CAPÍTULO
26

Tendría que remodelar sus planes y adaptarlos a las nuevas circunstancias. Idear un proyecto más audaz, más peligroso para él porque entrañaba entrar a saco en el territorio Olabide. Y esta vez no se permitiría la torpeza de un nuevo fallo.

Su bien ideado asesinato, ese que carecía de fisuras, había fracasado.

Recordó la satisfacción con la que había regresado a su apartamento aquella noche. Estaba exultante, pleno del sentimiento de excelencia por la obra bien hecha, cubierto de un halo de poder. A la mañana siguiente, después de leer la prensa, todo se trocó en furia y resentimiento.

Había comprado el periódico a primera hora. Esperaba disfrutar del éxito en la soledad de su alcoba. Lo extendió sobre la mesa del comedor. Ojeó los titulares de la primera plana y comprobó con incredulidad que la tan esperada noticia no aparecía en ellos. Buscó frenético alguna referencia por las distintas páginas. La encontró en la de sucesos. Lo resumía en tan breves líneas que cualquier lector debería fijarse mucho para que le llamara la atención, como si aquel hubiese sido un pequeño percance:

UNA JOVEN, VECINA DE LA LOCALIDAD DE CINTRUÉNIGO, CAE AL RÍO ALHAMA Y ES ARRASTRADA POR LAS AGUAS

Parece ser que la joven perdió el equilibrio durante su habitual paseo vespertino. Alcanzó la orilla por sus propios medios y luego fue encontrada por los equipos de rescate. A la hora de cerrar la edición la joven permanece hospitalizada. El pronóstico es grave, pero no se teme por su vida.

Cuando comprobó que su muy amada pariente aún seguía viva, dejó salir de su garganta un grito ronco con toda la furia que emanaba de su cuerpo. Un alarido más propio de un animal salvaje herido que del hombre refinado que la gente estaba acostumbrada a ver. Presa de la ira, arrugó las páginas impresas cuyas letras parecían escapar de ellas.

Tuvo que clavarse las uñas en las manos para contener el deseo de destrozar la lujosa habitación del apartamento alquilado. A duras penas logró calmarse. Se conocía bien, si permitía que la furia ardiera en su interior, nada podría dominarla.

Le venían a la cabeza escenas del pasado, en su casa de Buenos Aires. El niño y el adolescente que fue era capaz de destruir todo lo que se encontraba. Los gritos aterrorizados de su madre, suplicando al servicio que lo contuviera, aún potenciaban sus actos en mayor medida. La violencia teñía de rojo su entendimiento. Daba patadas, mordía, arañaba mientras intentaba zafarse de quienes pretendían controlar sus impulsos violentos. La llegada de su padre lo calmaba al instante. Tanto era el terror que le dominaba ante su presencia. Se dejaba caer al suelo. El cansancio infinito lo dejaba laso, convertido en un enorme muñeco desmadejado. Era entonces cuando aprovechaban para llevarlo a su habitación y dejarlo encerrado con la llave echada durante todo el día, sin comida, hasta que suponían que había logrado dominar a la fiera que llevaba dentro. Con el tiempo había aprendido a ocultar bajo un falso encanto esos estallidos de furia, aunque en ese momento casi se dejase vencer por él.

Más calmado, alisó las hojas impresas sobre la superficie plana de la cama. Volvió a leer la escueta noticia de la página de sucesos. Se hablaba de accidente, no de intento de asesinato. Seguían sin sospechar. Aunque si lo pensaba con detenimiento, la policía podía haber matizado la verdadera noticia. La prensa habría publicado lo que ellos quisieran que se conociera. Tal vez ahora la implacable máquina de la justicia estuviera persiguiéndolo.

Pero… ¿a quién iban a perseguir? Había sido precavido. Nadie conocía su existencia y nadie lo había visto jamás por los alrededores. Él había tenido buen cuidado. Su vehículo estaba bien escondido. Y si, por casualidad, alguien lo hubiera descubierto al abrigo del bosque, habría pensado lo más natural en un lugar tan visitado. Algún excursionista o curioso que se acercaba al pueblo para ver las obras del magnífico hotel en construcción.

Se fue tranquilizando conforme pasaban los días, aunque de cuando en cuando brotaba una pequeña llama de temor que flameaba y pujaba por salir del fondo de su mente y dar rienda suelta a un pensamiento tangible. Temía que en cualquier momento su cómoda existencia se viera interrumpida por la llegada de la policía. Lo cierto era que la visita al hotelito de su prima aquel fin de semana no fue lo más inteligente que había hecho en su vida. Su maldita curiosidad, esa que impulsaba todos sus actos, podría destruirlo. Así le ocurrió a la mítica Pandora cuando abrió la caja prohibida.