El maldito tiempo era desesperante. Que lloviera en Bilbao estaba bien. A fin de cuentas era el norte. Nadie imaginaba que pudiera ser de otra manera. Pero que también lo hiciera al sur de Navarra le fastidiaba en grado sumo. La lluvia caía a ratos en forma de chaparrones violentos. En la fase en la que estaban suponía ralentizar el proceso. Esa mañana, menos mal, había clareado bastante. Las nubes corrían que se las pelaban.
Bruno consultó el reloj por tercera vez. Las doce y media. Estaba inquieto. El secreto que guardaba le estaba quemando por dentro. Había ido a ver a Cristina a primera hora de la mañana. Ella empezaba a impacientarse. No era mujer de reposo. Y él tenía que retenerla en casa hasta que encontrara una solución. Tendría que ir a hablar con Yuste. No lo conocía, pero era un guardia civil respetado por todos. Él le aconsejaría. Decidió abandonar la obra. Se largaba a hacer un rato de compañía a Cristina antes de comer. A tumbarse un rato con ella en el sofá, a abrazar su cuerpo cálido, dúctil. Se moría de ganas de hacer el amor con ella, en una sesión larga, pausada, perezosa, disfrutando de su cuerpo. Pero antes tenía que solucionar ese grave problema.
Entró por la puerta del río y avanzó hacia la casa con la cabeza baja, sumido en el pensamiento que lo reconcomía. Aún no se lo había comentado a Cristina. Ni siquiera tenía idea de cómo empezar la conversación. Se iba a poner hecha una furia. Y lo negaría todo. Era una mujer valiente, capaz de enfrentarse a los golpes más duros de la vida y salir indemne. Pero él había detectado que cuando algo la disgustaba, tendía a rechazar la realidad. Una de tantas contradicciones de las personas. Tardaba un tiempo en aceptar los hechos. Una vez que lo hacía, levantaba la cabeza, en un gesto propio de una amazona, se armaba y peleaba con todas sus fuerzas. Esperaba que en este caso también actuara así.
Las voces de dos hombres le volvieron al presente. Sonrió para sí. Ya ha venido Floren a por su vasito de tinto y a ver a su amigo Zar. Emocionaban las bienvenidas que le daba el animal. Ni idea de quién era el otro. Un auténtico armario cuadrado. Hubo un gesto en él que le resultó conocido.
Saludó de lejos. Ambos se detuvieron a esperarle.
—¡Coño!
Reconoció de inmediato la manera tan expresiva de saludar.
—¡Coño, Juanjo!
Se abrazaron, efusivos, con el masculino palmeo de rigor en la espalda.
—Ya veo que conoces al poli.
Floren estaba estupefacto.
—Y tanto que lo conozco. Fuimos vecinos, compañeros de colegio, y disfrutamos juntos de todos los meses de agosto de nuestra niñez. Nuestras familias viven en aldeas cercanas, en Galicia.
—Además de compañeros de moto. No lo olvides. El pijito este es de BMW.
—Ya decía yo que el chico vale —respondió cachazudo Floren—. Este tiene más categoría. No monta a los cerdos.
Los dos amigos estallaron en carcajadas.
—¿Se puede saber qué haces tú por aquí? Hasta hace unos meses vivías en Pamplona.
—Y allá estoy, pero…
—El crimen.
—Pues eso. Que me han enviado.
Bruno se quedó un momento pensativo. Se dijo que el destino debía de estar haciendo de las suyas.
—Os acompaño. Amparo nos dará un vasito y un pincho. Y después, Juanjo, después hay algo que me gustaría consultar contigo. Si tienes tiempo, claro.
—Siempre hay tiempo para los colegas. —Observó el rictus de preocupación de Bruno, y la sonrisa se le heló en los labios—. Imagino que es algo importante, ¿me equivoco?
—Pues no. Siempre presumes de tu intuición de poli. Me temo que esta vez tampoco te ha fallado.
A pesar de su intención de dar una cierta jocosidad a su respuesta, no lo consiguió. Corbelle le dio un apretón fuerte en el brazo.
Los tres caminaron hacia la cocina de Amparo, hacia un momento de relax, tan necesario cuando se hurga en el horror.
Bruno subió con su acompañante a las habitaciones de Cristina. Se detuvo ante la puerta abierta y dio un toque breve con los nudillos para atraer su atención.
La joven lo contempló desde el sofá con un ligero rubor en las mejillas. Cada vez que lo veía, su cuerpo ardía sin remedio. Revolvió nerviosa las revistas que mantenía sobre el regazo para ocultar la ofuscación mental que su sola presencia le provocaba.
Se fijó en el otro hombre. Debía de tener la misma edad que Bruno. Era de aspecto recio, de rostro franco, algo duro. No se movía en el entorno de trabajo de Bruno, seguro. Sin saber muy bien por qué, le vino a la mente la imagen de un agente secreto.
—Cristina, Juan José Corbelle es un buen amigo mío desde que éramos niños. Es policía, trabaja en Pamplona, en homicidios. Ha estado ya con Floren. Quiere hacerte unas preguntas.
Muy equivocada no estaba. Era de la policía. Ya le había llegado la noticia de que iba a venir uno de fuera. A colaborar. El teniente estaba que trinaba.
—Si es sobre la pobre muchacha muerta, poco tengo que decir. Ni siquiera he estado en el lugar donde la encontraron.
—Bueno, si no te importa, de eso hablaremos después. Bruno cree que debemos tratar otro tema.
Cristina lo miró sorprendida. Bruno le devolvió la mirada, al tiempo que se pasaba la mano por el cogote. Ella frunció el ceño. Algo pasaba, algo que le había ocultado. Y eso la enfurecía. Antes de que pudiera decir una sola palabra, la interrumpió.
—Quiero que le cuentes cómo fue tu accidente.
No se lo pedía, se lo ordenaba. A veces era un auténtico dictador. Lo miró atónita e irritada.
—Ya lo he contado cien veces. Y no fue más que eso, un accidente con un coche muy viejo, pero que me hacía un buen servicio. Ahora no me va a quedar más remedio que comprarme otro. Os lo traduzco: tendré que gastarme los cuartos.
El hombre observó su estupor. Con un gesto amable le tendió la mano, que ella se apresuró a estrechar. Intentó que, pese a su irritación, prevaleciera el trato educado que se merecía todo invitado que acudiera a su casa. Y aquella era una visita de cortesía. Estaba segura.
—Comprendo que estés sorprendida. —El policía intentó tranquilizarla con un tono de voz pausado, aunque algo brusco—. Estoy aquí solo como amigo de Bruno. Me ha comentado un asunto que le parece grave y me ha pedido consejo. ¿Qué te parece si nos relajamos un poco y me lo cuentas?
—Siéntate. No estés de pie. Bruno, ¿puedes acercarle esa silla, por favor? Parece que el accidente me ha hecho olvidar la buena educación. Perdona que sea tan obtusa, el golpe en la cabeza ha debido de ser peor de lo que imagino. No entiendo por qué un policía de Pamplona viene hasta aquí para que le cuente un simple accidente.
—No estoy aquí por eso. Me han encargado investigar el homicidio. Me he encontrado con Bruno por casualidad.
—No sé qué tengo que contarte, de verdad. Iba a Pamplona, debí de despistarme, el coche se me fue de las manos y volqué. Punto final. No hay nada más.
El hombre la miró con una sonrisa que más parecía una mueca en aquella cara llena de ángulos.
—Me han contado el ataque a tu perro…
—Sí, pero eso, ¿qué tiene que ver con mi accidente? Zar campa a sus anchas siempre que puede. Todo el mundo lo conoce. Debió de asustar a algún extraño. Pensó que le iba a atacar y se defendió. No creo que haya nada raro en eso. Fue un incidente muy desagradable y doloroso. Yo… bueno, estoy muy encariñada con mis animales.
—Volviendo al accidente… —Corbelle acalló su posible protesta con un gesto firme—. Escucha. Ya sé que todo esto es muy desagradable. Un incidente suelto es producto de la mala suerte. No hay que ver nada raro en él. Sin embargo, cuando ocurren varios seguidos, en torno a la misma persona, entonces hay que plantearse cuánto hay de casualidad y cuánto de intención. Mi experiencia me lo ha demostrado, la primera no existe. Al menos en determinadas situaciones.
Cristina miró primero a uno y después al otro. Vio seriedad en la cara del policía, con sus ojos amigables puestos en ella, con un fondo de firmeza que contrastaba con el tono pausado de sus palabras. La atravesó un escalofrío de temor. Miró a Bruno y él se dio cuenta de sus temores, de su angustia.
Estaba de pie junto al sofá con una expresión pétrea que la asustó. No había ningún rastro de esa actitud optimista y alegre con la que se enfrentaba a la vida. Emanaba tensión. Se dio cuenta de que sabía algo que no se había molestado en contarle. Quiso manifestar su enfado, rebelarse, discutir con él, pero la seriedad de su rostro, la frialdad de sus ojos oscuros la dejó paralizada.
—No sé qué ocurrió —dijo al fin—. O al menos no sé explicarlo.
Comenzó de nuevo el relato de los sucesos vividos. Lo había contado ya tantas veces que empezaba a preguntarse si le había ocurrido a ella o lo había visto en alguna película de la que ya no recordaba el título.
—Como ves, no hay nada raro ni oscuro —aclaró al final—. Un accidente provocado por mi falta de cuidado y previsión. Nada más. Estoy avergonzada, pero así es.
Los dos hombres se miraron de reojo. Fue un gesto imperceptible que ella no hubiera notado de no estar atenta a sus reacciones. Presintió que se habían lanzado una señal. Esperó paciente. Tenía la sensación de que aunque no quisiera oír lo que le iban a decir, se lo dirían de todas maneras.
Corbelle arrimó su silla. Bruno despejó un extremo del sofá de libros y revistas, y se sentó en un hueco, a su lado. Apoyó los antebrazos sobre los muslos y mantuvo las manos enlazadas. A Cristina le pasó un nuevo escalofrío por la columna vertebral. Aquello era más serio de lo que ella suponía.
—Nos tememos —dijo con un tono que ya no era el de un amigo, sino el de un policía— que alguien manipuló el coche.
El alivio corrió por las venas de Cristina. Su risa resonó por toda la habitación. Bruno estaba empezando a tener un comportamiento paranoico en todo lo que se refería a ella. Veía espectros donde solo había realidades.
—Menuda estupidez —soltó despectiva.
Pero captó la seriedad de los dos hombres y la risa fue muriendo en sus labios. Ambos la observaban con una mirada de conmiseración.
—Pero ¿de dónde os sacáis semejante historia?
Bruno respondió, intentando impregnar de serenidad su voz. Ella detectó un fondo de rabia y miedo.
—Hay algo que no te he contado. Al día siguiente del accidente, antes de ir a recogerte al hospital, fui al taller. Les pedí que revisaran los frenos. Fue un impulso. Siempre he pensado que ese coche era una ruina y que algún día iba a darte un disgusto. Así que no debía de extrañarme que te hubiera lanzado a la cuneta.
—Ya te dije que no tenía dinero para cambiarlo. Y además ha pasado la ITV.
—Lo sé, pero estaba intranquilo. Tal vez no lo recuerdes. Mientras estuviste tan adormilada no dejabas de repetir que no frenaba. Estabas angustiada. Al principio no entendía lo que querías decir. Después me di cuenta de que estabas desesperada porque el coche no te había respondido.
—Pudo… pudo… ser que se quedara sin líquido. La verdad es que nunca me ocupo demasiado de esas cosas.
—No. Tú misma lo has dicho. Poco antes lo llevaste al taller antes de ir a la ITV. Alguien manipuló los frenos. Es más complicado hacerlo en un coche de los nuevos, pero en semejante antigualla de museo es pan comido. Quien lo hizo sabía bien dónde tenía que hurgar, me temo.
—Pero la tarde anterior yo misma moví el coche y no pasó nada.
—Estaba en llano, solo lo cambiaste de sitio y aguantó lo suficiente. Fue al conducir por carretera cuando se rompió del todo el cable.
—Pudo romperse porque sí —insistió cada vez más desesperada.
—No, no pudo.
—¿Por qué lo sabes? —Su tono de voz puso a Bruno sobre aviso. Se avecinaba pelea.
—Lo sé.
—Ya. Tú siempre lo sabes todo, no me digas más.
—Manipularon el cable, Cristina. El mecánico no tenía ninguna duda.
—Bien, creo que ahora no debemos discutir eso. —Corbelle, buen conocedor del género humano, también había detectado el anuncio de tormenta. No quería que los rayos le cogieran en medio—. Mi pregunta es si has notado algo extraño, desacostumbrado, en los últimos días. ¿Alguna amenaza? ¿Llamadas raras de teléfono?
—No… solo lo de Zar. Nada más. Me sorprendió el ataque al pobre, por supuesto.
—Piensa con calma. ¿Alguna cosa, por insignificante que parezca?
La joven se quedó abstraída. Estaba aquella sensación. Pero no era más que eso, una sensación. Le daba apuro hablar de ello. Era algo intangible, un producto de su imaginación, provocado por el miedo que tenía después del crimen. No estaba dispuesta a referirlo en voz alta. Se reirían. Ojos y ojos que la observaban en el bosque. ¿Quién se iba a creer semejante estupidez? A fin de cuentas Corbelle era un poli que se movía por hechos tangibles, por verdades absolutas, no por una fantasía psicológica más propia del Recuerda de Hitchcock. Investigaba, recogía pruebas y apresaba a los malos. Y ahora iba ella a hablarle de unos ojos de los que no conocía ni siquiera el color de la pupila.
Su cara transmitía, sin que ella se percatara, todos sus pensamientos. Elorza había aprendido a leer en sus expresiones faciales como en un libro abierto.
—Cris, cariño, hay algo, ¿verdad?
La dulzura de su voz fue un bálsamo. Estaba intranquila por el interrogatorio. Abría posibilidades que ni siquiera había imaginado.
—No es nada —soltó una risilla nerviosa—. Vais a pensar que me he vuelto un poco majara.
—Primero nos lo cuentas, y después ya nos reiremos juntos —le instó el inspector.
—Es solo a veces. Cuando salgo a pasear por la orilla del río tengo la sensación de que unos ojos me observan.
Lo soltó de corrido, sofocada por la vergüenza.
La voz de Bruno atronó en la habitación.
—¿Unos ojos? ¿Qué ojos?
—Ya os he dicho que era una tontería, así que no grites. Es solo una sensación. Jamás he visto a nadie. Después de la paliza que recibió Zar aún es mayor. Él solía escaparse ladera arriba. Ladraba tanto que a veces me volvía loca. Pensé si no sería por algún animal. Una culebra, aunque en esta época lo dudo, o… no sé. Algún conejo. No le di importancia. Es un chucho escandaloso. No los he vuelto a sacar conmigo al bosque. Me da miedo que se escapen y que alguien pueda herirlos. Y es ahora cuando esa presencia se ha hecho más fuerte.
—¿Me quieres decir que sospechas que alguien te vigila y no has dicho nada? ¿Y sigues yendo a pasear sola al bosque?
La voz de Bruno era como el trueno. Se puso en pie de un salto. Recorrió la habitación de un extremo a otro a grandes zancadas ante la estupefacción de Cristina y de su amigo, que puso cara de circunstancias ante semejante estallido de cólera.
—Vale, vale. Te estás comportando como un energúmeno. Si llego a saber que te vas a poner así no te cuento nada.
—¿Es que no te das cuenta de que ha muerto una mujer y tal vez tú estás en el punto de mira de alguien?
Estaba blanco. La contemplaba como si fuera él mismo quien quisiera asesinarla por imprudente. La cólera de ambos vibraba en el ambiente.
—Menuda estupidez. Estás sacando las cosas de quicio. ¿Por qué iban a querer matarme? Y además, si hubieran querido, oportunidades no han faltado, ¿no crees?
—¡Paz! A gritos no solucionaremos nada. Cristina, los motivos tendremos que averiguarlos. —Corbelle logró devolver la sensatez a la habitación—. ¿Se lo has contado a Yuste? Creo que es un buen amigo tuyo.
—Sí, lo es. Apreciaba mucho a mis abuelos. Siempre me ha cuidado. Desde pequeña. Pero no le he dicho nada. Nunca lo he comentado con nadie.
—Creo que Elorza tiene razón. No debes salir sola al bosque. Mejor aún, no debes salir sola a ninguna parte. Durante unos días al menos. En cuanto al quién o el motivo, eso ya lo averiguaremos. Debo recordarte que hay gente que hace el mal sin motivo aparente. Tiene los suyos propios, a veces incomprensibles para el resto de la humanidad. Hasta que averigüemos de qué va todo esto, debes ser precavida. En estos momentos estamos en la inopia. Y no le des vueltas intentando buscar razones lógicas. No las hay. A lo mejor es porque Bruno está aquí hospedado y cree que hay algo entre los dos… o por el hotel que está construyendo, y te echa la culpa a ti, o… vaya usted a saber. ¿Has tenido algún enfrentamiento con alguien? ¿Alguna amenaza?
—Por supuesto que no. Aquí todos nos conocemos. Si vosotros tenéis razón y hay alguien que me quiere hacer daño, no es nadie del pueblo, eso seguro.
—¿Algún huésped extraño en el hotel?
Cristina pensó en los últimos. La figura alta y elegante de Ricardo Spitz vestido de jinete se le presentó de golpe. Ese hombre era un auténtico impresentable, pero no un asesino. Recordó la cara de asco que puso cuando se limpió una hierba adherida a la manga de la chaqueta. Con su pulcritud asfixiante no se lo imaginaba andando por ahí cubierto de sangre.
—Pues no. Los últimos fueron la familia de Bruno, y un par de hombres. Uno que vino por primera vez y otro que ya había estado aquí. Un profesor un poco raro. De todas maneras si es alguien que, según decís, pretende acabar conmigo, no iba a venir a pernoctar a mi casa y descubrirse. Sería absurdo.
Corbelle se encogió de hombros. En general los criminales se creían más listos que nadie, y a veces con razón. Él nunca cerraba posibilidades.
—Vamos a investigar a la gente de tu entorno, por si acaso sale algo. De todas formas, insisto, no salgas de casa y menos sola. Recuerda que no sabemos a quién nos enfrentamos.
—No me puedo quedar encerrada en casa. Tengo un negocio.
—Yo te acompañaré siempre que salgas —terció Bruno presuroso al notar la tensión en la voz de ella.
Cristina lo miró con cara de incredulidad.
—¿Tú? Yo tengo que resolver mi vida. Y tú, la tuya. Además, ¿durante cuánto tiempo? ¿Un día, una semana, un mes? No, de ninguna manera. Tendré cuidado. No iré sola al bosque. De todas maneras en cuanto vea que ha fallado, si es que vosotros tenéis razón, abandonará.
Juan José Corbelle se levantó de la silla. La miró con pesadumbre. Si era cierto lo que contaba, a saber qué intenciones tenía…
—No, Cristina. No cuentes con eso. Si nuestras sospechas se confirman, estará atormentado por una enorme rabia a causa de su fracaso. Volverá a intentarlo.
Le estrechó las manos, intentando transmitirle todo el valor que suponía iba a necesitar en el futuro.
—Cuídate. Y déjate cuidar.
—Te acompaño —dijo Bruno.
El policía asintió. Salió sin volver la vista atrás. Demasiado preocupado por la joven que dejaba tendida en el sofá.
En Cristina se creó un estado de inquietud que no menguó a lo largo de la tarde. Le dijo a Bruno que quería comer sola. Él, demasiado inquieto por su amada, decidió que lo mejor era que asimilara la conversación con Corbelle, a ver si así le entraba un poco de cordura en su dura cabeza.
Cristina no era capaz de concentrarse en nada. Cogía una revista y la hojeaba sin fijarse ni siquiera en los titulares. Tenía la mente en blanco. La marcha de Corbelle la había dejado en un angustioso estado de zozobra. Desde que había tenido el presentimiento de que era observada, el miedo se había convertido en su compañero habitual. Lo ocultaba porque no quería que nada perturbara su tranquilidad. Y ahora su paz espiritual había emigrado más lejos que las cigüeñas en otoño. Al menos, si era cierto lo que los dos hombres sospechaban, podría tomar precauciones.
Pensar en Bruno tampoco contribuía a su serenidad. La entrevista había sido una auténtica encerrona. Elorza era un hombre habituado a tomar decisiones, muchas veces rápidas para que resultaran eficaces. Y ahora se había convertido en su paladín. Había apresado el bastón de mando y ella creía que nada le haría soltarlo.
Estaba furiosa. La había tenido durante dos días encerrada en aquella habitación, recostada entre algodones, colmándola de mimos. Y ella había caído en la trampa como una idiota.
—Es lo que ha dicho el médico. Debes descansar —le soltaba el muy ladino cada vez que ella le decía que iba a bajar un rato al taller.
No se había molestado en comunicarle sus sospechas, ni ninguno de los pasos que había dado. Él, a la chita callando, había hablado con el mecánico y le había hecho revisar su coche palmo a palmo, hasta encontrar el fallo. Pero… ¡por Dios!, ¿qué ser nefasto iba a odiarla tanto como para querer su muerte? Durante todo el tiempo que la mimaba, la besaba, la acariciaba y hacía surgir en ella el ansia cruda de tenerlo en su interior, él había mantenido ocultas sus sospechas y puesto en marcha la maquinaria policial encarnada en la figura de su antiguo compañero de colegio. Pensar en ello la hacía consumirse de ira. Ni por asomo pensaba quedarse encerrada entre cuatro paredes mientras él jugaba a ser un detective de cine negro. Aún no había nacido el individuo que controlara su vida.
Cuando las sombras de la noche cubrieron la habitación, iluminada tan solo por las ascuas rojas de la chimenea que Amparo había encendido horas antes, oyó los pasos de Bruno en la escalera. Se preguntó desde qué momento entraba y salía con tanta soltura. Cuándo había tomado las riendas y cómo era posible que ella ni siquiera se hubiese enterado.
—¿Te encuentras mejor?
Lo preguntó en un tono de voz cálido, con una naturalidad aplastante. Y a pesar de todo lo que había despotricado en soledad a lo largo de la tarde, la llama del deseo prendió de nuevo en ella. Ansió su boca y el tacto exquisito de sus dedos recorriendo su piel, deteniéndose un instante en la clavícula para descender después hasta las cumbres enhiestas de su pecho. Casi gritaba de necesidad, estaba a punto de suplicar por sus brazos. Quería sentirse acunada, protegida entre ellos del mal que había en el resto del mundo. Bruno era un ser sólido, y por eso era tan peligroso. Una mezcla compleja de soñador y hombre de acción. Uno de esos riojas de gran reserva que se hacen solo en añadas de uvas de gran calidad, de aroma intenso, que dejan al final un sabor memorable.
Movió la cabeza con fuerza de un lado a otro hasta casi desgajársela. El descanso la estaba debilitando, llenando de serrín el interior de su cabeza. Bruno no era ningún gran reserva, sino un capullo integral que no dudaba lo más mínimo en mentir o en tergiversar una situación a su entero antojo. Había actuado a espaldas de ella. Si en algún momento pensó que iba a notar arrepentimiento por su intromisión, se había equivocado de cabo a rabo. Ese hombre decidía lo que había que hacer, lo ponía en marcha y no daba explicaciones de ningún tipo a nadie.
—¿Por qué estás a oscuras? ¿Te encuentras bien? ¿Te duele la cabeza?
Cristina no respondió. Estaba de nuevo a punto de dejarse llevar por la ira. Tomó aire. En el fondo se sabía una desagradecida. Él se preocupaba por ella. Pocos lo habían hecho a lo largo de su vida. Pensándolo bien, casi se alegraba de haberles contado sus sensaciones. Tenía miedo. Su vida acababa de dar un vuelco. No, ya se había producido antes, empezó a derrumbarse cuando encontró a Zar tirado y herido en el bosque. Se había comportado como el avestruz, metiendo la cabeza bajo el ala para no ver la siniestra realidad. Bruno, de manera expeditiva, la había obligado a enfrentarse a ella.
—Vaya, no me lo digas, estás cabreada. Me da igual que consideres que fue una intromisión por mi parte. O cualquiera de esas tonterías que piensas acerca de tu vida y de tu independencia. Actué como tenía que actuar y punto.
Le daba miedo saber que la conocía tan bien y que sabía detectar a través de sus silencios sus más mínimos pensamientos.
—Debiste decírmelo.
—No debí. Estabas herida. Pasaste el día adormilada, no era el momento.
—Nunca te equivocas, ¿verdad?
El tono controlado de Cristina no engañaba a nadie. Estaba furiosa, contenida pero enrabietada. Y le parecía que también asustada, y así lo esperaba, por su bien. Así sería más prudente y él podría volver a dormir tranquilo. Desde su conversación con el mecánico pasaba las noches con un ojo abierto y otro cerrado, obsesionado por si alguien entraba en la casa.
—Pues claro que me equivoco, mujer. Muchas veces. Pero en esto no, te lo aseguro. Hice lo que debía.
—Estoy harta, Bruno. No quiero que te inmiscuyas más en mi vida. No quiero que me digas lo que tengo o no tengo que hacer. No quiero que me protejas. Tuviste una sospecha y ni siquiera me hablaste de ella. ¿Qué pensabas? ¿Creías que no iba a poder resistir la verdad? Y además ¿qué derecho tienes a traer a un policía a mi casa?
Cristina se levantó del sofá con violenta premura. Caminó en la penumbra de la estancia, con todo su cuerpo en tensión. Iluminada por el resplandor del fuego, su sombra alargada se dibujó sobre el suelo. Parecía un ser fantasmagórico, llegado del más allá, con la única pretensión de golpear su dura cabeza. Pero Bruno no se amilanó ni por la ira de la chica ni por las sombras.
—Tú me das derecho a hacer lo que debo. Lo que siento por ti me da derecho a protegerte.
La agarró por los brazos y la mantuvo a cierta distancia de su pecho. Contuvo a duras penas las ganas de zarandearla… y de abrazarla, claro.
A veces Cristina despertaba en él una ferocidad que le sorprendía y mortificaba. La razón le decía que las palabras intemperantes y soberbias de ella estaban provocadas por el miedo. Pero desde el punto de vista sentimental, esas actitudes eran puñaladas directas a su corazón, porque demostraban que aún desconfiaba de él.
Bruno tendría que armarse de paciencia, sin bajar la guardia. Con ella no podía ser de otra manera. Tenía que hacer entender a la joven que estaba allí, a su lado, y que así continuaría hasta el fin de sus días. Se pusiera como se pusiera, iba a protegerla, a preservarla de cualquier mal.
—¿Tus sentimientos te dan derecho a protegerme? Pues entonces no quiero que sientas nada por mí. Sé cuidarme, no te necesito. Ni a ti ni a nadie. He sobrevivido sola hasta los veintiocho años. Creo que podré salir adelante otros tantos, como poco.
—Eso es, has podido sobrevivir. Lo has dicho bien. Pero sobrevivir no es vivir. No es amar cada minuto de la existencia, saborear las mieles de la vida, enfrentarse a los horrores, a las tragedias, junto a la persona amada. Compartir. Compartir y confiar. Cristina Olabide lo soluciona todo ella sola. Maneja el día a día a su antojo. No permite que nadie se acerque a ella. ¿Y sabes por qué?
—Tú me lo dirás, seguro. Eres de los que no callan ni debajo del agua.
Bruno no hizo caso de su sarcasmo. La conocía bien. El miedo nublaba ahora su capacidad de raciocinio.
—Porque en el fondo es una cobarde. Vive dominada por el pasado. El futuro le da vértigo. Se asoma a él, pero retrocede ante su sola visión. Pues ¿sabes lo que te digo? Yo soy ese futuro. Y no pienso largarme a ningún lado. Ya te lo dije.
—No tenías derecho a ocultarme eso.
Esto último lo dijo casi sollozando. Le dolían tanto las palabras de Bruno… Qué podía saber él, que fue un niño querido, protegido. Y luego un hombre admirado. Cómo podía llegar a entender la soledad, la angustia, el abandono en el que ella había pasado la mayor parte de su vida.
—No podía hablarte de ello. Estabas convaleciente. Tuve una sospecha y cuando se convirtió en certeza, creí que lo mejor era comentárselo primero al teniente Yuste o a cualquier otro policía.
—No quiero que tomes iniciativas en asuntos que solo me conciernen a mí. Tienes esa mala costumbre y no la soporto.
Bruno no contestó. La acercó hacia él, con la fuerza que da la desesperación brutal por el peligro de perder al ser amado. Una brisa cálida sopló en el interior de su pecho, revoloteó y se convirtió en un viento tórrido, huracanado, cargado de pasión por aquella mujer de fuerte temperamento, tan segura de sí misma y tan vulnerable a un tiempo. Jamás se iría de su lado. Formaba ya parte de su vida. Ella aún no se daba cuenta, pero se la daría. «Tiempo al tiempo», se dijo lleno de convencimiento. Recorrió su espalda con las manos, las fue bajando poco a poco hasta alcanzar la redondez de sus glúteos, acunándolos en ellas, arrimándola para que fuera consciente del estado de excitación en el que se encontraba. No quería exigirle nada, ir más allá, ni pensaba alterarla más en un día tan lleno de sorpresas desagradables. Pronto tendrían que aclarar su situación. Estaba seguro de que ella sentía lo mismo por él. Lo notaba en esos instantes en que olvidaba sus recelos y se dejaba abrazar, entregándose con toda la dulzura que poseía, que era infinita.
Al cabo de unos instantes la separó sin brusquedad. Acarició su barbilla en un gesto tan cargado de amor y comprensión que casi la hizo llorar.
Cristina fue consciente de que una parte de ella se había quedado en sombras, cubierta por la negrura de un eclipse. Se sintió más sola que nunca.
Cuando Bruno habló, lo hizo con voz tranquila.
—Tengo todo el derecho, pero este no es el momento de hablar de ello. Es mejor que descanses.
Y sin más se alejo de la habitación, dejándola insatisfecha por una riña que no había llevado a ninguna parte, a ninguna conclusión.