La cena con los Gaumont serenó los ánimos de ambos. Nathalie era una mujer alegre, cuyo único placer en la vida era hacer felices a los que la rodeaban. Para ella, Cristina era la hija adorada que nunca había podido tener. Su llegada y estancia en la casa suponía una fiesta. Ese día la presencia de Bruno Elorza era un motivo más de celebración. No se le había escapado la alegría que traslucía la voz de la joven cuando les había comunicado su visita y la de su acompañante. Y todo lo que veía en el hombre que ahora tenía ante sí le confirmaba que, además de ser muy atractivo, estaba loco por ella.
Como cada año, sobre la mesa se había colocado el resplandeciente mantel de hilo blanco, con la vajilla de porcelana de Limoges, adornada con pequeñas florecitas rosas y azules, y las copas de fino cristal.
—Este año también tendremos tu menú favorito. ¡Ay, Bruno! De niña ya se volvía loca por el foie. Todos los años nos obligaba a poner la misma cena. Así que ya ha quedado institucionalizada.
Ella rio a carcajadas por primera vez en todo el día, haciendo un ostentoso gesto como de relamerse. Esa noche habría sopa de pescado, con la rouille y las tostadas de baguette, foie fresco a la plancha con salsa de ciruelas, algún pescado y tarta Tatín, todo regado con algún excelente Medoc de la bodega de Pierre. Todo muy francés, todo muy conocido por ella.
Al principio, los Gaumont la notaron tensa. Lo achacaron al hecho de que era la primera vez que Bruno entraba en esa casa. En el fondo, la chica era tímida. El hecho de que les hubiera presentado a son petit ami sugería que la relación entre ambos era bastante seria. Poco a poco comprobaron que se iba relajando hasta actuar con la naturalidad acostumbrada. Mostró el cariño que les tenía. Habló acerca de sus éxitos profesionales, de Amparo, cada vez más anciana y más dura. Bromeó con Bruno ante la posibilidad de que ese hotel que él construía la arruinara para siempre. Él, por su parte, le siguió las chanzas con comentarios agudos y jocosos.
Nathalie se emocionaba al verla allí, convertida en una hermosa y elegante mujer, con los ojos brillantes y la sonrisa cálida en los labios. Consideraba con orgullo que Cristina llevaba una parte de ella, no en sus genes, sino en su personalidad. Poco sabía ella del esfuerzo de contención que los dos estaban haciendo. Esa era una noche para disfrutar, nada debía empañarla. Sin embargo, las palabras de Corbelle, instándolos a investigar sobre el pasado de la familia Olabide, inquietaban a Bruno. La hora del café, con una copa del magnífico cognac Martell en la mano, la de los grandes negocios, le pareció adecuada para iniciar su pequeña investigación.
—Nathalie, tú conociste bien a los abuelos españoles de Cristina… —Bruno se atrevió a tutearla después de que la mujer insistiera en ello varias veces.
—Pues claro. Julia y yo nos llevábamos muy bien. Para mí era casi una madre. Pierre siempre ha cerrado en agosto. Tenemos una pequeña roulotte. Con ella nos hemos recorrido media Europa. A veces Cristina nos acompañaba. Así conoció París. Siempre reservábamos unos días para estar en la Torre de Olabide.
—Aún me acuerdo de cuando íbamos a tomar vinos con Andrés y Marianito. Fueron buenos tiempos. Mon Dieu!
—He ocupado tu puesto, Pierre. Ahora soy yo quien se va de vinos con él, y con su hijo Gabriel, el cabo, que acaba de regresar de una de sus misiones. Por lo que me ha contado, el abuelo Andrés era muy hablador. Le encantaba investigar sobre la relación de su familia con el pueblo.
—Ni te lo imaginas. Estaba escribiendo una historia completa de la comarca, desde los primeros habitantes de la zona. No pudo terminarla. Era demasiado ambicioso. Debió de quedarse allá por los años sesenta. Estaba muy ocupado, con las tierras, las rentas… Un hombre de otra época, escritor, músico, fotógrafo y un buen gestor de sus propiedades. Hay cuadros de él, de cuando era muy joven, colgados en la casa. Después nunca más volvió a pintar. Y era además un hombre con ideas progresistas.
—Es cierto. Un par de cuadros de esos están colgados en el despacho. Son vistas de París. Mi abuelo decidió dividir el terreno heredado, y hacer lotes para que los compraran los del pueblo. Así evitó que se despoblara la zona.
—Mucha carga para un hombre solo, ¿verdad? Qué pena que no hubiera tenido un hermano para que le ayudara. Podría haberse encargado de la parte económica y él dedicarse por entero a cultivar su vena artística. Me gustaría leer algo de él.
—¡Ah, Bruno! Lo tuvo. Tuvo un hermano.
Miró desconcertado a Nathalie.
—¿Un hermano?
—Sí, un hermano. Lo perdió muy joven.
—¿Se murió?
Cristina soltó una exclamación que era mitad risa mitad exabrupto.
—No, no y no. Me niego a volver a la vieja historia de mi familia. He pasado media vida oyéndola. Era la obsesión de mi abuelo.
—Al menos es lo que todos suponen, que murió —aclaró Nathalie, sin hacer caso a la joven—. Andrés y su hermano se marcharon a París allá por los años treinta. Un buen día, Julián, que era su gemelo, desapareció para siempre. Sin dejar rastro. Según Julia, que fue quien me contó esa historia, era un tarambana, jugador, mujeriego.
—¡Vaya una joya!
—Pues sí. Un dechado de virtudes que trastocó la existencia de Andrés para siempre. Nunca volvió a ser el mismo. Yo creo que por eso dejó de pintar. Vivió angustiado por el destino de su hermano.
—¿Y no se volvió a saber nada de él?
—Pues no lo sé, me parece que no. Julia y yo hablábamos mucho, sobre todo durante su enfermedad, pero… Algo me contó, pero no recuerdo qué. Ella parloteaba sin parar, y yo, a veces, debo confesarlo, la oía como quien oye llover.
—No tenía ni idea. ¿Por qué no me lo dijiste? Esta misma tarde te he preguntado si había algún pariente tuyo vivo. —El tono de voz de Bruno sonaba áspero, molesto.
Los Gaumont se sorprendieron al escuchar ese tono en un hombre tan afable y delicado como él. Y aún lo hicieron más con la respuesta rápida, cortante, de Cristina.
—Muerto, Bruno. Y aunque sea ya un chiste muy manido, te lo repito en dos palabras «muer-to».
—Muerto, no. Desaparecido. Es distinto.
—Sí, igual que Chuck Norris. En combate. No me vengas con tonterías. Si no hubiera muerto, ¿crees que hubiera vagabundeado por el mundo hasta hoy? Y ahora, de repente, viejo y achacoso vuelve para atacarme.
Se mordió la lengua en cuanto lo dijo.
—¿Atacarte? ¿Qué quieres decir? —Las dos voces asustadas sonaron al unísono con un inconfundible acento francés.
Bruno decidió por ella. Estaba bien que no quisiese angustiar a los abuelos, pero Nathalie y Pierre debían conocer la situación. Les habló largo y tendido. Narró los pormenores de la historia de manera sencilla, sin exageraciones ni truculencias. El matrimonio miraba a uno y otro, anonadados ambos, con los rostros compungidos.
—Debes quedarte aquí con nosotros, ma petite. Yo te cuidaré. Lo haremos los dos.
—No, maman. Debo regresar. No voy a permitir que ningún chiflado me saque de mi propia casa. Tendré cuidado. Bruno es mi guardián. Me vigila a todas horas. No cometeré la estupidez de pasear sola. Allí estaré protegida.
—¿Y si entra en la casa?
—No lo hará —respondió Bruno con fiereza—. Cristina tiene razón. Debemos regresar. No sé por qué, pero tengo la sensación de que en la Torre de Olabide está la clave de todo esto.
Se despidieron al cabo de un rato, prometiendo volver pronto y asegurándoles que tendrían el máximo cuidado.
No quisieron dormir en la casa de los Gaumont, por más que estos insistieron. Bruno quería pasar la noche con ella. No había nada que lo compensara de no poder ver los cambios que se operaban en el rostro de su amada antes, durante y después de una de sus largas sesiones de amor carnal. En los ojos de Cristina aparecía siempre una luz intensa, brillante de placer, mezclada con cierta perversa picardía. Su piel se teñía de arriba abajo de un suave tono sonrosado, idéntico al de una rosa de té. Le encantaba el olor de ella, una mezcla de colonia floral, pura inocencia, y sudor limpio, de mujer en celo. Llevaba un montón de noches sin sentir su piel desnuda contra la suya.
Salieron de Biarritz por la autopista A-63 en dirección a Hendaya y la frontera española. Al cabo de unos kilómetros, Bruno tomó la desviación a San Juan de Luz. Cristina lo miró intrigada. Aunque solo eran las diez de la noche, no se imaginaba qué podían hacer en ese pueblito tan turístico. A esas horas, y en esa época del año, casi todos los establecimientos estarían cerrados.
Bruno le devolvió la mirada, llena de pasión.
—Ahora te quiero para mí solo, sin compartirte con nadie. Llevo demasiados días sin ti. He hecho una reserva para un par de días.
Cristina se ruborizó al sentir el deseo que se ocultaba tras sus palabras. Ella también lo quería a su lado, esa noche más que nunca, y se alegró de que él hubiera pensado en ello.
—¿Y el trabajo?
—Será un pequeño descanso. Solos tú y yo. Dijiste que podías ausentarte unos días, así que yo también podré.
Fueron conducidos a la coqueta habitación de un hotelito de playa, situado a las afueras de la villa.
En cuanto se cerró la puerta, Bruno intentó acogerla entre sus brazos. Se había comportado durante todo el día como un caballero en presencia de la familia de Cristina, pero ya se había cansado de serlo. Ahora era el momento de dejar libertad al instinto y la fantasía. Y aquel lecho, con un cobertor tan inocente, lleno de florecillas, bien podía ser el lugar ideal para hacerlo.
Pero Cristina le detuvo con la palma de la mano abierta, desde una distancia prudencial, para que no pudiera tocarla todavía. Se quitó los zapatos de manera brusca, lanzándolos sin ni siquiera fijarse dónde caían. Se contorsionó hasta lograr bajar la cremallera posterior del ajustado vestido, tan sexy, de encaje beis rosado, pura imitación de uno de Céline, el único decente de su armario, que se había comprado para la cena.
La mujer que apareció ante él le cortó el aliento. Llevaba un culote de raso y encaje y unas medias que se adherían a la parte superior de sus piernas, con una banda de pequeños adornos transparentes, todo en negro. Sus pechos firmes, libres de trabas, con los pezones enhiestos, parecían estar preparados para su boca.
Pudo acercarse al fin, sin mostrar la desesperación que sentía por poseerla. Temblaba de pies a cabeza de pura necesidad de devorarla.
Con manos expertas fue palpando cada partícula de su piel, desde el cuello al vientre, soslayando aquellas cumbres por las que tan subyugado estaba. La fue conduciendo por la habitación hasta apoyarla de espaldas a la pared. Bruno clavó una rodilla en el suelo ante ella y flexionó la otra. Levantó uno de sus pies, lo retuvo entre sus manos y se agachó para besarlo. Lo colocó sobre su muslo y con un cuidado que enervaba fue bajando la media hasta dejarla recogida sobre el tobillo. Hizo lo mismo con la otra media, pero esta vez dejó su pierna colocada sobre la de él. Retiró hacia un lado la pernera de su prenda íntima, para descubrir la magia que escondía el interior, e inclinó la cabeza sobre el sexo de la hembra en celo. Cristina estaba ya húmeda y preparada. Bruno fue dando suaves e imparables lametones. La sujetó fuerte por las caderas cuando sintió los movimientos del orgasmo. Pero no se detuvo entonces, continuó implacable, chupando, devorando su clítoris, saboreando el elixir de su feminidad.
Cristina sintió que estallaba. Ella, de ordinario tan precavida, ese día había mostrado su cara más desvergonzada, lasciva, deseosa de volverle loco, de verle perder el sentido por ella. Fue una reafirmación de la vida, que en ese momento, con la mente perdida en el placer, no estaba para analizar en profundidad.
Él se levantó de golpe y Cristina lo miró sorprendida. Había fiereza y determinación en el rostro varonil. Un fuego de pasión brillaba en sus ojos. Se rio feliz al sentirse transportada en sus brazos. Hubo un instante de magia cuando él la tumbó sobre la cama y se quedó allí de pie, vestido, observando su desnudez. Ella estiró el brazo en un intento de tocarlo, de acercarlo, pero Bruno tenía pensado algo diferente.
—Desnúdate —dijo con voz ronca.
El cuerpo de la mujer, brillante satén rosado, era un verdadero regalo para los sentidos. Él actuó con calma. Se soltó el cinturón y, con manos temblorosas de deseo, se bajó la cremallera con obligada lentitud. El pene saltó gozoso, duro, latiendo de ansia. Se tumbó sobre ella, apoyado sobre los codos, sin dejar de observarla, cautivado por los cambios que se producían en su rostro, por la profundidad de su mirada. La acarició con reverencia, primero el óvalo de la cara, después los labios, el cuello. Las manos de ella se detuvieron en su pecho durante apenas un instante, para recorrer los costados, produciendo a su paso una ardiente sensación en su piel. Siguieron un recorrido descendente, hasta entretenerse y juguetear con el oscuro vello de la entrepierna. Y él soltó una exclamación y sujetó las manos de la mujer. Si lo tocaba, todo se acabaría antes de empezar. Le separó las piernas con la rodilla, y apartó la culote hacia un lado. El miembro viril jugueteó en la entrada de la vagina. Las manos de ella abrazaron su espalda, atrayéndolo un poco más hacia su pecho. Necesitaba fundirse con él, sentir los latidos de aquel corazón retumbando sobre el suyo. Sus piernas envolvieron la cintura de Bruno como una cinta de seda. Él entró con una rápida acometida y ambos iniciaron el acto sexual a un ritmo apresurado, hasta que alcanzaron el tan deseado final. Exhaustos, se besaron y abrazaron enloquecidos. Nada podía menguar el ardor que sentían.
Bruno la retuvo entre los brazos. Sus cuerpos, calientes y sudorosos, estaban encajados, como si hubieran sido hechos el uno para el otro. La amaba con una intensidad que dolía. Jamás había sentido por nadie esa mezcla de poderoso deseo, de amor, de conexión y de enojo por su complicado carácter; nunca había suplicado al tiempo que se detuviera en un preciso instante. Ese mismo en el que ambos se habían fundido en su solo ser, colmados, satisfechos. Esas sensaciones y deseos tal vez le hubieran asustado en otro momento y con otra mujer. Pero no con Cristina. Aunque ella aún no lo supiera, él era suyo, y ella era de él. Se pertenecían. Nada podría cambiar esa verdad absoluta.
Cristina solo estaría segura a su lado. La protegería con su propia vida. Era el aire que respiraba, la luz que le guiaba cada día, y no estaba dispuesto a perderla.
Se levantó, se desvistió y, haciéndola rodar de un lado a otro entre risas, logró abrir la cama. Con sumo cariño, la ayudó a introducirse entre las sábanas de algodón, se colocó a su lado y la tomó entre sus brazos. Contempló con la escasa luz de la lamparilla de noche sus mejillas arreboladas, sus ojos brillantes, su melena trigueña esparcida sobre la almohada, y volvió a crecer, imparable, su deseo por ella. Nunca imaginó que se pudiera enamorar así de alguien, con ese ímpetu y esa pasión que ocultaban cualquier otra necesidad de su cuerpo. Ella también sintió crecer de nuevo el deseo y se arrimó, desvergonzadamente coqueta, pidiendo más, sintiendo que la cópula anterior no había sido suficiente para calmar la necesidad que ambos tenían.
—Soy un bruto. Necesitas descansar, amor, y yo te someto a semejante juego.
Cristina no se mostró recatada precisamente. Ese día podía haber perdido la vida y se dio cuenta de que esta era demasiado valiosa para no aprovechar cada instante de felicidad que se le ofreciera. Se removió entre los brazos que la sujetaban tan fuerte como la amarra que sujeta un barco al muelle, y acarició con la mano libre el rostro amado. Con las yemas de los dedos repasó las cejas, la órbita de los ojos, los labios gruesos, el perfil de la cara, el mentón, con el tacto áspero de la barba del día, tan indómita.
—Bruno, creo que me he enamorado de ti.
Las palabras se le escaparon sin querer. ¡Tanto tiempo conteniéndolas! ¡Tanto tiempo disimulándolas entre los suspiros de amor que se le escapaban en los momentos de pasión! Era como si una fuerza externa a ella, siempre tan precavida, la hubiera impulsado a confesarle su amor en ese preciso instante. Se quedó rígida entre sus brazos al comprobar que él no respondía. No se atrevió a levantar la vista y mirarle a los ojos. De ninguna manera quería ver en ellos azoramiento. O rechazo. Casi se echó a llorar, arrepentida de aquel impulso irreflexivo. Pero Bruno había dicho muchas veces que estaba allí para quedarse. Esa frase era el remate de sus absurdas discusiones. Notaba en cada gesto, en cada mirada, la atracción que despertaba en él. Su delicadeza al tratarla, la paciencia, el ansia poderosa con la que hacían el amor así lo indicaba. Sin embargo, Bruno jamás había declarado a viva voz su amor por ella. Una cosa era soltar la palabra «amor» como vocablo carente de significado real, sustituto del nombre propio, «pásame el vaso, amor», y otra muy distinta que se convirtiera en expresión de sentimiento, con toda la carga que ello conllevaba. Nunca le había hecho promesas, ni pedido algún tipo de compromiso. Se sobreentendía que su relación, esa pasión que los dominaba, duraría el tiempo de la construcción de su hotel.
Bruno se soltó del abrazo. Se incorporó de medio lado, apoyado sobre un codo, y la instó a alzar el rostro y mirarlo. La contemplaba con tal gesto de incredulidad que a ella le hubiera hecho reír si no se sintiera tan violenta por las palabras que acababa de pronunciar. Apartó, confusa, la vista de los ojos amados. La mano de él volvió a recorrer su rostro, siguiendo un trazado errático, de los labios al contorno de las cejas, de ahí a las profundas y azuladas ojeras de preocupación que ni el maquillaje había logrado tapar. Se sentía confusa, avergonzada. Una gota cayó sobre su rostro, después otra. Levantó la cabeza sorprendida. Los ojos de Bruno Elorza estaban inundados de lágrimas y su cara aparecía iluminada por la más hermosa de sus sonrisas.
No podía hablar. Ella no se daba cuenta de que con esas pocas palabras, dichas en un susurro, acababa de convertirlo en el ser más feliz del mundo. Con ellas lo había hecho poderoso, casi, casi inmortal, y su corazón reventaba de amor por ella.
—Te amo, Cristina. Dios mío, cómo te amo.
Su voz era intensa y profunda, y sus palabras sonaban nítidas en el silencio de la habitación, sin que pudiera haber ninguna duda de lo que expresaban. La cogió entre sus fuertes brazos y la apretó contra su pecho hasta que la oyó gemir, falta de respiración. Soltó una carcajada alegre, dichosa, y abrió un poco los brazos para que la pobre pudiera revolverse entre ellos. Se inclinó sobre su boca y la tomó con avaricia. Las lenguas se enlazaron. La de él se adentró en el interior de la cavidad bucal, repasando la cima de sus dientes, el interior todo, disfrutando de su sabor. La oyó gemir. Las yemas de sus dedos pasaron casi sin tocarla sobre su piel desnuda, amándolo. Era su mujer. Él no se había atrevido a confesarle su amor, pero ella, sin duda más valiente, había descubierto que tenían un futuro que compartir.
Se pasaron la noche haciendo planes. Discutieron, rieron, protestaron. Los besos y las manos se les escapaban cada poco, para confirmar la unión perfecta de sus necesidades y deseos más íntimos. Era tal la dicha que no notaban el sueño ni el cansancio. La angustia, el miedo y los malos momentos parecían haberse diluido. No importaba nada. Su amor los saciaba. Les convertía en seres invencibles.
—Voy a vivir contigo, Cris.
—Tu casa y tu trabajo están en Bilbao, Bruno, ¿vas a renunciar a ellos? Nos veremos los fines de semana.
—Voy a vivir en la torre. Nada me va a hacer cambiar de idea. Necesitaré una habitación más grande, porque tal vez tenga que contratar a una persona para que me ayude, y de vez en cuando iré a Bilbao. Solo necesito mi mesa, un buen ordenador y un coche. Y a fe que tengo las tres cosas. Puedo desplazarme a cualquier sitio. Simón llevará el estudio de maravilla, como lo está haciendo ahora.
—Tendrás que ir y venir demasiadas veces.
—No, no tantas. Lo solucionaré. En el fondo soy un chico de pueblo, de aldea, como mis abuelos. Me gusta mucho vivir allí, salir con Cruz y Daniel. Tomar vinos con los viejos. Iré solo cuando Simón me necesite.
Cristina calló. Lo amaba, pero ¿y si aquello no salía bien? Él decía que quería vivir en la Torre de Olabide, en el pueblo… ¿Y si se aburría?
No se dio cuenta de que había expresado sus dudas en voz alta hasta que oyó su respuesta.
—No me aburriré. Te amo. Me enamoré de ti desde el primer momento, cuando tú aún no te fiabas de mí.
—Recuerda que me mentiste.
—Para nada. Ya te lo he explicado, solo omití la verdad.
—Ahora se llama así. Tal vez deberías dedicarte a la política.
—Me voy a dedicar a cuidarte. Y eso es tarea para un diplomático de carrera. O para un líder mundial de mucho, mucho cuajo.
Ella le dio un codazo, y él respondió tomándola de nuevo entre sus brazos. Hablaba, la abrazaba y la besaba al mismo tiempo, lleno de felicidad. Todos los conflictos pequeños y grandes que se presentaran los solucionaría. Ella merecía todos los esfuerzos que pudiera hacer. Era el regalo más precioso que le había dado la vida y pensaba cuidarlo. La acunó entre sus brazos y la besó con ternura en la frente.
—Duerme, amor. Necesitas descansar.
Cristina sintió un último beso en su pecho desnudo. Bruno se quedó observándola. Oyó su respiración acompasada. Apagó la luz revolviéndose en la cama como pudo para no despertarla y apoyó la mejilla sobre su pelo. Creía que esa noche no podría conciliar el sueño, pero al poco se sintió invadido por una suave modorra y cayó en un profundo sopor.