CAPÍTULO
19

Cristina se escapó de casa con el alborozo del chiquillo que se ausenta de la escuela sin permiso. No debería. Su guardián no lo hubiera permitido bajo ningún concepto. Pero él no estaba. Y, a fin de cuentas, ¿qué peligro podría acecharla en aquel lugar tan conocido desde la niñez, tan hermoso en sus recuerdos?

Era una rebelión en toda regla contra los consejos de Corbelle y esa permanente vigilancia de Bruno que la asfixiaba. En esa huida subyacía el deseo de ratificar su propia independencia. En cierto modo se estaba comportando más como una adolescente rebelde que como una mujer adulta, conocedora de los peligros que la acechaban. Peligros en los que no acababa de creer. En el fondo tanta precaución le parecía absurda porque no había nada tangible. En toda lógica, resumiendo, podía enumerar tres hechos. El primero: un asesinato. El de una desconocida. El segundo: una rotura de frenos. ¿Es que los frenos no se estropeaban nunca? Claro que se estropeaban, y más en un coche viejo. El tercero: unos ojos que la vigilaban. Y ahora se avergonzaba de haberles contado lo de los ojos vigilantes. ¿Ojos de quién? Podían ser imaginaciones suyas. Un animal que la había observado de lejos en alguno de sus paseos y que su subconsciente había registrado y agrandado. A fin de cuentas, en el inconsciente colectivo el bosque se identificaba siempre con el peligro. Aunque aquel por el que paseaba no era impenetrable, como el que atraviesa Caperucita Roja en el cuento de los hermanos Grimm. Era un soto, un bosque de ribera, formado por chopos, alisos, sauces, en los que vivía en perfecta armonía la fauna asociada a los hábitats fluviales. Había cientos de pájaros, zorros e incluso jabalíes, aunque de estos últimos ella nunca había visto ni las trazas. Claro que en todo este razonamiento faltaba un punto importante, el fundamental, porque a partir de él se había iniciado esa locura en la que vivía inmersa: el ataque sufrido por Zar. Fue una mano humana, estaba claro. Ningún animal hubiera podido causar semejantes heridas. Y ese era, hasta el momento, el único hecho palpable. El que la atemorizaba de verdad.

Procuraba mostrarse serena y restar importancia al «horrible suceso», según el eufemismo que usaba Amparo para referirse al accidente. Aparentaba que su vida seguía el mismo ritmo de siempre. Sin embargo, en según qué ocasiones, el miedo la atenazaba. Se convertía en una obsesión. Repasaba conversaciones, recordaba viejas disputas, intentaba buscar en la nebulosa de sus recuerdos un rostro que le permitiera identificar al malvado. Le desesperaba no conseguirlo. Pensar que alguien quisiera verla muerta le parecía de lo más absurdo.

En esa tarde soleada, la primera de su clase en un otoño tan desapacible, necesitaba ese momento de asueto en soledad. Estaba más controlada que un lince ibérico, el famoso felino en peligro de extinción. Se sentó en un tocón musgoso. La humedad traspasó sus ropas y llegó hasta la carne de las nalgas. No le importaba. Estaba demasiado feliz para que una tontería semejante la importunara. Aspiró y se llenó los pulmones con los aromas de la libertad, mientras se entretenía con el ir y venir de la apacible Cara, su única acompañante.

Permaneció absorta, con la vista fija en las impetuosas aguas del río, desbordado en algunos lados en declive. Las fuertes y continuas lluvias de la temporada las habían vuelto de color café con leche. La corriente impulsaba los restos vegetales que giraban en remolinos y acababan acumulados hasta formar pequeñas represas. Cara, poco inclinada a mojarse, intentaba rescatar algún palo sin tener que introducirse en el agua. Tarea imposible.

El lugar poblaba su mente de lejanos veranos, de correrías felices de la infancia y la adolescencia. Sobre todo del verano de sus trece años. El primero como huérfana. En ese mismo sitio se reunía con Mari Cruz. Fue aquel un tiempo de confidencias, de descubrimientos. En sus cuerpos se estaban operando grandes cambios. Unas veces se creían adultas, y otras, niñas vergonzosas, escondiéndose de las miradas golosas de los varones de su pandilla, ansiosos por probar la tersura de las incipientes mujeres. Allí había confesado a su amiga que por fin se había hecho mujer. Fue su fiel Amparo quien la atendió y consoló, quien le explicó el significado de aquella sangre que había aparecido es sus braguitas. Mari Cruz, una veterana de la menstruación, que tenía desde el verano anterior, terminó de aleccionarla, hablándole de la transformación que iba a sufrir su cuerpo, de las necesidades y angustias que originaba el proceso de convertirse en una fémina adulta.

—No te preocupes. Es divino —le dijo usando el adjetivo que ese año había puesto de moda (era divino el chocolate con almendras con el que pretendía inflarla a todas horas, era divino el veraneante de Bilbao que había ido al pueblo por primera vez ese año, era divino su nuevo biquini).

Ante la extrañeza de ella, demasiado ingenua para entenderla del todo, había continuado con la charla.

—Te crecen. Puedes llevar un suje que te las levante bien. Te pones una camiseta escotada y se te ve el canalillo. A los tíos se les cae la baba.

Y ella, por un momento se había olvidado del dolor por la ausencia de sus queridos loquitos y se había reído a carcajadas, hasta casi perder el equilibrio.

—Pues yo no pienso ir por ahí enseñando ni canalillos ni nada.

—Tú verás. A ver quién te mira entonces. Aunque, la verdad, no tienes nada de qué presumir.

Bien cierto. Su frustración de aquel verano era que solo tenía un par de granos gordos en vez de tetas. No como Mari Cruz, que ya las tenía redondas, gruesas, con dos duros botones. Con el tiempo, las suyas habían alcanzado un tamaño respetable, pero seguía sin poder compararlas con las de su amiga.

Alejó de sí aquellos recuerdos tan entretenidos. Se obligó a regresar al presente. Su vida seguía ahora, en muchos momentos, un curso apacible, envuelta en la bruma del amor, en la pasión de los momentos de intimidad, en la impaciencia nerviosa con la que esperaba cada atardecer reunirse con el hombre al que tanto amaba. Pero otra sensación, tenebrosa, la embargaba en los momentos más insospechados. Temía el instante en el que él se alejaría. No podría vivir sin esas miradas prolongadas en las que sus ojos se ahondaban en la dicha del otro, sin los apacibles silencios, sin los besos compartidos, sin los interminables festines de sexo.

La verdadera vida de ambos comenzaba con la puesta de sol y se prolongaba toda la noche, hasta el amanecer. Esos eran los momentos más dichosos. Cada atardecer se reunían en el despacho del taller o en la salita de ella, en la última planta de la casa. Charlaban, discutían, se besaban, hacían el amor de forma rápida e intensa, temiendo que Amparo pudiera descubrirlos. Preocupación vana, porque al anochecer la anciana se recluía en sus aposentos, escudada en la máxima «ojos que no ven corazón que no siente». Después cargaban de comida una bandeja y cenaban entre risas y bromas, sofocados, con un apetito voraz tras el encuentro amoroso. Todo era plácido. Demasiado. Cristina era consciente de que evitaban determinados temas. Nunca hablaban del futuro. Parecía que sus vidas se mantuvieran en un compás de espera.

Quizás fue el silencio que de pronto invadió el lugar o la consciencia de que la oscuridad se iba cerniendo sobre el campo, o la actitud de alerta de Cara lo que apartó su mente de la nebulosa de sus pensamientos y atrajo su atención al mundo circundante.

La perra, con su pelaje blanco y rojo, colocada de perfil, con la cabeza ladeada y las orejas largas y sedosas alzadas en un curioso frunce sobre la cabeza, ofrecía una magnífica estampa recortada sobre el verde fondo de la frondosa naturaleza. Era su postura de caza, preparada para el ojeo. Y al verla, también su instinto de protección se puso en funcionamiento. Un escalofrío recorrió su espalda. De nuevo alguien vigilaba sus movimientos. No sabía qué mecanismo había despertado su alarma, pero reconocía esa sensación.

Por un instante se quedó petrificada, sin saber qué hacer. En su interior, el corazón latía desacompasado, a un ritmo frenético. Tuvo que dominarse para actuar con calma y no echar a correr presa del pánico. No podía lanzar alaridos. Si en verdad existía ese ser nefasto y detectaba su miedo, se convertiría en una presa fácil. Por alguna razón, intuía que solo se limitaba a vigilarla. Tal vez le había sorprendido su repentina aparición, dado que en los últimos tiempos ni se acercaba a la zona. Se insultó por su cabezonería, por no hacer caso de las recomendaciones de Corbelle, por no tener la precaución que exigía Bruno.

Echó mano al bolsillo para hacerse con algún objeto que le sirviera para defenderse. En su precipitación por salir había dejado en la cerradura la pesada llave de hierro del portalón, y el móvil sobre la mesa del taller. La invadió la desesperación. La puerta sur de la finca se habría cerrado con pestillo. Ella tendría que pasar por debajo de las rocas para regresar por la carretera. Si alguien quisiera ocultarse, ese sería el mejor lugar. Un roquedo con una pared vertical que daba al río, pero con acceso, aunque bastante abrupto y peligroso, desde un camino que salía de la carretera general.

—Piensa, piensa, piensa —salmodió angustiada.

Encontró la solución al momento. Fue tal el alivio, que tuvo que contener las lágrimas.

Si retrocedía siguiendo la vereda del río, encontraría el puente y de ahí a un paso, la casa de Daniel y Mari Cruz. Solo le faltaba darse de bruces con el fantasma de la suicida. En todo caso ella prefería a los muertos que a los vivos.

—Cara, vamos.

En el silencio, el susurro de su voz le pareció que arañaba la atmósfera.

Los árboles del soto iban extendiendo sus sombras, rejas que pretendían encerrarla para que no pudiese salir de allí. Cada sonido, por leve que fuera, cada vuelo de hoja, cada movimiento le producía espasmos de pavor. Veía espectros por todas partes. No cesaba de preguntarse cuánto tiempo tardaría aquel sujeto en llegar hasta ella. Le costaría bajar, si es que estaba allí arriba y no oculto en cualquier otro lugar. Tendría que volver hasta la carretera para encontrar la senda por la que ella caminaba en busca de seguridad. Fue dando un paso detrás de otro, con el cuerpo en tensión, dispuesta a salir por pies en cuanto alguien se acercara. Cuando torció por la senda, siguiendo una vuelta del río, se sintió más segura. Echó a correr amarrada a la correa de Cara. Bordeó el muro de la finca Olabide para llegar cuanto antes a casa de sus amigos. Era el faro de esperanza que en ese momento amortiguaba su miedo.

Al alcanzar la alta pared de su finca, fue repasando con los dedos la mampostería de piedra y adobe. Necesitaba sentir la rudeza del material, para que transmitiera a sus manos la protección que ofrecía a quien estaba al otro lado de la tapia. Se arrimó lo más que pudo al muro sobre el que sobresalían los árboles centenarios de la linde de su territorio, las ramas desnudas y caducas entrelazadas con las oscuras de los cedros y las araucarias.

Y con su cuerpo casi fundido con la piedra, logró alejarse del amenazador bosque que hasta entonces había sido su refugio.

El hombre, sentado sobre la roca con la actitud de un emperador capaz de gobernar el complejo y diminuto universo que se extendía a sus pies, fue el primer sorprendido al descubrir la figura femenina.

Permaneció inmóvil, recostado sobre la dura superficie de la piedra, conteniendo el temblor de satisfacción por la sorpresa de verla, solitaria, ignorante del destino que le tenía preparado.

Espió cada uno de sus movimientos con ojos escrutadores.

Se percató del momento preciso en el que ella percibió su presencia. Detectó las mismas señales de tensión y terror que debe sentir el animal indefenso a punto de ser abatido. Cuando es consciente de que no es posible la huida y está próximo su fin.

Pero ese día su presa particular quedaría libre. Aún no estaba preparado.

Él tenía esa potestad, dejarla vivir o conducirla a la muerte. Y la próxima vez se aseguraría de que no fallaba.

Se sintió intocable, poderoso.

—Son míos y no te doy.

—Mamá, ¿a que tú dijiste que había que repartir?

—Tú ya te has comido los tuyos.

—¡Mamá!, me los ha quitado.

—Ya está bien. ¡Basta! Tú te comiste todas las gominolas que te trajo la abuela. No repartiste nada con nadie. Estas son de tu hermana. Y si seguís gritando me las comeré yo.

—A ti no te gustan.

—Pues estas me van a gustar.

Cristina se detuvo exhausta en el arranque de la escalera para escuchar. Respiró varias veces seguidas, en pequeñas bocanadas, hasta que se tranquilizó lo bastante como para enfrentarse a su amiga. Aquellas voces tan conocidas eran un bálsamo. Transmitían la placidez de la vida cotidiana, de las buenas gentes que no se sienten amenazadas por el mal, ni por ningún perturbado. El terror quedaba lejos, entre los árboles del bosque.

Sonrió al escuchar la última frase, tan tajante, con la que Mari Cruz solía cerrar las discusiones entre el aprovechado Dani y la todavía infantil Nerea. Había llegado a un lugar protegido.

Cara no la esperó y echó a correr escaleras arriba, soltando ladridos de contento. Los gritos de alegría de los chiquillos al recibirla contribuyeron a aumentar su estado de bienestar. Cuando accedió a la amplia cocina en la que transcurría la vida familiar, esperaba que no quedara en su rostro ningún signo de tensión, ni de la angustia vivida. Mari Cruz se pondría como loca si se enteraba dónde había estado en las últimas horas.

Mientras se quitaba la parka y la colocaba con cuidado sobre el respaldo de una de las sillas de enea, su mirada se fue deteniendo en las amplias ventanas, ante las cuales estaban los botes de cristal con los experimentos escolares hechos con lentejas, alubias y zanahorias, que eran parte de los deberes de Dani. Colgando de un mástil, la jaula con la pareja de canarios, incesantes en su canto; en un extremo de la encimera, la del hámster y la bañera con las tortugas. Y, esparcidos por el suelo y por la amplia mesa, juguetes, libretas y carteras en un delicioso desorden propio de la vida infantil.

Ante esa visión, tuvo que hacer un esfuerzo por contener las lágrimas que brotarían a la mínima oportunidad si pensaba en el miedo que había pasado.

No logró disimular. Los ojos incisivos de su amiga adivinaron que algo le había ocurrido. Pero aguantó la curiosidad en presencia de los niños.

—Pasa, llegas a tiempo al chocolate.

—A eso he venido, ¿crees que lo he hecho para verte?

—No, qué va, en todo caso para ver a tus niños. Ya sé que a mí no me echas de menos para nada, sobre todo si tu guardián está cerca. Por cierto, si estás aquí quiere decir que él no está por los alrededores.

—Muy sagaz. Se ha ido a Zaragoza.

—¿Otra vez? Más le valía coger allí un hotel… —Le dedicó una sonrisa malintencionada.

—Díselo la próxima vez que lo veas. A lo mejor es que no se ha dado cuenta.

—Ya. O a lo mejor es que allí no encuentra una cama calentita como la que tiene aquí.

Cristina se ruborizó.

—Es posible.

—Ni tan mullida.

—No sigas, ¿vale? Solo me falta que ahora empieces tú con esas. Bastante tengo ya con las miraditas recriminatorias que me lanza Amparo. De todas maneras se va a quedar allí esta noche. O al menos eso ha dicho.

—Ya, seguro. Antes de las doce lo tienes de vuelta. Te lo digo yo. Oye, y a él, ¿tu tata también le lanza miradas siniestras?

Cristina se echó a reír. Sus rasgos se suavizaron. Mari Cruz se sintió complacida por haber conseguido relajar la tensión de su amiga, que esta había tratado de disimular sin éxito.

—¡Ni hablar! Para ella Bruno es un dios. Creo que empieza a equipararlo con el abuelo Andrés. Lo más de lo más. Si Bruno hace, dice o insinúa lo que sea, es que está bien hecho, dicho o insinuado.

—Será machista. Amparo siempre ha defendido a los hombres por encima de todo. Es verdad que a tu abuelo lo tenía en un altar, y de tu abuela decía que era «muy suya».

—Porque discutían a todas horas. Pues bien, yo me he convertido en la abuela Julia, y Bruno, en el santo varón. Le consulta todo, como si él fuese el dueño de la casa. Hasta le pregunta qué le apetece para comer. Lo nunca visto.

—Supongo que al menos estará un poco avergonzado, ¿no?

—¿Quién, él? ¿Es que no lo conoces? Está encantado de la vida. Aún no sé qué se traen entre manos. Se pasan el día con risitas tontas y secretitos, como dos adolescentes. Me tienen harta.

—Le habrá dicho que eres el amor de su vida y así se la ha metido en el bolsillo.

—Anda ya.

—Nunca me equivoco.

—Otra igual. Te pareces a él, el hombre que nunca se equivoca. No líes la madeja, ¿vale? Lo único que me falta es que tú también metas cizaña.

—Pero te gusta… no lo puedes negar.

Se mantuvo callada un instante. ¡Cómo explicarlo! ¿Cómo explicar las sensaciones que experimentaba cada vez que lo tenía delante o cada vez que estaba a punto de encontrarse con él? Temía esa pasión devoradora que obnubilaba todos sus sentidos.

—Vale, sí, me gusta un poco —susurró.

Mari Cruz estalló en carcajadas.

—Mami, ¿de qué te ríes? —Con sus manitas pegajosas, Nerea hizo girar la cara de su madre para que la mirara—. ¿De la tía Cristina?

—Pues claro, ¿de quién si no?

—Es que es muy graciosa.

—Y tanto, pequeñaja. Es tan graciosa que pretende engañar a tu madre.

—Paso de ti, pesada —cortó Cristina.

A pesar de las bromas Mari Cruz notaba la intranquilidad de su amiga, su sonrisa algo forzada. Esperaría a que se lo contara. Aunque estaba segura de que no le iba a gustar nada de nada.

Cristina se puso en pie y se acercó al corralito en el que su ahijada trataba de mantenerse en pie sobre sus gorditas piernas, contemplándola con aquellos ojos despiertos y vivaces de criatura alegre. La cogió en brazos y la apretó contra su pecho hasta que sintió el gemido de protesta de la pequeñita por no poder moverse a sus anchas.

—A ver quién la deja ahora en el corralito otra vez.

Era una protesta rutinaria. La expresión entrañable de Mari Cruz mostraba la emoción de verlas juntas.

Abrazada a la niña, volvió a sentarse junto a su amiga, frente a la humeante taza de chocolate. Dio un sorbo. La bebida, espesa y resbaladiza, con esa mezcla tan peculiar de dulzura y amargor, la revitalizó y la dotó de nuevas energías. Comprobó que los dos mayores seguían tirados en el suelo, entretenidos con Cara, y con el pequeño tren que ella les había regalado no hacía mucho tiempo.

Ambas guardaron un silencio prolongado.

—Me estaba vigilando —se atrevió a confesar al fin en voz casi inaudible.

No necesitó aclarar más. La cara de incredulidad de su amiga hubiera sido digna de un sketch cómico, si no fuera por la preocupante situación.

—¿Has ido al río tú sola?

—Con Cara.

—Menuda ayuda. Ya sé que no sacas a Zar porque aún no está repuesto del todo, pero creo que para estos casos es más fiero.

Ella se encogió de hombros. El perrillo ya estaba bien. Se repuso con una facilidad pasmosa. Sin embargo, le daba miedo llevárselo de paseo, por si volvían a atacarlo o él se enfrentaba al supuesto desconocido.

—A lo mejor es alguien que anda por allí, sin ninguna intención oculta.

Mari Cruz soltó un bufido de incredulidad.

—¡Por supuesto! Y yo soy Spiderman. ¿Sabe Bruno que te has ido a dar un paseo?

La miró enfadada.

—No creo que tenga que darle explicaciones. Dormimos juntos, y eso es por la noche. Por el día cada uno hace su vida.

—No seas borde. Te conozco demasiado bien: has aprovechado que no está para salir de paseo.

—Él no es quién para decirme lo que tengo que hacer. Menuda tontería. ¿Tú consientes que Daniel te prohíba algo? ¡Solo faltaría!

—A mí nadie ha intentado matarme. Te lo recuerdo por si lo habías olvidado.

—No lo he olvidado. —Se puso tensa—. Aún no sabemos quién fue ni los motivos que lo impulsaron a hacer algo tan terrible. También existe la posibilidad de que no haya sido nadie… —El enérgico gesto de negación de su amiga la hizo rectificar—. Bueno, estoy nerviosa. No encuentro ninguna razón para que alguien haga algo así. Y además tampoco sabemos si el del bosque y el del coche son la misma persona.

—¿Ninguna razón? Ya te lo dijo la poli. A los locos les sobran razones. Puede ser que le hayas gustado o que haya visto en tu cara la reencarnación del diablo. Vaya usted a saber, puede ser cualquier cosa. Te recomiendan cuidado y tú, ¿qué es lo primero que haces en cuanto Bruno se da media vuelta? Estás tonta.

—Oye, he venido porque necesitaba tranquilizarme, no para que me insultes.

—Estás tonta de remate.

La entrada de Daniel Cortés, obediente a la llamada del chocolate caliente, coincidió con las últimas palabras que su mujer dirigía a su amiga y los gritos de bienvenida de sus hijos.

—Vaya, no hay nada como un buen insulto para apreciar el amor y la camaradería entre dos amigas —bromeó.

No tenía que ser muy listo para saber que había ocurrido un nuevo percance. La tensión de ambas flotaba en el ambiente. La palidez de Cristina lo corroboraba.

—Qué te parece la señorita. Va y se larga sola al bosque. —Mari Cruz trataba de contener su fuerte temperamento, sin lograrlo. Le daban ganas de zarandear a Cristina. Su amiga era más terca que una mula.

Daniel alzó las cejas.

—Y estaba allí, ¿verdad?

—No lo sé. Nunca lo he visto, solo lo presiento. Miro alrededor, buscándolo, pero no lo encuentro. ¿Y si me lo estoy imaginando todo? A lo mejor es un jabalí… o un zorro.

La amiga lanzó una exclamación de disgusto.

—¿Has dicho un taco, mamá?

—Para nada, Dani. Yo no digo esas cosas. —Se volvió hacia Cristina—. Lo que no entiendo es que con lo aficionada que eres a las series policíacas de la tele, cometas el mismo error de todas las heroínas estúpidas que aparecen en ellas. Tú no sabes cómo ha llegado, Daniel. Si parecía que la piel se le había vuelto transparente.

—Es que nada de esto me parece real. Estuve allí, sentada un buen rato. No noté nada extraño. Fue después de un rato. Cara se puso en actitud de alerta. Es… es absurdo sentir este miedo, pero no puedo remediarlo. Sé que alguien me vigila, aunque yo trate de negarlo. No. No me preguntéis cómo lo sé. No puedo explicarlo. Lo siento en la piel. Estoy distraída y de pronto… A lo mejor también vigila a otros y no nos hemos enterado. Yo no he hablado de esto con nadie. Pero sospecho que solo me vigila a mí. Dios, no hago más que decir incoherencias.

Daniel se acercó a ella y colocó las manos sobre sus hombros. Cristina, sentada en la silla, echó la cabeza hacia atrás y la apoyó sobre el regazo del buen hombre. Era el amigo más cariñoso y más considerado que una persona pudiera tener y ella se sentía feliz por ello.

—Bruno tiene razón. No debes salir sola. Tienes que obedecer, Cristina. Esto es muy serio. Estuvo a punto de matar a Zar de una manera brutal. A palos. No se anda con melindres. Y estuvo a punto de matarte a ti. Fue con premeditación, preparó el accidente y se quedó sentado a esperar el resultado. Eso entraña maldad. Y una enorme sangre fría.

—Todo eso está muy bien. Y ahora las preguntas de rigor: ¿quién es? ¿A quién he podido molestar tanto como para que me quiera ver muerta?

—Creo que esa no es la cuestión más importante, sino quién se beneficia de tu muerte.

Cristina lo miró atónita.

—Querrás decir quién asume las deudas tras mi muerte. No tengo ninguna hipoteca ni sobre la casa ni sobre la propiedad, pero vosotros, mejor que nadie, sabéis que vivo al día, que no puedo permitirme lujos ni caprichos. Que hay meses que me las veo y me las deseo, que en algunas ocasiones tengo serias dificultades para pagar el material que necesito para la confección en el taller… ¿Y me preguntas quién se beneficia? Por Dios, ¿de qué?

Los tres guardaron silencio, rumiando las últimas frases. Los niños parecieron intuir la preocupación de los mayores y bajaron el tono de voz. Se respiraba tristeza y abatimiento. No había nada peor que la impotencia. Estaban a ciegas.

—Esa persona tiene un fin. Aunque nosotros no sepamos cuál es, lo tiene. Y está dispuesto a salirse con la suya. —El tono de Daniel siempre era pausado, reflexivo, nunca se exaltaba como su mujer, y ese tono la convencía más que cualquier otro razonamiento—. Está de caza, Cristina. Como un ojeador, esperando el mejor momento para actuar. Es precavido.

—O precavida.

—Pues sí, o precavida. En todo caso no está dispuesto a que le cojan. Hasta que sepamos de quién se trata debes cumplir las normas que te han dicho. Es mejor pecar de exceso de prudencia.

—Estoy empezando a enloquecer. —Procuraba hablar en voz baja para que los niños no notaran su tensión. Los adultos eran bien conscientes de su miedo—. Soy una prisionera, encerrada entre los altos muros de una fortaleza, con Bruno vigilándome a todas horas, con Amparo deseando saber adónde voy y de dónde vengo, a cada minuto… No se puede vivir así. Quiero recuperar mi libertad. Lo de hoy ha sido una estupidez, es cierto.

—Menos mal que lo reconoces —apostilló Mari Cruz.

—Lo reconozco, sí. No soy tan absurda como para no darme cuenta. Me encontré sin Bruno y algo dentro de mí me obligó a desafiarlo. Se pondrá como un energúmeno cuando vuelva y se entere…

Procuró que su última frase sonara distendida. La actitud de su cuerpo decía otra cosa. Estaba avergonzada por su comportamiento pueril.

—Descansa ahora. Aquí estás a salvo. Cena con nosotros, en medio de este caos. Te sentará bien el escándalo que montan nuestros hijos. Yo te llevaré después a casa.

Daniel le acarició la cabeza y la tranquilizó tal como hacía con cualquiera de los animalillos que iban a su consulta. Cristina aún fue capaz de sonreír. Si seguía así terminaría dándole una galletita de perro. Pronto empezó a relajarse del todo. Los sucesos de la tarde iban adquiriendo tintes sepia, propios de las fotos antiguas. El cuerpecito de la niña dormida en su regazo le transmitía el calor que ella necesitaba en esos momentos.

Para su sorpresa, Bruno apareció cuando iban a empezar a cenar. Esa misma mañana, antes de marchar le había dicho que se quedaría a dormir en Zaragoza. Pensaba solucionar todos los asuntos en un par de días para no tener que volver hasta mucho después. Cuando terminó, su estancia en la ciudad se le antojó larga y tediosa. La visión de una habitación de hotel, con una enorme cama para él solo era de lo menos apetecible. El deseo de estar con Cristina, de besarla y de tenerla toda la noche entre los brazos era demasiado poderoso para obviarlo. Así que cogió el coche y enfiló la carretera.

A medio camino llamó a la casa. Amparo le dijo que Cristina se quedaba a cenar en casa de sus amigos. Bruno decidió darles una sorpresa. Se sabía bien recibido en el hogar de la familia Cortés.

El incidente de la tarde salió a relucir en medio de la cena improvisada que preparó Mari Cruz. El matrimonio procuró suavizar los hechos. Él se indignó tanto que por primera vez en su vida creyó que iba a perder la legendaria calma que lo caracterizaba. Le molestaba la inconsciencia de Cristina. Solo el miedo y el arrepentimiento reflejados en su cara le hicieron contenerse. Tomó la mano de la amada a través de la mesa, la acarició con ternura e intentó transmitirle con su mirada todo el amor que sentía.

Cristina no se hizo ilusiones. Se avecinaba una buena bronca en cuanto estuvieran a solas.

—Me voy a ir unos días a Biarritz —comentó en la despedida, vestida ya con la parka—. Tal vez a mi regreso todo este lío haya pasado.

Daniel y Mari Cruz asintieron sin hacer ningún comentario. Sabían que se acercaba la fecha del aniversario de la muerte de los padres de Cristina. Ella jamás faltaba a esa cita, aunque ello supusiera quedarse en casa de sus abuelos. De todos era conocido el escaso aprecio que sentía por la abuela Marguerite. La mujer con el corazón más duro del mundo, a juicio de Amparo. La madrastra de Blancanieves, por su permanente petulancia, según bromeaba multitud de veces Cristina con su amiga.

—No cuentes con ello, el lío no pasará solo —soltó Mari Cruz con malos modos.

—Eres el optimismo con patas. Siempre dando ánimos.

—No tienes coche —soltó Daniel antes de que la discusión llegara a más.

—Llévate el mío —dijo Mari Cruz, más calmada—, no lo necesito. La mitad de los días lo dejo aparcado a la puerta de casa. Ahora los niños y yo vamos andando a la escuela, a ver si logro adelgazar un poco. Después del nacimiento de la pichurrina no me bajan ni la tripa ni el culo con nada.

—No os preocupéis. Voy a llevarme la furgona. A mi abuela le parecerá poco chic. Seguro que se avergüenza al verla delante de la puerta de su casa. ¡Qué dirán los estirados de sus vecinos, por Dios, por Dios! Tendrá que aguantarse. Es lo que hay.

—Yo te llevaré.

Bruno la cogió por los hombros y la venció contra su pecho. Depositó un beso suave en su sien. Ella enrojeció hasta la raíz del cabello. No estaba acostumbrada a esas muestras de cariño hechas en público, que Bruno, sin embargo, desplegaba con tanta naturalidad, sin importarle para nada quién estuviera presente.

Mari Cruz le echó la mirada propia de una sabia y experimentada matrona. «Ya te lo decía yo. Este volvía a dormir contigo», transmitían sus ojos.

—¿Tú? Pero… ¿no tienes que regresar a Zaragoza?

—Lo primero es lo primero. Esta vez no irás sola.

Su última frase le llegó al alma. Por su contundencia. Por su extremada dulzura. Por la complicidad que establecía entre ellos. Cristina se preguntó qué opinaría su estirada abuela de un hombre como él. Con ojos de poeta y sonrisa de chico barriobajero. Tampoco le preocupaba.