CAPÍTULO
23

De Bruno Elorza decían sus amigos que era un hombre optimista, fiel a los suyos, generoso y muy tenaz cuando quería conseguir algo. Sus clientes y competidores opinaban que era trabajador, cumplidor y honesto, pero duro en los tratos. Lo que nadie podría afirmar es que fuera un romántico o un sentimental. Así que cualquiera se hubiera sorprendido al verlo sentado ante los planos de su hotel, contemplando el vacío con expresión soñadora y una sonrisa tierna en su rostro afilado.

Llevaba allí toda la mañana dándole vueltas a un problema de la cubierta del edificio, pero la mayor parte de las horas se las había pasado contemplando el vacío, soñando con la mujer amada. Aún no podía creer en su suerte.

Cristina había cambiado y el amor era el bendito artífice de esa transformación. Ya no era la mujer esquiva, de sonrisa fría y mirada triste que él había conocido apenas unos meses antes. Ahora su sonrisa permanente la embellecía, si cabe, aún más. Sus ojos estaban llenos de vida, cargados con deliciosas chispas de humor. Él pensaba en ella a todas horas y le constaba que ella pensaba igual en él. Vivían en su propio mundo, disfrutando de la mutua pasión que se escapaba a raudales cuando estaban solos.

El timbre del teléfono cortó de golpe sus ensoñaciones y le hizo regresar con un parpadeo a la dura realidad. Era Juanjo Corbelle. No saludó siquiera. Debía de tener prisa, como de costumbre, y soltó de golpe su discurso como si arrancara la moto en la parrilla de salida de un circuito.

—Insisto, ¿Cristina tiene parientes? Tienes que comprobarlo. No hablo de familiares cercanos, sino de cualquiera, de un tío segundo, primero, tercero, yo qué sé. Cualquiera vale. ¿Habéis revisado los papeluchos de la casa como os dije? ¿No? Pues ¿a qué coño esperáis? Os mandaré el libro de registro del hotel.

—¿Por qué estás empeñado en encontrar algún pariente? ¿Y si es uno de esos chiflados que se obsesionan por una mujer?

—Tú déjame a mí el tema del obseso. Necesito saber lo que te he preguntado. Si Cristina muere, sus parientes serán los que se beneficien. Así de clarito te lo pongo.

—Pero es que…

—Mira, Bruno, sé que no te gusta lo que te digo, pero es lo que hay. Voy a serte franco. No me gusta esto. Ese individuo va estrechando el cerco. Está impacientándose.

—Ha tenido oportunidades hasta ahora que no ha aprovechado. A lo mejor solo está metiéndole el susto en el cuerpo.

—De a lo mejor, nada. Sin duda es un retorcido. Ha estado jugando y divirtiéndose un poco, saboreando lo que considera que será su triunfo. Tal vez necesitaba sentirse bien protegido antes de actuar. Pero ha empezado a dar ya los primeros pasos. Para nosotros es mejor su impaciencia. Cometerá errores. Ya los ha cometido. Que se impaciente es bueno, pero tampoco nos garantiza nada, a veces se llega demasiado tarde. ¿Lo comprendes?

Claro que lo comprendía. Había visto películas y leído novelas policíacas y periódicos, y sabía que a veces la policía llegaba tarde. Habían empezado a revisar la multitud de documentos que había guardados en cajas, y descubierto algunos insospechados legajos antiguos. Pasaron tardes enteras separando los correspondientes al siglo XX, pero aún no habían empezado a leerlos con detenimiento. Incluso echó un primer vistazo a la famosa Historia de los Olabide y su inclusión en la comarca escrita por el abuelo Andrés. No quería decirle nada a Cristina para no ofender su memoria, pero eran páginas largas, tediosas, prolijas en descripciones de tierras, cultivos y artes agrícolas. Una pesadez.

—Hablamos siempre de un hombre… ¿y si es una mujer?

A Corbelle, en su impaciencia, no le gustó el cambio de enfoque de Elorza. Solo le faltaba introducir una nueva duda. Estaba cansado y el asunto de Cristina le enervaba.

—Puede ser, aunque no es probable. Estoy seguro de que la mujer muerta guarda relación con el caso de Cristina. Las puñaladas fueron propinadas por alguien muy fuerte. Lo mismo que los golpes que recibió el perro…

—Zar —le interrumpió Bruno.

—Sí, eso, Zar. No es probable que una mujer pudiera hacerlo. Y aun a riesgo de parecer machista, el asunto de los coches me lleva a pensar más en un hombre. Consígueme lo que te he pedido. No dejaremos nada al azar.

Bruno se quedó con el teléfono mudo en sus manos. La sensación de angustia era cada vez mayor. Había detectado el nerviosismo del policía. Al igual que él, mucho se temía que el tiempo se estuviera acabando. Y en su corazón latía la intuición de que algo terrible iba a pasar pronto. Estuvo a punto de volver a marcar. No le había hablado del «pariente perdido en la niebla del olvido». ¿Por qué cojones un tío desaparece para siempre? Dejó atrás familia, amigos, herencia. Iba a indagar hasta el fondo sobre él. Necesitaba saberlo todo. Después le comunicaría a Corbelle sus descubrimientos.

No le contó a Cristina la conversación mantenida con el inspector. Preocuparla de manera innecesaria no tenía sentido, y menos ahora que se ajustaba a las normas dadas. No salía sola a ninguna parte. Y eso también le estaba pasando factura. Había días que se la notaba irascible, tensa.

Fue al día siguiente de la conversación telefónica cuando vislumbró el primer rayo de esperanza.

Entró en la cocina para mendigar su café. Ese día Amparo había hecho un bizcocho de manzana para aprovechar las que habían quedado de la cosecha, guardadas durante ese tiempo en el sótano. Bruno se relamía de gusto al pensar en el pastel. El aroma de la mezcla de azúcar, canela y mantequilla había subido hasta su estudio, y se había quedado allí, provocándole un apetito desesperado. En algún momento del día tendría que salir a cabalgar, hacer ejercicio, dar un largo paseo. Si seguía comiendo cual buitre y hacía vida sedentaria, se iba a convertir en un botijo.

Amparo estaba de pie ante los fogones, atenta a la comida del día. En el puesto que él ocupaba le esperaba su servicio, y en un plato, un buen trozo de bizcocho aún templado. Se había creado entre ellos una camaradería y un cariño fuera de toda duda. La rutina era siempre la misma, Amparo hablaba sin parar, y él escuchaba mientras se ponía ciego de dulces. A veces, preocupado por sus asuntos, oía el parloteo lejano de la mujer con la mente en otra parte, sin atender a lo que decía, asintiendo de cuando en cuando con la cabeza o con un gruñido.

Amparo, sin imaginarlo abstraído, continuaba con su incesante charla. Fue una palabra cogida al azar lo que le llamó la atención y despertó su alarma.

—Amparo, ¿qué has dicho?

La mujer se volvió hacia él con el cuchillo de trinchar en la mano y cara de sorpresa. No estaba acostumbrada a que Bruno interrumpiera sus divagaciones.

—Que ya le dije a la niña que si su abuelo no se hubiera quedado solo, sin su hermano, nunca hubiera vendido las tierras y tú no hubieras podido comprarlas.

—¿Conociste a Julián Olabide?

—Pues no. Ellos eran mayores. Yo entré a servir en la casa en el año cincuenta y seis, recién cumplidos los diecisiete, para cuidar a Andresito, el niño, el padre de Cristina, que tenía entonces cuatro. De chiquilla oía comentar que el señor siempre tuvo por aquí buenos amigos. Era muy respetado. Pero se decía que don Julián era más señoritingo, y no tenía reparos en echar mano de las mozas que se le ponían delante.

Elorza tendía a impacientarse cuando le soltaban demasiados «rollos», como él decía. Con Amparo había aprendido a desarrollar la flema de un lord inglés si quería enterarse de algo. Así, las divagaciones de la mujer siempre le llevaban a buen puerto.

—Vaya, así que le gustaban las mujeres.

—Eran su gran vicio. Según se contaba, su padre no pudo hacer nada bueno de él. Lo mandó fuera. A estudiar, a Madrid… Quería que los dos tuvieran carrera.

—Me parece que ahí te equivocas. Fue a París —aclaró con retintín.

—Pues claro que no me equivoco. Me vas a decir tú a mí lo que pasó. Don Julián era un auténtico tarambana. Menos mal que el primero que salió de la tripa fue el señor, don Andrés. Si no a estas horas ni tú ni yo estaríamos en la Torre de Olabide. Menudo era. Ya se lo habría gastado todo. Aunque, por lo que sé, los hermanos siempre estuvieron muy unidos.

Elorza dio un profundo suspiro. No entendía nada.

—Oye, Amparo, ¿qué te parece si dejas eso, te sientas conmigo y me cuentas esa curiosa historia de la familia?

Amparo lo miró con resignación. Cuando Bruno usaba ese tono tan seductor, ella era incapaz de negarse. Con todo lo que tenía que hacer. Pero, bueno. A lo mejor les venía bien para descubrir algo sobre ese loco que andaba por ahí suelto. No imaginaba en qué podía ayudar, porque ambos hermanos llevaban un montón de años criando malvas.

Se aclaró las manos bajo el chorro del agua. Con el paño agarrado para secárselas, se sentó a la mesa con la formalidad habitual.

—A ver, doña Julia, mi señora, me contaba cosas de los dos Olabide. Lo hacía de mayor, no creas, que antes no decía ni mu. Pero cuando murió el señor, la pobrecica se sentía muy sola. Con alguien tenía que hablar. Le gustaban las historias de gemelos. Ella también tuvo, pero uno se le murió al nacer. Quedó solo el padre de Cristina. Y así salió de mimado…

Por un instante, Bruno pensó en si ellos tendrían también mellizos algún día. Le atraía la idea. Dos en un lote. Aunque mejor haría en callarse. Cristina le tiraría de los pelos ante tal sugerencia. Ese tema aún era tabú.

—No tenía ni idea. ¿Y de Julián que me cuentas?

—Pues qué te voy a contar… que era un vividor y un tunante. Eso sí, guapo, mucho. El viejo Olabide y mi señor sufrieron lo indecible. Sí, sí, no me discutas. Fue a Madrid a estudiar para médico. Se gastó los cuartos de su padre jugando a las cartas. Y en mujeres. —Tenía el rostro cada vez más encendido, entusiasmada por poder contar todo aquello—. Su padre se enfadó mucho, así que se lo trajo de vuelta. Lo tenía bien sujeto por la rienda. Amenazó con escaparse para que no volvieran a saber nada de él. Y su padre, a mal a mal, lo mandó a París con su hermano, para que lo cuidara y no le dejara meterse en líos. Don Andrés ya vivía allí. Estudiaba francés, pero lo dejó todo por la pintura. Se relacionaba con lo mejor de lo mejor. Hasta con el Dalí ese tan famoso.

—Ya… y después. ¿Por qué no volvió?

—Pues… ahí sí que me coges. Yo creo que se murió. Pero después, mucho después de que el señor volviera al pueblo. Tuvo que ocuparse de la hacienda y de la casa, porque su padre falleció de repente. Del otro nunca se supo nada. Mi señora decía que se había metido en un lío gordo, un delito de sangre, creo. Que había estado implicado… no puedo decirte más. Nunca me lo explicaron. No sé si doña Julia lo sabía o no. Se le escapó un día que lo que había pasado mató a su suegro. El viejo Olabide era un hombre de honor y no pudo con aquello. Debió de ser muy grave.

A pesar de la información confusa de Amparo, Elorza se fue haciendo una vaga idea del pasado familiar. Parte de él seguía envuelto en el misterio. Aunque se reafirmaba una posibilidad que estaba en la mente de todos.

—Así que puede haber parientes de Cristina en algún lado.

Hizo la reflexión en voz alta más para sí que para Amparo.

—¡Qué va! Para mí que alguno le dio matarife. Nunca regresó.

—Pero eso no quiere decir que no montara la tienda en otro lado del charco, ¿verdad? Por aquellos años, con la expansión del fascismo en Europa, justo antes de la guerra mundial, mucha gente se largó a América.

—¿Y para qué se iba a ir tan lejos si tenía aquí su casa y a su hermano? El señor lo quería. Lo habría protegido, le habría dado todo lo que necesitara.

—Es que, ¿sabes Amparo?, a lo mejor no pudo. Es probable que cometiera un delito tan grave que nunca se atrevió a volver con su familia. Podía incluso estar avergonzado de sus actos. Quién sabe.

La mujer lo miró con cara de duda. Por lo que ella sabía, que no era mucho, el gemelo Olabide no sabía lo que era la vergüenza ni aunque la viera escrita. Era un pájaro de cuenta que por fortuna era el segundón y no había podido heredar el mayorazgo.

Bruno se despidió de Amparo y se dirigió al taller de Cristina. El corazón le latía con un golpeteo rítmico que parecía querer salírsele del pecho. ¿Cómo era posible que con todas las vueltas que le habían dado al asunto nunca hubieran hablado de esa historia? Cristina debía conocerla. Al menos una buena parte de ella. Tenía ganas de gritar, pero actuaría con guante de seda ante su amada. Mejor no empezar una discusión, si quería que le contara aquel lío familiar propio de una novela folletinesca. La joven era irracional en cuanto tenía que ver con su familia.

No pudo hablar con ella en toda la mañana. Estaba tan obsesionado con el tema que no se acordaba de que ese día Cristina se había ido muy temprano a Pamplona para reunirse con una clienta. La acompañaba Mari Cruz y el chico soldado, porque no podía ir sola, por supuesto. Se pasaría la mañana charlando con la propietaria de una elegante boutique de la capital, tomando café y viendo muestras. Su frustración no tenía límites. Se dijo que a última hora de la tarde la sentaría en el sofá del estudio para hablar muy en serio con ella. Después llamaría a Corbelle.