Se removió perezosa en la cama. A su lado, Bruno dormía boca abajo, con la cabeza casi oculta bajo la almohada. Su perfil afilado estaba suavizado por la dulzura del sueño, del hombre feliz en paz consigo mismo.
Ella se arrebujó a su lado, acoplándose al cuerpo de su amante, absorbiendo su calor, anhelando volver a sentirlo en su interior como había ocurrido cada una de las veces en que se habían despertado. Si fuera sensata, debería ponerse en pie y salir de la habitación. Cuando Amparo se enterase de dónde había pasado la noche, se pondría con unos morros que pa qué. Su religiosidad no casaba bien con el sexo fuera del matrimonio, tal y como mandaba la Santa Madre Iglesia. Sonrió. No quería avergonzar a su vieja tata, pero en esos momentos era incapaz de moverse.
Al fin la conciencia, o quizás la prudencia, pudo más que su deseo. Apartó el edredón, se despegó de Bruno con cuidado de no despertarle y se irguió. Aún no había puesto los pies en el suelo cuando un brazo poderoso la retuvo, y la volvió a echar sobre el lecho. De nada le sirvió removerse entre risas. Él se excitó al instante. La risa de la mujer era un afrodisíaco. Y no era muy común verla con esa alegría despreocupada.
—¿Adónde crees que vas?
Bruno llenó de minúsculos besos el cuello femenino.
—Duerme. Debo ir a mi cama. No quiero que Amparo me encuentre aquí.
El amante rezongó una maldición, la puso boca arriba y se colocó encima. Cristina notó que estaba preparado para una nueva sesión. Sonrió con picardía, instándolo a continuar lo que había empezado y al hacerlo el miembro masculino se endureció todavía más.
—¿Que debes ir a tu cama? ¡Ya estás en tu cama! No pienso dejarte marchar, ni por Amparo ni por nadie. Tengo la sospecha de que si te dejo marchar no podré recuperarte. Eres una mujer esquiva, mi amor.
Sus manos ágiles se movieron sobre el cuerpo de Cristina haciéndola tomar conciencia de sus necesidades de mujer. Ella deseó intensamente disfrutar de nuevo el placer que habían compartido esa noche. Bruno, desde luego, estaba dispuesto a complacerla.
Los labios del amante se posaron sobre uno de sus pezones. Lo besó con fruición, lo absorbió hasta que sintió que el cuerpo de Cristina se arqueaba, se ofrecía. Después se ocupó del otro pezón. Lo retuvo entre los dientes, mientras lo repasaba con la punta de la lengua. Cristina gritó. El placer apenas la dejaba respirar. Tenía que hacerlo ya, por Dios, en ese instante. Lo quería dentro de ella sin más esperas, y así lo decía entre gemidos. Bruno no le hizo caso. Continuó bajando por el vientre, lamiendo el interior de su ombligo, besando la compacta mata color trigo del pubis, jugueteando con el botón de su clítoris, torturándola, pero sin procurarle lo que tanto deseaba. Ella no podía esperar más. Su piel ardía. Lo arrastró hacia arriba tirando de sus hombros. Estaba empapado de sudor, con el rostro crispado por el deseo acuciante, casi doloroso que lo dominaba. Pero se controlaba, y al ver la entrega enloquecida de la mujer, reía. A Cristina su risa, el tacto de sus manos, sus miradas cargadas de promesas la transportaban a un mundo desconocido, lleno de fantasías, en las que ella era la protagonista principal. Lo instó a colocarse entre sus piernas. Él le dio un beso de pasada en los labios, se separó un poco, echó la mano a la mesilla y cogió un preservativo. Esta vez el pulso le temblaba al ponérselo. No iba a aguantar mucho más.
Los ojos de la mujer se volvieron oscuros zafiros, relucientes de placer. Bruno sintió su respiración agitada y permitió que entrara en ella. Entró con una rápida acometida. Había llegado la hora de la prisa, del sexo recio, viril, sin barreras. La lentitud premeditada, la delicadeza lasa las habían disfrutado a lo largo de toda la noche, cuando como en un baile cadencioso y excitante se habían movido una y otra vez a ritmo pausado, armónico, hasta el clímax final. Ahora había que liberar los impulsos irrefrenables de ambos, explotar salvajemente. Sus cuerpos, ya compenetrados tras horas de placer inenarrable, se acoplaron sin dificultad. En el momento en que le rodeó la cintura con sus piernas, él aceleró el ritmo, entrando y saliendo de ella sin tregua. Se contuvo hasta que sintió los frenéticos espasmos de placer de Cristina y entonces se dejó ir al mismo tiempo que ella, ahogando el grito que pugnaba por salir de su garganta con la misma fiereza que brotaba el semen de su pene embravecido.
La abrazó con fuerza infinita, casi con desesperación, como si temiera que fuese su último encuentro. Bruno fue consciente de que podían pasar cien años y continuaría necesitándola, adorándola con tanto ardor y pasión como en ese momento. Ella se acurrucó, lánguida, entre sus brazos.
Permanecieron en silencio, esperando que sus respiraciones se calmaran tras el agitado frenesí del orgasmo.
—Me temo que ahora sí que no nos queda más remedio que levantarnos. Espero a primera hora la llamada de un cliente.
—¿Y si pedimos que nos traigan aquí el teléfono?
—¡Venga ya! Levántate, perezoso.
—Es que estoy muerto. Me has dejado para el arrastre, cariño.
No le hizo ni caso. Lo empujó de la cama con manos y pies.
En cuanto Bruno se alejó, Cristina se estiró en la cama, mirando al techo con ojos cargados de temor. Se preguntaba si esta vez el destino tendría compasión de ella. Él salió del baño, desnudo, sin que Cristina pudiera descubrir un atisbo de vergüenza en aquellos ojos de bribonzuelo que la contemplaban e insinuaban que aún podían gozar de otro momento de placer. Sin embargo, se limitó a sonreír mientras la veía dirigirse a la ducha.
También la expresión de Bruno cambió en cuanto se encontró a solas. Esperaba que esa noche hubiera cambiado sus vidas, que ella lo admitiera al fin con pleno derecho en su mundo. Era una mujer recelosa. En cualquier momento se le podría escurrir entre los dedos como el agua en una cesta. Pero no pensaba dejarla escapar. Cristina tendría que acostumbrarse a la idea de que él iba a seguir allí en las próximas horas, en los próximos días y en los próximos años. Ambos habían recorrido un largo trecho de la vida en solitario, pero a partir de ahora se harían compañía el resto del trayecto. Se lo haría entender. Poco a poco.
En cuanto entró en el comedor, se dio cuenta de que su relación con Amparo había bajado de golpe varios grados de temperatura. Se había roto el lazo de camaradería creado entre ellos a lo largo de ese tiempo. Intentó restarle importancia, sobre todo porque no pensaba permitir que su vida fuera una página en blanco a disposición de los pensamientos y sentimientos de unos y otros. A pesar de todo, intentó comportarse con naturalidad, más que nada por si a ese fiero guardián se le pasaba por las mientes envenenarle el desayuno por haber seducido a su tierna niña.
A media mañana regresó a la casa con un único propósito: hablar con Amparo. No para disculparse, para lo cual no había razón alguna, sino porque ella, mejor que nadie, tenía derecho a conocer cuáles eran sus sentimientos e intenciones hacia Cristina, aunque aún no le hubiera hablado a la propia interesada sobre estas últimas. Amparo lo entendería. Su chica necesitaría más tiempo para asimilarlo. Y él se lo daría.
Se la encontró en la cocina cortando verduras para hacer un caldo. Entrar en el reducto de la mujer para tomarse un café era una costumbre que él no quería perder por nada del mundo. Ella, para que no esperara, solía tenérselo preparado. Sobre un mantelito individual ponía la taza junto a un plato hondo con las galletas que a él tanto le gustaban. Ese día, sin embargo, no había taza, mantelito ni nada; la vieja tata no se movió de su sitio ni hubo el menor ofrecimiento.
—Me apetece un café, Amparo.
—No hay café hecho. Tendría que hacerlo y ahora no tengo tiempo —rezongó malhumorada—. Vete a la sala, si tengo tiempo te lo llevo luego.
Las cosas estaban peor de lo que imaginaba. ¡Lo largaba de sus dominios con viento fresco! Decidió acortar su sufrimiento. No se lo merecía: el amor a Cristina era lo que propiciaba aquel comportamiento. Se acercó a ella mimoso. La sujetó por la cintura y la arrimó a su pecho, aun a riesgo de que le clavara el cuchillo. Lo invadió una inmensa ternura por la frágil y temible anciana. Se inclinó hacia delante y susurró en su oído las palabras mágicas.
—¿No me darás un café ni siquiera si te digo que pienso convencer a tu niña para que se case conmigo?
La mujer estaba tensa.
—Sois mayores. Ya sabéis lo que hacéis…
Se quedó en suspenso. Acababa de procesar las palabras del joven. Debía de tener la respuesta preparada antes de que su cerebro registrase lo que él había dicho. Se volvió entre sus brazos. Lo miró estupefacta.
—¿Piensas casarte con ella?
—Pues claro, ¿qué creías? ¡Soy un tío legal!
El rostro de Amparo se llenó de luz. Sus rasgos se dulcificaron. Tragó saliva. La emoción no la dejaba hablar, y llorar delante de gente no era lo suyo.
—Tú de legal tienes poco. —Luchaba por seguir pareciendo al menos un poco enfadada—. ¿De verdad? No me estarás engañando para que te dé pastas…
—¿Crees que yo te engañaría, que me arriesgaría a que me persiguieras el resto de mi vida?
La abrazó con fuerza. Amparo no pudo aguantar más y rompió en un llanto compulsivo. Bruno la mantuvo pegada a él. Cuando notó que se tranquilizaba la separó un poco. Por las mejillas llenas de surcos aún se deslizaban lágrimas silenciosas. Bruno la acunó contra su pecho hasta que la notó más calmada.
—Te lo advierto, debes guardarme el secreto. —Procuró fingir, en cordial tono de broma, el aire siniestro de un espía que quiere mantener ocultas sus andanzas—. Si Cristina se entera me colgará de la Torre de Olabide por los pulgares de los pies.
Amparo entre risas y lágrimas le dio un leve empujón en el pecho para separarse de él.
—¿Pero es que no lo sabe?
Bruno se metió las manos en los bolsillos del pantalón y contempló a la mujer con una mezcla de socarronería y cariño.
—Pues… no. Soy demasiado cobarde para soltárselo tan de repente. Claro que no lo sabe. Con Cristina hay que ir a su ritmo. Si se lo digo igual echa a correr llena de pánico y no para hasta llegar a Francia. Este será nuestro secreto, Amparo.
La mujer lo miró con un poco de recelo. Tras contemplarlos unos instantes, le gustó la honestidad que vio en el fondo de aquellos ojos oscuros, la pasión que brillaba en ellos al hablar de Cristina. Conocía bien a su niña. Le había cambiado el primer pañal y había estado con ella en todos los acontecimientos de su vida. Le gustaba Bruno. Sería el mejor hombre para ella, pero también sabía que la joven era demasiado suspicaz. Con los años se había vuelto precavida en exceso, desconfiada hasta el extremo. Tendría miedo de sufrir un nuevo golpe, como le pasó con aquel cretino de novio inglés; o escocés, como decía ella.
Creyó en sus palabras.
—Siéntate. Voy a prepararte un café.
Cristina había tenido uno de los peores días de los últimos tiempos. En primer lugar porque después de una noche desenfrenada de sexo y pasión apenas había dormido; en segundo lugar, porque una de las operarias se había puesto enferma; y en tercer lugar, porque el algodón que tenía que haber llegado dos días antes desde Portugal no se sabía por dónde andaba. Los pedidos estaban muy retrasados y, por si fuera poco, el dolor sordo en la base de su cuello, a resultas del accidente, no había cesado en todo el día y apenas había podido trabajar. Claro que nadie le había mandado coger las agujas de calceta contraviniendo las estrictas órdenes del médico. Ella se lo había buscado, ciertamente, pero que fuera culpable no cambiaba la realidad: estaba entumecida, cansada y dolorida.
El calor de la estufa de leña, la calidez de hogar, sí que era un pequeño consuelo. Aunque el mundo exterior se derrumbara, aquel era su recinto sagrado, el corazón de su templo, y ella, la suma sacerdotisa. Se encontraba tan mal y tan cansada que agradeció el silencio de la casa, la ausencia de clientes de su hotel, no tener que mantener una conversación de circunstancias con ellos.
Pensó que a esas horas Bruno estaría trabajando en su estudio. De pronto las ganas de encontrarse con él le hicieron olvidar su agotamiento, todos sus males. En su busca atravesó alborozada la compleja red de pasillos. Su corazón palpitaba lleno de anhelo. Llevaba todo el día ansiando estar de nuevo entre sus brazos. Había un montón de mariposas revoloteando en su estómago, sobre todo cuando recordaba el encuentro sexual que habían disfrutado cuando ya había amanecido. No lo encontró. La desilusión casi le causó un mareo. ¿Se había ido sin despedirse de ella? Las horas pasadas juntos ¿habían significado lo mismo para él que para ella? Se reconvino por su permanente desconfianza. Bruno jamás haría algo por el estilo. Tal vez no sintiera la misma pasión, pero estaba segura de que nunca la dejaría sin una explicación. Y si le tenía que decir que todo había sido un error, que no iba a volver a repetirse, se lo diría a la cara. Se reprochó su suspicacia, esa irritante incapacidad para confiar en el otro. Pero justificó sus pensamientos con los hechos del pasado. Hubo un tiempo en que amó y fue traicionada de la manera más vulgar.
Era incorregible.
Descendió a la planta inferior y se adentró en la oficina. Oyó voces. Arrugó el entrecejo. Le apetecía tanto atender a una visita como tirarse a un pozo.
La timba que tenían organizada en su propia cocina la dejó desconcertada. Marianito, asiduo visitante de Amparo, su hijo Gabriel, unos años mayor que Mari Cruz, que había regresado de Afganistán, donde estaba destinada su unidad, para pasar unas cortas vacaciones en el pueblo, y Bruno habían montado una reñidísima partida de brisca.
—Pasa, cariño, no sabes la paliza que les estamos dando Amparo y yo a estos.
Rompió a reír. Ella con pensamientos melodramáticos mientras él se lo montaba jugando a las cartas con dos ancianos y un soldado. Todos los males del día se le pasaron de golpe. Amparo había logrado reunir unos cuantos céntimos en su lado. Marianito observaba sus cartas con gran atención. El joven cabo ya sabía que llevaba todas las de perder y Bruno, su Bruno, con las mangas de la camisa remangadas, parecía Robert Redford en una mala interpretación de El golpe. Se acercó a él. Hacía años que no jugaba, que ni siquiera veía una baraja, pero recordaba algo de su niñez. Con las cartas que su amante tenía en esa mano, si pensaba ganar para llevarla a cenar a algún sitio, más le valía a ella ir preparando la cartera. Eran un desastre.
—Nena, tú vas a cambiar mi suerte. —La agarró por la cintura, la atrajo hacia su boca y se deleitó en un beso que parecía que no iba a tener fin.
—De besuqueos nada, ¿eh? Si estamos jugando en serio bien, sino aire —protestó Marianito que, entre aquellos dos truhanes no debía de haber ganado ni una moneda. Miró de reojo a Bruno—. ¿Ves? Ya te decía yo que era mu guapa. Y tú te reías, ¿eh? Si lo sabré yo.
Cristina se alejó de la timba y se preparó un té. Contempló a aquellas personas que eran parte de su mundo. Bruno se había integrado sin el menor esfuerzo. Sentía tanto amor por él que a veces temía volverse loca. Creía que esos sentimientos debía guardárselos para ella. Él le había dado a entender que la deseaba, desde luego, pero de pronto se había vuelto muy ambiciosa. Quería más, mucho más. Y no sabía si iba a poder conseguirlo.
La partida terminó como el rosario de la aurora. Marianito protestando porque aquellos dos estaban compinchados y hacían trampas mediante señas, su hijo, por lo general bastante más serio que él, se reía diciendo que su padre era un temerario que solo jugaba para ganar, se arriesgaba, perdía y después se enfadaba. Y mientras, Bruno, observándolos a todos con cara de póquer, reunía las monedas que habían estado al resguardo de Amparo y hacía dos montones con las ganancias del día.
Fue ella la que tuvo que poner paz ofreciendo café, cerveza y refrescos. Era algo que nunca fallaba, al menos con Marianito.