CAPÍTULO
13

A las siete, bien abrigadas, las operarias del taller abandonaron su tarea diaria. Había vuelto a bajar la temperatura y la falta de luz aumentaba la sensación de frío.

Ese era uno de los momentos preferidos de Cristina, cuando desaparecían el parloteo constante de las voces femeninas y el entrechocar rítmico de las agujas, y ella disfrutaba de su despacho en silencio, sin miedo a que nadie la interrumpiera. La chimenea estaba encendida. El agradable olor de la leña de encina de la chimenea impregnaba el lugar. Sonaba Casta Diva, de Bellini, el aria en la que Norma invoca a la luna mientras muestra su aflicción. Ma, punirlo, il cor non sa. Era cierto, bien cierto, el corazón no sabe castigar. Solo perdonar, por más que la mente ordene lo contrario y se pueble de horribles venganzas. Echaba de menos a Bruno, le dolía tanto su ausencia como jamás imaginó que pudiera ocurrir. En su interior luchaban fuerzas antagónicas, el deseo de amar, la necesidad de entregarse con libertad y el terrible miedo a la soledad, al abandono. Nada dura, se decía una y otra vez. Era una máxima que llevaba tatuada sobre la piel.

Cristina se encontraba en una encrucijada, sin saber en qué dirección tirar.

Volvió a preguntarse dónde andaría. Tal vez con alguna amiga o amante. El gusanillo de los celos la atormentaba en los últimos días. Bruno era un hombre atractivo, de buena posición económica. Su personalidad extrovertida, su carácter tan lleno de optimismo, de fuerza interior para conseguir todo lo que se propusiera, todo eso le convertía en un hombre deseado por las mujeres. No hacía falta que nadie se lo dijera. Ella ya se había dado cuenta. Las palabras de Begoña, muy sutiles, se lo habían corroborado. También le había dicho que ella, Cristina, era para su hermano alguien especial. ¿Lo sería de verdad? Puede ser, pero quizá simplemente Bruno veía en ella a la mujer esquiva que tiene que conseguir sea como sea.

Agitó la cabeza con fuerza. Necesitaba trabajar, centrarse de una maldita vez. No pensar en el monotema Bruno a todas horas. Cantó a viva voz el único pasaje que conocía, solapando la voz de María Callas, para ahuyentar del todo aquellas malditas ideas peregrinas. Estaba sola. No había temor a que nadie se burlara de su falta de oído. La abuela Julia era la única que había tenido una bonita voz en la familia. Siempre le pedían que cantara en algún acto solemne de la parroquia. O en la novena a la Virgen de la Paz, con música compuesta en el siglo diecinueve.

La respiración pausada de sus perros dormitando cerca del fuego, con algún que otro ronquido de Cara, contribuía a endulzar la sensación de soledad. Se sentó ante la recia mesa de su estudio, encendió la potente lámpara, una Ptolomeo, un capricho que le había costado una auténtica fortuna, extendió el papel, ordenó los lápices y dejó correr su imaginación, concentrada en los diseños. Aquellos con los que quedara satisfecha del todo serían incluidos en un programa CAFD (Computer Aided Fashion Design), que facilitaba en gran manera la creación de sus colecciones de temporada. Y algunos otros terminarían pintados a la acuarela sobre grueso papel y expuestos en el taller, solo para ser contemplados por ella y las mujeres que trabajaban a su lado.

Siempre tenía a su alcance el amplio muestrario de color, en una escala de tonalidades que iba desde los grises magenta a los azules Francia o a los amarillo patito, lo que le permitía escoger con cuidado las que iba a emplear. Daba vueltas y más vueltas a los materiales con los que tejería luego sus preciadas prendas. Los yutes con las cintas de piel; la lana merina que se volvía sofisticada cuando se mezclaba con el hilo de seda traído de la India; el cachemir del Tíbet; los algodones portugueses de Barcelos, en los que a veces engarzaba pequeñas cuentas de cristal; los botones de colores, con diseños distintos, originales, un motivo más de adorno en sus chaquetas, a las que imprimían un sello de distinción. Y al final las pequeñas etiquetas bordadas con su nombre propio y la numeración que daba el sello de exclusividad, que se cosían a mano en cada prenda. Ellas eran testigos de que el producto cumplía con la calidad artesanal que exigía el cliente.

Esa noche estaba inquieta. La placidez habitual se había esfumado. La calma agobiante, tras la marcha de los clientes de fin de semana, pesaba como nunca en su ánimo. Estaba aún fresco el recuerdo de la despedida. Por un momento tuvo la sensación de que había dicho adiós a su propia familia. Amparo les cargó con galletas de nata, mientras ellos daban rienda suelta al afecto, a la tristeza de la marcha, con una mezcla de besos, promesas de cientos de mails entre Begoña y ella, abrazos potentes de Simón. En dos días se había establecido entre ellos un vínculo estrecho. Cristina había sido incluida en su núcleo cercano. ¿Qué opinaría el descastado de Bruno si supiera lo que había ocurrido en su ausencia?

Se sentía más cansada y hastiada que nunca. El deseo de escapar vibraba con fuerza en su interior. Era una llamada cada vez más poderosa. Debía alejarse un tiempo para reflexionar desde la lejanía. Poner en orden sus sentimientos. Y analizar también esa forma de comportarse que tenía con Bruno, infantil, impropia de una mujer adulta. No se engañaba, se conocía bien. Esa necesidad de esquivarlo venía dada por su atrofia emocional. Saberlo era bueno, pero no solucionaba el problema. Él tenía razón. Le estaba haciendo pagar por el aislamiento voluntario en el que vivía, por las ausencias impuestas por la muerte, por la incapacidad de amor de los vivos, por la traición y la falta de hombría de otro. Bruno había mentido; por omisión, sí, pero en su comportamiento hubo falsedad. Sin embargo ella no le había dejado al margen por eso, ni mucho menos. Lo había hecho por miedo. Por ese miedo cerval que nacía en sus entrañas, que le clavaba sus garras y anquilosaba su capacidad de entregarse.

El afecto, el cariño, el amor, la dedicación. Desconfiaba de todos ellos. Eran sentimientos hermosos, creados por la idealización del ser humano, por la necesidad de mantener la belleza en sus vidas. Y era en este último concepto donde radicaba su punto débil. Eran caducos. Nacían y después volaban, como las hojas de los árboles en otoño. ¡Cuánta belleza al verlas girar en el aire arrastradas por el viento! Ella se quedaba extasiada contemplando sus juegos. Las primeras lluvias las marchitaban, las mezclaban con el lodo hasta convertirlas en una pasta informe. Muertas sin remisión. Las personas aparecían y desaparecían en la vida de uno con la misma violencia y rapidez de un fuego fatuo. Era una discapacitada emocional. Sin sentidos se podía vivir el día a día, marcando un paso por delante de otro. Sin corazón, de ninguna manera.

Barajó la posibilidad de hacer un viaje breve. A Bilbao, a casa de Marisa Aranguren, que tanto insistía en cada llamada para que fuera a visitarla. Pero la posibilidad, aunque fuera remota, de encontrarse con Bruno paseando por la Gran Vía bilbaína le ponía los pelos de punta. Pensó en ir a Biarritz, a casa de Nathalie y de Pierre, donde se sentiría bien cuidada y mimada. Podía hacer una visita a los abuelos, estar con ellos una mañana o una tarde no la mataría. A cambio pasearía por las playas de arena tostada, vacías en esa época del año, sentiría el golpeteo del adusto mar del golfo de Gascogne rompiendo en las rocas… En el fondo era una romántica, le apasionaba la naturaleza en todo su esplendor. Casi se le hacía la boca agua de pensarlo. Estarían encantados, felices de tenerla solo para ellos. Pero no podía ir un par de días. No lo consentirían. Y en plena temporada de trabajo no podía dedicarles más tiempo.

Al final se dijo a sí misma que lo que necesitaba era un día libre. Tan solo uno. Iría a la peluquería. O al salón de belleza, a darse un masaje con aceites aromáticos. Ya ni se acordaba de cuándo había sido la última vez que se relajó bajo las manos expertas de una esteticista. O podía ir de tiendas. Unos zapatos de suave piel y diseño atrevido siempre alegraban la vida. Necesitaba ropa. En los últimos tiempos parecía una buhonera. Y acudir a una librería, a por el último éxito de ventas de misterio, de amor… Comería en un restaurante distinguido. Decididamente, tenía que hacerse un regalo caro. Una de esas cosas con las que siempre soñaba y para las que nunca encontraba tiempo ni dinero. Al día siguiente, eso iba a cambiar. Robaría tiempo para dedicárselo a sí misma. Y en cuanto al aspecto económico… no iba a ser ni más rica ni más pobre por darse un capricho.

Se levantó al amanecer. Tomó un café rápido, sin nada sólido, ya desayunaría en una cafetería de Pamplona, donde servían exquisitos dulces con el café de la mañana. Garabateó una rápida nota para Amparo y se fue tan alegre en lo que le parecía una pequeña y divertida aventura de un día. Una escapada en toda regla.

Amparo se encontró la nota junto a la cafetera:

Me voy a Pamplona. Necesito un buen corte de pelo. Compras… y zapatos. En fin, pequeñas cosas de las que nunca me ocupo. Voy sola. Comeré fuera. Llegaré por la tarde. No te preocupes. Besos.

La pobre mujer casi daba saltos de alegría. ¡Que no se preocupara! ¿Cómo iba a hacerlo? Su niña iba a darse un respiro. Tenía que dar las gracias a Begoña, la hermana de Elorza. Se parecía poco a su hermano. En algún gesto, lo único. Un hombre tan alto y tan fuerte, y ella tan menuda como Cristina. Daba gusto oírlas hablar y reír.

Le había abierto los ojos a su niña. Le había hecho recordar que había otro mundo, palpitante de vida, un poco más allá de las paredes de la casona Olabide.

Casi le daban ganas de bailar de lo contenta que estaba. Eso era. Salir, divertirse, andar con gente de su edad y olvidarse de tanto trabajo y de tanta responsabilidad.

Horas más tarde, Amparo, en medio del llanto, recordaría todos esos pensamientos como en un sueño.

Bruno había llegado al anochecer a Bilbao. Demasiado cansado, se ahorró pasar por el estudio y por los lugares de tapeo habituales donde sus amigos estarían tomando los vinos de antes de la cena. Necesitaba refugiarse en la tranquilidad de su apartamento. Tantos días en una aséptica habitación de hotel le habían hecho añorar su espacio privado, lleno de los recuerdos de su propia vida.

Con una cerveza bien fría en la mano, desnudo como Dios lo trajo al mundo, se deleitó en la contemplación desde el enorme ventanal de la sala del paisaje tan conocido. El Paseo de Uribitarte a sus pies. Un poco más allá la polémica pasarela Zubizuri, diseñada por Calatrava, con suelo de cristal, tan peligroso cuando había humedad. Ese era uno de los grandes errores de algunos de sus compañeros arquitectos, no impregnarse del ambiente, no estudiar el clima y el lugar donde se iba a construir. Tanto Simón como él eran de las nuevas hornadas, imbuidas por la preocupación por el medio ambiente, la tradición y las costumbres del lugar en el que se iba a levantar una obra. Por eso ganaban concursos, y seguían manteniendo un buen ritmo de trabajo en tiempos tan difíciles.

Esa noche la tensión apenas lo dejó dormir. Cristina centraba la mayor parte de sus pensamientos. El deseo de estar con ella, de escuchar su voz, era acuciante. Su espíritu se estaba cargando de nostalgia. Echaba de menos sus cafés junto a Amparo, en la acogedora cocina de la casona Olabide. Sus paseos a caballo, el juego con los perros. Se preguntó cómo evolucionaría Zar. Podía estar tranquilo, el perrillo era un crack, se había empezado a recuperar muy bien.

Le molestaba depender tanto de ella. Era consciente de que sus días de despreocupación habían terminado. Había salido con mujeres, se había acostado con ellas e incluso con alguna había mantenido una relación pasajera que se fue diluyendo como un azucarillo en agua. Jamás sintió el impulso de ir más allá. Las mujeres nunca le habían quitado el sueño. Ni siquiera le habían robado uno solo de sus pensamientos. Con Cristina era distinto, pues iba con él a todas partes.

Una ínfima parcela de su mente estaba centrada en la cantidad de papeles y de trabajo que se habrían ido acumulando a lo largo de la semana. Y eso suponía dedicar un montón de horas a una tarea tediosa, para tratar de solucionarla cuanto antes.

Se levantó más temprano que de costumbre, con dolor de cuello, el cuerpo agarrotado y la sensación de que hubiera necesitado bastantes más horas de sueño. Salió pitando hacia el estudio, sin desayunar.

Nada más llegar preparó la cafetera. Se sentó a la mesa con una taza de café bien cargada y un paquete de donuts que había comprado por el camino. Intentaría dejar alguno para Simón. El pobre estaba amargado en los últimos tiempos. A Begoña le había dado por la cocina macrobiótica y lo traía frito con tanta verdura, ensalada y panes llenos de semillas, de esos que producían flatulencia. Trató de olvidar las deliciosas galletas de Amparo. Le costaba admitirlo, pero eran bastante más ricas que los donuts, que eran uno de sus vicios.

Empezó por resolver los asuntos más urgentes. Cuando llegara Nekane, la joven administrativa del estudio, ya tendría el trabajo en marcha. A pesar de todo, sabía que no estaba en su mejor momento. Su falta de concentración era evidente. Dos cuestiones rondaban sin cesar por su cabeza. Una de ellas era la habitual, Cristina. Debió haberla llamado en algún momento. Reconocía que al marcharse de la casa Olabide estaba muy enfadado. Con todo su mal genio, pocas veces había tenido semejante enfado. De camino a Bilbao y después a Zaragoza se dijo que deberían darse un margen de tiempo. Si ella lo supiera se pondría hecha una furia. En el mejor de los casos, lo tacharía de arrogante por haber tomado esa decisión por su cuenta. En el peor, diría que mejor no tenerlo delante. Su otra obsesión era el hotel. Estaba impaciente por volver y comprobar la evolución de las obras. Aunque procuró estar al tanto de los avances que se habían hecho durante su ausencia, su carácter acaparador lo incitaba a estar presente en cada etapa de cada obra.

A las diez no aguantó más y decidió que era hora de volver a comunicarse con ella y llamó a la Torre de Olabide.

Nadie contestó. Igual ocurrió la segunda y la tercera vez. Al cabo de un par de horas había pasado de la desilusión a la desazón. Trató de tranquilizarse. Hasta llegó a pensar si Cristina se habría ido a Biarritz. Pero era dudoso. Pocas veces hablaba de sus abuelos. Le daba la sensación de que no les tenía en gran estima, y no le extrañaba, por lo que sabía su abuela era una auténtica estirada que había insistido en desembarazarse de su nieta cuando la niña más la necesitaba. Pero adoraba a su maman francesa, Nathalie… Procuró centrarse en el trabajo. Le pidió a Nekane que continuara llamando sin parar hasta que contestaran. A las doce aún no había podido hablar con nadie. A las doce y media, su preocupación y por consiguiente su enfado eran ya manifiestos. Estaba a punto de telefonear a la obra, antes de que pararan para comer, para que enviaran a alguien en busca de la joven, cuando su secretaria le avisó de que por fin había podido comunicar con el hotel.

—Amparo, llevo horas… —Su irritación se cortó de golpe ante el llanto sonoro de la mujer.

—¡Ay, Señor, Señor! Hubo un accidente… Cristina… Cristina…

Los sollozos de la mujer lo dejaron absolutamente conmocionado. Bruno, un hombre templado, seguro de sí mismo, habituado a capear los peores temporales con flema británica, sintió el estómago revuelto, la bilis quemarle la garganta, el corazón desbocado por el miedo. Se pasó la mano por la coronilla, gesto involuntario que siempre lo tranquilizaba. Pero esta vez no sirvió de nada, hasta le pareció que los pelos se le habían puesto de punta.

—Amparo, tranquilízate, por favor. Eso es, respira hondo. Cuéntame, ¿qué ha pasado? ¿Sigues ahí?

La voz de la mujer, entrecortada por profundos suspiros, sonó de nuevo.

—Iba a Pamplona. —Bruno no preguntó quién. Su corazón ya se lo decía—. Los zapatos son su locura. Quería comprar zapatos. Había hablado hace días de cortarse el pelo. Perdió el control… el coche está destrozado.

El mundo de Bruno se desmoronó. La camisa lo ahogaba, le asfixiaba el cinturón, toda la ropa lo agobiaba. Logró preguntar, porque estar sin saber era aún peor.

—¿Ella… cómo está?

—Ya la han sacado. Mi niña, mi niña. —La mujer gemía sin parar—. Estuvo allí atrapada sin que nadie lo supiera. Yo qué sé la de tiempo que duró. El Floren pasó por allí, iba a Pamplona para su revisión. Si no llega a ser por él, no nos enteramos.

Bruno se recostó en el sillón de su despacho, se tapó los ojos con la mano y respiró hondo, pero no pudo. Verdaderamente se ahogaba. Empezó a boquear como un pez fuera del agua, temiendo no poder llevar aire a sus pulmones. Se desabrochó los primeros botones, introdujo la mano por la abertura de la camisa y se masajeó la zona que está encima del corazón. No logró respirar mejor, no era suficiente. Tragó saliva para serenarse. Lo primero era tranquilizar a Amparo, pero las palabras no le salían de la boca. Estaban ahí, sabía cuáles eran, pero no le salían.

Hasta que al fin arrancó.

—Amparo, ¿cómo está? ¿Dónde está, dónde la han llevado?

Había hecho un esfuerzo sobrehumano para que su voz sonara natural, intentando dominar el pánico para no alterar a la mujer más de lo que estaba.

—Bien, dicen que está bien. Allí se han quedado Daniel y Mari Cruz con ella, en el hospital. Un vecino me ha traído de vuelta, me han dicho que me quede aquí, que después me volverán a llevar. ¿Y qué voy a hacer? ¿Y si me necesita? ¿Qué voy a hacer?

Tomó nota de la dirección. Creyó haber entendido bien la respuesta entre las palabras inconexas de Amparo. Colgó el teléfono sin despedirse, sin consolar a la pobre mujer. Al tiempo que se abrochaba de nuevo la camisa, se puso la chaqueta. Cogió las llaves del coche y salió corriendo hacia el ascensor con el abrigo en la mano, gritando a la atónita secretaria órdenes que ni él mismo sabía qué sentido tenían.

—¿Le darán el alta pronto?

—Han dicho que van a tenerla aquí hasta mañana —respondió Mari Cruz en voz muy baja.

Ahora que había empezado a relajarse un poco acusaba la tensión padecida. Le dolían todos los músculos del cuerpo. Incluidos sus hermosos glúteos. La llegada de Begoña, apenas media hora antes, contribuía a que se sintiera algo más tranquila.

Ella no la conocía de nada. La joven llamó a Cristina, a poco de que la recogieran y llevaran al hospital de la zona. Mari Cruz, que tenía todos sus objetos, respondió al teléfono móvil. Le contó lo que había ocurrido y la otra, ni corta ni perezosa, se había presentado allí de improviso. Fue una suerte. Begoña era un remanso de tranquilidad. Otra optimista como ella, de esa raza extraña de la que Cristina tanto despotricaba. «Sois la peor especie del planeta. Os creéis que con vuestra fuerza interior las cosas salen siempre adelante», solía rezongar. Ella respondía con una carcajada y la llamaba «ser cenizo».

—Pero se queda por precaución. No tiene nada roto. Es por el golpe en la cabeza.

—No sé si deberíamos llamar a tu hermano, Begoña. Me ha dicho Amparo que lo hagamos pero si se entera nuestra herida, a lo mejor nos mata.

—Pensaba haberlo hecho. Salí zumbando de Bilbao. Le dejé una nota a Simón junto a la cafetera. Lo primero que hace en cuanto entra en casa es ir en busca de un café, incluso antes de darme un beso. Al principio me ponía furiosa con él. Ahora hasta me enternece. El pobre llega siempre agotado. Lo llamaré. Así me confirmará si Bruno aún está en Zaragoza o ha regresado ya.

—Cristina se enfadará con nosotras, ya lo verás.

—Pues bueno, que se cabree. Prefiero que me pegue ella a que lo haga mi hermano. Es más fuerte y nos hará bastante más daño. Voy a encender el móvil, salir fuera y hablar con él. Estoy segura de que no me perdonaría jamás que no lo avisara.

Cristina, en su duermevela, oía las voces de fondo, muy bajas. Identificó la de Mari Cruz. Pensar que su amiga ya estaba allí la tranquilizaba, sobre todo porque ella cuidaría de Amparo. Tardó en reconocer la de Begoña. Se preocupó. Debía de estar muy mal para que hubiera acudido tan rápido al hospital. Con el pie derecho se repasó la pierna izquierda. Menos mal: conservaba los dos miembros inferiores. Sacó una mano de debajo de las mantas y se toqueteó la cara. Parecía que todo estaba en su sitio. Tenía una tirita sobre la ceja izquierda. Recordó vagamente que se había herido allí cuando la sacaban del coche.

—¿Estás mejor?

Mari Cruz le pasó la mano con dulzura por la cabeza. Sintió que le iba a estallar de dolor, pero no dijo nada: la caricia de su amiga era el consuelo que necesitaba.

—Sí, no te apures. Me encuentro bien.

Ambas se miraron a los ojos. Cruz descubrió la mentira en ellos.

—Anda calla, maja, que estás pal arrastre.

Aún tuvieron el humor de reírse un poco.

—Duerme un rato, ¿vale? Se te están cayendo los ojos de sueño.

Begoña volvió a entrar e hizo un gesto significativo a Mari Cruz. Ambas se entendieron. Bruno ya estaba al tanto. Y Simón también. Ella misma le dio la sopa a cucharadas, con el mismo ímpetu y paciencia con que obligaba a comer a sus hijos. Se la había embutido, literalmente. Apenas tenía ganas de nada. Notaba el estómago revuelto. Tal vez por la medicación para el dolor.

El intenso olor a café con leche no hizo sino incrementar la sensación de mareo. Sintió una náusea y la reprimió.

—Habrá que despertarla.

—Mejor será, sí —respondió la auxiliar—. Conviene asegurarse de que está bien. Si no quiere tomar esto, puedo traerle un yogur.

La ponía nerviosa ese cuchicheo. No entendía bien a qué, o a quién se referían las voces.

Cristina abrió los ojos de golpe, desorientada. Se preguntó por qué habrían pintado la pared con ese verde opaco, de aspecto tan triste. Ella, una artesana del color —decía que «artista» era una palabra demasiado imponente para designar la labor que hacía—, consideraba que las paredes deberían estar pintadas de tonalidades que transmitieran sosiego y alegría. Además había algún pequeño desconchado cerca del rodapié. Tampoco los muebles contribuían a la belleza del lugar. Entonces, si no le gustaba el sitio… ¿por qué estaba allí? Se removió inquieta. Un quejido se escapó de su boca. El dolor de cabeza la atenazó. Cerró los ojos. Quiso pedir que alguien cerrara las cortinas para evitar esa luz molesta sobre sus ojos, pero no fue capaz de abrir la boca.

Unos labios duros, apremiantes, cargados de dolor, ansia, deseo febril se apropiaron de los suyos. Respondió a ellos con la misma necesidad. Sonrió. Ahora ya sabía dónde estaba. Se había muerto y había subido al cielo. En esto consistía, pues, eso de «estar en la gloria».

Las manos frías de él recorrieron trémulas sus mejillas, apartándole el pelo de la cara, acariciando las cuencas cerradas de sus ojos. Eran muy calmantes. Serenaban su espíritu, aplacaban el dolor de cabeza. Sintió su aliento cálido, la punta de su lengua, inquieta, lamiendo con suavidad el borde de su oreja. Y de nuevo sus manos, esta vez sujetando las suyas, acariciando los nudillos magullados. Se preguntó cuándo había llegado y por qué no se había enterado de su llegada. Frunció el entrecejo. Algo había pasado, pero no recordaba muy bien qué. Intentó concentrarse en un pensamiento que iba y venía, que aleteaba en su mente, pero que no lograba detenerse. Las yemas de sus dedos jugaban a destensar las arrugas de su frente.

—¿Café con leche o yogur? —La voz de Bruno sonó a música junto a su oído.

Ella negó con la cabeza. Se frotó la barriga por encima de la sábana. Bruno entendió que estaba mareada. Le hizo gracia aquel gesto infantil.

Casi cuando estaba a punto de caer de nuevo en ese sopor que la embargaba, los recuerdos volvieron a su mente como un torrente.

Iba tatareando una canción de la radio y marcando el ritmo con las manos sobre el volante. Ni se acordaba de cuál. Vio la curva. Intentó disminuir la velocidad. De pronto, el coche pareció tener vida propia. Se deslizó hacia el barranco por el que transcurría el río, casi desbordado. Le entró pánico. El río, abajo, bajaba lleno. Pegó un volantazo. El vehículo continuó su marcha, implacable. No pudo contenerlo. Tocó el freno enloquecida una y otra vez. Daba la sensación de que a medida que pisaba el pedal adquiría mayor velocidad. La piedra apareció ante ella. Supo que no podría esquivarla. Se preparó para lo peor. El golpe fue brutal. Aún le dio tiempo a soltar un taco, pensando en cuánto le iba a costar la reparación. El vuelco la cogió por sorpresa. Debió de golpearse con algo porque tenía la sensación de haber perdido el conocimiento. Después llegó la angustia ante la imposibilidad de moverse. El maldito cinturón de seguridad que le había salvado la vida al no salir despedida, se negaba a soltarse. La clavaba el asiento. El dolor llegó poco a poco. Sordo al principio. Después aumentó de intensidad. Le pareció oler a chamuscado. Gritó de desesperación. La sola idea de morir abrasada la espantaba. Alguien la llamó. Repetía incansable su nombre. Unas manos tiraron de ella. Quiso hablar, ¿llegó a decir algo? Otras manos, esta vez más suaves, la cogían. Oyó a Daniel que hablaba desde muy lejos, pero ahora pensaba que cuando sintió su voz ella ya estaba en una camilla. Olía al desinfectante del hospital.

—No, frena —contestó asombrada.

—¿Qué dices? ¿Levanto un poco más la cama?

—Aprieto el freno, pero no se para. Va embalado.

—Cris, ¿qué pasa, amor? ¿Qué freno? La cama no tiene freno.

¡Claro, era eso! La cama. Estaba en el hospital. Pero ¿cuándo había llegado él? ¿Quién le había avisado? Volvió a sentir sus dedos recorriéndole la frente, quitándole el ceño arrugado que solía poner cuando algo le preocupaba. Sus manos estaban a gusto entre las de aquel hombre. Bruno fue besando uno a uno sus dedos.

Una auténtica golosina con sabor a Betadine.

—Duerme. Ya frenarás después, ¿vale?

—Claro.

Cuando se despertó del todo, la habitación estaba iluminada por la luz del techo. A su lado oyó el suave murmullo de voces conocidas. Enfocó la vista. Mari Cruz y Begoña. ¡Jesús!, ¿tan mal estaba para que siguieran allí? Ambas se inclinaron sobre ella.

—Bienvenida al mundo, dormilona. Lo que hace una por no trabajar.

Sonrió. Siempre le había gustado la frescura viva de Mari Cruz. Begoña la miraba sonriente, con el rostro tenso, la mirada oscurecida. Estaba pálida.

—No recuerdo demasiado, pero creo que he tenido un accidente.

—¿De veras? Y nosotras sin saberlo.

—¿Llevo aquí mucho tiempo?

—Todo el día, perla de los mares. Soñando, hablando y contando no sé qué cosas de un freno.

—No me acuerdo de nada.

De él, sí. Echó una ojeada por la habitación. No estaba. Una enorme desilusión la invadió. Había ido a visitarla pero ya se había marchado. Recordaba sus besos y sus caricias, y el tono de voz bajo y suave consolándola. Sus ojos se detuvieron en su otra compañera de cuarto, acostada de medio lado, adormilada.

—Está tomando un café con Daniel y Simón.

—¿También ha venido Simón? ¡Ay! Menudo lío que he organizado. ¿Y los niños?

—Con mis padres. Y no te preocupes, teníamos ganas de juerga.

—¡Ya, no me digas más! Botellón en el hospital. Casi suena a título de película americana de adolescentes.

—Graciosilla se nos ha despertado —comentó entre risas Mari Cruz.

—Saldré a buscar a mi hermano. Si sabe que ya estás despierta y que él no está aquí le va a dar algo. Desde que llegó no ha habido forma de apartarlo de tu lado. Hemos tenido que sacarlo con grúa.

Un agradable calorcillo de satisfacción cubrió su pecho dolorido. Él aún estaba allí. Esperando su recuperación. Las molestias parecieron mitigarse.

La voz de Begoña trataba de sonar ligera, pero ella conocía los matices y notaba las lágrimas a través de ella.

Volvió a dormirse con un sueño pesado, inquieto, así que no le oyó entrar, pero sí sintió su presencia y su sueño se hizo más ligero.

La enfermera trajo sopa y yogur. Y en todo momento, a través de esa neblina de sopor que la envolvía y que parecía que no iba a disiparse nunca, él se los dio cucharada a cucharada, con aquellas manos recias, encallecidas, pero que se tornaban tan suaves cuando se acercaban a ella.

Con la luz de la mañana, con el ruido del ajetreo del hospital, el arrastre de los carritos por los pasillos encerados y el olor dulzón a café con leche y galletas del desayuno, la niebla de su mente se alejó por fin. Un enorme centro de flores con una variada mezcla de alegres colores estaba colocado sobre el alféizar de la ventana. Su compañera de cuarto, una mujer entrada en años, estaba rezando sus oraciones de la mañana. Cristina no recordaba haber rezado oraciones de la mañana, ni de la noche, desde que era muy pequeña. Su abuela Julia era muy religiosa. Recitaban juntas un padrenuestro al levantarla de la cama, antes del desayuno. Se dijo que la oración debía de dar enorme consuelo. Sonrió a la mujer y ella le devolvió la sonrisa interrumpiendo su rezo matinal.

—Vaya, estás como si no hubiera pasado nada. No sabes lo preocupados que tenías a todos. Tu marido casi se vuelve loco. Es muy buen mozo, ¿eh?

Iba a contestar que él no era su marido, que ni siquiera sabía muy bien lo que era, cuando se abrió la puerta. Amparo entró con el rostro atemorizado. Nunca le habían gustado los hospitales. Temía morir en uno. Detrás se destacaba la figura corpulenta de Bruno, absorbiendo todo el espacio. Una enorme sonrisa de felicidad se dibujaba en su rostro. Sus ojos chispeaban de alegría. Ahí estaba de nuevo su natural optimismo ante la vida. Su chica volvía a ser la de siempre. Un poco más pálida y ojerosa, pero más bella que nunca.

Cristina detuvo la mirada en el hombre. En ese momento fue cuando se dio cuenta de que lo amaba con todo su corazón. No sabía lo que tenía dispuesto el futuro. Tampoco le importaba. Se había acostumbrado a que el destino jugara sus cartas sin contar con ella. Bruno era ese hombre con el que siempre había soñado, el único, el exclusivo. Deseaba compartir su vida con él hasta el final de sus días. Aunque también sabía que ambos eran como el agua y el aceite. Donde ella era realismo puro y duro, él era idealismo pleno, con una ilusión por la existencia que se hacía contagiosa. Ella vivía el día a día, temerosa siempre del mañana. Bruno soñaba a largo plazo. Trazaba proyectos para un futuro hipotético, siempre hermoso, y hacia allí encaminaba sus pasos. Si la senda se torcía, daba un rodeo, pero era capaz de volver a encontrar el punto original de partida. Ella era de ataques de furia repentinos; él, ni se inmutaba, cocinaba su genio a fuego lento. Sintió una ternura infinita. Se dio cuenta de que había ido a dormir a la casa Olabide para estar con Amparo y llevarla junto a ella al día siguiente. Lágrimas de emoción se le escaparon. Era un hombre lleno de detalles que le salían del corazón. No había mezquindad en él. Su cariño por Amparo era auténtico, no un subterfugio para acceder a ella. ¡Pobre Amparo! ¡Qué tristeza y qué angustia debió de pasar!

Una vez confirmada el alta, Amparo le hizo un gesto a Bruno con la cabeza para que saliera de la habitación. Tenía que ayudar a Cristina. Él la miró, pícaro. No le importaría hacerlo él. Abandonó la habitación entre risas, ante aquel gesto severo de la tata. Una vez duchada y arreglada, Cristina se despidió de su compañera de habitación.

—Espero que todo vaya bien y que la dejen salir pronto.

—A ver, a ver. A lo mejor el fin de semana…

—¡Cuídese!

Estaba a punto de salir, cuando la mujer la llamó.

—Te dejas aquí sus flores.

Cristina le sonrió.

—Se las dejo a usted, así alegrarán la habitación.

—No, no, de ninguna manera. Él las encargó de manera especial para ti.

La mujer estaba seria pero había un deje de humor en sus palabras.

—¿Las escogió?

Se preguntó cómo lo sabía la mujer. A lo mejor se las había encargado a alguien en su presencia.

—Ayer, mientras dormías, llamó a la floristería. Dijo que quería un cesto de flores de muchos colores. El pobre se ve que no sabe muchos nombres de flores. Dejó muy claro que quería rosas. La florista debió de decirle que no pegaban mucho las rosas con las flores silvestres, pero él le contestó que las hiciera pegar y que las mandara cuanto antes. No debe de estar muy acostumbrado a que le discutan, ¿no?

Cristina se rio.

—No, más bien no. Engaña. Me las llevaré. Gracias.

—Bebe los vientos por ti, niña. Cuando llegó creí que se volvía loco y que volvía loco a todo el hospital. Tampoco debe de tener mucha paciencia… pero si tú le faltas…

—Ya le dije que engañaba, parece paciente pero no lo es.

—Eso creo yo.

El corazón de Cristina daba saltos de alegría. Le vio en el pasillo, con las manos en los bolsillos y la bolsita de la ropa en el suelo, a sus pies, esperándola pacientemente junto a Amparo, más viejecita y cansada que nunca. Se acercó a ella, le quitó el cesto cargado de flores, lo sujetó con una mano contra su cadera y con la otra la asió por la cintura. No apretaba, pero con su gesto aseguraba que no se despegara de él, como si mientras permanecieran juntos, nada pudiera dañarla.