Ocho días. Más de una semana llevaba viviendo entre algodones, del sofá a la cama, de la cama al sofá.
A pesar del persistente dolor de cabeza y de la debilidad que aún sentía, estaba impaciente por retomar su vida en el mismo punto en el que aquel demente la había interrumpido. Cada día llevaba peor la inactividad.
Y por si eso fuera poco, la casa estaba llena de gente. Pierre había llevado a Nathalie y a sus abuelos al hospital de Tudela, al día siguiente del intento de asesinato. Él había regresado a atender su negocio. El resto se había apalancado en la casa y por lo visto no tenía la menor intención de salir de ella. Se sentía vigilada por cien ojos, los de las personas que tanto la amaban. El exceso de celo de todos ellos la enervaba. Amparo aparecía en la puerta de su sala de estar privada cada dos por tres, contemplándola con ojos húmedos. Su permanente escrutinio la atosigaba. Peor era Bruno. Parecía que no tenía nada mejor que hacer en la vida que plantarse de pie ante ella cuando la creía dormida, o sentarse en el sofá a su lado, tomarla en brazos y apretarla contra su pecho en mudo silencio. Necesitaba comprobar que ella estaba bien, y siempre estaba allí.
—Se acabó. Voy a terminar con esta locura que les ha entrado a todos. Estoy bien, estoy sana y tengo que empezar a moverme y a trabajar.
Ese era su razonamiento favorito. Hablaba en alto consigo misma para ver si así era capaz de asumirlo. Pero lo cierto era que aún se sentía muy débil.
Entre sus múltiples reflexiones, había dos a las que no dejaba de dar vueltas. La primera, ¿por qué alguien había decidido acabar con su vida?
Una posible respuesta: un chiflado. Alguien que la había visto y se había encaprichado con ella. Al ver que Elorza compartía su casa y su cama había decidido vengarse. Para una película no estaba mal. Pero la realidad era bien distinta.
En primer lugar, ella no era una belleza capaz de levantar pasiones cada vez que salía de su casa, ni una famosa actriz, ni una cantante de rock. Posibilidad descartada aunque tanto le gustara a Corbelle.
Entonces, ¿quién?, ¿un amigo?, ¿un vecino?, ¿un antiguo amante despechado? Aparte del infame al que no había vuelto a ver en su vida, había tenido otras dos relaciones, esporádicas. La más duradera, con el propietario de una tienda de moda de Pamplona, al que vio durante un tiempo. Ambos disfrutaron mientras duró, pero desde el primer momento supieron que aquello no iba a ninguna parte. Otra, con un antiguo amigo de la infancia. Se habían encontrado en una de tantas pasarelas de moda en Madrid. Con él ni siquiera pasó de un par de citas y de un beso bastante potable a la puerta del hotel donde ella se hospedaba.
Y la segunda era la cuestión que se solía plantear la señorita Marple, la encantadora protagonista de las novelas de Agatha Christie, mientras tejía sus prendas de lana, «¿a quién beneficia mi muerte?».
¿A un pariente? Esa era la tesis de Bruno, casi obsesiva, absurda porque a ella no le quedaba ninguno. A menos que supiera. Siempre era posible la existencia de un hijo ilegítimo de su abuelo Andrés. Pero era muy improbable. Según tenía entendido, toda su vida bebió los vientos por su Julia, desde el mismo instante en que la conoció. Era terrible convivir con el terror, pero aún era peor no saber quién lo provocaba.
El peso de un cuerpo en el sofá la sacó del adormecimiento en el que la habían sumido sus oscuros pensamientos.
—Mañana, te pongas como te pongas, vuelvo al trabajo.
Debió de decirlo en voz alta sin darse cuenta. Notó que el cuerpo de Bruno se tensaba. La posibilidad de disfrutar de una buena discusión la despertó de golpe.
En cuanto abrió los ojos y vio su rostro supo que se engañaba. Bruno ni siquiera estaba abierto a una leve disputa. La contemplaba con la cabeza erguida y la mandíbula rígida. Era un signo de la invencible terquedad que ella conocía de sobra. Aparecía cuando el hombre templado de carácter, encantador en el trato, se volvía inflexible. Era tozudo. Si se le metía algo en su dura cabezota, no aceptaba ninguna otra opción que no fuera la que él tenía en mente.
Pensar eso la enfureció. Necesitaba gritar, dar salida a su frustración. Sacar a relucir los demonios del tedio y de la inactividad que parecían dominar su vida, y él estaba a mano para escucharla.
—Eso es imposible y lo sabes. No harás nada hasta que el médico te dé el alta. Y lo hará cuando considere que estás totalmente recuperada.
Hablaba con calma, pero ella le conocía y no se engañaba. Había pasado tanto miedo que ahora controlaba cada uno de sus pasos.
—Ya lo estoy. Del todo. No puedo permitir que un sádico furioso acabe con todo lo que tanto me ha costado levantar.
—Piensa de forma positiva. Cuanto más descanses, más fuerzas tendrás para reincorporarte al trabajo y hacerlo como es debido.
—Oye, amigo, tonterías las justas. Tengo acumuladas reservas de descanso para tres años por lo menos. Debo poner las cosas en orden, comprobar cómo está el taller, cómo va la casa. No puedo tirarme un mes encima de este sofá viendo pasar los días sin hacer nada.
—Pues claro que puedes hacer algo, mujer. Este es momento de reflexionar, de pensar en el futuro, de proyectar… Además, cuando estás trabajando, te quejas de que no tienes tiempo para nada. Pues ahora disfruta de él. Lee todas esas novelas que tienes por ahí almacenadas, esperando unas vacaciones. Dibuja. Te traeré una mesa y un sillón cómodo, y así podrás trabajar mejor, ¿qué te parece?
—Por Dios, Bruno, no se trata de eso. Pareces no entenderlo. No me puedo permitir tener cerrado el hotel el fin de semana, los clientes llaman pidiendo habitación y hay que dársela. Necesito el dinero.
—Por el dinero no te preocupes. Yo tengo suficiente para los dos.
Cristina lo contempló con incredulidad.
—¿De verdad piensas que yo aceptaría tu dinero?
—Claro. ¿Por qué no? Vivimos juntos y has dejado de cobrarme el alojamiento. Empiezo a tener complejo de gigoló. —Sonrió pícaro.
Ella miró con los ojos entornados. Su expresión manifestaba que no tenía nada que ver una cosa con la otra. Ella siempre había salido adelante sin ayuda de nadie. Y así iba a continuar.
Bruno sonrió de nuevo, con aire paciente pero firme. No quería discutir con ella. Todavía no. Estaba cansada y aburrida por la inactividad y había descubierto que ese día él podía ser el chivo expiatorio. La conocía bien. Su chica era una mujer de mucho carácter. Tras aquella apariencia frágil, de delicada feminidad, con las mejillas aún descoloridas y el miedo asomando a sus ojos oscuros, se escondía una amazona. Gracias a eso había sobrevivido. Se sentía orgulloso de ella. Su piel se erizaba de pasión cuando recordaba las primeras palabras que habían musitado sus labios al recobrar el sentido: «Te amo». Mucho después le había confesado que había conservado sus fuerzas porque temía perderlo para siempre. El deseo de volver a verlo, de sentir sus caricias, había sido el aliciente para mantenerse con vida.
—No vamos a discutir, amor. Sé que eso es lo que quieres. No me mires así. Estás cansada, aburrida y asustada, pero yo no quiero reñir hoy contigo. Si quieres lo dejamos en tablas. Por lo demás, te ofrezco un préstamo, nada más.
Cristina se echó a reír. Ese hombre conocía hasta sus más íntimos pensamientos y tenía la suficiente hombría para no dejarse arrastrar a una pelea fácil que calmara la inquietud de su ánimo.
Bruno se levantó del sofá y se acercó a la puerta. Cristina lo miró desolada. Iba a marcharse y a dejarla sola. Se estaba convirtiendo en un ser insoportable. Él salió al pasillo, vio que no había moros en la costa, cerró la puerta con llave y se volvió con una sonrisa pícara en los labios y los ojos brillantes de alegría.
—Ya es hora de que pasemos un rato a solas —murmuró para sí.
Regresó al sofá con pasos lentos y cadenciosos. Se quitó ante ella el suéter negro de cuello alto, de lana fina. Ella se deleitó en la contemplación de sus abdominales. Aunque él dijera lo contrario, no había adquirido ni un gramo de grasa. Pero sí una mayor potencia muscular. Sus cabalgadas por los alrededores de la Torre de Olabide contribuían a ello.
Se le hizo la boca agua. Llevaba los vaqueros negros a la altura de las caderas. No se había afeitado desde unos cuantos días atrás. La barba desarreglada, unida a los ojos oscuros y la piel morena lo convertían en un peligroso sarraceno, dispuesto a raptar a la humilde cristiana.
Se recostó con delicadeza sobre su cuerpo cálido, acoplándose a las insinuantes curvas femeninas, envolviéndola con sus brazos, aturdiéndola con sus besos.
—Somos uno, Cris. Ya no somos tú o yo. Somos uno, lo mismo.
A ella le costaba asimilarlo. Le amaba con toda la intensidad de su corazón, pero en el fondo ardía todavía el rescoldo de la duda de si estaría siempre a su lado, o si la vida les conduciría en un momento dado por caminos distintos.
A Bruno le dolían aquellas dudas. Las veía reflejadas en su rostro, en su mirada. Callaba. La mejor manera de demostrarle su error era mantenerse a su lado. Enseñarle con paciencia hasta dónde era capaz de llegar por su amor, por alcanzar su confianza plena. La necesidad de una entrega total, como punto de partida de su vida en común. Besó sus labios con pasión. Deseaba estar dentro de ella, sentirla en lo más íntimo, absorber su olor, saborear su piel y el húmedo néctar de sus fluidos femeninos. Era tal el deseo que creía volverse loco.
Pero debía dejarla descansar, aún estaba muy débil, y no tenía ni idea de cómo conseguirlo. Volvió a depositar otro beso en sus labios, este más duro, más salvaje que el anterior. Ella le echó los brazos al cuello y lo arrimó a su pecho. Recorrió la espalda con la mano y la introdujo por la cinturilla del pantalón, hasta tocar sus glúteos firmes, potentes. Notó el pene embravecido, presionando contra su vientre, dispuesto, deseoso de liberarse de la opresión de los pantalones y los calzoncillos.
—Te necesito, ahora.
Él negó con la cabeza. De ninguna manera alteraría su recuperación. El médico lo había dejado muy claro cuando salió del hospital donde había sido ingresada aquella infausta noche: «Descanso total. Nada que trastoque su tranquilidad».
—Ahora, Bruno. Y si no, no haberme provocado.
Se elevó un poco y la contempló con ojos chispeantes. Ella aprovechó para cambiar sus manos de posición y adentrarse hasta la mata de pelo que protegía la entrepierna. La necesidad de follar se le hizo irresistible a Bruno. Renunció a sus buenos propósitos. Se desnudaron en un santiamén, arrojando las ropas, sin preocuparse de ver dónde caían. Cuando entró en ella y oyó su gemido de placer, el ritmo se aceleró. Ella no se quedó atrás. Fue una sesión de sexo rápido, casi violento, necesario para calmar la ansiedad acumulada durante tantos días. Y cuando el clímax de Bruno se unió al orgasmo de ella, el hombre pensó que había llegado al lugar donde quería estar el resto de su vida.
Permanecieron abrazados en total silencio. Por un momento creyó que la lasitud tras el esfuerzo la había adormecido.
—Tengo miedo.
Lo había murmurado contra su cuello y sintió de nuevo crecer su angustia. Depositó dulces y pequeños besos en la cara, en el cuello, en los senos, hasta volver a relajarla entre sus brazos. Ninguno podía hablar. Las emociones no se lo permitían. Bruno querría asegurarle que no tenía por qué sentir miedo, que él estaba allí y la protegería de todo. Pero no podía hacerlo. La realidad era bien distinta.
Abrazados, dejaron pasar las horas allí, bañados por la suave luz de la mañana de invierno.
Los días transcurrían con una lentitud que iba crispando los ánimos de todos ante la falta de respuestas de la policía y el temor a que se produjera un nuevo ataque.
Bruno comprendió que no podía tenerla encerrada por más tiempo. Era hora de salir. A pesar de los días transcurridos desde el terrible suceso, aún se despertaba por la noche envuelto en sudor, pensando que la había perdido para siempre. Esta vez no iba a bajar la guardia. Ni todas las obras del mundo, por importantes que fueran, por fama y dinero que le reportaran, lograrían apartarlo de su lado. Había hablado claro con su cuñado Simón, que estaba dispuesto a todo para ayudarle.
Subió de dos en dos la escalera y entró impetuoso en la pequeña sala en la que compartían tantos momentos de amor. Se la encontró sentada en el sofá, con las piernas encogidas y la espalda apoyada en uno de los brazos, dibujando con expresión concentrada en las hojas que le habían enviado las chicas del taller, para que no se aburriera y fuera plasmando ideas para la colección de primavera-verano.
A Bruno le gustaba observarla cuando estaba en sus momentos de inspiración. Su expresión delataba que había entrado en su universo particular, en el que solo existían materiales, texturas y colores. Quedaba tan abstraída que cuando se la hablaba se limitaba a hacer un gesto amable con la cabeza, sin enterarse de lo que le estaban diciendo. Por un momento, al verla tan entretenida, tuvo la tentación de darse media vuelta y dejarla con sus cosas. Allí estaba más protegida que en cualquier otro lado. Después, al observar la palidez de sus mejillas, casi traslúcidas, y la tristeza de su expresión, pensó que su primera idea era la buena y que debía sacarla de aquel cuarto.
—¿Y si bajamos al taller?
Cristina volvió a la realidad con el rostro encendido de júbilo. ¿Habría oído bien?
—¿Han venido los GEO? ¿Las Fuerzas Especiales están rodeando el edificio?
Bruno se echó a reír. No había perdido el humor a pesar de los malos tragos que había tenido que pasar.
—No, pero si quieres puedo llamarlos enseguida. ¿Qué te parece, por ahora, este humilde guardaespaldas? Tus chicas están deseando verte y tú estás deseando controlar tu taller, así que he pensado que podíamos dar una vuelta. ¿Quieres?
No esperó a que se lo repitiera dos veces. Saltó del sofá, corrió hasta el dormitorio y regresó al cabo de unos minutos vestida con unos vaqueros y un grueso suéter de lana de múltiples colores. Tan solo se había demorado un poco para sujetarse su esplendorosa melena con una cinta de cuentas de madera y plata. Era la única concesión a su vanidad femenina.
La casa estaba tan silenciosa que parecía sumida en un sueño profundo. Cristina pensó que por fin todos se habían marchado a algún planeta desconocido y la habían dejado en paz. Nada auguraba la sorpresa inminente.
Bajó por las escaleras interiores, a la carrera. Cruzó el zaguán de la torre, se adentró por el corredor en dirección al taller. Se detuvo de golpe ante la puerta de entrada, paralizada por la sorpresa. El corazón se le desbocó. Ahogó un sollozo de emoción. Una enorme pancarta colgada con cintas le daba la bienvenida.
En el interior, acompañados por la música discotequera que tanto gustaba a sus chicas, se encontraban todos: los abuelos, ¡qué viejecitos estaban! ¡Y qué abrumados por el jolgorio!, y Amparo, Nathalie, Cruz y Daniel, y todas sus empleadas.
—¡¡¡¡Es una chica excelente, es una chica excelente!!!!! —El coro fue atronador.
Rosina, la más joven, le entregó un hermoso ramo de flores. Se abrazaron y lloraron, hipando inconteniblemente, sin ninguna vergüenza.
Uno a uno, todos le fueron dando un apretón de manos, un beso, un abrazo.
—Nunca, nunca más hagas nada sin decírnoslo. Si hubiéramos ido todas juntas, a ese le hubiéramos dado para el pelo —le dijo Ángela—. Todas estamos contigo. No nos dejes de lado.
—Nunca más, os los prometo. Jamás volveré a hacer esa estupidez. Y tienes razón, entre todas le hubiéramos molido.
Se fijó en que la gran mesa, siempre llena de patrones, lanas y útiles de labor, había sido cubierta por un mantel. Sobre él había café, refrescos y un montón de dulces que había hecho Amparo especialmente para la celebración.
—De eso nada, amigo Daniel —decía Bruno entre grandes risas—, esas galletas son mías.
—Ya quisieras.
—Y tanto. Las hace Amparo solo para mí. ¿A que sí? —Bruno, meloso, agarraba a la vieja por los hombros y la estrechaba contra su pecho.
Cristina les miró llena de amor. Bruno cuidaba de Amparo con tanta ternura que la emocionaba. Eran una pareja singular. Él, tan alto, con aquel rostro de poeta romántico, un tanto burlón, poco proclive a acatar normas y reglas; ella, una mujer tan consumidita ya, empequeñecida por la edad, tan santurrona y devota.
—Puedes ser un poco generoso y repartirlas con él.
—De acuerdo, si tú me lo ordenas…
Los dos hombretones reían y bromeaban mientras devoraban pastas a dos carrillos.
—Todo va a salir bien, Cristina. No te imaginas lo adelantadas que estamos. La semana que viene ya pueden salir los primeros pedidos. Y esto es para ti. Te gustaba tanto esta lana.
Era una chaqueta amplia, confeccionada en lana densa y cálida, con grandes botones planos de madera. Muy étnica, de mucho abrigo. Tal vez algún día podría usarla en un paseo por el bosque. El lugar antes adorado y ahora centro del horror y las pesadillas que poblaban sus sueños.
—Chicas, sois las mejores.
—Anda, no te eches a llorar ahora, ¿vale? Recupérate y vuelve pronto al trabajo. Te necesitamos.
Mari Cruz se acercó a ella y la cogió por el brazo. Había ido a visitarla cada tarde, pero verla de nuevo en pie, en su lugar de trabajo, era un auténtico alegrón.
—Toma, esto es para ti. Ábrela.
Cristina, sorprendida, rasgó el sobre grande que le acababa de entregar su amiga. Dentro había una postal con unos perritos parecidos a Cara y a Zar, en un paisaje bucólico, un poco cursi. La desplegó. Sonó la música de Vivaldi, La primavera. El renacer de la naturaleza.
Y había unas líneas: «Estamos allí contigo, celebrando tu nueva llegada a este mundo. No nos ves porque somos pequeñitos. Simón, Begoña y tu familia de Bilbao».
A un lado, unos garabatos que podían ser la firma de los niños. Más abajo, la de los padres de Bruno.
«Tu familia de Bilbao». Se echó a llorar. Bruno la cogió entre sus brazos. Leyó lo que había escrito su hermana y entendió el llanto. Para Cristina, aquellas palabras tenían un significado mágico.
—Son tu familia, Cris. Nuestra familia. Están deseando que vayamos. Eso sí, nos iremos a dormir a mi apartamento, no sea que a mi madre le dé la vena puritana.
—Serás bruto —soltó entre risas y lágrimas.
—Bueno, ma petite. Basta ya de emociones. Es hora de reír. De tomar café y bizcocho conmigo y los abuelos. Están muy preocupados.
Hasta tres días más tarde no recibió el alta. Para entonces aullaba ya de desesperación. Se sabía insoportable, proclive a saltar por cualquier tontería. A quien más atacaba era a Bruno. Dentro de ella iba creciendo contra él un resentimiento que no podía dominar. El hombre lo controlaba todo. La casa y a ella misma. Tomaba decisiones, que según Cristina, no le competían en absoluto. Llevaba en sus manos las riendas con la misma soltura con que manejaba a Sombra en sus cabalgadas diarias por los montes. Ni Amparo ni nadie consultaba los asuntos importantes con ella. Era Bruno y solo Bruno quien decidía. Por su boca hablaban los dioses del Olimpo. Y lo más irritante era que actuaba con la soltura del que ha sido toda su vida amo y señor del lugar.
En el fondo sabía que era injusta. Él lo hacía para descargarla de preocupaciones, en absoluto para hacerse con la herencia Olabide, ni siquiera para gobernar su hogar de distinta manera que ella. Pero no lo podía evitar, veía en él al usurpador. En sus largos momentos de descanso, mientras se dedicaba a rascarse con saña todas las cicatrices que habían empezado a sanar y tanto le picaban, se preguntaba qué sería de ella y de Amparo cuando él se largara de nuevo a su ciudad, a su estudio y a su mundo. Porque en el fondo no confiaba en que él se quedara allí para siempre. Aquel era un pueblo precioso, sí, pero con escasas posibilidades de promoción para un hombre lleno de sueños y proyectos como él.
Pensar en ello le causaba tanto dolor y desesperación que creía que no iba a poder aguantarlo. Había sufrido el ataque de un loco que quería verla muerta y eso lo soportaba. Pero la sola idea de que él pudiera desaparecer de su vida para siempre rompía su corazón en diminutos fragmentos.
Se vistió con una falda a media pierna, botas altas y la chaqueta nueva. Tendría que quitársela en el trabajo porque daba demasiado calor, pero así las chicas verían lo bien que le quedaba. Bajó satisfecha, dispuesta a iniciar un nuevo trayecto del camino de su vida y su trabajo. Bruno le salió al paso. La besó con dulzura y la acompañó hasta el taller.
Cristina se puso a charlar con sus empleadas. Revisó los nuevos pedidos de lana. Se maravilló ante los nuevos tonos pastel de los algodones portugueses y dio grititos de alegría al ver los botones de madera artesanales llegados de Chile. En un momento dado, se fijó en que él había desaparecido.
—¿Se ha ido Bruno?
Tenía mala conciencia por sus pensamientos negros de esos días y porque no le había hecho ni caso desde que entró en su lugar de trabajo.
—Está aquí al lado, en el despacho. No te creas que se ha fugao —bromeó Ángela, la que más confianza tenía con ella.
Con una sonrisa tímida se adentró en la otra habitación, dispuesta a resarcirle del mal humor de los últimos días. Parada en el umbral observó con pasmo a las personas allí reunidas. Dos operarios mantenían en pie a duras penas una puerta blindada mientras Elorza, con las piernas abiertas para aposentarse bien en el suelo y los brazos cruzados sobre el pecho, en actitud propia de un mariscal que observa el entrenamiento de sus tropas, dirigía la maniobra de la colocación de aquel mastodonte de acero. A través del vano se divisaba el jardín trasero cubierto de hojas. El mismo vano que tan solo unos días atrás estaba cerrado por una coqueta puerta de madera. Ella misma la había pintado con gran ilusión en azul eléctrico, un color que le pareció muy mediterráneo.
—¿Se puede saber que estáis haciendo en mi despacho?
Los cuatro hombres se volvieron y la miraron con estupor. Estaba claro lo que hacían: instalaban una puerta. Eso lo vería hasta un niño de tres años. Pero Bruno sabía que aquella era una pregunta retórica. Le hubiera gustado colocarla antes de que ella se reincorporara al trabajo. La otra era muy endeble, cualquiera podría abrirla de una patada. Es cierto que no le había dicho nada sobre la nueva puerta, y tampoco le había contado que Roberto Casas y él habían revisado los posibles accesos al interior de la vivienda y mandado colocar cerrojos en los ventanales y balcones de fácil acceso. Y lo había hecho a propósito. Cristina, con su peculiar manera de ver las cosas, no hubiera consentido que él se ocupara de la seguridad de su casa y pagara las obras.
—Había que cambiarla. —Dio esta respuesta con mirada retadora.
—¡Claro! Y no me lo comentaste porque una mujercita tan débil como yo no podría soportarlo…
Pelea. La dulzura irónica de su voz significaba que por fin, tras largos días de encierro y nervios, había encontrado la excusa para una buena pelea. Y esta, estaba seguro, le iba a costar soslayarla bastante más que las últimas veces.
Le puso las manos sobre los hombros, con serenidad y firmeza, y se acercó a ella lo suficiente para no ser escuchado por los allí presentes.
—No, no se me ocurrió comentártelo porque estabas reponiéndote de un intento de asesinato que casi te lleva al otro mundo. Tal vez no lo recuerdes. Además con tu estúpido orgullo no me lo hubieras permitido. Y a mí, en estos momentos, tu orgullo me trae sin cuidado. Solo quiero que ese animal que ha intentado matarte varias veces se encuentre con todos los obstáculos posibles si viene a por ti. ¿Lo entiendes?
Claro que lo entendía. El miedo no la dejaba descansar, el horror de las horas pasadas en las gélidas aguas del río no se apartaba de ella ni un solo instante y dudaba de que algún día fuera capaz de olvidarlo. El que no entendía nada era él. Ella no era su empresa. Por ahora tan solo se acostaban juntos, y ni siquiera sabía por cuánto tiempo. Así que no quería que él interviniera en su vida, la dirigiera, la ordenara. No quería ir cediendo terreno para encontrarse, al cabo de un tiempo, sola, teniendo que reconstruir de nuevo los pedazos de su maltrecha existencia. Su vida estaba hecha de retales, como las colchas de patchwork, que el destino recortaba caprichosamente.
Los allí reunidos escuchaban sorprendidos aquel diálogo en voz baja sin entender nada. Cristina los fue mirando uno a uno y se dio cuenta de que no podía iniciar una discusión en presencia de los operarios de la empresa. Con expresión de tozudez en el rostro se dio media vuelta y abandonó la habitación.
Bruno dudó entre seguirla o quedarse. Llevaba angustiado varios días, cansado de dormir poco y mal. Un enfrentamiento con ella no mejoraría su humor. Sin embargo, debían aclarar algunos puntos.
La cogió del brazo con firmeza y la condujo hacia el jardín. No pensaba ofrecer un espectáculo del tipo de las tertulias chabacanas de la televisión, con todos los tertulianos a grito pelao. Y mucho menos ante la familia de Cristina que permanecía en la casa. Notaba sus miradas complacidas cada vez que los veían juntos. Una disputa en toda regla, como la que se avecinaba, les trastornaría.
—Vamos, amor. Esto debemos tratarlo a solas.
Cristina tiró con brusquedad para desasirse y dejarlo plantado en mitad del patio. Volvió entonces a su mente la imagen del rostro de Bruno, inclinado sobre ella aquella noche aciaga en la que casi perdió la vida. Su presencia, las lágrimas de terror que vertió por ella, la devolvieron a la vida. Entonces lo supo. Era el momento de hablar. De aclarar el futuro.
Bruno la soltó y permitió que caminara unos pasos por delante de él. Contra todo pronóstico, aquella actitud altiva, espalda erguida, cabeza en alto, intensificó su amor por ella. Cristina Olabide era de las que no se doblegaban. Jamás había conocido a una mujer así. Pero él apreciaba sobre todo su fragilidad interior. Quiso cobijarla en su pecho, acunarla como había hecho tantas veces, explicarle que su amor por ella era intemporal, que nada iba a acabar con él, pero comprendió que esa no era la solución. Ella tenía que estar segura por sí misma. Creer y confiar en los dos. Nada de lo que dijera cambiaría la situación.
La joven se detuvo de golpe y se volvió para enfrentarse a él, sorprendiéndole en un momento en que estaba sumido en sus pensamientos. Una llama peligrosa relumbraba en aquellos ojos azules que le volvían loco. De nuevo le asaltó el deseo de tocarla, de introducir la lengua en su boca, de saborearla por dentro, hasta oírla gemir de pasión. Y de nuevo se contuvo.
—No quiero que te inmiscuyas en mis asuntos. Esta es mi casa, mi gente, mi responsabilidad, y soy yo la que se tiene que ocupar de todo. Es así como lo he hecho siempre y no quiero cambiar esa costumbre.
Hablaba calmada, en contraste con la fiereza de su mirada.
Bruno endureció el gesto. Por un instante pensó en abandonar. Estaba cansado de suplicar, si no con palabras, sí con gestos. Él pensaba que con paciencia terminaría por entender, creer, confiar, amar. Cuatro verdades que para él eran la esencia y motor de la vida, de las relaciones humanas. Empezaba a tener sus dudas. Le embargaba la impotencia, un sentimiento de desamparo desolador. Nada de lo que dijera o hiciera lograría cambiar a Cristina. Ella no creía.
La joven observó la expresión del rostro que tanto amaba. Derrota. Dolor. Se sintió ruin. Bruno era un hombre seguro de sí mismo, lleno de fortaleza, con una firme creencia en los afectos. Poseía una ternura infinita que regalaba a manos llenas. Y la paciencia de un pintor de laca china a la hora de persuadir. Tenía genio, pero jamás humillaba a nadie. Él le infundía la seguridad que a ella le faltaba. Su miedo era irracional.
—No confías en mí, ¿verdad? Crees que yo también te fallaré, como te falló otro. Alguien importante para ti, alguien a quien amaste mucho.
Lo miró perpleja. En sus ojos predominaba la vulnerabilidad. Y algo más. ¿Pena? No había ni rastro de celos en sus palabras, pero dejaban traslucir una tristeza infinita por lo que ella era incapaz de comprender: que él no traicionaba y no merecía ser comparado con ningún ser rastrero.
—No sé por qué no iba a fiarme de ti. Eres un hombre honrado.
Sí, lo era, a diferencia de aquel otro, que con sus actos despreciables había corrompido la inocencia de sus creencias sobre la entrega y el amor.
Después de todo ese tiempo, Cristina se negaba a entender. Hablaba de honradez, como si fuera el tendero que nunca sisa en el producto que vende. Él iba mucho más allá, a la esencia. Dos seres, por efecto del amor y del respeto, se convierten en uno. De eso se trataba, pero Bruno no sabía si ya le quedaban argumentos.
—No entiendes nada, Cristina. Aún no entiendes lo que significas para mí.
La confusión en su rostro casi le hizo reír.
—Sí lo entiendo. Pero hoy es hoy, ¿y mañana?
—Te amo hoy y dentro de diez siglos mi amor por ti no habrá variado ni un ápice. Jamás he sentido esto por nadie. Es una pasión que trastorna mi pensamiento; envuelve con calidez mi corazón. Nunca he sido posesivo y siempre me han molestado esas personas que atosigan y ejercen un férreo control sobre sus seres queridos bajo la justificación del cariño. Contigo me siento posesivo. No, no digas nada, me toca a mí. —La había frenado al observar que iba a hablar—. No para dominarte a ti, o a tu hacienda, ni siquiera para marcar la pauta sexual de nuestros encuentros. Lo del bondage no me va demasiado, como habrás notado a estas alturas. Mis sentimientos de posesión se refieren a la necesidad que tengo de tu amor, de tu entrega, de que tus días sean mis días, y tus noches, mis noches. Porque anhelo envejecer contigo. Porque en algún momento quiero mirar atrás y ver la senda por la que hemos caminado. Juntos, Cristina, juntos. Pero nada de esto es posible si tú no crees en mí. En nosotros.
Su voz casi era un susurro, perdida ya la vehemencia del comienzo, pero dejaba a la vista sus sentimientos sin tapujos, con la verdad brillando en sus ojos oscuros. Cristina contempló el rostro amado. Por primera vez tuvo la sensación de que el denso velo de penumbra en el que había vivido se deshilachaba y desaparecía para siempre. Tenía ante sí un futuro lleno de luz vibrante, intensa. Habría sombras, pero juntos las iban a convertir en claridad. Su corazón retumbaba de puro placer. ¡Si supiera la pasión que guardaba en su interior! Por él, solo por él.
Se volvió de espaldas. La luz del sol se filtraba a través de los árboles desnudos y hacía brillar las gotas de rocío sobre el antiguo seto de boj, recortado de manera tan meticulosa. Aquel jardín centenario también formaba parte de la herencia de la que estaba tan orgullosa. Ella había luchado con uñas y dientes para que permaneciera viva. Y ahora… ¿qué valor tenía si le faltaba él? Bruno le daba a diario lecciones de humildad, de entrega, de amor. Cómo podía haber sido tan estúpida. La vida le había impuesto deberes ingratos, y ella no había aprovechado sus enseñanzas. Estaba centrada solo en ella. Temía tanto el sufrimiento, que se cerraba a todo lo bueno que se le ofrecía. No dudaba de la intensidad del amor de Bruno, ni siquiera consideraba ahora la posibilidad remota de que se marchara de su lado. Había estado engañándose a sí misma. Solo quería garantías. Un certificado del señor Destino por el que se comprometiera, le jurara sobre la Biblia, que nada iba a cambiar. Que Cristina Olabide nunca más iba a sufrir sus rigores, ni la angustia, ni la desesperación de la pérdida. Y eso, mucho se temía, no lo iba a obtener jamás. En eso consistía la existencia humana, en creer, en confiar en el otro, en vivir cada día y en esperar que los hados fueran favorables. Nada más. Estaba a punto de destrozar lo más hermoso que había tenido jamás. El suyo era un comportamiento caprichoso, el de una criatura entregada a una pataleta por no conseguir la golosina apetecida.
—Te amo.
Lo dijo sin mirarlo, con los ojos puestos en la naturaleza dormida, que esperaba resurgir en primavera. Intentó atraerla hacia su pecho, pero no se lo permitió.
—Te amo tanto que me duele por dentro —continuó con voz temblorosa—. Tengo miedo de perderte, de que esto que estoy viviendo no sea más que un sueño que desaparezca sin haber llegado a vivirlo del todo. ¡Han fallado tantas cosas en mi vida!
Bruno no podía responder. Se ahogaba. Se apretó contra su espalda y la rodeó con los brazos. Introdujo su cara bajo la melena dorada. Besó su nuca con desesperación, intentando transmitirle toda la pasión que sentía por ella. Aspiró su aroma. Habló en voz baja, con la boca pegada a su piel, con los labios apretados a su cuello.
—No desaparecerá, te lo prometo —susurraba sobre la tersura de la piel—. Nunca he pretendido socavar tu autoridad, solo quiero que me dejes participar en tu vida, que confíes en mí, que permitas que tome decisiones cuando tú no estás disponible para hacerlo. Te amo, Cristina. ¡Dios, cómo te amo!
La mujer se volvió para mirarlo de frente. En los ojos de Bruno relucía el deseo. La sujetó por la cintura y la fue conduciendo hacia atrás, hasta dejarla apoyada en el recio tronco del nogal centenario. Sus labios la colmaron de besos. Ella respondió con ansia, acariciando con los suyos su barbilla, su cuello, aspirando el aroma de la piel masculina. Él se apropió de su boca, absorbió su aliento, sus gemidos. Ambos tenían los músculos en tensión. Temblaban. Las manos de Bruno acariciaron sus costados. Se introdujeron bajo su ropa y fueron elevándose hasta alcanzar los senos. Cogió los pezones entre sus dedos, acariciándolos con suavidad, sin apartar su mirada de la de ella, observando cómo el placer que él le daba volvía sus pupilas insondables.
—Demasiada ropa —murmuró desesperado.
—Es invierno, ¿recuerdas? No tenía ni idea de que pensabas hacerme el amor aquí mismo, a la vista de todos.
—Pueden disfrutar del espectáculo porque no pienso soltarte. Temo que te largues sin haber cumplido tu compromiso conmigo.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es ese compromiso?
Inclinó la cabeza hasta rozar sus labios y murmuró junto a ellos.
—Entregarme tu amor.
Se preguntó cómo era capaz de hablar y de pensar, con todas la sensaciones que ese hombre era capaz de despertar en ella. Su gruñido de frustración la hizo reír, dichosa, libre por primera vez de pensamientos absurdos. El placer de sentir su peso sobre ella la colmaba de felicidad. El deseo masculino latió sobre su vientre. El temblor que la acuciaba entre sus piernas se hizo insoportable. Le buscó la lengua, desesperada por no poder tenerlo aún más cerca de sí, piel contra piel.
Bruno la separó un poco. Si seguían así, iban a terminar desnudándose en presencia de todos, haciendo el amor sobre el tronco del árbol. Ella se apoyó de nuevo en su pecho. No quería separarse de él. Y para lo que tenía que confesarle era mejor que no le viera la cara. Se avergonzaba de aquel episodio de su vida.
—Me has preguntado quién me había hecho daño… Creo que tienes que conocer ese episodio de mi historia. Hubo un hombre, hace mucho tiempo…
La voz de Cristina le llegó amortiguada por su propia cazadora.
—No me importan los hombres del pasado, solo existo yo.
Ella no le hizo caso. En esa mañana de confidencias, de aclaraciones, era necesario que le descubriera su alma.
—Quiero que lo sepas, Bruno, que conozcas mi pasado, al igual que conoces mi presente. Se llamaba Stephen Galloway. Era un profesor maduro con un permanente rostro de chiquillo. Me enamoré de él, de su encanto, de su atractivo intelectual… del trato especial que me dispensaba… Con él me sentía adulta, sofisticada, querida…
No, ahora ya sabía que aquello nada había tenido que ver con el amor. Fue el encaprichamiento de una adolescente solitaria con la necesidad acuciante de que alguien se fijara en ella. Ella fue terreno abonado para un hombre con tanta experiencia como aquel.
—Y él se aprovechó de la situación y se comportó como el cerdo que era, ¿no es así?
Le sorprendió el tono árido, asqueado, de su voz. Se preguntó si Bruno le iba a reprochar en el futuro esa vieja historia. Tal vez no debería hablar de aquello. Se lo contaba porque creía importante iniciar el recorrido juntos, con la sinceridad por delante. Él debía conocer ese episodio tan poco grato de su pasado. Levantó la vista. En Bruno solo había dulzura y comprensión. Su ataque no era contra ella.
—Sí, así es. Creí en él. Me engañó con mi compañera de piso. Un día llegué a casa y los encontré en la cama. Me puse enferma, mala de verdad. Estaba tan avergonzada.
—¿Tú? Era él quien merecía una buena patada en los huevos.
Ella asintió como distraída. Su mente aún estaba en el pasado.
—Solo me mantuvo en pie el orgullo. Terminé mi carrera de diseño textil porque no podía desilusionar a mis abuelos, ni tirar por la borda los sacrificios que hicieron por mi educación. No sé cómo pude sobrevivir. Inició una campaña de acoso, e incluso de descrédito, contra mí. Se sintió insultado porque lo había abandonado. Mi tutor tomó cartas en el asunto. Él se justificó diciéndole que era yo quien intentaba atraparlo. Me perseguía por los pasillos, en mi nuevo apartamento. Creí que me iba a volver loca. Regresé enferma a casa. Murió mi abuela. Ya no quedaba nadie. Tuve que ocuparme de todo. Sacar esto adelante. He pasado años duros, momentos en los que creía que iba a caer derrotada. Me sostenía la idea de que algún día la propiedad Olabide sería la herencia de mis hijos.
Bruno la escuchaba en silencio, dejándola desgranar su dolor, pero también sus sueños, sus ilusiones. Admiraba a Cristina, su mujer, se decía con orgullo. Poseía una fuerza interior y una valentía admirables, para enfrentarse a los embates que había recibido de la vida.
—Será la herencia de nuestros hijos, Cris. Él ya no importa. Es el pasado. También en mi vida hubo mujeres. Me olvidé de todas el día que te conocí. Jamás había sentido esta atracción por nadie, esta necesidad de pertenencia. Supe que me había enamorado la mañana en la que me senté a desayunar y apareció ante mí una diosa con sonrisa socarrona, burlándose de mí.
—También fue una sorpresa para mí encontrarte allí sentado, no creas —comentó entre risas, mientras le tomaba la cara entre las manos.
Él volvió el rostro y besó la palma de una mano.
—No he dejado de amarte desde entonces. Juntos vamos a empezar una nueva vida.
—Juntos. Qué bien suena. Te amo, Bruno.
—Con gemelos. Tendremos parejas y más parejas de gemelos.
Cristina lo miró obnubilada, preguntándose si Bruno estaría empezando a trastornarse.
—¿Se puede saber de qué hablas?
—En tu familia ha habido gemelos. Nosotros también los tendremos.
Ella soltó tal carcajada que pareció que se iba a doblar de la risa.
—¡Ay, Bruno! Tú no eres un Olabide. Son los hombres los que ponen la semillita, ya sabes… y lo de los gemelos depende de vosotros, de la semillita en cuestión.
—Este Elorza también podrá. No lo dudes. Este Elorza, aunque no es Olabide, consigue lo que se propone.
Cristina se vio rodeada de pares de gemelos. Niños, niñas… Hijos, hermanos… familia. Su familia.
Permanecieron abrazados, reclinados sobre la corteza rugosa del árbol, bañados por los pálidos rayos de sol. Desde uno de los ventanales Nathalie les observaba con cariño. Al fin su hija querida había encontrado al hombre con el que compartir sus sueños.