Qué les ocurría cuando estaban juntos? Cada uno de sus encuentros terminaba en un enfrentamiento verbal que los dejaba agotados e insatisfechos.
Era culpa de ella, y Cristina lo sabía. Bruno, con su perspicacia habitual, lo había descubierto. El miedo era el motor de su vida, el que dirigía sus pasos y la obligaba a actuar de forma irracional. El mecanismo que la mantenía en marcha, pero también su debilidad. Y ella la ocultaba bajo esos arranques de genio, porque creía que así mantenía a flote su propia fortaleza.
Desde muy temprana edad había tenido que aparentar seguridad para que no se detectaran su inexperiencia y sus dudas. Contra lo que pudiera parecer, eso había afianzado la falta de confianza en sí misma a la hora de tomar decisiones de las que dependía la gente que estaba a su cargo. Era demasiado pesada la responsabilidad que llevaba sobre sus hombros. Sufría en soledad los ocasionales momentos de desesperación ante el temor a perder su casa, su herencia, su vida.
Y ahora parecía que él había tomado el mando. Bruno era un creador de sueños y realidades. Su mente estaba siempre inmersa en ellos. Ideaba, proyectaba, planeaba y al final creaba. Convertía las utopías en hechos, cosas palpables, lugares donde la gente terminaba edificando sus propias vidas y las de sus hijos, donde disfrutaba, donde paseaba, donde dejaba transcurrir los buenos y malos momentos que conforman la existencia humana. Y en todo ese proceso, pese a ser un soñador, no despegaba los pies del suelo. Actuaba con precisión y presteza. Y no dudaba en poner los medios a su alcance para conseguirlo.
Mucho se temía Cristina que ahora ella estaba entre sus objetivos. Le daba miedo la atracción ingobernable que sentía hacia él. Se convertía en un ser vulnerable ante la mirada oscura de aquellos ojos que leían tan bien su alma. Temía convertirse en una mujer dependiente, y que un día desapareciera de su vida y se volviera a encontrar sola, como lo había estado siempre. Y si eso ocurría, no creía poder superarlo. Sería el golpe de gracia.
Oía los ronquidos rítmicos de Cara, enroscada a los pies del lecho, ajena al insomnio de su ama. No quería cerrar los ojos. Al hacerlo, volvía la negrura terrible que poblaba sus sueños. Cada vez se sentía más oprimida por la oscuridad y el silencio. El pánico había aumentado después del accidente.
El automóvil da una y otra y otra vuelta de campana. No puede detenerlo. Nota el primer golpe en la cabeza. El estirón en el cuello, un dolor agudo que casi la deja sin respiración. Ve sangre en sus nudillos de tanto golpear la ventanilla. No puede soltarse. Está atada al asiento. Gime. Grita. Llora. Nadie la oye. El coche es su tumba…
Era inútil continuar tirada en la cama, con los ojos abiertos como platos. Apartó con brusquedad el edredón y se levantó. Se envolvió en una suave bata rosa de forro polar y se sentó en la butaca de la habitación, dispuesta a que las horas desfilaran una a una ante sus ojos.
La última discusión no contribuía a serenar su ánimo. Odiaba su maldita desconfianza hacia todo aquel que quisiera acercarse. Bruno había actuado de forma correcta. Lo mismo que ella, en idéntica situación, hubiera hecho por él, por Amparo o por las personas a las que tanto amaba. El enanito verde, malhumorado y escéptico, que vivía en su interior quiso, sin embargo, meter cizaña: «Podía haberte contado sus sospechas». «No», dijo su lado juicioso, «no podía». Bruno había dado los pasos adecuados para protegerla. No estaba acostumbrada a que nadie cuidara de ella. Llevaba demasiado tiempo ocupándose de todo y de todos.
Y por primera vez se dio cuenta de que debía creer en él. Era sincero cuando aseguraba que ya estaba dentro de su vida y que no pensaba salir de ella… si no lograba cansarle antes con sus desplantes y sus manías.
Nunca supo si fue un impulso súbito o si tomó la decisión de forma consciente por la plena seguridad de que él decía la verdad. Lo cierto es que decidió dar el paso decisivo. Con la mano apretada en torno al pestillo de la puerta, aún dudó. Pensó si su atuendo era el apropiado. No se podía decir que así vestida fuera capaz de despertar la libido de ningún hombre. Pero daba igual, tampoco iba a proponerle una sesión de sexo. Solo a pedirle disculpas. Miró el reloj del pasillo: las doce pasadas. Bruno estaría despierto, pues era ave nocturna. Le gustaba trabajar por la noche. Tenía que hablar con él ahora, no mañana, ni pasado. En caliente. Debía disculparse por la actitud impertinente que había mantenido esa tarde.
Avanzó por el pasillo, bajó a oscuras los tres escalones que separaban sus aposentos del resto de las habitaciones para los clientes y se detuvo ante la puerta cerrada. La luz se filtraba a través de las rendijas. No se oía nada. Llamó con los nudillos. Nadie respondió. Volvió a llamar. Tampoco hubo reacción alguna. Abrió la puerta con lentitud. Si estaba dormido no quería despertarlo. Iba a pedirle disculpas, no quería que se imaginara que pretendía meterse en su cama. Asomó la cabeza al interior.
Estaba sentado ante su mesa de arquitecto. Con los auriculares puestos, escuchando, con toda probabilidad, esa música altisonante de rock alternativo a la que era tan aficionado. La invadió la ternura. Su corazón dio un brinco de júbilo: lo amaba. No podía ocultarlo, es decir ocultárselo a sí misma. Amaba cada uno de los rasgos de su personalidad, su capacidad para soñar imposibles y hacer que se convirtieran en realidad; su capacidad de concentración en lograr todo lo que se proponía, su terquedad cuando perseguía un objetivo, su ternura para tratar a las personas débiles, su fortaleza y ese aire un tanto rudo de chico de barrio. ¿Qué iba a hacer con él? ¿Cómo iba a expresar lo que sentía por él?
Le pareció que había detectado su presencia, y que, en plan castigador, no tenía la menor intención de darse por aludido. No tenía más remedio que dar el siguiente paso. Le daba igual, ella ya no tenía el menor reparo en avanzar en línea recta.
—Bruno.
Permaneció quieto. Pensó que a lo mejor se equivocaba, que con la música no la había oído. Levantó la cabeza al cabo de unos segundos interminables, cuando ella iba ya a repetir su nombre. El hombre se quitó los auriculares, sin volverse, ni mirarla.
—¿Qué pasa, Cristina, te encuentras mal? Deberías estar dormida. El médico dijo que tenías que descansar lo más posible.
Su actitud distante y el tono bajo, un poco seco, no daban pie para soltar un alegato de disculpa en toda regla. Le dieron ganas de salir corriendo y esperar a mejor ocasión. Tragó saliva. Estaba allí y tenía que hacer lo debido. Ningún Olabide era un cobarde. Y ella menos.
—¿Qué estás escuchando?
—Rammstein.
—No sé quiénes son.
—Lo supongo. Diferimos bastante en casi todo, me temo. Es un grupo alemán, de metal.
Pasó por alto el sarcasmo. No había que ser muy lista para imaginar que la frase no se refería para nada a los gustos musicales.
—Ya. ¿Cómo los conociste?
Bruno suspiró con fuerza. Era una clara demostración de que le aburría esa conversación. Ella no se dio por aludida. Pensaba quedarse hasta dejar su conciencia limpia como una patena. Aunque tuviera que dar un rodeo interminable. Nunca en su vida había tenido tan claro adónde quería llegar.
—Leí sobre ellos en una novela policíaca de Inger Wolf. El personaje, Daniel Trokic, de madre noruega y padre croata, o al revés, ya no me acuerdo, suele escuchar su música. ¿Satisfecha? Aunque supongo que no has venido hasta aquí para interesarte por la música que escucho antes de irme a la cama, ¿no?
¡Vaya, se hacía el chico duro! Ya se veía arrastrándose por el suelo con la lengua fuera, como Zar, hasta que la atendiera.
—No. Y además sospecho que esa música no produce tiernos sueños. Estoy aquí porque… porque… En fin… Creo… creo que te debo una disculpa.
—No es necesario. Razonas mal cuando algo te altera. Ya lo sé.
Cristina sonrió triste. La conocía demasiado bien.
Seguía sin echarle ni una miserable ojeada, concentrado en la tarea de mover la regla sobre el plano, y en anotar números en la calculadora. Se acercó a él. Colocó las manos sobre sus hombros. Sintió su tensión, y un leve amago de quitársela de encima que contuvo en el último instante. De todas maneras no lo hubiera conseguido. No pensaba moverse ni escoltada por la policía. Para que se fijara en ella, estaba dispuesta a saltar, a bailar zapateado sobre su mesa e incluso a desprenderse de su bata y quedarse en cueros. Movió las manos sobre sus hombros, masajeándolos con delicadeza, sin pausa, intentando romper los nudos agarrotados de sus músculos.
—Sí, es necesario. He sido una auténtica borde. Me he comportado de forma arrogante, caprichosa, como una necia.
—Sí, un poco.
—Lo sé. Hiciste lo adecuado, Bruno. Lo que haría cualquier persona sensata.
Él se mantuvo en silencio, preguntándose por dónde iba a salir ahora su chica. Ella se vio impelida a continuar. Debía vaciar su alma, hacerle entender todo lo que significaba para ella. Tarea difícil para una persona que no sabía cómo expresar sus sentimientos.
—No sé cómo he sido capaz de actuar así. Tú has estado a mi lado en todo momento. Te preocupas por mí, proteges y cuidas a los míos. Y yo te he respondido de forma soberbia, con una arrogancia insultante. He rechazado tu ayuda de malos modos una y otra vez. Lo siento mucho. No tengo disculpa. Solo sé que en los últimos tiempos mi mundo se está viniendo abajo, no entiendo qué está pasando. No puedo imaginar por qué alguien quiere hacerme daño.
Bruno se giró y se enfrentó a ella cara a cara. Había notado que la voz le fallaba al hablar, aunque intentaba mantenerse firme. Cristina Olabide no era fácil de doblegar. Ahora aparecía ante él con una humildad que emocionaba. Detectaba temor, desamparo. Echó la silla hacia atrás y se recostó sobre el respaldo. Ella soltó sus hombros. Parecía relajado, aunque mantenía una expresión pétrea en el rostro.
—En realidad, ¿a qué has venido? Creo que todo eso podía haber esperado hasta mañana.
No se lo iba a poner fácil. Su primera impresión era acertada. Tendría que arrastrarse.
—Quiero estar contigo, Bruno. No me apartes de tu lado.
La sencillez de sus palabras fue un bálsamo para las heridas de Bruno. Pero aún no estaba seguro de que los dos estuvieran hablando la misma lengua. Se levantó con brusquedad. La miró de frente, analizando la veracidad de sus palabras, callado, sin tocarla. Ella mantuvo su mirada con la cabeza alta. Su rostro encendido mostraba una pasión irrefrenable, el anhelo de amar y ser amada.
El tiempo pareció detenerse.
Bruno extendió la mano con el puño cerrado y le pasó los nudillos por la barbilla, en aquella caricia llena de ternura que una vez más casi la hizo llorar. Bajó la mano aún cerrada, se separó de ella y se volvió de espaldas, cara al ventanal negro por la oscuridad exterior. Fuera, el viento nocturno agitaba las ramas de los árboles con violencia, casi al ritmo de la música vanguardista alemana.
Se giró de nuevo y abrió sus brazos para acogerla. Cristina posó la mirada en sus ojos y vio en ellos el perdón y, allá en el fondo, una luz tormentosa, señal de hambre y de necesidad de ella.
Y ella se desanudó el cinturón de la bata. La echó hacia atrás. Ante Bruno apareció una mínima parte de su cuerpo, el cuello enhiesto, los valles de las clavículas, el escote firme. Se quitó primero la manga derecha y después la izquierda. La prenda resbaló hasta enroscarse en sus pies. Permaneció de pie ante él, mostrándole su impúdica desnudez.
Avanzó con lentitud. Sabía el riesgo que corría. Una vez refugiada entre sus brazos, no querría volver a separarse nunca más.
Bruno contuvo la respiración. Sintió una opresión en el pecho, un fuego ardiente que le corría por las venas, mezcla de deseo febril y de profunda emoción. Su sexo se inflamó, amenazó con desbordarse. Los pantalones vaqueros le oprimieron, y por un instante pensó horrorizado que no iba a poder contenerse, que se correría sin remedio. La belleza de aquella hembra lo abrumaba. Casi sollozó de pura necesidad sexual. Y pese a la pasión desatada, entendía lo que estaba haciendo su amada. No era el striptease tentador de una mujer cualquiera que se le ofrecía para una noche de sexo. Había algo mucho más profundo e intenso en aquel gesto. Cristina se presentaba ante él sin subterfugios, libre de trabas.
Le hizo una señal con el pulgar para que se acercara. Sus brazos permanecieron abiertos para recibirla. Ella se echó en ellos con la naturalidad de una amante. La envolvió con fuerza, sintiendo en las manos la frialdad de su piel. Cristina se amoldó a su cuerpo fibroso, haciendo que encajara el pene en su bajo vientre. Lo frotó con delicadeza. El inmediato gemido de placer le produjo una honda satisfacción. Notó la humedad aflorar a su propio sexo. Se detuvo. La tortura vendría después. Se conformaba con eso. Reclinó la cabeza sobre el hombro de Bruno. Dejó escapar un suspiro. Detectó la sonrisa perversa de él al levantar el rostro y el brillo pícaro, ansioso, en sus ojos llenos de promesas futuras. La iba a hacer pagar por esa tortura exquisita a la que le tenía sometido. Se elevó sobre las puntas de los pies, le pasó un brazo por el cuello y le obligó a bajar la cabeza hacia ella. Tomó sus labios al asalto, los lamió, se permitió regodearse en el beso, absorbió su aliento y toda su necesidad vital de poseerla. Sus lenguas repasaron el interior de sus respectivas bocas. El beso se hizo eterno. Y ella supo que había encontrado su sitio.