez…

—Anda, sé bueno y desembucha.

Su colega pasó por alto la ironía. Empezó a contarle una historia propia de una película de aventuras. Gil se metió el chicle en la boca. Sus tripas hicieron ruido. La acidez le daba hambre. El deseo de fumar un pitillo se hizo irresistible, pero dejó de lado sus necesidades primarias y meditó durante un buen rato.

—Oye, no te estás quedando conmigo, ¿verdad?

—Para nada. Todo lo que te he contado es cierto. Toma, aquí tienes la copia del famoso cuaderno de Julián Olabide. Léetela. Pasarás un rato entretenido. Después hablamos. Tengo la impresión de que nuestro amigo Spitz bien podría ser alguien apellidado Valle. Y por lo que sé, Arístides del Valle, que era el alias de Julián Olabide, fue uno de los pilares económicos nacidos al abrigo del gobierno de Perón, allá por los años cincuenta. Fundó un banco, que se mantuvo en pie hasta hace un par de años, cuando ya no se pudo sostener por las pérdidas. Tuvo un único hijo, también llamado Arístides, y un nieto, Arístides Ricardo del Valle. Pero lee todo esto y dame tu opinión. Ya sabes lo que la valoro.

—Que te den, Corbelle. Aunque tengo que quitarme el sombrero. Si es cierto lo que dices, ya lo tenemos.

—Si lo encontramos. Y… si puedo probarlo.