CAPÍTULO
20

Desde el Plateau de L’Atalaye Cristina divisaba las largas playas de Biarritz, la perla del Atlántico.

Cuando era niña, el abuelo Bernard, antes de que ocurriera la tragedia que lo sumió en la desesperación de la que nunca se había recuperado, la llevaba a pasear hasta allí. Asomados a la barandilla, le contaba las vidas del emperador Napoleón III y de su esposa, la española Eugenia de Montijo. Fueron ellos quienes pusieron de moda a mediados del siglo diecinueve aquel pueblecito de pescadores del golfo de Gascogne, al convertirlo en estación termal y elegirlo como lugar de veraneo. Para ello mandaron construir un suntuoso palacio frente al mar, Villa Eugenia, hoy Hôtel du Palais.

Entonces ella, aún feliz en su mundo, soñaba con la vida de aquellos personajes de cuento de hadas. Años después, en el colegio, conoció la auténtica historia, nada romántica. La guerra contra Prusia puso fin al Segundo Imperio; Napoleón III cayó en desgracia y perdió aquel mundo de lujo y placer además de la corona, viéndose obligado a exiliarse a Inglaterra, donde murió. A veces la vida se mostraba tan implacable con los poderosos como con los demás.

Por esa pequeña ciudad que hoy veía a sus pies, le contaba su abuelo, pasearon príncipes, gentes del espectáculo y de la moda, jugadores profesionales que perdían y ganaban sus fortunas en el magnífico casino y todos aquellos seres de escasos recursos financieros que deseaban codearse con la elite de la sociedad europea del momento.

Apoyada sobre el murete del mirador, vislumbraba en primer término la arena dorada, oscura, de la Grand Plage, desnuda sin los alegres tenderetes de colores que se instalaban durante el verano para proteger del sol a los turistas y sus útiles de baño; un poco más allá, la playa de Miramar, solitaria entre rocas y acantilados poblados de cormoranes y otras aves marinas, y paralelos a ella la red de senderos que llevaban hasta el faro. En el paseo, las hermosas villas con jardín que hablaban del pasado esplendor de la zona. Y detrás, las edificaciones de la ciudad moderna.

A esa hora de la mañana el mar había adquirido un tono verde esmeralda coronado por el blanco de las olas que el viento del golfo de Gascogne levantaba al rozar la superficie del agua. El día era espléndido, uno de los más soleados y hermosos de noviembre. Muy distinto al de dieciséis años atrás, cuando la vida de Cristina había cambiado para siempre.

Allí de pie, mientras su cuerpo se empapaba del calor y del aire marino, recordó de nuevo la conversación con Bruno sobre su viaje, la víspera de la cena en casa de Mari Cruz.

Ella llevaba mucho tiempo intentando buscar las palabras adecuadas para explicárselo, sin encontrarlas. ¿Cómo hablarle de esa peregrinación a Biarritz todos los años y en la misma fecha, cumpliendo siempre el mismo protocolo? En el fondo subyacía su inseguridad y esa extraña desconfianza que la acosaba en los peores momentos. Temía que él no lo entendiese o que pudiera soltar algún comentario irónico sobre el hecho. Y eso a ella la rompería en pedazos. Aprovechó una noche para contárselo, mientras estaban tirados medio desnudos en el sofá del estudio, tapados con una manta de lana salida de sus propias manos, escuchando Am I forgiven?, de Rumer. Fue él quien le dio pie para entrar en el asunto.

—¿Pasa algo? Llevas unos días rara, demasiado callada.

No era una pregunta inocente. Después de los incidentes del bosque, Cristina parecía haber caído en una honda melancolía. Estaba taciturna. La notaba falta de vida, desganada. Ni siquiera se atrevió a reñirla por su imprudencia.

Intentó bromear.

—¿Me estás diciendo que suelo ser un loro parlanchín?

—No, eso solo lo eres a veces, y con Mari Cruz más que conmigo. Trato de decirte que me estás ocultando algo.

Tuvo la decencia de avergonzarse. Tenían que haber hablado.

—Me voy a Biarritz —soltó de sopetón.

Bruno la miró sorprendido. Su empresa estaba en plena producción, confeccionando prendas sin parar. Cristina no dejaba de protestar acerca del exceso de trabajo, e incluso había tenido que desechar algunos pedidos.

—¿Ahora? Pero… ¿No me has dicho que estás agobiada? Tienes miedo, ¿verdad, amor? Esa especie de cabrón acosador… cuando lo coja…

—No. No es por él. No me queda más remedio. Se cumplen dieciséis años de la muerte de mis padres. La abuela encarga una misa. Voy todos los años. Suelo pasar un día completo con Nathalie y Pierre. Celebramos también nuestro primer encuentro.

—¿Cuándo? —El tono de la pregunta fue seco.

—En un par de días. La misa es el veinte de noviembre, y el aniversario el veintidós. Son fechas macabras. También es el aniversario del asesinato del presidente Kennedy. Años antes, claro, desde luego hay días que no traen un recuerdo bueno.

Bruno no estaba para rememorar momentos estelares de la historia. Estaba herido. Cristina seguía sin querer meterle en su vida. Con ella siempre se encontraba de sopetón ante hechos consumados. Nunca hablaba antes con él, ni le consultaba, ni planeaban nada juntos. Notaba el nerviosismo de ella, sin parar de mover las manos delante de su cara. En otros momentos la hubiera tranquilizado, pero en ese instante quien necesitaba que lo calmaran era él.

—¿Y a qué esperabas para contármelo?

—Pensé que a lo mejor no lo entendías. Ha pasado mucho tiempo. Dieciséis años…

—No soy ningún cenutrio. Suelo comprender lo que se me cuenta. Y comprendo que quieras pasar el aniversario con tus abuelos. ¿Estarás en su casa?

—Un par de días solo. Después iré otro a casa de Nathalie y Pierre.

—Viven cerca, ¿no?

—A las afueras. El día que me encontraron yo había andado muchos kilómetros. Estaba en condiciones deplorables, empapada, sucia. Había un temporal terrible. Sigo sin recordar cómo llegué hasta allí. Ni siquiera sé por qué me fui de casa. Nunca me entendí demasiado bien con la abuela Marguerite, debí de pensar que nada ni nadie me obligaría a vivir con ella.

Bruno se dijo que las circunstancias de cada uno conforman el carácter. El de Cristina no era fácil de entender, ese recelo constante que a él le enervaba. Tal vez fuera la consecuencia de todo lo que había pasado de niña. No sabía cómo habría sido su relación con otros hombres, pues nunca hablaba de ello. Aunque estaba seguro de que uno en concreto le había hecho demasiado daño. Y ahora él tenía que pagar las consecuencias. Paciencia, paciencia y más paciencia. No le quedaba más recurso que ese.

—¿Por qué nunca me habías hablado de ello? —Ahora habló con extrema suavidad.

Sintió su encogimiento de hombros.

—No creí…

—No creíste que lo fuera a entender. Porque soy un monstruo y un despreocupado.

—No, no. Eres un hombre sensible, te ocupas de la gente. Tú me… —se calló de golpe.

¿De verdad estaba a punto de decirle que le gustaba mucho, que había empezado a enamorarse como una tonta, que su sola presencia la colmaba de placer? No podía soltarle todo eso porque él se vería obligado a responder algo intrascendente, sofisticado, y ella no estaba muy segura de querer escucharlo.

—Sigue, ibas a decir algo de mí.

—Tú eres quien mejor me entiende. Tengo un carácter complicado.

—¡Qué va! Eres un libro abierto, mi amor.

Ella sonrió ante el sarcasmo. Enroscó los brazos alrededor de su cintura y apoyó la cabeza sobre su pecho. Bruno la consoló porque ahora entendía su tristeza. No hubo nada sexual esta vez en sus gestos y ademanes. Necesitaban estar juntos, pegados uno al otro, sintiendo el calor que desprendían sus respectivos cuerpos.

No le dijo que pensaba acompañarla. Fue al día siguiente, ante la puerta de la casa de Mari Cruz y Daniel, justo en la despedida, cuando pronunció la frase que a ella le había llenado de tanta alegría.

—Yo te llevaré.

Y eso había hecho. Sin admitir discusiones. Sin excesos ni exageración, sin gestos grandilocuentes, sin pretender venderle ninguna moto para recibir a cambio una muestra de agradecimiento. Bruno era así, comedido, generoso, sobrio en sus gestos. Se entregaba en cuerpo y alma. Su pasión por ella carecía de límites. Era consciente de eso, aunque siguiera temiendo que algún día el idilio en el que vivían se acabara.

Se había sentido algo nerviosa cuando se acercaron a la pequeña y coqueta villa en la que vivían sus abuelos cerca de la Grand Plage.

Su abuela era una dama distinguida que encajaba a la perfección en el ambiente refinado en el que vivía, con un enorme apego a las tradiciones y un fuerte sentimiento de clase. Bruno Elorza estaba dotado de una virilidad potente y ruda que la sorprendería.

Enchanté, madame —le había soltado nada más tenerla delante, inclinándose sobre su mano.

Después le había entregado una enorme caja de bombones.

—Encantada yo también, señor Elorza.

—Llámeme Bruno, por favor. Los españoles somos menos protocolarios. —La instó al tuteo con una sonrisa tan natural que la anciana se derritió casi al instante.

—Te quedarás a comer con nosotros, ¿verdad? También puedo prepararte una habitación. Como ves, esta casa está vacía.

Bruno echó una ojeada al salón en el que estaban sentados, no con la rigidez encorsetada de una visita de compromiso en tiempos de Napoleón III, pero desde luego tampoco con la naturalidad propia del siglo veintiuno. Arqueó de manera imperceptible una ceja. Desde luego la casa estaría falta de gente, pero no de verdaderas obras de arte. Aquella vivienda de estilo modernista poseía las suficientes piezas clásicas de mobiliario, gruesas alfombras de lana y cuadros al óleo de paisajes y retratos de familia como para abrir un museo.

—Me temo que no podré quedarme, madame Hardoy. Debo regresar a Bilbao. Tengo una reunión a primera hora de la tarde.

—Cuánto lo siento. ¿Volverás a buscar a Cristina? Estoy segura de que a Nathalie y a Pierre les encantaría conocerte.

—Por supuesto. —Lanzó a la joven una mirada cargada de amor—. Vendré a recogerla para llevarla a casa de Nathalie.

—Entonces por lo menos conocerás a Bernard, mi esposo. Ha salido temprano. Tardará en regresar. Estos días no son buenos para él. Los recuerdos…

En su voz había una mezcla de tristeza, y un punto de enojo con el hombre que, débil a su juicio, se dejaba llevar tantos años después por sus sentimientos.

Cristina se dio cuenta, con cierto humor, de que ella había pasado a un segundo plano. Bruno centraba la atención de su abuela. Había entendimiento entre ambos. Marguerite coqueteaba ante aquel joven atractivo como lo que era, una dama experimentada en las lides del trato social. Él había sacado la artillería pesada. Lucía todo su encanto y afabilidad. Dos personajes del gran mundo frente a frente. Ella pensaba si no habrían viajado en el tiempo. A un siglo y medio antes. Sin saberlo, Bruno y ella pensaban lo mismo.

Su marcha produjo en Cristina un inesperado desaliento, una enorme sensación de desamparo. Estaría de vuelta en un par de días, pero a ella le parecían siglos.

Al atardecer, su abuela y ella se sentaron ante el gran ventanal de la sala. El resplandor rojizo del ocaso iluminaba de forma tenue la habitación. Fuera, los escasos turistas pasaban bien abrigados de camino a la Avenue de l’Imperatrice, el largo paseo que transcurre paralelo a la playa.

Ma petite, tienes todo el derecho del mundo a ser feliz. Tú más que nadie. Nunca has tenido demasiado cariño. Él te lo dará.

Se quedó sorprendida. Su abuela era poco dada a confidencias y mucho menos a expresar sus sentimientos. En los últimos tiempos, las pocas veces que estaban juntas solían permanecer en un silencio sepulcral, roto de tanto en tanto por algún comentario intrascendente de la anciana acerca de la vida de otros, de los que ella ni siquiera se acordaba. Esta vez era distinto. No podía ver bien su rostro, sumido en la penumbra del crepúsculo, pero sí percibía la emoción contenida de sus palabras.

Grand-mère, ¿por qué dices eso? Siempre he tenido cariño. Nunca he estado falta de él. Tal vez tuve unos padres atípicos, pero nunca eché nada en falta.

Un suspiro largo y profundo se le escapó a Marguerite.

—Ellos tampoco fueron generosos a la hora de brindarte afecto. —«Ellos», así era como siempre había designado a sus padres, como un solo lote, como si tuvieran una única identidad—. Vivían el uno para el otro. Los demás no teníamos cabida en su existencia. Los llamabas tus loquitos y nos reíamos. Nadie hubiera encontrado un nombre mejor. Ils étaient des petits fous. En efecto, así era. A veces me preocupaba. Pensaba que para ellos eras más una muñeca que una hija a la que había que cuidar y atender, y yo…

—Nunca los he olvidado. Tal vez no fueron los mejores padres del mundo, pero eran los míos. Yo los amaba y siempre me sentí amada por ellos. Sobre todo por mi padre.

—Era el más consciente de los dos, tienes razón. Marie-Hélène, lo reconozco a pesar de que era mi hija, era egoísta. Heredó todos mis defectos. Yo tampoco supe estar a la altura de las circunstancias. Quería que te convirtieras en una copia de tu madre, como nosotros los Hardoy. Y tú siempre fuiste distinta. Tan responsable, con una personalidad tan acusada, tan al estilo de los Olabide. La abuela Julia supo educarte bien. Te inculcó el amor por tus raíces y tu legado y te dotó de los mecanismos necesarios para que supieras ocuparte de ella y de la gente que depende de ti.

Cristina se levantó de un salto y se arrodilló ante su abuela. Retuvo aquellas manos huesudas y frías entre las suyas.

—Fuiste estupenda, grand-maman. Me atendiste. Pagaste mi educación. Jamás te opusiste a mi relación con Nathalie.

—Creciste rodeada de gente mayor, demasiado seria, demasiado preocupada por los convencionalismos sociales. Nos equivocamos al mandarte al internado. Amparo se lo dijo a Julia, pero teníamos tanto dolor que no supimos reaccionar. Pensamos que estarías mejor con otras niñas de tu edad que rodeada de viejos con esta carga de tristeza. Eres un milagro, Cristina. También Nathalie lo cree. Para ella eres la luz, su luz.

No pudo evitar las lágrimas. Lloró queda, apoyada la cabeza en el regazo de la abuela Marguerite. Ahora podía ser más comprensiva con ella. La veía con ojos de adulta. La mujer dotada de una distinción heredada de una familia de clase alta cuyas raíces se perdían en el tiempo. Atada de pies y manos por los convencionalismos sociales. Por su educación, mostrar los sentimientos era de mal gusto. No se lloraba, ni se gemía, ni se expresaba ningún gesto que pudiera dar indicios del estado de ánimo. Se había dedicado en cuerpo y alma a su única hija, Marie-Hélène, bella, atolondrada, egocéntrica, a la que había concedido todos los caprichos. Nunca se preocupó de inculcarle la más mínima responsabilidad. La había educado como a las antiguas damas de época, para buscar un buen partido y casarse. Se enamoró de un atractivo español de ojos azules oscuros y penetrantes, unos años mayor que ella, un vividor tan inconsciente y consentido como ella.

La abuela continuó con una sonrisa.

—Este hombre es responsable y trabajador. No es de los que dejan escapar lo suyo. Y está claro que tú eres lo suyo, lo principal. Te mira con amor. Formáis una buena pareja. Seréis unos padres excelentes. Tú ya sabes lo que no hay que hacer con los hijos…

Cristina regresó de golpe al hoy y al ahora. No había olvidado las palabras de su abuela. La seguridad plena con la que las dijo. Dejó que su vista se perdiera en el cabrioleo de las olas sobre el mar esmeralda.

No había tenido valor para explicarle a su abuela, que el «hombre responsable» y ella aún no habían llegado al grado de compromiso que imaginaba. Que aún había demasiados temores, que todavía iban con pies de plomo, dejando de lado planes de futuro y relaciones a largo plazo. Bruno la amaba, no tenía duda. Pero nunca se lo había dicho, ni ella a él. Tampoco fue capaz de contarle a su magnífica grand-mère los sucesos que la tenían atemorizaba. Ni que por lo visto había un loco («¡qué loco, ni qué niño muerto! Hablamos de un criminal», en palabras de Corbelle) por ahí suelto que pretendía acabar con su vida.

Decidió dejar atrás paisaje y recuerdos y descender, ladeando Le Rocher de la Vierge, el símbolo de Biarritz, unido a tierra por la pasarela de Eiffel, hasta el port de Pêcheurs, uno de sus lugares favoritos, situado entre el Port-Vieux y la Grand Plage. De niña le encantaba pasear por allí con su abuelo y detenerse a admirar los adornos pintados o grabados en las puertas y paredes de las crampottes, las pequeñas casetas para guardar los útiles de pesca.

Caminó por las callejuelas intrincadas del puerto hasta la parte nueva de la ciudad. Llegó a la Place Bellevue y continuó por las calles adyacentes, deteniéndose cada poco ante los escaparates de las atractivas y elegantes boutiques de marcas internacionales. Le gustaba deambular por esa zona, entrar y salir de las pequeñas tiendas, atestadas de velas de olor, de jabones naturales, de las típicas telas a rayas del País Vasco francés, o de sugestivas prendas de lencería… Todo llamaba su atención. Hizo una lista mental de las personas a las que podía comprar algún detalle de regalo. Después iba a regresar a la casa de sus abuelos para esperar la llegada de Bruno.

Atravesó la rue Gambetta para acceder a Les Halles, la zona del mercado. Irradiaba optimismo y buen humor por cada poro de su piel. El día soleado, la felicidad de estar en la ciudad querida, las conversaciones con su abuela del día anterior, y sobre todo la certeza de que ese día volvería a estar con Bruno.

Sumida en esos pensamientos dichosos, en la despreocupación más absoluta, le pasó inadvertida la presencia del mal. No se le ocurrió pensar que en aquella ciudad construida para el disfrute y el ocio, tan decadente, pudiera ser acechada por el ser perverso que pretendía destruirla. Para ella, el miedo a la muerte estaba ligado a dos carreteras. La que recorría la costa hacia San Juan de Luz, donde el coche de sus padres había volado sobre el acantilado una noche de temporal de un ya lejano noviembre, y la de Pamplona, donde un chiflado había decidido que ella debía morir.

Por eso, cuando cruzó despreocupada por el paso de peatones, no vio el coche que a gran velocidad se le echó encima. El tirón salvador la cogió desprevenida. Cuando quiso darse cuenta estaba tirada en el suelo, caóticamente abrazada al hombre sobre el que había caído. Lo reconoció. Se había cruzado con él. Debió de quedarse solo un paso detrás, para atravesar la calle. Su rápida reacción la había salvado de la muerte que un vehículo tenía reservada para ella.

Merde!

Soltó el hombre, aterrado como ella, mientras intentaba ponerse en pie. Un viandante la ayudó a levantarse de un suelo al que parecía haberse quedado adherida. Oyó conversaciones entrecruzadas, comentarios, exclamaciones de horror, y, por alguna razón, pensó que nada de eso tenía que ver con ella. Cristina Olabide estaba en Biarritz, disfrutando del paseo, de las tiendas y del mar. No era esa mujer convertida en un guiñapo con las manos ensangrentadas, los pantalones rotos, el pie dolorido y el rostro transmutado por el terror. Apoyada sobre el brazo de su salvador, sintió que su cara perdía color cuando el hombre comentó que aquel coche parecía ir directo a ella.

—¿Ha ofendido usted a alguien, mon amie?

Ella lo miró desconcertada.

—No. No creo.

—¿Algún amante despechado, tal vez?

Pensó, temblorosa, en Bruno. En sus miradas cargadas de amor, en las arruguitas en las comisuras de sus ojos, producto de ese optimismo tan suyo.

—Ninguno, monsieur. Se lo aseguro. No puedo imaginar qué ha pasado —mintió.

—Ese coche venía directo a por usted, ¿se ha dado cuenta?

—Crucé el paso de peatones sin mirar. A lo mejor no le dio tiempo a frenar o no me vio. Es decir, no nos vio.

Non, non, ma petite amie. Yo lo vi. Y él también a nosotros. Venía muy despacio. Incluso me pareció que estaba parado al fondo de la calle. Aceleró cuando usted empezó a cruzar. Yo iba detrás, por eso me dio tiempo a reaccionar y tirar de usted.

Un frío gélido le agarrotó los músculos. Con él se mezclaba el dolor lacerante de las rozaduras. Cojeaba un poco. El miedo asaeteaba su corazón, que latía errático.

Je suis Marcel Grandon, et vous?

El apellido no le iba en absoluto. Marcel Grandon era un hombre bajito, delgado, nervioso y con la nariz demasiado larga. Pero había tenido la fuerza suficiente para tirar de ella y evitar su muerte. Le estaría agradecida de por vida.

—Soy Cristina Olabide. Merci, monsieur Grandon.

—Vamos, mi pequeña amiga española. Creo que necesitamos un buen café. O algo más fuerte quizás. Un vieux calvados?, un cognac?

Ella no se negó. Estaba sin fuerzas. Se imaginó la cara que pondría su abuela si llegaba a casa en esas condiciones y apestando a alcohol, pero necesitaba una copa.

El hombre la sujetó por un brazo y la condujo hasta un bar. Caminó tambaleándose. Monsieur Grandon retiró una silla y la ayudó a sentarse con enorme dulzura. Le apenaba ver aquel rostro tan bonito, pálido y descompuesto.

Deux exprés et deux calvados, s’il vous plaît —pidió al garçon antillano que los atendió.

También él temblaba.

—Tendremos que llamar a la Gendarmerie. Es importante que detengan a ese loco. ¿Pudo ver la matrícula?

—No. Estaba demasiado ocupada tratando de no aplastarlo cuando caí sobre usted.

Él aún tuvo humor para sonreír. Cristina hizo una pausa para tomarse un buen sorbo de café y otro de aguardiente. Ambos le pusieron la garganta al rojo. Le gustó. Si podía sentir dolor es que aún estaba viva. Sonaba un poco masoquista, pero había estado a punto de quedarse planchada en un paso de peatones de Biarritz.

Tosió.

—Despacio, madame Olabide. Muy despacio. El calvados se sube rápido.

—No quiero llamar a los gendarmes, monsieur Grandon. Estoy pasando un par de días con mis abuelos. Son muy mayores y se asustarán mucho. Es improbable que puedan encontrar al conductor.

—Sí, es cierto. A saber dónde está. Aun así deberíamos avisar, como buenos ciudadanos.

—Verá, monsieur Grandon, solo vi un coche grande y oscuro. Nada más.

—Un 508 gris de cinco puertas. Un Peugeot —aclaró ante la mirada desconcertada de ella—. Me dedico a vender coches. Los conozco bien. No me fijé en la matrícula. Je suis désolé!

Ella también lo sentía. Hubiera sido magnífico que la supieran. Aunque lo más probable era que aquel también fuera un camino cerrado. Sería un vehículo alquilado. Se lo preguntó a su salvador. El hombre se encogió de hombros con un gesto muy francés: su cabeza pareció quedar encajada entre los hombros.

—Tal vez. Tampoco me fijé en si llevaba algún distintivo de ese tipo.

Hablaría con Bruno en cuanto llegara. Ambos se pondrían en contacto con Corbelle. No podía imaginar cómo la había localizado. Se preguntó si había ido tras ella mientras estaba inmersa en el paisaje y sus recuerdos, o si había entrado en alguna de las tiendas que visitó, o si solo la había seguido hasta Biarritz y por casualidad había dado con ella en el centro. No le comentó nada a su salvador. Complicaría el asunto.

Se despidió de él con frases llenas de agradecimiento.

Pasó como pudo el resto de la mañana. No tenía sentido volver a casa y atemorizar a dos ancianos que tanto habían sufrido.

Entró en otro café para ir al baño. Se lavó de nuevo las manos y la cara, y se peinó, teniendo buen cuidado de no rozar el chichón que empezaba a despuntar en su cabeza. Se arregló como pudo. No podía hacer nada con la ropa, salvo sacudir el polvo del chaquetón. Salió al cabo de un rato, después de tomar un botellín de agua. Había perdido el buen ánimo, así que deambuló por las calles peatonales llenas de gente, como una sonámbula. Miraba constantemente por encima del hombro, intentando no mostrar el terror que se colaba hasta la médula de sus huesos.

A la hora de la comida regresó a casa. Bruno llegaría enseguida. Sus abuelos comían a las doce.

Conservó una falsa fachada de calma, pero la abuela detectó que algo había pasado.

—¿Ocurre algo, ma petite?

—Nada, grand-mère. Estoy cansadísima. No puedes hacerte idea del paseo tan largo que he dado.

—¿Y ese pantalón?

—Tranquila, no es para tanto. Un pequeño accidente sin importancia. Fui al port de Pêcheurs, tropecé, me caí y lo he destrozado. Es una pena, porque era mi pantalón favorito. Voy a cambiarme para la comida, ¿te parece? —Mintió depositando un beso en la mejilla de su abuela.

No estaba segura de que la hubiera creído, pero era mejor no contar la verdad.

Se dirigió a su habitación, intentando mostrarse alegre, tatareando una vieja canción de Édith Piaf que solía cantar su abuela en tiempos. No se atrevió con La vie en rose. Era demasiado para el día que había tenido.

Bruno recorrió el estrecho camino de piedra del jardín, mientras se colocaba la corbata que se había aflojado durante el viaje desde Bilbao. Quería mostrar una imagen impecable ante los abuelos de Cristina.

Le sorprendió descubrirla esperándolo a la puerta de la casa. Enseguida detectó la mirada asustada. Se echó a temblar. Una fina pátina de sudor se extendió por su espalda. Sin necesidad de que nadie se lo dijera, supo que algo grave le había pasado. No preguntó. Se limitó a abrir los brazos. Ella corrió al refugio seguro. Solo él era capaz de infundirle aquella tranquilidad, tanto sosiego. Bruno tomó sus labios con ansia. El solo temor de perderla lo consumía. Ella se entregó al beso con una pasión devoradora. El color volvió a su rostro. El pánico que oscurecía sus ojos se fue diluyendo hasta ser sustituido por el deseo más descarnado. Estuvieron un rato abrazados, sin hablar.

La comida transcurrió tranquila. Por unos momentos el abuelo Bernard volvió a ser el hombre de antaño, el narrador de entretenidas anécdotas sobre la ciudad y su pasado. Cristina procuró comportarse con naturalidad, intentando mantener una conversación coherente. Comió como pudo. Creía que su garganta se había estrechado por la angustia, y la comida se le atascaba en el esófago. Notaba la mirada preocupada de su abuela puesta en ella. No podía hacer más. Sabía que a la anciana le alegraba que Bruno estuviera comiendo con ellos. En su mirada había complacencia ante las atenciones que el joven dedicaba a su nieta.

Después de comer los animó a que recorrieran el paseo de la Grand Plage.

—Será mejor que no hagas caso de tu abuela. «Después de comer, descansar», dice un refrán español —añadió el abuelo.

—Bernard, eso es para nosotros, que somos viejos. Ellos son jóvenes y querrán estar solos un rato. ¿Es que no lo ves?

Cristina sonrió como pudo a su abuela. En esos momentos ya no le quedaba energía, se había evaporado toda su vitalidad de la mañana. El esfuerzo de mantener la normalidad durante la comida la había dejado agotada. Notaba su cuerpo laso. En efecto, Bruno y ella necesitaban estar solos, y no para hacerse arrumacos, sino para hablar, lejos de la presencia de los dos ancianos.

Salieron al paseo agarrados de la mano. En cuanto se alejaron de la mirada de la anciana que les seguía desde el ventanal, Bruno se volvió hacia ella, la sujetó por los hombros y la miró con una pregunta muda impresa en sus pupilas. Algo terrible le había pasado ese día y quería saberlo cuanto antes.

Ella le condujo hasta un banco, frente al mar. Se sentaron muy juntos. Él puso su brazo sobre el hombro de Cristina y la reclinó contra su pecho. La joven tomó aire y comenzó el relato. Contaba la historia como si ella fuese un testigo presencial y no su protagonista. Debía mantenerse al margen para ser lo más objetiva posible. Aquel había sido un suceso grave, real, no un producto de su imaginación calenturienta que necesitara adornos. Cuando acabó, rompió en sollozos. Había aguantado demasiada tensión. Las lágrimas se desbordaron como el agua de una presa rebosante.

Bruno escuchó en silencio, sin interrumpir. Quería conocer en profundidad los acontecimientos. Al terminar el relato la apretó un poco más contra su corazón, besándola en el pelo, en los ojos húmedos, en las orejas, tratando de contener su furia y la impotencia de no poder mantenerla a salvo pese a todos sus esfuerzos.

Estuvieron abrazados un buen rato, mudos de espanto. El llanto de Cristina se fue reduciendo, sus suspiros se hicieron más suaves. La sintió relajarse. Con ella sujeta por un brazo marcó el número de móvil de Juan José Corbelle. Suponía que a esas horas estaría en su casa o en la calle, investigando alguno de sus casos.

Corbelle no estaba por ahí cazando a ningún malo, sino rodeado de fotos, pequeñas piezas, imágenes de un ser en la grandeza de la vida y en la tenebrosidad de la muerte, que le iban llegando en un lento goteo y que aún no sabía cómo encajar. Tenía ante sí un puzle complicado, pero por primera vez había una luz en la investigación. Era aún difusa, pero por algo se empezaba. Era cuestión de seguir esa pista.

A las doce, harto de todo, había bajado al bar a tomarse un café con un pincho de tortilla con pimientos. A esas horas, cerca ya de las tres de la tarde, sus tripas volvían a rugir de hambre. Era un tío grande, de huesos anchos y firme musculatura. Nunca había estado gordo, a pesar de que comía a todas horas y en buenas cantidades. «Hijo, es más barato regalarte un traje que invitarte a comer», solían bromear con él sus parientes. Achacaba su apetito feroz al hecho de que su cerebro estaba siempre en marcha. No descansaba ni cuando dormía.

Aunque en ese caso concreto, en el que estaba metido hasta las trancas, su cerebro se había cerrado en banda.

—Corbelle, ¿hace un menú?

—No, coño, no ves que estoy más liao que el palangre de un atunero —contestó de malos modos, justo en el momento en que sonaba su móvil.

Si era su hermana la iba a mandar a hacer puñetas. En los últimos tiempos no dejaba de darle la lata para que la llevara con él a alguna de las concentraciones de motos del año siguiente. Tal vez debería hacerlo, a ver si así ligaba con algún motero y se la llevaba lejos.

—Joder, qué carnes. Las tías están casi en pelota picada, porque no me dirás que eso tapa algo. Hay que ver cómo te lo montas.

—¡Que te jodan! —espetó a su compañero al tiempo que daba la vuelta a la foto de la modelo en ropa interior y descolgaba el teléfono—. Y no son varias. Es la misma en todas. Lárgate.

—No me lo dirás a mí, ¿verdad?

Por un instante pensó si aquella voz sería la del comisario. Se quedó blanco del susto.

—¡Coño! El arquitecto —exclamó al reconocer a Bruno y con ello quitarse un peso de encima.

—El mismo. ¿Estás muy liado?

—Tú dirás.

—Voy a contarte una pequeña historia, a ver qué te parece.

—Te noto un tanto acojonao.

Bruno contempló la playa casi vacía, tan hermosa. Le parecía estar en medio de una pesadilla. Frente a la belleza salvaje de la naturaleza, el horror de la maldad humana.

—Lo estoy, y Cristina aún lo está más. Todavía no se ha repuesto.

Narró los sucesos que le había contado ella, tratando de relatarlo con la misma objetividad. Corbelle escuchaba en silencio. Oía la voz de Cristina por detrás, concretando datos. No, no le había dado tiempo a ver la matrícula. Solo el color y el tipo de vehículo. Y eso, porque se lo había dicho su salvador. Ella no se había enterado de nada.

—Pásame con ella.

—Hola.

Su voz le sonó débil y patética a ella misma.

—¿Estás más tranquila?

—Psí, bueno, qué quieres que te diga. Algo más desde que ha llegado Bruno —confesó con la mirada desvalida clavada en los ojos de su amado—. Estoy asustada. Si me ha seguido hasta aquí, es que conoce todos los pasos que doy.

—¿Quién sabía que ibas a Biarritz?

—Todo el pueblo, Corbelle. Mis padres llevan muertos un montón de tiempo. Siempre vengo a casa de mis abuelos por estas fechas.

—Ya, claro. En los pueblos todo se sabe. Ahora quiero que hagas un esfuerzo. Piénsalo bien. ¿Conoces a alguien de Argentina o has tenido tratos con gente de ese país?

Cristina se quedó desconcertada. Jamás hubiera imaginado semejante pregunta.

—No. A nadie.

—¿Estás segura? Has respondido demasiado deprisa. Algún huésped, alguna pareja que haya estado en tu hotel. No ahora. Hace tiempo, cuando sea.

Se quedó pensativa. Le ardían las palmas de las manos por las rozaduras del atropello frustrado. Se las restregó contra las perneras de su pantalón oscuro de piel de melocotón, recién puesto. Bruno le tomó una de las manos y se la besó. Luego empezó a lamerla suavemente, como si fuera un perrito intentando curarle las heridas. Así la chica era incapaz de pensar.

—Argentino, no. Hace un tiempo vino un uruguayo. Ya te lo dije.

—Ya. —El tono del policía estaba entre la decepción y la duda.

—Era un hombre que vivía en Pamplona. Se dedicaba a la moda. Iba por ahí localizando a jóvenes atractivos de ambos sexos para convertirlos en modelos de pasarela. Al menos eso es lo que nos contó a Begoña y a mí. Era bastante esnob, pero no tenía pinta de asesino.

—Si fuera por eso… pocos la tienen y ya están encerrados. Otra pregunta, y no te ofendas. ¿Dónde compras tu ropa interior?

Se ruborizó. Bruno que había oído a su amigo, sonrió, perverso. Le gustaría ver qué llevaba ese día su chica. Cristina gastaba un buen dinero en ropa interior. Le gustaba casi tanto como los zapatos. Era el único lujo que se permitía.

—Pues en Pamplona. O en Logroño.

—¿Por Internet?

—A veces, en el caso de alguna marca concreta.

Bruno le arrebató el teléfono.

—¿A qué viene eso?

El inspector detuvo la vista sobre las fotos de la modelo en ropa interior. Correspondían a una marca de lencería argentina, Ana Kendy, una empresa con proyección internacional. El modelo de la joven asesinada correspondía, según la propaganda que tenía delante, a un sujetador push-up, talla 85 C, que le levantaba las chuchas hasta casi la boca, y una cola less, de encaje y microfibra en negro. Traducido al cristiano, la chica llevaba un sujetador y un tanga diminuto. Se lo comunicó a Bruno.

—No voy de pervertido por la vida, así que modera ese tono de amante ultrajado. —Bruno se echó a reír. Corbelle podría ser policía, pero poco había cambiado desde que era un adolescente gamberro de su calle—. No se te ocurra abrir la boca. Te lo digo solo a ti porque sé por lo que estáis pasando. Necesito que confíes. Como ves, van llegando datos.

—Una mierda de datos. ¿Qué significa todo eso?

El inspector se quedó un rato en silencio. Hablar con una persona ajena al servicio, por muy amigo que fuera, tenía su riesgo. Pero en las circunstancias en las que estaban, varios ojos veían más que dos.

—Estoy tras una pista. Es posible que pronto tengamos la identificación de la mujer. Puede corresponder a una modelo de lencería. Se vino a España detrás de un novio. No se conoce la identidad del sujeto. Un tío de pelas, por lo visto. Tal vez un casao. La chica lo llevaba en secreto. Hace mucho que nadie, ni siquiera su familia, tiene noticias de ella. Sabemos que entró en España. Y no tenemos ni idea de dónde está ahora.

—¿Cómo habéis llegado a ella?

—No necesitas saber demasiados datos. Los polis somos hormiguitas constantes y trabajadoras.

—Menos flores, Corbelle, que te conozco. Dime algo. Creo que lo necesitamos.

—Por una pista que no permitimos que se filtrara. Y yo, además, tengo amigos hasta en el infierno. Uno es inspector en Buenos Aires. Nos conocimos hace tiempo en uno de esos cursos internacionales de formación. También es de origen gallego. Recurrí a él. El asesino cortó las etiquetas de la ropa, pero se le olvidó cortar las de la ropa interior. Pronto descubrimos que esas prendas las fabrican allí.

—Ya, algo es algo.

—Otra cosa, Bruno. ¿Seguro que Cristina no tiene por ahí algún pariente perdido?

—Ninguno. Es la última Olabide. No hay nadie más.

—Preguntad bien. Es importante que lo confirméis. Buscad. Papeles, cartas, algún documento. En esa casa antigua tiene que haber de todo. Por ahora el registro de huéspedes del hotel no aporta ningún dato sospechoso. Seguiremos con ellos. Puede que alguno haya estado fichado.

Bruno observó a su amada, más relajada entre sus brazos, contemplándole con el ceño arrugado.

—¿Un pariente? —Su voz apenas era audible.

Él asintió. Ella negó con la cabeza.

—Nadie, no hay nadie, solo yo.

Se despidió de su amigo con un «estaremos en contacto». No había más que decir.

Permanecieron sentados mucho tiempo. Comentando y haciendo conjeturas. Bruno, con su optimismo habitual, estaba satisfecho de la conversación con Corbelle. Era consciente de que el poli avanzaba en buena dirección. No sabía cómo, pero lo estaba consiguiendo. Se lo comentó a Cristina.

—Me temo que estamos como al principio.

—De eso nada. Ya hay un hilo del que tirar. Tengo grandes esperanzas puestas en él. Sospecho que el novio se la cargó. No lo veas todo negro, amor mío. Empieza a despuntar el sol por el este.

Ella bufó. Bruno, el eterno optimista que siempre veía soluciones. La angustia no la dejaba ni respirar.

—Ya… ¿y me puedes explicar dónde encajo yo en ese drama?

—Tiempo al tiempo. Sé que hay una relación.

Y mientras no se descubriese él iba a ser su guardián. La protegería con el mismo celo que el caballero custodio del Santo Grial.