Juan José Corbelle se bajó de la moto y la calzó con la pata de cabra. Colgó del manillar el casco con los guantes en su interior. Pegó unos cuantos pisotones fuertes para entrar en calor mientras se restregaba las manos una contra otra, tratando de activar la circulación. Pareció quedarse a gusto, a pesar de que su cuerpo pedía a gritos una buena taza de café bien cargado. Tendría que esperar. No creía que lo invitara el hombre al que iba a visitar.
La casa que tenía enfrente era una construcción sencilla, de ladrillo, como tantas otras del pueblo. Bajo, primer piso y alto. Imaginó que en tiempos allí pondrían los jamones y chorizos a secar al viento del cierzo. La puerta estaba abierta de par en par. Dudó si llamar o subir sin más. Temió asustarlo si hacía esto último, así que tocó el timbre. Nadie salió a recibirlo.
Entró y atravesó el zaguán. Se asomó al arranque de las escaleras.
—Florencio… Floren… ¿Está usted en casa?
No recibió respuesta. Le extrañó. Había hablado con él un par de días atrás y le había dicho que salía a pasear todas las mañanas, alrededor de las diez. Faltaban unos minutos. No creía que fuera tan puntual, o que tuviera que fichar antes de entrar en la Plaza de los Fueros.
Gritó más alto.
—¡Floren!
Nadie contestó. Y entonces empezó a preocuparse. Los pelillos un poco largos de su cerviz parecieron ponerse de punta.
—Solo faltaría que le hubiera pasado algo al viejo —murmuró para sí—. A lo mejor deberíamos haberle puesto vigilancia. ¿Y si vio algo que no debiera?
Inició la subida.
—¡Quién anda ahí!
La voz cascada de Florencio cargada de malhumor le hizo sonreír. Los viejos eran duros de pelar.
—Soy Juan José Corbelle…
—El poli.
—El mismo que viste y calza. Le dije que vendría a hablar con usted, ¿se acuerda?
Oyó que refunfuñaba algo que no entendió.
—Sube, majo. Iba a salir ahora.
Corbelle siguió el sonido de la voz, hasta dar con el anciano. Entró en una estancia acogedora, bien caliente por la cocina de leña encendida, limpia, arreglada con cuidado. La vajilla estaba fregada, ordenada sobre el escurridor al lado de la pileta. Se dio cuenta de que no iba a ser recibido con cohetes.
—Ya. Me dijo que salía a las diez… Si quiere lo acompaño y charlamos por el camino.
Florencio le echó una mirada evaluadora.
—Suele acompañarme el perro de la Cristina, pero como ahora está malo…
Lo entendió a la perfección. Él podía hacer el mismo papel. No se ofendió. Alguno antes ya le había llamado «perro», en el peor sentido de la palabra.
—¿Qué le pasa? —Hizo la pregunta con absoluta falta de interés, más que nada por ser amigable.
—Pues qué le ha de pasar. Un hijoputa que le dio una paliza junto al río, por detrás de la Torre de Olabide y lo dejó tirao, medio muerto.
—¿La Torre de Olabide? ¿No fue desde ahí de donde llamaron cuando usted encontró el cadáver?
—La Cristina llamó. Me fui corriendo a verla. Ella sabe lo que hay que hacer en estos casos. El Zar es uno de sus perros. Fue el que encontró a la muchacha, más muerta que mi abuela. Menudo susto me llevé.
Corbelle no comentó nada. Era bastante sospechoso. Se activó su natural suspicacia. Ni por un momento imaginaba que aquello fuera una casualidad. El mismo perro que encuentra el cadáver es apaleado casi hasta la muerte. Se comería su placa a bocados si ahí no había alguna relación.
Bajaron al portal, él más lento, porque Floren había apagado todas las luces y no veía un pimiento. Cualquier día el viejo se mataría por esas escaleras.
—Pa ahorrar y por eso de salvar el medio ambiente —soltó con sorna.
—¿Siempre deja la puerta abierta?
—¿Y pa qué la voy a cerrar? Si alguien quiere entrar lo va a hacer de todas formas. Y no van a venir a por un viejo.
—Claro.
No era cuestión de explicarle las cosas que podía llegar a hacer el personal con viejos, con jóvenes o con cualquiera.
—Pues esta sí que es buena. Una moto. ¿Es que la poli ya no tiene dineros pa coches?
—Ya ve, la vida está muy chunga y más la de un policía —bromeó—. Me gustan las motos.
—Así que te vienes de la ciudad subido a ese cacharro pa hablar con un viejo.
—Pero no a una moto cualquiera. Esta es un auténtico «cerdo». Una Harley-Davidson.
—Vaya nombres que les ponéis. Cerdo. Yo solo sé de un cerdo.
—Viene de una palabra inglesa.
No le iba a explicar que hog, para los americanos un tipo de cerdo, es el acrónimo de Harley Owners Grup (Grupo propietario de Harleys).
Se fue dejando guiar por los pasos del anciano, que se detenía a saludar cada poco. Sospechaba que se sentía importante y estaba presumiendo de llevar por compañero a un poli de la ciudad. No se engañaba. A esas horas ya estaba catalogado y registrado por la mayor parte de la población.
En cuanto dejaron atrás el pueblo, decidió comenzar con el interrogatorio. Iban a paso lento, deteniéndose con frecuencia a ver lo que el anciano le señalaba con el bastón. Sin dejar de hablar del tema que a Corbelle le interesaba más que nada.
—Florencio, ya sé que está harto de hablar del mismo tema, pero yo necesito que me cuente lo que vio.
—Pues esta sí que es buena —respondió el hombre con su cantinela habitual—. Menos mal que aún conservo la memoria, que si no… Fue hace un montón de días.
—Me han encargado que me ocupe del asunto. Voy a colaborar con la Guardia Civil, no crea. El teniente Yuste está de acuerdo.
Floren asintió.
—Porque no le queda más remedio, imagino. Lo que pasa es que Yuste es de buena pasta y se conforma. Ya me interrogó hasta hartarme. Y no, ya te lo digo antes de que me preguntes, no he visto a nadie raro. Aquí vienen muchas gentes de fuera, a pasear por el río Alhama, a comer bien y a tomar las aguas a Fitero. Esto lo pusieron de moda los romanos.
No pudo evitar que la sonrisa aflorara a sus labios. Floren hablaba de los romanos como si se hubieran ido anteayer del pueblo.
—Yo necesito oír la historia completa. Después ya lo comentaré con Yuste.
—Así hacen los de la tele.
Corbelle odiaba las series policíacas tanto o más que las de hospitales. La gente terminaba por creer que eso era la realidad, y que viéndolas acababan sabiendo lo mismo que cualquier profesional que se preciara.
—¿Empezamos?
—Allá vamos, aunque ya me dirás por dónde empiezo, majo.
—Por el principio. Desde que salió de casa, la ruta que siguió… Todo.
El hombre se detuvo un instante pensando y cogió aire antes de iniciar el relato.
—El señorito Zar y yo salimos de paseo como cada mañana.
—Se refiere al perro, ¿no?
El Floren se echó a reír. Mostró una dentadura perfecta, puesta y pagada por su hijo el dentista.
—Lo llamamos así porque es muy especial. Zampa todo lo que encuentra, aunque solo come pan si está untado en algo, si no pa los pollos… Es un zascandil, manso y bueno.
—Vale, se fueron de paseo.
—Sí, hijo, como cada día. Bajamos hacia el río, cruzamos el soto. Yo me suelo sentar a tomar el almuerzo, en este mismo tronco en que me voy a aposentar ahora mismo. El Zar se queda a mi lado, a jamar lo que le caiga. Ese día desapareció. Fue él quien la encontró. ¡Tiene un olfato!
Se sentaron los dos. Florencio sacó el pan con chorizo y una navaja. Los dividió y le dio una de las partes a Corbelle. Se preguntó si también haría lo mismo con el perrillo.
—Buen, siga. Hábleme del cadáver.
Floren dejó en suspenso el gesto ya iniciado de llevarse la comida a la boca. Se le transmutó la cara. El recuerdo de lo que había visto se le aparecía a todas horas, sobre todo por la noche, cuando estaba solo en casa. Era entonces cuando se preguntaba qué tipo de individuo podría haber hecho eso.
—Era joven, ¿sabe? De piel morenita. Delgada…
Corbelle sabía bien cómo era. La había visto en el Instituto Anatómico Forense, guardada en una nevera, a la espera de que alguien la reclamara.
—Estaba tendida en el suelo. Con su faldita corta y su chaqueta de lana manchadas de sangre. Lo peor fue la raja del pescuezo. —Lo recalcó haciendo un gesto con la mano sobre su propio cuello—. Por allí se le escapó la vida. Peor que la de un cerdo cuando se le desangra. Y yo sé bien lo que me digo, que ya he matado alguno en tiempos. Le habían cortado la cabeza, casi cercenada del todo. Formaba un curioso ángulo con el cuerpo… Y alguien había jugado con ella, a clavarle el cuchillo. Rajas por todas partes.
La respiración del hombre se hizo un poco fatigosa. Juan José Corbelle fue consciente de su angustia. No podía hacer nada. Necesitaba oír la historia de Florencio de primera mano. Permaneció en un silencio respetuoso, a la espera de que se repusiera. En cuanto vio volver el color al rostro del anciano, siguió preguntando.
—¿Tocó alguna cosa?
—¡Quia! Eché a correr despavorido. Vergüenza me debía dar. Pero no me da. No señor, me asusté. Aunque después volví. Quería estar seguro. Zar la había destapado. No estaba enterrada, solo tirada como un fardo en una hondonada, cubierta de hojas y ramas. Es un lugar al que no suele ir nadie. Está un poco alejado del sendero que cruza el bosque por detrás de la propiedad de los Olabide. No es el paso de costumbre. Los Olabide cedieron la senda paralela al río hace más de un siglo, para evitar a la gente dar un rodeo.
—¿Tenía algún bolso?
Tragó el bocado al tiempo que hacía un gesto de negación con el dedo. Después respondió.
—Pues, no lo sé. Cuando regresé ya no se podía hacer nada por ella. Su alma ya había volado. Así que no me entretuve en investigar qué llevaba. Eché a andar hacia la propiedad. No llevaba el móvil en el bolsillo. Me lo trajo mi hijo, porque como me operaron de la cadera… Y ya ves, cuando lo necesito ni me acuerdo de él.
—¿Por qué no llamó a la policía? —Corbelle intentó centrarle en lo importante, temeroso de tener que escuchar el relato de la operación de cadera.
El hombre lo miró como si le hubieran salido dos cuernos y habló ahora con tono rotundo.
—Cristina siempre sabe lo que hay que hacer. Ella avisó enseguida a los picoletos. Ni siquiera se acercó a ver el cadáver. Aunque permitió que Zar regresara conmigo para acompañarlos. Lo que no encuentre ese perro…
—A ver, señor…
—De señor, nada. Yo soy Florencio. O el Floren. A ver si cree que soy uno de esos señoritingos.
—Vale, vale. Floren, no se enfade. A ver, repito la historia. Me corrige si falta algo. ¿De acuerdo?
Florencio Gómez afirmó con un movimiento de cabeza. Estaba harto de repetir lo mismo. Y con tanto trajín aún no tenían ni idea de quién era la mujer.
—Entonces… usted encontró el cadáver… Bueno, el perro —aclaró ante la protesta del hombre—. No se acercó. Ya se dio cuenta desde lejos de que estaba muerta. Recuerda que iba vestida con una falda corta.
—Gris, como esas que llevan las chicas de los colegios caros.
—Eso es y una chaqueta de lana. ¿Y los zapatos?
—¿Los zapatos? Pues nadie me ha preguntado por ellos. Solo llevaba uno. Era muy bonito. Con piedras brillantes. Relucía mucho. Por eso me fijé en él la segunda vez. Cuando volví…
—Así que un zapato. ¿Y el otro?
—Ni idea, por allí no estaba. Ni bolso ni na. Y ¿sabes?, en eso llevo pensando mucho tiempo. ¿Qué mujer sale sin bolso? A lo mejor la mataron dentro de su casa y después la llevaron hasta allí.
—Floren, mejor no haga conjeturas.
—Es eso lo que creéis, ¿verdad?
Corbelle ni afirmó ni negó. El viejo era muy perceptivo. Se había fijado en todo. Tampoco descubriría ningún secreto del sumario por confirmar lo que el hombre ya sabía. Además ni siquiera había querido ser entrevistado. Había mandado al carajo, repitiendo sus propias palabras, a los periodistas que se apostaron ante su casa.
—Allí no había sangre. Debieron de matarla en otro lado, como usted dice.
—Ahora solo te falta encontrar dónde y quién lo hizo.
—Así es. Solo eso. —El inspector habló con una sonrisa triste.
—Pos, hijo, anda que no te queda nada. Y a lo mejor pa no dar nunca con él.
—Esperemos que eso no ocurra. Antes o después todos van cayendo.
—Era joven, ¿sabes?
—Lo sé, Floren. Lo sé.
Ambos se levantaron. Florencio apoyado en su cachava.
—Voy a la Torre de Olabide.
Corbelle dudó un instante. Era tarde, pero tampoco tenía nada que hacer. Por la tarde había quedado con Yuste. Tampoco le venía mal hablar con la propietaria. A ver qué le contaba.
—Voy con usted. Así tal vez pueda entrevistarme con…
—No sé si podrá verla. La chica sufrió un accidente. También fui yo quien la encontró. Tampoco me extraña. Si es que llevaba una auténtica cafetera, más que un coche. Más años que yo tenía. Todos le decíamos que se tenía que comprar un coche nuevo, pero ella… Si es que es muy suya, no creas.
—¿Un accidente de coche?
—Así es. Se le fue en una curva.
Volvió a sentir el erizamiento de los pelos de su nuca. Tantas casualidades le ponían nervioso.
—Intentaré hablar con ella de todos modos.
—Pues vamos allá.
Desde el regreso del hospital, Bruno estaba pendiente de ella a todas horas. La llamaba desde la obra o pasaba a verla en cualquier momento, cuando menos se lo esperaba. Si se la encontraba adormilada en el sofá, sentía en sueños cómo la tapaba con el plaid de dibujos orientales que ella siempre tenía doblado en el respaldo del sofá. Le llevaba el té para evitar que Amparo se molestara subiendo y bajando escaleras. Se quedaban hasta las tantas, contándose anécdotas o hablando de las pequeñas preocupaciones diarias, hasta que intuía su cansancio. Entonces, enmarcaba su rostro entre sus fuertes manos, se acercaba a ella, la contemplaba y le daba un breve beso en los labios, lleno de pasión y ternura, pero dejándole espacio y posibilidad para que se alejara de él si quería. Ni uno ni otra dejaban traslucir la pasión que ahogaba sus corazones. Guardaban a buen recaudo esa necesidad devoradora de hacer el amor, de volver a entregarse. Se comportaban con la precaución del malabarista que atraviesa la cuerda floja, tal y como pensaba Cristina en algunos momentos. Ocultaban sus deseos, sus ansias y la cruda realidad de sus respectivos sexos más que excitados.
Ella aceptaba sus besos con naturalidad. La presencia constante de Bruno la hacía sentirse más viva que nunca. En él reconocía el ancla de su existencia.
Pero el idilio duró tan solo dos días.