Era el mejor encuentro sexual que había disfrutado en mucho tiempo. Conoció a la mujer en el pub al que solía ir cada atardecer. Ella servía copas. Era una morocha, como decían en su tierra a las de pelo oscuro y tez morena, que rezumaba sensualidad por los cuatro costados. Ambos iniciaron el juego erótico desde el primer momento, conscientes de adónde querían llegar. Los paseos insinuantes de ella por detrás de la barra eran correspondidos por las miradas largas, llenas de admiración, y las sonrisas maliciosas de él. La joven probó su sabor el día que le siguió al baño de caballeros. A partir de entonces ansió tener sus piernas delgadas y largas enroscadas en su cintura, sentir el movimiento acompasado de su cuerpo fibroso. Él necesitaba poco para lanzarse. Era un adicto al sexo.
Su primer contacto con el placer erótico total había tenido lugar a los catorce años, cuando una joven doncella de la hacienda de veraneo de sus padres, unos años mayor que él, lo sedujo. Por entonces él creyó estar enamorado. Pronto aprendió que amor y sexo no tenían por qué estar unidos.
Aquel fue un verano de descubrimientos. Tomó conciencia de su virilidad. Su belleza de efebo, unida a su pertenencia a una de las familias más adineradas, relacionada con lo mejor de la clase política y financiera de Argentina, le abría todo un universo de posibilidades. Y de camas de mujeres insatisfechas. Desde el lecho podía controlar sus vidas y obtener pingües beneficios que le aseguraban su independencia.
Esa noche había sido única. No volvería a ver a esa piba, por bonita que fuese. Tener contactos era un riesgo.
Por eso había abandonado el suntuoso hotel en el que se había inscrito como un rico hombre de negocios uruguayo, el Palacio Guendulain, en pleno centro de Pamplona. Ahora había alquilado un apartamento en una zona apartada, tranquila. En realidad no sabía por qué se molestaba en ocultar su nacionalidad. Nadie era capaz de reconocer si su acento rioplatense era argentino o uruguayo. Por si acaso, su pasaporte falso a nombre de Ricardo Spitz lo mantenía en la sombra. A fin de cuentas, la gente era muy confiada, daba por cierto lo que uno le contaba y veía lo que uno quisiera que viera. Ante todos, él se mostraba como un hombre sofisticado, de educación aristocrática, de maneras refinadas, capaz de levantar admiración entre sus vecinos.
Lo que no sabían era que estaba quemando sus últimos cartuchos. El gobierno argentino no le permitía sacar de su país ni uno de los pesos que formaban parte de su menguada herencia. La guita nunca había sido un problema para él. Ahora ese manantial se agotaba, debido a sus gustos caros, aunque también a una madre que no entendía que el dinero se acababa como se había terminado la vida del hombre que lo había estado llevando a casa. Por eso era tan urgente conseguir pronto su nueva fuente de financiación.
Recostado desnudo sobre el lecho desordenado con olor a sexo, mientras escuchaba el ruido del agua de la ducha cayendo sobre el cuerpo de junco de su acompañante nocturna, se dijo que era hora de dar el segundo paso. No se iba a dejar derrotar por el fracaso de su intento de sabotaje. Se encogió de hombros. En fin, la fortuna era así. Unas veces favorecedora; otras, esquiva. Y la suya, en los últimos tiempos, le había dado de lado.