Cristina se levantó de la cama sin hacer ruido. Se duchó y a oscuras en la habitación se vistió con la primera ropa que encontró a mano, sin saber muy bien si acertaría con la combinación de colores. Contempló al hombre desnudo que, con la cara bajo la almohada y un brazo colgando, dormía tan tranquilo. ¿Cómo era posible que pudiera dormir semejante cantidad de horas? Acostumbrada a levantarse al alba y a pasar el día con escasas horas de sueño, admiraba la capacidad que tenía Bruno para quedarse entre las sábanas si se le dejaba. Sabía que en media hora sonaría el despertador y que entonces se levantaría para ir al trabajo. Era un hombre que nunca dejaba de cumplir con sus obligaciones. Para entonces ella ya iría por su segunda taza de café, esa que se tomaba en el taller mientras esperaba la llegada de las operarias.
Se acercó a la mesilla y palpó la superficie hasta que dio con los pendientes de lapislázuli que había depositado allí la noche anterior. Los tenía en la palma cuando sintió la mano fuerte de él tirando de su pierna. Cayó sobre la cama con un grito de sorpresa. Enseguida se vio inmovilizada por uno de sus brazos. Protestó entre risas e intentó huir de la garra que la sujetaba. Sabía que era inútil. Bruno tenía una fuerza descomunal, cultivada por un intenso trabajo físico y la vida al aire libre, su forma de compensar las largas horas de despacho. Pronto se vio bajo el cuerpo masculino. Sus labios besaron la boca amada, recorrieron, pausados, su cara. Se apropió de una de sus manos, y fue lamiendo uno a uno cada dedo. Perdió los pendientes en el revoltijo de sábanas. Intentó agacharse para buscarlos. Bruno aprovechó para echarla del todo en la cama y ocultar su rostro en el pelo húmedo. Aspiró con placer, deleitándose en el aroma del champú de camomila.
El deseo no se hizo esperar. Sentían arder sus cuerpos y los juegos amorosos no eran lo más indicado para calmar la ansiedad de ambos. Volvió a desnudarla, a palpar con suavidad su piel fresca. Se amaron en silencio, con lentitud, mirándose a los ojos, tratando de descubrir las expresiones de dicha de sus rostros a través de la escasa luz del amanecer. Después la arrebujó entre sus brazos, esperando que se aplacara el ritmo de sus corazones. Los minutos fueron pasando. Ninguno de los dos quería separarse para iniciar la nueva jornada.
La casa guardaba aún silencio cuando bajaron a la cocina precedidos de cuatro pares de patas alborotadoras. Amparo aún descansaba. La familia de Cristina había regresado ya a Francia. El domingo anterior, Pierre, bendito fuera, había llegado dispuesto a disfrutar de una comida de fiesta y a recogerlos a todos para llevarlos de vuelta a Biarritz. Según él, bendito fuera otra vez, había que volver a la normalidad. No todos estaban de acuerdo. El arraigado sentido de protección de Nathalie la instaba a quedarse. Al final había triunfado el buen juicio de su marido. Cristina había lanzado un largo y profundo suspiro que levantó las carcajadas de Bruno, cuando el automóvil salió por la puerta de la finca. Los adoraba, pero la atosigaban de tal manera que no la dejaban vivir.
Puso el pienso en los respectivos cuencos de sus perros y la cafetera al fuego. Contempló a Bruno mientras colocaba las rebanadas de pan ordenadas en el tostador eléctrico. Su rostro reflejaba concentración. Le hizo gracia ese ademán tan suyo de pasarse nervioso la mano por el cogote. Su chico estaba sumido en pensamientos profundos. Cosa rara. Decía que hasta que tomaba la primera taza de café de la mañana su mente era un papel en blanco a la espera de que el día escribiera las líneas de la jornada. Por lo general así era. Le gustaba trasnochar tanto como dormir. Cuando madrugaba mucho se levantaba poco comunicativo y algo malhumorado. Cristina casi podía ver funcionando los engranajes de su cerebro. Parecía abstraído, algo tenso. Sus miradas se encontraron en medio del espacio prosaico de la cocina de la casa. En dos zancadas se acercó, la asió por la cintura y la instó a enfrentarse a él.
—Pon fecha.
La expresión de su cara reflejó el mismo desconcierto que si tuviera ante ella un hombrecito verde llegado del espacio. ¿Para qué necesitaban fecha? Preguntaron sus ojos.
—No podemos continuar así. Quiero que nos casemos. Cuanto antes. Te amo demasiado, necesito sentir que formas parte de mí, que somos un todo, que estamos dispuestos a un compromiso y a construir una vida en común.
No, Bruno no era de esos galanes de película que se declaran a la luz de las velas tras una cena romántica, con violines incluidos. Aquella era la prueba. Le pedía matrimonio a la hora del desayuno, vestido con unos vaqueros y una sudadera vieja, con unos gruesos calcetines de lana, el pelo alborotado tras dormir toda la noche, barba de dos días y sin ducharse. No, no era el ser más romántico del mundo. Es más, no había en él ni una pizca de romanticismo, pero era el hombre al que ella más amaba y era el hombre con el que pensaba compartir los siguientes años de su vida. Sonrió y cuando habló procuró que su voz no se quebrara por la emoción, por el torrente de sentimientos que parecía bombear, mezclados con la sangre, su corazón acelerado.
—Pensé que no tenías prisa, que después de esos sueños de gemelos y más gemelos estabas algo asustado. —Tras la inicial sonrisa empezó a ponerse más seria—. No es necesario que nos casemos. Podemos vivir juntos. No hace falta un certificado que atestigüe lo que sentimos el uno por el otro.
—Sí, es necesario. Quiero que todos sepan que eres mi mujer y que yo soy tu marido. No quiero dormir más veces solo en mi cama porque venga tu abuela o porque llegue alguna visita a la que no le parezca bien que nos acostemos. Es hora de comenzar nuestra vida en común. Sé lo que quiero: estar contigo hasta el fin de mis días, despertarme y acostarme cada noche a tu lado, oír tu risa, capear tus arranques de genio, amansar con besos tu terquedad, contemplar la oscuridad de tus ojos cuando me miras llena de pasión. Sí, es necesario, claro que lo es.
¡Vaya! Aquello sí que era una declaración en toda regla.
Se quedó de pie frente a él, con las manos apoyadas en el pecho del hombre que amaba. Deseó salir y gritar su amor para que todos se enteraran. Cristina Olabide había encontrado su sitio en el mundo. Él sintió la emoción de la joven. Tomó sus labios, primero con delicadeza, después con el ansia ingobernable que despierta la pasión. El silbido de la cafetera italiana los devolvió a la realidad. Zar se echó junto a la silla del enamorado, esperando su parte del desayuno. Cara dormitaba y hacía la digestión de su comida sobre una manta. Aquel era un momento de felicidad cotidiana, como serían otros muchos en el futuro.
Los ojos de ambos se encontraron y estallaron en una risa cómplice.
Nathalie Gaumont cerró la puerta de la cabaña de madera situada al fondo del jardín. Repasó con ojos expertos los útiles de jardinería que había sacado al exterior y que estaban esparcidos por el suelo, a sus pies, desde el asiento de jardinero hasta el gran cubo de madera lleno de bulbos que había comprado la víspera en un pépinièr, el invernadero que tenía más cerca de casa. Lo depositó todo en la carretilla y avanzó hacia la parcela de cultivo.
Al tiempo que recorría el jardín se imaginaba el alegre colorido del parterre. En plena primavera lo convertirían en una sinfonía de color. Al fondo los tulipanes, por ser más altos que el resto, en un gradiente de color, del magenta al rosa palo, al rosa grisáceo, al malva y al encendido fucsia; delante los azulados muscari y, al borde, formando una alfombra, los crocus, con sus campanillas moradas y sus estambres de color amarillo anaranjado. El lateral lo reservaba para las freesias, las espadas verde claro a las que se asían copetes de delicados tonos. Casi podía olerlas. Su aroma dulzón se adentraría en la sala con el sol del mediodía. Se detuvo bajo la ventana de la cocina.
Colocó boca abajo el banco de jardín y se arrodilló en la superficie mullida. Estaban lejos ya los tiempos en los que sus rodillas aguantaban largo rato sobre el duro suelo. Ahora la artritis incipiente la obligaba a protegerse. Inclinada sobre la tierra parda comenzó la tarea que se había propuesto para ese luminoso jueves de invierno mientras Pierre se ocupaba de la tienda gourmet en Biarritz.
La jardinería le permitía pensar. En los momentos en que sus manos estaban en contacto con la tierra dejaba volar su mente. Programaba viajes de vacaciones, hacía listas de productos para la tienda, repasaba su vida junto con Pierre… Y de ahí llegaba a Cristina. Ella había aparecido en un momento desesperanzador de su vida, cuando al fin había comprendido que los hijos no llegarían nunca. Era una mujer yerma. Los ovarios, poco desarrollados, no podrían ser fecundados. Su espíritu atormentado se había rebelado contra lo que ella consideraba una injusticia, y en consecuencia, su relación con Pierre, el hombre más cariñoso del mundo, se había visto deteriorada. Pero, en aquel inclemente y lejano atardecer de noviembre, mientras el temporal arreciaba con toda su fuerza, la vida de Pierre y de ella había dado un vuelco radical. Desde entonces, la existencia de ambos estaba ligada a la de Cristina Olabide.
Y ahora un demente la ponía en peligro. La ira la impulsaba a gritar. Mataría con sus propias manos al que osara acercarse a su hija querida. Vivía en un estado de nerviosismo tal que no podía dormir, ni comer, ni siquiera disfrutar de su jardín como de costumbre. Mientras introducía el plantador en la tierra con cierta saña y la velocidad que da la práctica, colocaba uno tras otro los bulbos y los cubría, su inquietud iba en aumento. Durante los últimos días pasados en la Torre de Olabide no había hecho más que crecer la sensación de que ella poseía una clave. Lo malo era que no sabía cuál.
Recordó los veranos pasados allí, ya tan lejanos. Entre Julia y ella había surgido una poderosa unión desde el momento mismo en que se conocieron. Había en ellas una complicidad: la de una madre y su hija, o la de una hermana mayor, más sabia, más experimentada, y la pequeña. Nathalie lo relacionaba con el dolor que llevaban en su interior: una había perdido a su hijo al nacer y la otra jamás los había tenido. Su relación había permanecido incólume hasta el día de la muerte de Julia. Fue ella, Nathalie, la que la acompañó cada noche en el hospital donde fue ingresada, cuando ya el cáncer devoraba su cuerpo. Fue ella la que escuchó las confidencias, a modo de confesión, de una moribunda, el desgarro por el hijo muerto, la pena y soledad desde el fallecimiento de su marido, el fiel compañero; la preocupación por su nieta y la carga que se le vendría encima tras su muerte. Julia hablaba y hablaba. De todo y de nada. Ella, una mujer tan callada en los buenos tiempos, necesitaba sacar a la luz todo lo que había acumulado en su interior. Y su agonía no parecía tener fin.
Una leve brisa revoloteó a su alrededor y agitó su pelo corto. Se echó las manos enguantadas a la cabeza para retirarse el flequillo que se le venía a los ojos. Y entonces la presintió a su lado, tan real y tan viva como los arbustos de su jardín o los bulbos que esperaban para ser plantados. Era Julia. No era la primera vez que la visitaba. Cuando Nathalie estaba muy preocupada por algo, como ahora, Julia acudía. Y hablaba en voz alta y desgranaba sus preocupaciones. Su amiga siempre le daba buenos consejos, dirigía su mente hasta la solución que ella jamás hubiera encontrado sola. Aunque era la primera vez que se manifestaba con tanta intensidad. Por un instante tuvo la sensación de que si alargara la mano podría de nuevo estrechar la suya, firme, huesuda, añorada.
Se quedó quieta con una pequeña azada en la mano, mirando sin ver la tierra ocre que tenía ante sí. ¿Qué quería decirle?
Un reflejo intenso cruzó su mente. El recuerdo acudió a ella como un doloroso fogonazo.
Fue la víspera de lo inevitable, en ese momento de lucidez extrema que antecede a la muerte. Nathalie se recordaba distraída, algo somnolienta por el cansancio. La moribunda volvía una y otra vez a la misma historia, sobre el hermano de Andrés, desaparecido en circunstancias poco claras. Ya había oído retazos. No le interesaba, ni prestaba atención, hasta que la risa cascada de Julia la llevó de nuevo a la realidad.
—Le mandó una libreta escrita y una carta, como si quisiera cumplir así con tantos años de desasosiego, de angustia. Andrés se encerraba por las noches en el despacho. Leía aquellas líneas. Se culpaba. Lloraba en silencio, tan solo… tan inaccesible… Cuánto sufrimiento… ¡Que Dios me perdone, llegué a odiar a aquel infame! Seguía haciéndole daño después de tanto tiempo…
La recordaba tan inquieta que había tratado de calmarla por todos los medios. Incluso llamar a la enfermera para que le diera algo que la tranquilizara. Julia lo había intuido y le había sujetado la mano con una fuerza impropia de una anciana agonizante.
—No. No quiero más drogas. Esto se acaba. Quiero morir despierta. ¿Sabes, Nathalie? Escapó de todo, de su familia, de su propio nombre y de su apellido. Pero no pudo renunciar a sus orígenes. El río. El Alhama es el único que dirige la vida del valle desde tiempos inmemoriales, por eso tantos pueblos se asentaron en sus orillas. ¿Y no es curioso que eligiese esa palabra? Valle. Así se apellidó desde entonces. Valle. Podemos renunciar a los nuestros, pero nunca olvidamos de dónde procedemos.
Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Por qué le venían ahora a la cabeza todos esos recuerdos tantos años relegados en el fondo de su mente? ¿Querría Julia transmitirle algún mensaje desde el más allá? Su amiga poseía una arraigada lealtad hacia los suyos. Nunca abandonaría a Cristina, su mayor preocupación en el lecho de muerte.
Se quitó los guantes con lentitud y los depositó sobre la tierra, junto al cubo medio lleno de bulbos aún sin plantar. Se puso en pie con cierta dificultad.
Un extraño frío se había adentrado hasta sus huesos. Se descalzó en la entrada, cruzó la coqueta salita, tan llena de recuerdos de toda una vida, y descolgó el teléfono. Marcó y esperó respuesta.
—Aquí Elorza, dígame.
Al escuchar la voz varonil, Nathalie sintió que el calor regresaba a su cuerpo. Entonces relató una extraña historia.
Mari Cruz Arrasate echó una mirada de reojo al reloj de la pared. Las nueve. Cristina y Bruno estaban al caer, eran de una puntualidad apabullante. Distintos a ella, que en el momento de salir de casa se le ocurría hacer las cosas más insospechadas.
Todo estaba en orden. Los niños dormían desde hacía más de media hora. Por fortuna esa vez habían caído rendidos. La fuente con el jamón ibérico, junto con el cuenco con tomate y aceite, la carne que había hecho la tarde anterior, la ensalada. Solo faltaba partir el pan y abrir el vino, pero eso último lo haría Daniel. Oyó los pasos de Cristina y se volvió para saludarla con una sonrisa en los labios.
—Madre de Dios… ¡qué frío! ¿Es que nunca va a parar de helar en este pueblo?
La joven se despojó de su abrigo y desapareció para dejarlo en la habitación de al lado, junto con el paquete que llevaba en las manos.
—¿Qué traes ahí?
—Una sorpresa para el postre.
—Ya tenemos postre. He hecho una tarta.
—Otro postre —dijo guiñando un ojo.
Mari Cruz la contempló. Se había puesto unos pantalones de pana estrechos, metidos dentro de unas altas botas de caña, y un suéter grueso con esa mezcla imposible de color que ella sabía manejar tan bien. La amplitud de la prenda no ocultaba la extrema delgadez a la que la estaban llevando el miedo y la angustia.
—¿Dónde has dejado a ese maravilloso chico que suele acompañarte a todas partes?
El bufido de Cristina confirmó lo que imaginaba.
—¿Dónde crees? Daniel y él han decidido repasar al completo el libro de instrucciones del Honda Civic que te acabas de comprar. Quieren comprobar si de verdad funcionan todos los mecanismos que anuncia. Cuando los dejé parecían haber encontrado uno de los mejores juguetes de su vida.
Mientras respondía colocaba las copas sobre la mesa, cortaba el pan, lo metía en el cestito. Su amiga la dejaba hacer. Era imposible que Cristina se estuviera quieta.
—¡Hombres! Convierten cualquier artilugio en una cuestión de Estado. Dales un peine y un trocito de cuerda y serán capaces de pasar la tarde en total concentración pensando qué chorrada inventar.
—Lo malo es cuando juegan con cosas valiosas o creen que pueden arreglarlo todo. ¿Quieres creer que Bruno ha desmontado la lámpara antigua del despacho? Según él, tenía un pequeño fallo fácil de solucionar para manos expertas.
—¿La de tu abuelo? ¿La Tiffany de sobremesa?
—¿Cuál si no?
—¡Pero si es una joya de anticuario! —Mari Cruz se llevó las manos a la cabeza—. ¿Y podrá arreglarla?
—Ni idea —farfulló Cristina con una loncha de jamón en la boca, tragó y siguió contando—. Por ahora está convertida en piezas pequeñas colocadas en distintas cajas. Según él, montarla es pan comido. Ya sabes, es un trabajo que hace a diario. En fin, que resulta que también es un especialista en lámparas antiguas.
Las dos amigas se echaron a reír.
—Te he oído. Y tendrás que comerte tus palabras cuando la vuelvas a ver iluminada. —Bruno la miraba desde la puerta de la cocina, amenazándola con el índice.
—Oye, tío, podemos dar mañana una vuelta, dándole un poco de gas a ver cómo responde.
—Ni de coña —gritó Mari Cruz—. Para eso llevaos vuestros coches, no el mío. Al principio hay que conducirlo despacio.
—Mi amor, eso era antes. Los coches de ahora no necesitan rodaje.
—El mío sí.
Puso fin a la discusión con uno de sus gestos tajantes. Les fue empujando hacia la mesa, como una gallina a sus polluelos. Si les dejaba, les darían las uvas, esperándoles.
Esas reuniones nocturnas del domingo, con cena informal, se habían convertido en una costumbre. Para Mari Cruz no suponían ningún inconveniente, le gustaba cocinar y le encantaba hablar y estar con su amiga del alma. Por otro lado, Daniel y Bruno se llevaban de maravilla. Habían descubierto que tenían muchos puntos en común. Ese rato era una válvula de escape para todos ellos y les infundía fuerzas para comenzar la semana.
Sin embargo, Mari Cruz notaba que algo perturbaba esta vez la reunión. Se suponía que tras la llamada de Cristina anunciando que estaban buscando fecha para la boda y los gritos de alegría a un lado y otro de la línea, ese debería ser un momento de celebración, pero no lo era. Bruno, aunque hablaba y reía, estaba abstraído, con la mente ausente de la reunión. También Daniel había observado el silencio de su amigo y lo achacaba a las preocupaciones por los últimos acontecimientos, además de la construcción del hotel y el retraso que estaba causando el mal tiempo. La única que parecía estar tan tranquila era Cristina, y eso no era propio de su carácter.
Después del postre, una tarta de calabaza que había hecho Mari Cruz, el propio Bruno los sacó de dudas.
—Os voy a contar una historia que creo que os va a interesar. Había una vez…
Se interrumpió. Miró los rostros sorprendidos de sus amigos y la escéptica expresión de su amada, a la que apretó la mano en un gesto íntimo cargado de cariño.
—¡Cuenta de una vez! Vais a terminar más gastados que la capa de san Martín, con tanto toqueteo —bromeó Daniel.
—Calla —le riñó su mujer—, no seas impaciente. Se aman, lo entiendes, ¿no?
—Yo también te adoro a ti, mi amor, pero no por eso…
A Mari Cruz le duró muy poco la paciencia.
—Pero vamos al grano. Empieza, pues. ¿Es un cuento?
Bruno continuó al fin.
—Había una vez en un lejano pueblo de Navarra, dos hermanos, para más datos, gemelos…
A partir de ahí continuó con la historia por todos conocida…
—Como sabéis, el hermano mayor regresó para hacerse cargo de la hacienda familiar y el otro desapareció. Nunca más se supo de él, aunque el abuelo de Cristina jamás dejó de buscarlo.
«Algo ha cambiado», pensó Mari Cruz.
El hombre prosiguió, con su voz profunda.
—El viernes esta historia dio un giro radical.
—Llamó Nathalie —apuntó Cristina— y nos dio una pista clave.
—¿Y hasta ahora no pensó en ella? —Mari Cruz los miraba con extrañeza.
—No. Dice que ni se acordaba. Por lo visto, la abuela Julia se le apareció mientras plantaba su jardín…
—Ya, y le sopló al oído la resolución al misterio del hermano desaparecido. Otra alucinación suya, ¿no? ¿Cómo era la historia de la tatarabuela bruja de Nathalie que envió a un noble a la guillotina?
—No os riáis —dijo Daniel—. ¡He visto tantas cosas extrañas en los últimos tiempos! Hasta perros que parecían comunicarse telepáticamente con sus amos. Estoy empezando a creer que hay asuntos para los que no encontramos explicación lógica. Quién sabe. No conocemos el poder de nuestra mente.
—Ni el de los muertos, por lo visto. Es igual. Lo cierto es que Nathalie es muy intuitiva. Yo creo que un recuerdo vago flotaba en su mente y de tanto insistir salió a flote. No sé si ha tenido que ver en ello la abuela Julia o no.
—Bien… ¿y qué?
De repente Cristina se levantó.
—Ahora vuelvo.
La joven, en efecto, regresó casi volando. Depositó encima de la mesa la bolsa de papel negra con el logotipo de su empresa, el dibujo del torreón rodeado por una O de color rojo que traía al entrar.
—Esto es una reliquia relacionada con la historia de mi familia, de la que yo solo conocía una parte pequeña. Ahora ya sé el final. Tengo la sensación de que se ha cerrado un ciclo.
Mari Cruz y Daniel se echaron hacia delante picados por la curiosidad.
Abrió la bolsa y sacó un cuaderno con tapas de hule del que se desprendía un tufillo a vejez y humedad. Cristina lo cogió con reverencia, temiendo que se desprendieran las hojas amarillentas, buscó la primera página y leyó en voz alta: «Hermano querido, nunca me he olvidado de ti. A pesar de la distancia, del tiempo transcurrido, sigues siendo la luz que ilumina y da fe a este negro corazón que tengo.
»La vida de los hombres es un largo camino. Según cojas una u otra desviación, alcanzas las puertas del paraíso o llegas hasta las del infierno. Ahí estoy yo, esperando que se acabe mi existencia para entrar en él. En este cuaderno, Andrés, te envío pequeños fragmentos, escogidos uno a uno. Juntos conforman el relato de los sucesos que ocurrieron a tus espaldas, de mi gozo y de mi desventura. Del ser que fui. Han sido extraídos de la verdadera crónica de mis memorias, más prolija. Esa viaja siempre conmigo. Mi hijo la recibirá a mi muerte, esperando que con ella extraiga una enseñanza que le ayude a superar los escollos de la vida, sin dejarse deslumbrar por el brillo de los falsos dorados»[1].
Los cuatro guardaron un silencio emocionado. Contemplaron con reverencia aquellas hojas manuscritas que reflejaban la tristeza de un hombre privado de todo lo que había amado. Un misterio del pasado acababa de ser desvelado. En el silencio se palpaba la emoción. Cristina pensó en el abuelo Andrés.
—¡Es de Julián Olabide!
El matrimonio Cortés, siempre compenetrado, había gritado al alimón. Estaban impresionados por el sesgo que habían tomado los acontecimientos. En la habitación se respiraba la excitación de saber que se acercaban al final de un gran misterio.
—De su puño y letra. Entresacados, por lo que dice, de sus memorias. Debió de escribirlas en algún momento decisivo de su vida. La carta parece una justificación de sus actos.
—Bruno y yo hemos leído esos fragmentos. Los hemos repasado una y otra vez. Casi nos los hemos aprendido.
—¿Y dónde estaban?
—En el sitio más fácil de encontrar —aclaró Cristina—. Y mirad que hemos revuelto papelotes. En un estante de la biblioteca de mi despacho, que, como sabéis, antes había sido el lugar donde trabajaba mi abuelo. Nunca tiré sus libros, ni los apuntes y notas que tenía para esa gran Crónica de la comarca que estaba escribiendo. Me gustaba verlos allí porque así en cierta medida él estaba conmigo, acompañándome. Era un hombre muy metódico. Tomaba nota de todo y ordenaba sus documentos en carpetas bien clasificadas. En una ponía «Arístides del Valle». Un antepasado nuestro se llamaba Arístides, su retrato está colgado en la escalera, junto al de otros. Creo que por eso la abrí, por la coincidencia del nombre.
—Así que Julián Olabide terminó siendo Arístides del Valle.
Mari Cruz hablaba ahora tan bajito como si estuviera en la iglesia. Había reverencia en su afirmación. Ella conocía bien ese episodio familiar desde niña.
—Eso es. Este cuaderno comienza en 1934. El último apunte es del año 2000, cuando ve que se acerca su muerte. Mi abuelo murió poco después. Entonces confiesa dónde está y a qué se ha dedicado en ese tiempo. Si me permitís… comienza así: «Solo los poetas vanos pueden cantar al aroma de esta ciudad…».
Y unas páginas más escribe: «Ella me ha mirado por encima de su abanico de plumas. Sus ojos de miosotis se han encontrado con los míos. Un breve instante equivalente a la caída en el abismo de una estrella fugaz».
—Una mujer.
—Sí. Por ella renunció a su vida. Por ella tuvo que huir lejos de los suyos.
—Así que ahora sabemos que anduvo vagando por el mundo. Y tu abuelo sin saberlo.
—No del todo, Daniel. Él supo que su hermano vivía, lo que no llegó a conocer hasta el final era dónde. En un documento de esa misma carpeta narra una anécdota curiosa. Al comenzar los años ochenta regresó del exilio un tal Alfonso Iturri, un republicano exiliado en Nueva York, conocido de los Olabide. Mi abuelo se entrevistó con él, para que le narrara su visión del inicio de la Guerra Civil en la zona. Le contó que allá por los años cuarenta se encontró por casualidad con un hombre al que reconoció como Julián Olabide. Fue en la biblioteca de la Hispanic Society, donde estaban expuestos los paneles de Sorolla. Iba acompañado de una mujer muy hermosa, «una flor exótica», según dijo. El supuesto Julián estaba muy cambiado, envejecido.
—¿Y qué le dijo? Porque imagino que el tal Iturri conocería la historia.
—Claro que la conocía. Por lo visto el caballero estuvo muy contenido con él, de una frialdad absoluta. Negó ser tal persona. Dijo proceder de una antigua familia de origen español, asentada en Estados Unidos desde varias generaciones atrás, y dedicarse a los negocios. No dio su nombre, y Alfonso Iturri tuvo reparos en preguntárselo. Jamás volvió a verlo. Ahora sabemos que vivió en Argentina hasta el final de sus días.
—Lejos uno de otro, aunque por lo visto nunca se olvidaron.
—Cuando era niña, mi abuelo me contaba el mito de Géminis. Los gemelos Cástor, el pacífico, y Pólux, el agresivo, unidos por el amor de hermanos, poseían una naturaleza tan diferente que les hacía entrar en conflicto. Me decía que todos los seres humanos tenemos una parte de cada uno. No entendía por qué le gustaba tanto esa historia. Ahora ya lo sé.
—Su hermano y él estaban retratados en el mito —apuntó Mari Cruz, ahogando un suspiro.
Ninguno se atrevió a manifestar en voz alta sus pensamientos. Ese cuaderno daba una nueva luz a la persecución sufrida por Cristina. Existía la posibilidad de que hubiera un pariente, falto de escrúpulos, que quisiera hacerse con la herencia de la joven de la manera más sencilla: matándola.
De pronto, la charla derivó hacia un confuso intercambio de hipótesis con las que cada uno pretendía expresar sus teorías y además tener razón.
—¡Eh, calma, calma! —exclamó Cristina alzando las manos para atraer la atención de todos.
—¿Calma? Esta historia lo cambia todo. Hay por ahí un hijo de su madre que quiere poner fin a tu vida, ¿es que no te das cuenta? ¿Cómo puedes estar tan tranquila? —La voz de su amiga estaba alterada.
—Porque lo que necesitamos es tranquilidad, precisamente. Nathalie nos ha dado una posible pista, y hemos desentrañado el misterio de Julián. Pero queda lo más importante, porque el viejo tío abuelo no ha salido de su tumba para acabar conmigo. Eso es seguro.
—¿Qué dice Corbelle de todo esto? ¿Habéis hablado con él?
—Por supuesto —respondió Bruno—. Encontramos el cuaderno el jueves. Lo hemos fotocopiado y se lo hemos enviado. Tal como nos sugirió.
—¿Y no me da la razón?
—Mari Cruz, ni te la da ni deja de dártela. Es prudente. Va a investigar. Por lo visto ha enviado los datos de Arístides del Valle a un poli argentino amigo suyo. A ver qué saca en claro.
Daniel, siempre reflexivo, parecía abstraído. La impulsiva era su mujer. A él le gustaba meditar bien las cosas antes de hablar. Miró a su amigo y entre ellos surgió una corriente de comunicación. Supo que la hipótesis que iba a exponer ya había pasado por su mente. El miedo se aposentó en su estómago. Tembló antes de empezar a hablar.
—Sabemos que Julián, o Arístides del Valle, que viene a ser lo mismo, tuvo un hijo. Nada nos indica que este no tuviera también uno, o varios. Y supongamos que ese joven no tiene capital propio. Recordad que la Argentina de hoy no es como la del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando tantos centroeuropeos se refugiaron allí. Imaginad que se entera del origen de su abuelo, que viene y descubre la Torre de Olabide. Le parece golosa y decide apropiarse de la herencia.
Cristina negaba ahora con la cabeza.
—Bruno y tú sí que parecéis gemelos. Mira, Daniel, esa teoría no acaba de convencerme. ¿Has visto cómo está la casa? ¿Sabéis lo que cuesta mantenerla? Tu amigo está metido en el negocio de la construcción, dile que te haga un cálculo, grosso modo. Todo lo que gano se lo come esta ruina que tengo por herencia. No puedo gastar con libertad en ropa o zapatos, en libros, en el salón de belleza.
—Y buena falta te hace —bromeó su amiga—. No sé cómo está tu ropa interior, no parece que tu chico se queje, pero yo alucino cada vez que veo tu melena y tu cutis.
—¿Qué tiene mi cutis? Está perfecto.
—¿Es eso lo que crees? Pues, compañera, mírate bien al espejo. Necesitas ponerte en manos de una esteticiene. Ya sabes, limpieza, un buen masaje con aceites aromáticos… En fin, eso que hacíamos juntas cuando éramos chicas desocupadas.
Los hombres asistían sorprendidos al rifirrafe de las dos amigas, frivolizando una cuestión que a ellos les parecía de suma importancia.
—Me da igual tu opinión. Te recuerdo que la última vez que intenté hacer cosas de chica e irme a la ciudad casi me matan. —Cristina sonreía con sorna—. Pero volvamos a lo que importa. ¿Queréis decirme quién sería el imbécil dispuesto a asesinar por una casona decrépita, una tierras improductivas y una cuenta bancaria a cero? ¿Es que los hombres tenéis todos el mismo chip clavado en el cerebro? Por lo visto solo sois capaces de seguir una línea de pensamiento.
Bruno, callado, jugaba con las migas de pan. Llevaba un par de días discutiendo con ella sobre el mismo tema. Cristina, muy en su papel, no atendía a razones. Corbelle, por su parte, actuaba con absoluta prudencia, sin rechazar, pero sin aceptar, su teoría.
—Te olvidas de algo. Tu herencia en estos momentos no vale mucho dinero, pero dentro de uno o dos años valdrá mucho más.
Ella hizo un gesto despectivo.
Daniel asintió.
—¡El hotel nuevo!
—Sí, el hotel. ¡Ojalá pudiera dar marcha atrás en este proyecto! Creo que ha sido el detonante de los ataques. El futuro hotel ha hecho aumentar el precio de los terrenos. La especulación será inevitable. Esas tierras se pueden parcelar y vender al precio que quieras, sobre todo si hay una constructora que se ocupe de ellas.
—Vamos, Bruno, ni se te ocurra volver a repetir semejante estupidez. —La voz de Cristina se dulcificó, le asió la mano y le dio un beso en ella—. El hotel nos ha unido. Sin él no nos hubiéramos conocido jamás. Y si tú tienes razón con respecto a ese chiflado, lo hubiera intentado de todos modos. No creo que necesite una disculpa…
—Estoy contigo —la apoyó Mari Cruz, consciente del dolor que encerraban las palabras de Bruno—, no sabemos qué pasa por la mente de ese hombre. Pero a lo mejor ansía poseer la casa de sus antepasados, creerse el señor de este lugar…
Cristina pareció irritarse de nuevo.
—¡Por Tutatis!, como diría Obélix. ¡Os habéis vuelto paranoicos! A ver si te crees que hemos regresado a la Edad Media. Bruno, explícales de una puñetera vez lo que cuesta mantener esa propiedad. A ver si se enteran y se dejan de películas.
Daniel notaba el nerviosismo de su amiga. No podía darle la razón. Apoyaba las tesis de Bruno. Se levantó, se le acercó por detrás y le masajeó los hombros, con la intención de darle ánimos.
—Cris, esto es duro para todos. Más para ti, para vosotros. No sabemos qué pasa por la mente de un sujeto como él, de un asesino. Corbelle está seguro de que mató a aquella mujer y que ahora va a por ti. Solo conjeturamos. Si ese hombre es un miembro de tu familia, o alguien enviado por él, podría reclamar la propiedad a tu muerte.
—He vuelto a hablar con Corbelle para decirle eso mismo —terció Bruno.
Cristina se volvió hacia él con cara de enfado.
—Quedamos en que…
—Lo sé, no te sulfures. Necesitaba conocer su opinión, eso es todo.
Cristina se calló. No se podía enfadar. Desde la llamada de Nathalie, vivía preso de una angustia que se traslucía en cada uno de sus gestos. Tampoco ella estaba tan tranquila como aparentaba.
—Juan José va a investigar esta historia. Me recomienda que tomemos todo tipo de precauciones. Nos vamos a ir a Bilbao unos días. Mis padres están deseando conocer a Cristina. Y además los dos tenemos trabajo. A mí no me viene mal pasarme por el estudio, y ella quiere estar con su amiga Marisa. No hemos dicho nada a nadie. Solo lo sabéis Amparo, que se niega a venir, y vosotros.
La conversación se alargó hasta tarde, siempre dando vueltas sobre el mismo tema.
—Cuídate. No es hora de andar con exhibiciones de valentía e independencia —le recomendó Mari Cruz angustiada, fundida con ella en un fuerte brazo.