Había disfrutado en Pamplona de un día más propio de la primavera que de finales de noviembre.
A pesar de la hora, una luz blanquecina de sol invernal aún iluminaba el taller. La cálida temperatura potenciaba el aroma de los pétalos de rosa secos que había en un cuenco sobre una mesa baja. Ese día era un regalo de la naturaleza tras el cerco de lluvia y frío a los que habían estado sometidos durante todo el mes de noviembre. Sin duda la claridad infundía alegría. Estaba satisfecha por el magnífico pedido que le habían hecho esa mañana. Su lado pesimista le preguntaba cuánto iba a durar el dinero en el banco. Lo más probable era que tuviera que invertirlo en algún nuevo desastre de la casa. Absorta en sus pensamientos, escuchaba las bromas y risas de las trabajadoras. De fondo, el entrechocar de las agujas y el sonido sordo del peine del telar parecían un programa de radio en vivo y en directo. Bajito sonaba Te amo, un éxito antiguo de Rihanna en español. No le gustaba mucho esa música, pero entendía que para trabajar estaba bien seguir el ritmo discotequero; por otro lado, el título de la canción estaba formado por dos palabras que a ella le gustaría gritar bien alto.
El teléfono volvió a sonar. Era la tercera o cuarta vez en apenas media hora. Cristina, de pie ante la mesa en la que estaba el arco iris de las muestras de algodón, puso cara de fastidio preguntándose cómo rayos iba a trabajar en esas condiciones. No se molestó en levantar el auricular y pidió con una seña a una de las empleadas que atendiera la llamada.
—Preguntan por Amparo.
Cristina levantó la cabeza sorprendida.
—No tengo ni idea de dónde está. No la he visto en todo el día.
—Es un hombre. Dice que busques a Amparo.
Chasqueó la lengua con fastidio y cogió el auricular.
—Por favor, ¿quién es?
Nadie respondió. Oyó una respiración acelerada. Después el teléfono se quedó mudo. Habían colgado. Se encogió de hombros y siguió a lo suyo.
Cinco minutos más tarde se repitió la misma llamada con idéntica pregunta. Tampoco esta vez Cristina pudo hablar con nadie. La inquietud se fue expandiendo por su cuerpo. Llamó a la casa por la línea interna que había mandado instalar tiempo atrás. Nadie cogió el teléfono. Su nerviosismo se acrecentó.
Le rogó a Rosina, una joven empleada, que fuera a la casa y buscara a su vieja tata. No se hacía ilusiones de encontrarla. A pesar de sus años, Amparo era una mujer muy activa. Con frecuencia visitaba a vecinos con los que se reunía a jugar a las cartas, o ayudaba en el arreglo de la iglesia. Se preguntó si habría alguna novena o funeral de alguien, pero no recordaba que le hubiera comentado nada. Claro que ella la tenía un poco abandonada, se dijo con mala conciencia. Su mente solo estaba puesta en Bruno.
La chica regresó agitada por la carrera que se había dado. No encontraba a la mujer por ningún lado. Cristina, nerviosa, se acercó al teléfono con la intención de llamar a algunas de las amistades de su tata. Antes de que levantara el auricular volvió a sonar el aparato.
—¿Quién es? Y si no piensa hablar, deje de dar la lata, ¿vale?
Su voz sonaba alterada. La del hombre, por el contrario, era serena, suave, rica en matices, con un ligero acento que estaba segura de haber oído antes.
—¿Has encontrado a Amparo? Quizás te preguntes dónde está.
—Perdón, ¿con quién hablo? Amparo ha salido. En este momento no puedo localizarla. Si me dice su nombre, ella le llamará más tarde.
Sonó una risa a través del teléfono. Tan suave como sus palabras.
—No la encontrarás.
Cristina se tensó. Un sudor frío le recorrió la espalda. Boqueó. Notaba la falta de aire en los pulmones. Intentó responder, pero no pudo.
El interlocutor sí que podía hablar.
—No la encontrarás. Está conmigo. Viva. Si quieres volver a verla, date un paseo por la orilla del río. Sola. No avises a nadie, ni siquiera a ese guapo novio que tienes. No lo estropees.
Cristina apenas pudo preguntar balbuceando:
—¿Por… dónde?
—Tú ya lo sabes.
Se quedó con el auricular pegado a la oreja a pesar de que el hombre ya había colgado. El terror la atenazaba. No sabía qué hacer ni cómo actuar. Era consciente de que debía pedir ayuda, contactar con Bruno al menos. Marcó de memoria el número de su móvil. Lo llamó un par de veces. «El teléfono marcado… bla, bla, bla…», respondía la voz metálica. Empezaba a desesperarse. La noche caería pronto encima. El bosque a oscuras era un lugar peligroso. La temperatura bajaría varios grados. Era imposible que una anciana resistiera a la intemperie. Quería gritar y patalear de rabia y miedo. No, no lo haría. Tendría que disimular. Si las chicas se enteraban querrían acompañarla. No iba a permitirlo. La orden era muy clara.
Por alguna razón que se le escapaba, alguien quería verla muerta. Al fin empezaba a ser consciente de ello. Muchos estaban detrás, en la sombra, investigando, analizando con minuciosidad la vida de sus antepasados, de sus amigos y conocidos, de sus huéspedes. La protegían en la medida de lo posible. Ella cumplía con las normas impuestas a rajatabla. Se fue a Pamplona con una amiga y el cabo, el militar, hijo de Marianito, un guardián silencioso, de brazos de acero y tatuajes varios, lo bastante experimentado como para poner a cualquiera en su sitio. Se mantenía encerrada en su casa. Solo salía a cenar a casa de Mari Cruz y Daniel, y siempre con Bruno al lado. Empezaba a desquiciarse. La mayor parte de las veces tenía que dominarse, o morderse la lengua, para que de su boca no saliera alguna de esas intemperancias que solían molestar a todo el mundo. Menos a Bruno, que ya era inmune a ellas. Aguantaba porque no le quedaba más remedio. La única ventaja de toda esa situación era que su trabajo se lo agradecía. Se pasaba el día imaginando, diseñando y programando el futuro de su empresa. A veces le parecía que se estaba convirtiendo en el alter ego de la lechera de la fábula. Sus sueños de prosperidad no tenían límites.
No podía permitir que le hiciera daño a su fiel y querida Amparo. La mujer que había sido mucho más que una madre, la que seguía cuidándola, la que había acogido a Bruno con tanto cariño, por el simple hecho de que ella le amaba.
Mal que bien se mantuvo serena ante el escrutinio de sus empleadas. No dio explicaciones. Introdujo en los bolsillos de su parka el móvil y un antiguo abrecartas de su abuelo, con la cruz de Santiago, un puñal puntiagudo. No iba a ir a su encuentro desarmada. Estaba dispuesta a todo.
Salió a la carrera en dirección al bosque. Ya no tenía miedo. El temor había sido remplazado por una rabia sorda. Deseaba enfrentarse a aquel malnacido que la había hecho vivir aterrorizada durante tanto tiempo. Jamás permitiría que lastimara a Amparo. En la ofuscación de su ira no pensaba en las consecuencias, ni ante quién tendría que medir sus fuerzas. Cristina Olabide estaba acostumbrada a solucionar sola sus problemas, fueran de la índole que fueran. Siempre había sido así. Su carácter impulsivo era la espoleta necesaria para luchar contra cualquiera, hombre o demonio, y rescatar a su tata.
Llegó hasta el claro. El olor a humedad, debido al calor del día, inundó sus fosas nasales. El lugar estaba solitario. Se arrepintió de no haberse llevado a uno de sus perros o de no haber dejado una nota, pero de nada servía lamentarse. Ya no tenía remedio. Era una locura estar allí sola esperando a un hombre sin escrúpulos que deseaba verla muerta.
Esperó un tiempo. Llamó a gritos a Amparo. Nadie respondió. La angustia fue alcanzando proporciones alarmantes. Se temía lo peor.
El silencio era agobiante. Le recordaba la sorda tensión de la naturaleza cuando se prepara la tormenta. Incluso le pareció que las turbulentas aguas del río pasaban ahora de puntillas, para no molestar. No se oía ni un solo trino. Nadie apareció. Su nerviosismo y su miedo crecieron. Mucho se temía que la había engañado, y eso en parte la tranquilizaba. Se le empezaba a pasar la subida de adrenalina. Ahora no estaba muy segura de si sería capaz de empuñar el abrecartas contra un ser humano. A saber dónde tenía a la anciana. Volvió a llamar a Amparo, a gritos. Le respondió más silencio. Maldijo en voz alta con los más soeces epítetos, incluso algunos que ni ella misma sabía que conocía. De cara al río, contemplando las aguas revueltas, sintió lágrimas ardientes correr por sus mejillas. La sensación de peligro se hizo más acuciante. El terror la tenía casi paralizada. No sabía si regresar o seguir allí de pie, esperando en vano.
No oyó las pisadas. Cuando detectó la presencia del agresor, era ya demasiado tarde. El golpe la sumió en una oscuridad total, sus piernas se doblaron y su cuerpo cayó desmadejado en la húmeda hierba para después resbalar poco a poco por el talud hasta el río. Por un instante, la imagen de Bruno, sonriente, colmándola de besos se fijó en su difusa conciencia. Creyó poder retenerla mientras se desplomaba, pero se diluyó junto con el sentido.
A las seis, Ángela, la empleada más antigua, extrañada por la ausencia de Cristina, cerró el taller. No le dio demasiada importancia al asunto. Esa temporada su jefa estaba demasiado atareada con pedidos y llamadas a todas horas. Algo la habría entretenido en casa.
Mientras se despedían a la puerta vieron aparecer a Amparo.
—Menuda tarde. No dejaron de llamarte, maja.
—¿A mí?
—Sí, era un hombre, con una voz muy atractiva. ¿A quién te has ligado, Amparo? Seguro que es un tío guapo.
—Déjate de bobadas —rezongó Amparo por lo bajo—. ¿Dónde está Cristina?
—Se marchó hace unos diez minutos. Fuimos a buscarte a casa y como no te encontramos…
—Fui a la iglesia. Tocaba limpieza.
—Es probable que esté en casa —dijo Rosina—. Se habrá liado con algo. Esa mujer no sabe lo que es perder el tiempo. Yo me voy, me esperan.
Amparo se quedó parada, viéndolas marchar. Era extraño que Cristina hubiera abandonado el taller cuando estaban trabajando a marchas forzadas en una colección. Ella sabía bien de qué hablaba. No era solo cosa de tejer. También había que bordar a mano, lo que hacía Rosina como los propios ángeles, y coser, rematar, poner las etiquetas. Su niña lo supervisaba todo con ojos de lince. Más de una vez mandaba deshacer una prenda completa, o una buena parte de ella, porque no quedaba a su gusto. Era un proceso largo. Pensando en ello creció su preocupación. Cristina le había asegurado a Bruno, en su presencia, que no andaría por ahí sola. Le consumía la ansiedad. Su niña estaba bien, pero amenazada. No hablaba de su miedo, pero estaba segura de que lo tenía. Estaría bien, tranquilita en casa, seguro. No había que darle más vueltas.
A pesar de sus años, apresuró el paso. Subió las escaleras cada vez más nerviosa. El silencio de la casa se le hacía insoportable. Solo escuchaba su propio jadeo producto del esfuerzo. La llamó. A sus voces respondieron los gemidos de Zar y Cara, encerrados en la cocina. La buscó y no la encontró en ninguna de las estancias, ni siquiera en el desván, donde en los últimos días ella y Bruno pasaban tanto tiempo revisando papeles.
Bajó al vestíbulo y se quedó indecisa, frotándose las manos con angustia, sin saber muy bien qué hacer. Su rostro arrugado se iluminó con esperanza. Estaba con él, en la obra. Eso era. A ella le gustaba ir a verla crecer día a día. Descolgó el teléfono de la entrada.
Elorza estaba de mal humor. Al paso que iban los trabajos, el hotel estaría terminado para el año 2020. La posibilidad de inaugurarlo a inicios del verano siguiente parecía esfumarse con cada retraso. Había tenido una nueva bronca con el jefe de obra. Eran enfrentamientos fomentados más por la confianza que reinaba entre ambos que por auténticos desencuentros. Aun así se quedaba con mal sabor de boca por no tener la suficiente calma para hablar con moderación a un trabajador fiel a la empresa durante tantos años. Se quedó en el exterior absorbiendo la luz del ocaso, tratando de calmarse.
Roberto Casas, el capataz, se dirigió a la cabina para asearse y cambiarse de ropa. Siempre era malo enfrentarse a la propiedad o al arquitecto, pero resultaba endemoniado cuando propiedad y arquitecto eran la misma persona. Así que soportaba con estoicismo el mal genio de su patrón y después hacía lo que consideraba que era lo mejor para todos.
Se desnudó y se dispuso a darse una ducha caliente. Al día siguiente volverían a valorar lo que decía Bruno. Tal vez el muchacho tuviera razón.
—Claro —gruñó a solas—, por eso es el jefe.
El timbre del teléfono cortó el monólogo que acababa de iniciar consigo mismo. Salió de la ducha maldiciendo y cogió el auricular.
—Quiero hablar con Bruno, pero no me coge el móvil.
La voz de Amparo, la mujer que hacía el café más rico del mundo, sonaba nerviosa.
—Espere, ahora lo llamo.
—Roberto, ¿es usted?
—Pues sí, el mismo que viste y calza.
Se fijó en su desnudez y sonrió con ironía. Menos mal que la mujer no podía verlo.
—¿Está por ahí Cristina?
—No la he visto. —Oyó un sollozo de la mujer y se quedó preocupado—. Espere, no llore. Ahora pregunto.
—¡Hey, jefe! ¡Teléfono! —Su potente vozarrón se oyó a través de la puerta entreabierta—. Debes de tener el móvil apagado. Amparo te ha llamado y no contestas.
Elorza entró revisando su teléfono. Lo tenía en modo silencio. Se reprochó ser tan despistado. Cogió el auricular de la mesa. Cuando se volvió, Casas vio la expresión desolada de sus ojos y supo que algo terrible había ocurrido.
Bruno se dijo que no sobreviviría. Cristina no podía haber desaparecido sin más. Según sus empleadas, había estado en el taller, había recibido la llamada de un hombre preguntando por Amparo y había desaparecido. Desde hacía un par de horas no se había vuelto a saber nada de ella.
El hombre, con los pies anclados en el barrizal que se había formado tras las largas lluvias, contempló las aguas turbias del río. Formaban remolinos, descendían vertiginosas hasta la presa que se había ido construyendo un poco más abajo con los restos de madera y hojarasca arrastrados a lo largo del otoño.
Allí, enganchado en ellas, medio hundido, se veía el cuerpo de la joven que hasta un instante antes había sido su pariente más cercana. Hubiera querido tener acceso a él y lastrarlo como era debido, para que se fuese al fondo. Cuanto más tarde la encontraran, mejor. Necesitaba tiempo. Para desaparecer de la escena del crimen, prepararse y volar lejos, fuera de España. Las aguas corrían furiosas. En realidad le habían arrebatado el cuerpo inerte de las manos y lo habían arrastrado río abajo como si fuera una cáscara de nuez. No podía arriesgarse a correr él la misma suerte. Y sobre todo, de ninguna manera podría recorrer un montón de kilómetros en su coche empapado de agua. Si algo pasaba en el trayecto y le paraba la policía enseguida ataría cabos.
Lo contempló por última vez y se alejó en dirección opuesta al muro de la propiedad Olabide. Dentro de nada, en cuanto se publicara la esquela y se enterrara el cuerpo, su abogado reclamaría todo aquello para él. Por entonces, el joven moreno, experto en moda femenina, que una vez visitó el hotelito, se habría esfumado en el aire. En su lugar aparecería Arístides Ricardo del Valle, Ari entre sus conocidos, hijo de una reputada y aristocrática familia bonaerense. Un hombre fuera de toda sospecha, puesto que a ojos de la justicia nunca había salido de su estancia de veraneo. Un hombre que llevaba impreso los rasgos físicos de los Olabide.
No pudo evitar una última mirada para contemplar su obra. Por fin él era el único propietario de las tierras. Había sido más sencillo de lo que imaginaba. La tonta y crédula Cristina Olabide ni siquiera se enteró de su presencia. El golpe fue certero.
Las turbulentas aguas del río habían hecho el resto del trabajo.
En cuestión de segundos, el apacible crepúsculo se llenó de gritos y de órdenes. Roberto Casas, aún a medio vestir y tiritando de frío, se puso en contacto con el teniente Yuste, de la Guardia Civil. Después localizó a Corbelle y le comunicó la noticia.
—Joder, joder, joder… salgo para allá —fue su contundente respuesta—. Estoy muy cerca, en Tudela. Mal asunto.
Sintió una enorme sensación de vacío por las últimas palabras, dichas para sí mismo. Le comunicó a su patrón que Corbelle no tardaría en llegar, pero no aludió al tono ni a las negras sospechas del policía.
Desde que recibió la llamada de Amparo, Bruno Elorza se había convertido en una máquina de mandar y de organizar. Exigía que se encendieran los grandes focos de la obra, que se buscasen linternas para rastrear el bosque. Discutió con Daniel, por intentar tranquilizarlo, y con Yuste.
—Tal vez haya salido a un recado. No puedo movilizar a todo el Cuerpo.
—Voy a organizar su búsqueda contigo o sin ti. Ese hijo de puta se la ha llevado. Y cuanto antes empecemos a buscarla antes la encontraremos.
Los vecinos se fueron acercando al lugar poco a poco, dispuestos a colaborar con mantas, comida o con lo que fuera. Y él, con la eficacia propia de un general que va a enviar sus tropas a la batalla decisiva, organizó cuadrillas siguiendo órdenes del teniente de la Guardia Civil.
Se convirtió en un hombre de mármol, incapaz de sentir. Si daba rienda suelta a sus sentimientos, se desmoronaría. Ni dolor, ni frío, ni hambre. Solo una angustia que le oprimía el pecho y no le dejaba respirar. Una absoluta desolación porque a pesar de todos sus esfuerzos aquel criminal había llegado hasta ella.
A la gente que se había preparado y salía dispuesta a iniciar la batida le preocupaba Bruno. Su dolor era lacerante. Más de uno se preguntaba qué pasaría con él si la encontraban muerta. Porque en el fondo, pocos de sus íntimos confiaban en hallarla con vida. Solo Bruno. Era la esperanza la que lo mantenía en pie. Tampoco nadie entendía la razón de que ella hubiera salido sola, sin protección.
Una par de horas más tarde, cuando Corbelle y un compañero policía llegaron a contactar con las primeras patrullas, el desánimo cundía en sus rostros. No la encontraban por ninguna parte, la noche había cubierto ya el cielo de estrellas con puntas de acero y el frío empezaba a hacerse notar de forma punzante.
En la caseta de la empresa, Mari Cruz, con las mejillas manchadas de lágrimas secas, abrazaba a Amparo. La mujer había dejado de llorar hacía un buen rato y tan solo unos suspiros hondos y desesperados, y el siseo de las oraciones, se escapaban de su pecho. Ambas tenían la certeza de que no volverían a ver a su niña del alma, aunque en el fondo de su corazón, la más joven seguía manteniendo la fe.
La gente volvía a la obra, que se había convertido en el punto de reunión, en pequeños grupos. Tomaban un café caliente, daban pisotones para tratar de entrar en calor y regresaban a la búsqueda. Las mujeres allí reunidas les hacían una muda pregunta que ellos se limitaban a responder con un gesto de negación con la cabeza. A medida que pasaba el tiempo ya nadie se atrevía a indagar. Solo esperaban que localizaran el cuerpo de Cristina Olabide.
No supo cuánto tiempo estuvo abrazada a los ramajes acumulados en el lecho del río. Ni tampoco si en todo aquel tiempo, en el que el frío del agua se introducía hasta el tuétano de sus huesos, estuvo consciente. El instinto de supervivencia la mantenía. Permaneció quieta, con el rostro casi sumergido, respirando de vez en cuando por la nariz.
Aunque no podía verlo, sabía que estaba allí, observando desde lejos su muerte. Ella se amarraba a las ramas con sus brazos tensos, en una lucha denodada contra la corriente. De alguna manera se percató de que por un momento el asesino se alejó, para regresar un instante después y volver a contemplar su obra. Después, en el sosiego de la naturaleza dormida, su conciencia iba y venía.
Esperó cuanto pudo y aún más. Cuando creyó que ya estaba sola, se soltó de las ramas y se dejó ir a la deriva río abajo, tratando de mantenerse a flote, sacando fuerzas de no sabía dónde. El frío la iba adormeciendo, adueñándose de su cuerpo y de su razón. Movió con una lentitud pasmosa brazos y piernas para acercarse a la orilla, hacia el lugar bajo y arenoso, ahora cubierto de agua, que en el verano servía de minúscula playa. ¡Qué ironía pensar ahora en el baño estival!
Se dejó llevar, hasta que sus manos toparon con las raíces de los árboles ribereños. Se aferró a una de ellas. Ya no le importaba si había por allí serpientes de agua, de esas que tanto asco le daban. Suponía que a esas horas estarían dormidas, como el resto del pueblo. Casi lloró de júbilo cuando sus rodillas tocaron la arena del fondo. Se tumbó cuan larga era, tratando de recuperar fuerzas para salir. Sospechaba que tenía una herida abierta cerca de la sien. El frío adormecía el dolor, pero había sentido la sangre resbalando sobre un ojo. Intentó darse un impulso para subir el pequeño desnivel y encontrar la tierra firme. Luego podría correr y ocultarse. Pero sus fuerzas no se lo permitían. La desesperación fue en aumento. Tan cerca de la salvación y tan lejos de poder alcanzarla. Al fin, con un esfuerzo supremo, logró salir. Era incapaz de levantarse.
Oyó voces lejanas. Y ladridos. ¿Zar? ¿Cara? No se hacía ilusiones. Sus perros estaban demasiado consentidos y mimados para entender que tenían que rescatar a alguien, aunque fuera su muy querida ama. No habían cazado en su vida y nadie les había explicado que su olfato podía servir para algo más que para detectar la exquisita comida que preparaba Amparo. Con el oído apoyado en tierra, escuchó el retumbar de pasos. Su cuerpo se paralizó de terror. Era él. Había vuelto a completar su obra. No podría huir.
Contuvo un gemido. Un vómito ácido mezclado con agua sucia pugnaba por salir de su garganta. Con gran esfuerzo logró taparse la boca con la mano. El frío, tan espantoso, multiplicaba los temblores, con castañeteo de dientes y gemidos cada vez más tenues. Pensó en rendirse, en gritar para que acabara con su vida de una vez por todas.
Bruno. Solo Bruno, su amor, la calidez de su cuerpo, las miradas ardientes de sus ojos de poeta, la obligaba a mantenerse firme. Buscó el bolsillo con la otra mano. Palpó el abrecartas. Lo sacó y lo retuvo cerca de su pecho.
Esperó. La muerte llegaría dentro de poco. No podría resistir mucho más tiempo. Un dulce sopor la iba adormeciendo. Se estaba bien así.
Le pareció oír su nombre. Muy lejos. Vio el reflejo de unas luces entre los troncos de los árboles. En su desesperación creyó encontrarse a las puertas del Paraíso. Eran sus pobres loquitos. Salían a recibirla. Intentó decirles que estaba allí, que no se marcharan sin ella.
Nunca supo si llegó a hablar en voz alta.
Bruno salió con uno de los grupos. No hablaba, no pensaba. Ni siquiera consideraba la posibilidad de regresar aunque fuera unos instantes para calentar su cuerpo con café.
Era un autómata obsesivo, incapaz de detenerse por nada.
Llegó al lugar del río donde Cristina solía pasear, donde él la había visto por primera vez, confundiéndola con una extraña criatura de los bosques. Le daba la sensación de que había pasado un siglo desde entonces. Él había cambiado. Por el camino había desaparecido el joven rico, un tanto despreocupado en sus afectos, cuya vida se centraba en el trabajo y la diversión de los paseos en moto, para convertirse en el hombre que ahora era. Más entero, más maduro, más consciente de las vueltas y revueltas que da la vida y transforman la existencia humana, capaz de llevar con serenidad las responsabilidades que su amor por ella le imponían.
Ordenó con voz gélida que iluminaran las aguas con los potentes focos. Por un instante la luz convirtió el lugar en el cuadro estático de una naturaleza muerta. El dolor le traspasó como una flecha. Estuvo a punto de derrumbarse. Hasta ese momento había mantenido la secreta esperanza de encontrarla allí. Pero allí era imposible sobrevivir.
Aun así no quiso rendirse.
Se alejó de la orilla, siguiendo la senda, en dirección a la carretera general, por donde él había entrado aquella primera vez.
—Vamos, Bruno, no está. Si la ha arrastrado el río, habrá que ir un poco más abajo.
Daniel hablaba con voz gangosa, intentando contener las lágrimas. Bruno respondió con amargura.
—No. Tengo que encontrarla. Sé que está aquí. Es donde empezó todo. Yuste descubrió huellas en la roca. Yo mismo lo comprobé. La vigilaba desde lo alto. Se sentaba y observaba. Y nosotros sin enterarnos.
—¿Cómo íbamos a saberlo?
—Si me hubiera parado a pensar un poco con detenimiento… Subí hace unos días. Desde allí se ve el pueblo, la propiedad y esta senda. Siempre estuvo aquí.
Cristina estaba allí, en alguna parte. Aquel era un lugar que ese sujeto infame conocía bien. Lejos de miradas ajenas. Iba a levantar cada piedra del río, mirar bajo cada árbol hasta encontrarla. Oyó el ladrido excitado de Zar. Alguien con mucha imaginación había llevado a los dos animales, pensando que podrían ayudar. Solo entorpecían. Estaban nerviosos, sin entender lo que se pretendía de ellos.
El desánimo empezaba a hacer mella. La gente era consciente de que nadie sobreviviría a una noche como aquella, máxime si había caído al río. La joven era demasiado delicada, no resistiría mucho.
La gente inició el regreso. Bruno permaneció quieto, con la mirada perdida en el mismo sitio en el que un rato antes había estado el asesino. Una fuerza poderosa le anclaba a aquel lugar. Recordó la leyenda de la joven suicida que le había contado Cristina. Se preguntó si aquel incidente habría ocurrido en una noche tan fría. Si los vecinos también habían salido a buscarla, o si murió sola, abandonada por todos. Pero Cristina no iba a morir. Él iba a encontrarla. Y después la encerraría de por vida en la Torre de Olabide, con guardias a la puerta, para que aquel desalmado no pudiera volver a acercarse a ella. La mano de Daniel Cortés tirando de su brazo le hizo volver a la realidad.
—No está —dijo el veterinario con dulzura.
Se dejó conducir con docilidad por la mano amiga. Puso un pie detrás de otro, con la cabeza vuelta hacia atrás, negándose a aceptar lo inevitable.
—¡Aquí! ¡Aquí!
El grito resonó como un pistoletazo en el silencio del bosque. Contenía alegría exultante, llanto. Todos se quedaron paralizados.
A Bruno le pareció que la voz provenía de muy lejos. Su mente y su cuerpo parecieron disociarse. Por un instante creyó que se iba a dejar vencer por el pánico. No sabía en qué condiciones iba a encontrarla. Después echó a correr, empujando a su paso a unos y a otros. La sangre de todo su cuerpo se concentró en la cabeza, le ardían las mejillas. Se detuvo ante la mujer amada, tumbada en el suelo.
Desde su altura contempló su palidez cadavérica, los labios morados, la sien abierta, los ojos cerrados, la quietud de sus miembros… Un grito agónico se escapó de su garganta. No, no estaba muerta. Solo dormida. Cansada por el esfuerzo. Se arrodilló junto a ella y la abrazó llorando y gritando su nombre, acunándola en sus brazos, insuflándole el aliento de vida. La besó en los labios y le pareció que estaban demasiado fríos, inertes. Cogió una manta que le tendían. La envolvió en ella y volvió a apretarla contra su pecho. Alguien intentó retirarlo. Dio un codazo. Volvió a gritar de dolor. Tenía la garganta al rojo vivo. Levantó la cabeza para contemplarla en aquel sueño de muerte. Las pestañas de Cristina aletearon con la levedad del vuelo de una libélula. Tuvieron que arrancarle de su lado. Lloraba con la misma compunción que un niño chico.
Daniel se acercó. La examinó de la misma manera minuciosa que a cualquier cachorro.
—Vive —pudo decir con el corazón encogido.
No comentó que no podía hacer balance de los daños sufridos. Estaba herida. Había pasado mucho rato a la intemperie, empapada. El hálito de vida era tan suave que parecía escapársele definitivamente por la boca.