CAPÍTULO
12

Cristina nunca pensaba si los clientes le caían bien o mal. Eran solo clientes, que se traducían en dinero. No es que fuera una rata codiciosa, ni mucho menos. Pero su realidad se imponía. Siempre tenía pagos pendientes y eso la obligaba a actuar con la máxima profesionalidad.

Trataba bien a todo el mundo, porque además su naturaleza así se lo exigía. Con algunos, que habían recalado en el hotel más de una vez, había terminado por trabar cierta amistad. Había gente encantadora, a la que recibía con gran placer. Con otros, nuevos, era solo correcta, lo necesario para que se sintieran a gusto. En general procuraba no entablar una relación demasiado cercana con los clientes, porque así lo mandaba el trabajo y porque era de natural precavido en cuanto a los afectos. Esto último probablemente era una tara, como a quien le falta un diente o cojea de una pierna. Evitaba el apego porque no podía dejar de pensar en la ausencia posterior, lo que marcaba la pauta en su relación con los demás. Y no solo con Bruno, que debía de andar a esas alturas por sabe dios qué mundos. Tan colgado como decía estar de ella, resulta que no llamaba ni para preguntar cómo iban las cosas.

La gustaba recibir a parejas jóvenes con niños. Le divertía verlos jugar, llevarlos a saludar a los caballos, organizar juegos y entretenimientos, prestarles sus libros. Algunos eran libros antiguos, como los de la serie Aventura, de Enyd Blyton, que su abuelo se había encargado de que tuviera; otros eran más modernos, editados en su adolescencia, y por supuesto tenía los clásicos, como Alicia en el País de las Maravillas, Peter Pan, o alguno más actual, como los Harry Potter o la serie Crepúsculo, de Stephenie Meyer, que de paso había devorado ella. Siempre que iba a la ciudad solía comprar alguna novedad para aumentar su biblioteca infantil y juvenil. Llevaba tiempo queriendo hacerse con un poni. Daniel se lo podría conseguir a buen precio, pero hasta ahora no había podido comprarlo. Eran demasiado caros y no estaba en situación de aumentar los gastos lo más mínimo.

Sobre todo le encantaba ver a los niños jugando con sus perros. Era maravillosa la sorprendente capacidad que tenían para entenderse. Muchas veces pensaba en sus propios hijos. En tener un montón, para que no supieran lo que era ser hijo único. Se preguntaba qué tipo de madre sería. Despreocupada, demasiado agobiante, gruñona como Amparo… Nunca los metería internos en un colegio, ni tampoco los dejaría al cuidado de alguien mientras ella se iba de fiesta. Adoraba a sus padres, es verdad, los tenía idealizados en su recuerdo, pero tenía ya la suficiente madurez para comprender la gran cantidad de carencias de su propia educación.

Los huéspedes de ese fin de semana eran bastante tranquilos. Los niños, aunque muy pequeños, estaban bien educados. No eran de esos que confundían el comedor con una pista de patinaje artístico, importunando a todos los clientes. Los padres eran encantadores. Ella, simpática, baja y delgada como un junco, tenía una risa espontánea, vibrante. Era, según decía, una apasionada de los caballos. Le caía bien. No podía quitarse de la cabeza que su cara le resultaba conocida. Hacía un gesto muy expresivo, el de pasarse la mano por el cogote, alisando la melena. Lo había visto en alguien, aunque no lograba recordar en quién. Tal vez era uno de esos rostros a los que siempre se sacan parecidos. Él, un auténtico armario, era un hombre callado, muy correcto. Sonreía al escuchar las anécdotas de su mujer, de la que siempre estaba pendiente. Y por lo visto pretendía mantenerse lo más alejado posible de los caballos. Llegaron el viernes a media tarde desde Bilbao. Con ellos había surgido con facilidad esa camaradería de la que Cristina escapaba la mayor parte de las veces.

De los otros dos, poco podía decir. Uno era algo siniestro. De estatura media y rostro agradable, tenía la contrapartida de ser poco o nada amable, y muy exigente. En las pocas horas que llevaba allí, había protestado dos veces. Una porque su habitación estaba en la planta baja, cerca de la puerta de entrada y temía escuchar alboroto por la mañana. Por lo visto no le gustaba madrugar. La segunda vez, porque en ese dormitorio no había buena cobertura de Internet. Cristina sabía que no era cierto. Lo que pasaba es que quería trasladarse a la parte superior, a un dormitorio muy amplio que daba al jardín posterior, a la misma habitación que por lo visto ya había ocupado una vez, que era la que ahora tenía Bruno. Envió a Amparo para que le explicase que no era posible. Cristina no sabía qué fresca le habría soltado la malhumorada mujer, pero al parecer había dado resultado. Hasta ese momento, el siniestro no había vuelto a abrir la boca.

Y el último… el último era un continuo llamamiento al pecado. Un ejemplar de hombre que rezumaba sexo por los cuatro costados, de esos cuyo cuerpo era un reclamo, con un invisible cartel de «ven y tómame». Hasta Amparo se había quedado anonadada y sin saber qué decir cuando lo tuvo delante. Poseía el cuerpazo de un Velencoso, aunque quizás fuera algo más bajo que el famoso modelo. Llevaba unas gafas de montura metálica muy fina, que encuadraban la parte superior de sus ojos y le daban un aspecto doctoral muy interesante. Tras los cristales destacaba la belleza de sus ojos azules, enmarcados por unas pestañas largas y rizadas muy apropiadas para anunciar un rímel de Dior o de alguien por el estilo. El pelo negro azabache, un poco largo y algo rizado en las puntas, era quizás la nota discordante, pues contrastaba demasiado con la piel, muy clara. Aun así completaba un conjunto capaz de hacer a cualquier mujer perder la virtud.

Pero la dueña del hotel lo consideró un auténtico plasta desde el principio. Acostumbraba a toquetear, incluso a sobar, gestos que a Cristina la sacaban de quicio.

—Sos bellísima. —Así se presentó, con un cadencioso acento sudamericano.

Ella lo miró muy seria, haciendo como que no había oído la frase.

—No es de aquí, ¿verdad? Su apellido…

—Spitz. Ricardo Spitz. Uruguayo. —Convertía la y en un sonido sh, muy musical—. De ascendencia alemana. De la tierra más bella, sin desmerecer lo que tengo ante mis ojos.

Y todo esto sin parar de repasarle el brazo de arriba abajo una y otra vez. Cristina había puesto los ojos en blanco. Los piropos la enervaban aún más que los toqueteos inconvenientes.

—Es curioso, no vienen muchos extranjeros por aquí. Solemos recibir a gente de Bilbao, incluso de Madrid, pero pocos de fuera de España.

Él había hecho un estudiado encogimiento de hombros, sin dejar de sonreír en ningún momento. A Cristina le pareció que era una sonrisa forzada, como si alguien le hubiera dicho que así destacaban mejor la línea de su perfecta boca y sus dientes blanquísimos. El caso es que esa sonrisa no la vio reflejada en sus ojos, que resultaban distantes, más bien fríos.

—Me gusta recorrer los lugares en los que mi trabajo me obliga a estar.

—¿Ah, sí?

Él intentó tomarla de la mano y Cristina la retiró, con delicadeza pero también con suma rapidez. No debería ser tan esquiva. En cierto modo, con sus piropos aquel hombre reforzaba su ego, que andaba por los suelos en los últimos días. El uruguayo estaba dispuesto a dedicarle toda su atención. «Chúpate esa mandarina, Bruno», pensó. Y se sintió molesta porque su pensamiento le jugara la mala pasada de recordarle otra vez a semejante ingrato.

—Soy un hombre de negocios. Siempre ando de acá para ashá. Esta temporada estoy en Navarra. Me hospedo en Pamplona. He venido a ver… a ver… los dinosaurios.

Fue extraño. Le costó decir la palabra «dinosaurios», como si hubiera tenido que pensar si era así como se llamaban los antiquísimos animaluchos en esa zona de España. Ella supuso que en Uruguay recibirían el mismo nombre, pero no se atrevió a preguntarlo.

—Bueno, me temo que eso no será posible. —Ricardo Spitz la miró sorprendido—. Debo confesarle que se murieron todos hace bastantes años.

Los dos estallaron en una carcajada. Empezaba a parecerle simpático. La forzada actitud mostrada por el forastero al principio se trocaba en naturalidad.

—Me refería a las huellas.

—Sí, lo sé. No he podido evitar el chiste, perdóneme. Se llaman icnitas. Puede encontrarlas a pocos kilómetros de aquí. En Enciso, en La Rioja, hay varias rutas señalizadas. Yo le daré algún mapa, no tienen pérdida.

—Iré, por supuesto. Y también a esa salida a caballo que vos habés ofrecido a la señora.

—Por supuesto. ¿Ha montado alguna vez?

De nuevo la contempló con un irritante aire de suficiencia.

—Soy un magnífico jinete. En mi país he ganado varios premios. Suelo participar en concursos hípicos de salto, con caballos de pura raza.

No pudo evitar comparar la arrogancia de él con la sencillez de Bruno, ya tan lejana, cuando salieron por primera vez a caballo y disfrutaron del mejor día de su vida.

El uruguayo la sacó de sus pensamientos.

—¿Algún problema? Me ha parecido que te has quedado muy seria.

—No, no, solo estaba pensando. Espero que no te decepcionen mis caballos. Son buenos, pero desde luego no tengo ningún árabe ni ningún palomino.

Por alguna razón no quería que montara a Sombra. Para ella se había convertido en el caballo de Bruno, al que solía montar casi a diario.

—No te ofendas. Ya imagino que en un sitio como este no ibas a tener ejemplares únicos. Solo pretendía indicarte que monto bien.

Cristina le dedicó una sonrisa de circunstancias. Le disgustaba el tono empleado por él. Definitivamente la primera impresión había sido acertada: era un plasta. Empezaba a calarlo. Bajo aquel disfraz de tío superbueno y encantador se escondía un auténtico esnob. Cristina los conocía bien. Su abuela francesa, Marguerite, era la reina de todos ellos, por derecho propio.

—Si quieres, después de la cena puedes ir al salón. Solemos poner música tranquila. También irán los otros huéspedes.

—Espero que no te moleste, pero no me gusta mucho relacionarme con otros. La gente local suele ser muy molesta. Te asfixian a preguntas.

—¡Ah, por eso no te apures! —En el tono de voz, tenso, empezaba a notarse que estaba harta del tipo—. Son todos de fuera. Han venido por primera vez y dudo que conozcan a alguien de por aquí.

Él la miró extrañado, sin entender del todo el tono irritado de sus palabras.

Cristina estuvo un rato de charla con la gente de Bilbao. Los otros dos hombres se quedaron recluidos en sus dormitorios y ella lo agradeció. No le apetecía nada ser amable ni con uno ni con otro. Eran dos impresentables. Cada uno en su estilo.

El sábado amaneció frío. El campo estaba cubierto por una fina capa de escarcha que se fue derritiendo a medida que el sol calentaba la tierra. A media mañana se dirigió a la cuadra. Quique, el encargado de las excursiones a caballo, algo débil aún por su pasada gripe, tenía a los animales a la puerta de los establos, sujetos con una cabezada de filete, el lazo que hacía con tanta maña. Era un joven delicado con los animales, y estos le recompensaban con cariño. Se volvían locos de contento cada vez que lo veían aparecer.

En esos momentos estaba frotándolos con el trapo.

—Ya les he pasado el cepillo de raíces por los cascos. Dentro de poco habrá que herrar a Sombra. Llamaré para que vengan cuanto antes.

Ella no contestó. Era más gasto. Antes había un herrador en cada pueblo. Ahora, un itinerante se ocupaba del trabajo, por lo que también había que pagar el desplazamiento.

—¿Y la bruza? —Se refería al cepillo con el que se repasa el cuerpo de la cabeza a la cola.

—Hecho, jefa.

—No me llames jefa.

—Eres la jefa. Me pagas y controlas todo lo que hago, ¿cómo quieres que te llame?

Ella se echó a reír. Quique era un completo descarado. Estaba estudiando bachillerato, con éxito incierto. A él lo que de verdad le gustaban eran los caballos y el campo. Lo que venía en los libros «se la sudaba», por usar la expresión que soltaba con tanta frecuencia, cada vez que ella le hablaba de la importancia del estudio y de labrarse un futuro.

—Bueno, pues la jefa te ordena que les coloques los sudaderos y las monturas. Preocúpate de que uno lleve los estribos más cortos, para la mujer. Yo llevaré a Luna.

—¿Y ella?

—Rubia le irá bien. Es tranquila.

—Vaaaleee, jefa.

—Ya está bien, no seas descarado.

—Puedo acompañaros.

—No hay monturas para todos, Quique.

El joven se quedó fastidiado. Soñaba con el fin de semana a todas horas.

—Ya sé. —Se le iluminó el rostro—. Cojo el de mi abuelo y os salgo al encuentro en el camino.

Cristina se encogió de hombros. A fin de cuentas iba a hacer lo que quisiera.

Bordearon el río y fueron en dirección a la Cruz de la Atalaya. Le gustaba esa ruta, porque era cómoda y desde el alto había una vista espectacular de Fitero, los campos que lo circundaban y los pueblos de los alrededores. Quique, recién incorporado al grupo, iba delante, a lo suyo; ella marchaba un poco más atrás y, algo rezagados, les seguían Begoña y Ricardo. No prestaba mucha atención a lo que decían, solo le llegaban frases sueltas.

—Así que uruguayo. Debe de ser un país maravilloso. Cuando nos casamos estuvimos a punto de ir por la zona del Río de la Plata. Algunos familiares de mi padre emigraron allí.

—Gallegos.

A Cristina le pareció que en esa palabra había una cierta connotación de desprecio. No estaba segura, y se dijo que tal vez el escaso agrado que tenía por ese individuo le hacía imaginarse cosas raras.

—A mucha honra —respondía Begoña siempre con gracia—. Trabajaron duro. Allí se quedaron. Sus hijos están desperdigados por distintas zonas de Argentina.

A la mujer tampoco se le había escapado el tonillo despectivo de aquel tipo. Después de eso continuaron cabalgando en silencio. Tan solo alguno soltaba de vez en cuando alguna palabra de alabanza hacia el paisaje.

Se apearon en lo alto de la loma. Más abajo se veían los campos, muy bien cuidados y plantados, y los pinares. Cristina les ofreció galletas y frutos secos que llevaba en la alforja. Estuvieron un rato picoteando.

Ricardo se mostraba ahora muy locuaz. Contaba historias sobre sus negocios, relacionados con el mundo de la moda, los caprichos de las modelos, la fotografía… Presumía sin parar de sus contactos, que según decía eran artistas conocidos e individuos que clasificaba como «gente bien». Hablaba sin dejar de mover la fusta con displicencia mientras observaba a sus acompañantes femeninas, sin duda evaluándolas.

Begoña carecía de doblez, no había en ella más de lo que aparentaba. Era la típica madre de familia, pendiente de aquel mastodonte un tanto rudo que tenía por marido. Él era uno de esos imbéciles que colocan a su mujer en un altar y beben los vientos por ella. ¡Para vomitar! La mujer tenía su atractivo, sin duda. Divertida, con el toque justo de frivolidad que da la despreocupación de los que tienen una buena posición económica. Le había dado la barrila durante todo el trayecto, ensalzando la vida al aire libre y hablándole de su afición a las compras, después de que él hiciera un comentario sobre moda actual.

Más interesante era Cristina. Le intrigaba. Bajo su capa de amabilidad se escondía una mujer inaccesible que no daba opción a que nadie se acercara demasiado. La había observado con atención la tarde anterior. Era muy bella, más de lo que había notado. Tal belleza se le mostraba claramente ahora, cuando seguía sus pasos desde un puesto de observación más apropiado y cercano que el habitual. No solo eran hermosas sus facciones agraciadas, serenas, sino el conjunto al completo. Un cuerpo dotado de la vitalidad que da la buena alimentación y el cuidado recibido desde niña. Unos modos refinados, adquiridos a través de la enseñanza del baile clásico, de la equitación y de la educación exquisita recibida en buenos colegios. En fin, tenía todo lo que otorga el dinero y la pertenencia a una clase alta, aunque en esos momentos estuviera venida a menos. Casi le daba dentera tenerla delante. Conocía cada uno de sus gestos, la distinción de sus ademanes y hasta el tono de voz, pues la había oído desde su atalaya, cuando llamaba a sus perros. Por lo visto el animal había sobrevivido y eso le causaba cierto temor. Miedo a que se le lanzara a la yugular si volvía a tropezar con él. Los perros suelen ser vengativos, según había oído. Nunca se preocupó de ellos. Por fortuna, Cristina tenía el buen juicio de no sacarlos cuando había clientes en el hotel. Aún no sabía qué tipo de disculpa hubiera tenido que dar si aquel chucho se ponía pesado con él.

Lo que no soportaba de ella era que no fuera consciente de lo que tenía. No parecía preocuparla ni su forma de vestir, ni la gente con quien se relacionaba. A él le atraían las mujeres distinguidas. O aquellas hechas de buena madera a las que podía tornear a su gusto. Le iba bien el papel de Pigmalión, como se había demostrado con Marita Host. Fue su creación. Una chica con buen fuste, de familia rica, con dinero nuevo a espuertas. Tímida, apocada, cubierta con vestimentas que ocultaban aquel cuerpo divino. Cuando la conoció no sabía ni moverse. Él la convirtió en una mujer sensual, una pantera que atraía todas las miradas. Lástima. No le quedó más remedio que adelantar su fin.

Por su parte, también ellas reflexionaban sobre el sujeto que cabalgaba a su lado. Estaban hartas de su afán de protagonismo, típico de un acaparador de conversaciones. Tampoco les gustaba ni poco ni mucho el aire despectivo con el que se dirigía a Quique. Sus comentarios y chismorreos, en fin, las traían sin cuidado.

Cristina estaba un poco sorprendida por su atuendo impecable. Parecía el de un actor recién salido del almacén del atrezo. La ropa apropiada para el papel que está representando. En este caso, el de un consumado jinete. Sus botas de montar, de exquisita piel de becerro, hechas a mano eran demasiado perfectas, como todo lo demás. Tal vez ocurría así porque, siendo de fuera, había tenido que comprarlo todo a última hora. Un enorme gasto, en todo caso, para una salida demasiado corta. Suspicaz como era ella, todo en aquel fulano le olía a falsedad. No acababa de entender a quién pretendía impresionar.

—Entonces, por lo que dices, vas por ahí, te encuentras con una mujer guapa y ¡hala… otra modelo!

Begoña soltó la frase entre risas.

—No es tan fácil. No basta con ser guapa. Se necesita más: un porte distinguido, ademanes elegantes, un rostro sugestivo… Yo busco, miro y clasifico.

«Igual que ganado», pensaba Cristina, a quien ya empezaba a resultarle intragable el sujeto.

—Yo creí que lo de saber moverse se aprendía en alguna escuela.

—Y así es. Pero hay que tener madera. Si no… —Hizo un expresivo gesto con el dedo índice hacia abajo—. Nadie hace milagros.

—Nunca se me ocurriría dedicarme a esa profesión, la verdad —continuó Begoña, con ingenuidad—. Me parece muy sacrificada.

—No más que dedicarse a tener hijos y cuidar de ellos. Y se gana bastante más. De todas maneras, aunque eres bonita, no creo que dieras la talla para modelo de alta costura.

Cristina lo miró anonadada. Ese tipo tenía la delicadeza de un paquidermo. Y el paquidermo siguió sorprendiéndola.

—Sin embargo, nuestra encantadora anfitriona sí tiene madera. Podría haber lucido mucho. Eres elegante, y te mueves con distinción, heredada de tu buena cuna, ¿no es así?

Las dos mujeres cruzaron miradas. Se entendieron sin palabras. Begoña, a escondidas, metió los dedos en la boca e hizo el gesto de ir a echar la papilla. Estaban de acuerdo. Entraba en la clasificación de impresentable y vomitivo. Tan hermoso como repugnante.

—No hay cuna que valga. Ni buena ni mala. En las familias hay de todo. Por lo que respecta a la mía, hubo corderos y hubo lobos. Mi abuelo dedicó su vida a la familia y a preservar su herencia. Su hermano, mi tío abuelo, por el contrario, no se sabe cómo acabó. Aunque todo el mundo supone que muy mal.

El cuerpo de Ricardo Spitz se tensó como la cuerda de un violín. Su rostro se contrajo en una mueca desagradable. A Cristina le pareció ver odio en su mirada. Una mirada que le puso los pelos de punta. Se preguntó si sus palabras le habían hecho recordar algún asunto desagradable de su familia o de su pasado. Sintió haberlo molestado, aunque no se arrepintió. Él había sido muy desagradable y se merecía cualquier inconveniencia que se le soltara.

Begoña terció con alegría.

—Bueno, estoy contenta conmigo misma. No soy ninguna belleza, pero tengo el cariño de los míos. Y para Simón lo soy todo. Nos hemos querido desde niños y ahora estamos juntos. ¿Puedo pedir más?

Quique irrumpió a su manera en la conversación.

—Además las mujeres muy guapas deben tener más cuidado.

Las miradas de todos convergieron en él. La de Cristina estuvo a punto de aniquilarlo, porque sabía por dónde iba. La de los otros dos fueron miradas sorprendidas. No imaginaban que el chico hubiera estado atento a la conversación. Por lo general, no se interesaba por nada. Cristina sospechaba que tampoco le caía bien el señor Spitz. No había sido nada amable con él.

—Todas las mujeres deben cuidarse —dijo la dueña del hotel—. Siempre hay depredadores sueltos. Y ahora dejemos eso.

—Espera, Cristina, ¿te refieres a algo concreto, chico? —Begoña la miraba con los ojos iluminados, barruntando que allí había una historia interesante.

—A la mujer asesinada. Dicen que era muy guapa y elegante —terminó el chico.

Cristina se vio obligada a contar el episodio completo, con el encuentro fortuito de Floren y el ataque posterior a su perro, que ya todos en el pueblo relacionaban con el suceso anterior.

—Y por eso el pobre Zar está encerrado todo el día y tus niños no han podido conocerlo, Begoña. Es una pena. Lleva dos días tan excitado que no puedo sacarlo más que al jardín privado, y con la correa.

El extraño comportamiento del animal la tenía tan preocupada que había llamado a Daniel para consultarle. Él, con su habitual flema, no le había dado la menor importancia. Pero sus perros estaban acostumbrados a la gente de fuera. No entendía por qué se comportaba de manera tan agresiva.

—¡Qué horror, pobre chica! ¿Y no se sabe quién ha sido?

La voz de Begoña sonaba compungida, llena de compasión por la joven muerta. Cayeron en un silencio en el que parecían reflexionar acerca de la crueldad del ser humano y la facilidad que tenían algunos para disponer de la vida de los demás.

—Una pena, por supuesto —dijo Ricardo con voz rutinaria.

De nuevo ambas mujeres se sorprendieron por la frialdad del tipo. No había empatía alguna en el tono.

—Debemos ponernos en marcha. Ahora descenderemos por el camino forestal hasta la carretera Fitero-Baños, donde está el antiguo balneario, a unos cuatro kilómetros del pueblo. Es muy famoso. Allí iba Gustavo Adolfo Bécquer a tomar las aguas con cierta periodicidad, y allí escribió una de sus leyendas, El Miserere. Fue un poeta muy famoso, Ricardo, un romántico del siglo diecinueve. Una vez allí, fijaos en el nuevo paseo peatonal que han hecho.

Recordó otro paseo peatonal, aún sin construir. El del hotel de Elorza. Y volvió a preguntarse dónde estaría semejante desalmado de rostro becqueriano. Lo echaba tanto de menos que había noches en las que no podía conciliar el sueño. Cuando regresase, tendrían que hablar en serio. Era una auténtica estúpida, estaba desaprovechando la oportunidad de ser feliz durante el tiempo que durase la relación, la ocasión de estar con un hombre que la atraía. No era capaz de traducir en palabras el sentimiento que acunaba su pecho, porque lo temía más que a nada. Ella había probado en sus propias carnes que nada es eterno y que la felicidad se desvanece pronto.

—También están construyendo un balneario cerca de tu casa, ¿no?

Se volvió hacia Begoña. La mujer la miraba con radiante inocencia. Volvió a preguntarse dónde había visto aquellos ojos. Con ese gesto candoroso… La ponía nerviosa no recordarlo.

—Esta mañana temprano hemos ido la familia al completo hasta allí, para ver las obras. Van a buen ritmo…

—Sí, creo que sí.

Begoña la miró con cara de guasa.

—No te preocupes, Cristina, nosotros seguiremos volviendo a tu casa rural. Estamos encantados.

Ella se echó a reír.

—Muchas gracias. Habrá para todos.

A la vuelta Ricardo se ofreció para ayudarla en el aseo de los caballos. Era su primer gesto amable. Ella le dijo que no se preocupara, para eso tenía a Quique.

—Te vendrá bien ir al comedor y que Amparo te sirva algo caliente. A estas horas suele sacar unas tacitas de caldo de verduras que hace ella, muy ricas. Es mejor que descanses.

Quique se escabulló enseguida con la disculpa de que había quedado con unos colegas. Un día de esos se tendría que poner firme con él. No era la primera vez que se escapaba al final de la jornada, dejándola a ella con todo el trabajo. Al chico le encantaba la parte entretenida de su trabajo. Salir al monte, las largas cabalgadas, lanzarse al trote como si fuera Clint Eastwood, escuchar el ruido de los cascos golpeando la tierra cubierta de hierba rala. Huía de la parte menos agradable del trabajo, lo repetitivo y monótono. Ella trataba de inculcarle la necesidad de mantener bien atendidos a los animales. No eran objetos de usar y tirar, sino seres vivos con unas necesidades muy concretas. Él lo entendía, y mal que bien lo iba haciendo. Pero seguía sin gustarle, y mientras trabajaba rezongaba sin parar.

Una vez más se demostraba su falta de madera de jefa.

Pero no le importaba demasiado. Lo cierto es que le gustaba quedarse sola en la cuadra y charlar con sus caballos mientras les pasaba el cepillo. Era otra forma de disfrutar de ellos. Ordenar las sillas, los arreos, las fustas, todo eso suponía para ella momentos de íntima tranquilidad, de un relax muy necesario para afrontar otro nuevo round de contacto social con sus clientes.

Una tosecilla sonó a su espalda. Se volvió rápida, atemorizada. Después del asesinato y con la sospecha de que la vigilaban, no lograba erradicar el miedo, la angustia, la premonición de que lo peor estaba aún por pasar. Se lo avisaba su sexto sentido, esa intuición que a veces le jugaba tan malas pasadas, como cuando soñó con la muerte de sus padres, poco antes de que sucediera el episodio trágico que marcó su vida para siempre.

Una figura se recortaba a contraluz en el vano de la puerta del establo. Pensó en Ricardo. Su corazón dio un vuelco, no quería estar a solas con ese hombre. Le disgustaba. Se tranquilizó al observar que quien entraba era bastante más bajo que él. Suspiró aliviada cuando reconoció a Begoña.

La joven avanzó hacia ella. Parecía preocupada por el susto que la había dado. Iba vestida con el pantalón y las botas de montar. Llevaba una parka en la mano, que sujetaba con fuerza, algo nerviosa.

Cristina supuso que venía a ayudarla.

—No te preocupes, puedo hacer esto sola. Es mejor que entres a tomar algo caliente y que descanses un poco. Esta no es la mejor época del año para cabalgar. Tendréis que volver en primavera. Mayo es un buen mes.

—La verdad es que no me iba a ofrecer a limpiar ni nada de eso. Soy demasiado vaga, aunque si me necesitas, aquí estoy. —Claramente se esforzaba porque su voz sonara de modo natural.

Llevaba el discurso aprendido y repasado desde que se había levantado de la cama. Pensaba que era fácil. Ahora ya no estaba tan segura. Ante Cristina perdía el valor. Decidió que lo mejor era presentar las cosas de la forma más clara posible y que después… bueno, que después fuera lo que Dios quisiera.

—Me llamo Begoña…

—Claro. —Se echó a reír—. Ya lo sé. Nos conocimos ayer, ¿recuerdas?

Se preguntó si esa mujer estaría bien de la cabeza. No habían parado de cotorrear en toda la mañana. La había llamado por su nombre un montón de veces.

Begoña hizo un gesto con la mano. Cristina no entendió muy bien si pretendía hacerla callar o dar por supuesto lo que ella ya sabía.

—Me llamo Begoña López Elorza.

El apellido quedó flotando en el aire, mezclándose con la enorme cantidad de motitas de polvo que revoloteaban de camino hacia las vigas de madera del techo. Cristina la miró sorprendida, con la cara bobalicona del que se sabe víctima de una broma de mal gusto.

—Claro, qué tonta. Simón, dos niños, Bilbao… Y tu parecido. Llevo todo el día pensando a quién me recuerdas… Los gestos…

La mujer se pasó nerviosa la mano por la nuca. Cristina siguió hablando.

—Ese gesto es idéntico al de Bruno. Él lo hace cuando está preocupado. O exasperado.

La imagen de él apareció con toda intensidad en su mente. Le recordó en instantes puntuales, buenos y malos, felices y desgraciados, y una vez más se dijo que siempre estaba arrebatador.

Begoña no dejó que reaccionara. Su hermano ya le había explicado que con ella era mejor ir directa al grano y no dejarla intervenir hasta que hubiera acabado de hablar.

—Sí, lo sé. Nos parecemos mucho. Bruno nos ha hablado tanto de ti… le encanta tu casa. Yo quería conocerte. No podía esperar. No, no digas nada, por favor, déjame terminar. No hay engaño alguno al venir aquí. Ya sé lo que pasó y que te negaste a vender, pero eso a mí no me importa. Solo quería conocerte y conocer tu casa.

—¿Por qué?

Su tono era cortante. No establecía contacto visual con ella, seguía pasando el cepillo una y otra vez por el flanco de su yegua. De continuar a ese ritmo furioso la iba a despellejar. Begoña supo que no se lo iba a poner fácil. Ella tampoco lo hubiera hecho, porque desde luego parecía una trampa en toda regla.

—¿Por qué? —repitió la otra Elorza con suavidad—. Porque adoro a mi hermano y él no deja de contar cosas de ti. Está loco por Cristina Olabide. Nunca lo había visto así. Bruno, aunque lo parezca, no suele expresar sus sentimientos. Jamás habla de las mujeres que conoce o con las que ha salido, ¿sabes? Bajo esas maneras algo toscas, es una persona muy delicada, muy respetuosa con sus sentimientos y con los de los demás.

Cristina callaba. Había adquirido una postura tensa, poco apropiada para recibir confidencias.

—La primera vez que volvió de aquí nos habló de ti —continuó Begoña—. Estaba enamorado. Quise conocer a la mujer que había levantado tal pasión en mi hermano. Simón no estaba de acuerdo conmigo, no quería que viniéramos. No le gusta inmiscuirse en la vida de los demás, y menos en la de Bruno. Pero bueno, ¡qué te voy a contar! Los hombres son los seres menos curiosos de la naturaleza. Al menos estos dos.

Cristina se volvió al fin hacia la mujer. Hablaba con tanta naturalidad y desparpajo, con tal falta de inhibición, que casi le daba risa. Una risa floja e histérica, ciertamente.

—Begoña —dijo con precaución—, no sé qué te ha dicho tu hermano o qué imaginas. Te aseguro que entre él y yo no hay nada.

—¿Nada? —La posible cuñada soltó una buena carcajada—. Oye, tal vez no te has acostado con él, o ni siquiera os deis besos por las esquinas, eso a mí me da igual, es cosa vuestra. Pero tú le importas, y mucho. Lo bastante para estar pendiente de ti. Te ha descrito tan bien que el día que te conocí me quedé impresionada. Por cierto, me ha dicho que tú tejes esas prendas de lana que tanto me gustan y en las que me gasto tanto dinero.

—No sé qué decir. De verdad que no hay nada entre los dos. Solo discusiones. Reñimos continuamente, discutimos por todo, no logramos entendernos. Además me engañó…

—Lo sé.

Así que esa era la hermana de Bruno. Del hombre que no lograba despegar de su mente ni un solo minuto del día, del hombre que hacía hervir su sangre cuando pensaba en él en la soledad del dormitorio.

—¿Lo sabes?

—Sí, sé lo del engaño. Me enfadé mucho con él, ¿sabes? Cuando me enteré, lo puse en su sitio. Lo llamé cretino… Pero no fue su intención. Te conoció, se le hizo «la picha un lío», como decía mi abuelo, lo obnubilaste de tal manera que no fue capaz de razonar con su frialdad acostumbrada. Eso fue lo que me indicó que estaba coladito por ti. Bruno es directo como una flecha y no hay nada capaz de detenerlo a la hora de hablar claro y alto. En eso no es muy diplomático, más bien al contrario. Pero contigo no supo reaccionar.

Cristina sonrió. En efecto, no era diplomático en absoluto. Tenía un carácter tranquilo, pero en determinadas ocasiones podía convertirse en un tornado. A veces se mostraba rudo y frío, y hasta podía sacar a relucir un tonillo chulesco. Y en otras ocasiones… Si lo juzgaba por sus besos y atenciones, por su exquisita paciencia, había en él una ternura que emocionaba.

Avanzó hacia Begoña con una sonrisa. Le gustaba que fuera tan directa, tan alegre y abierta. Envidiaba a las personas como ella. No le importaría tenerla como amiga, o mejor como hermana, pero esa posibilidad estaba muy lejana, era demasiado pronto e intuía que tenían un largo camino por recorrer si es que alguna vez llegaban a emparentar. Sobre todo porque el individuo del que hablaban se había largado una mañana temprano y no había vuelto a dar señales de vida. Ya no sabía si seguía interesado en su persona.

—Ni siquiera sé dónde está ahora. Hace días que no sé nada de él. Aquí tiene sus cosas, así que supongo que en algún momento volverá a buscarlas —murmuró casi para sí misma.

—Está en Zaragoza. Tienen un edificio en construcción allí. Hasta ahora había estado ocupándose Simón de él, pero en estos días tenía que ir Bruno a revisar algunos asuntos. Volverá, no lo dudes. —Se acercó a Cristina y la tomó del brazo—. Me gustas. Eres valiente. No sé si yo sería capaz de enfrentarme a las cosas como tú lo haces. Pero para estar con Bruno tienes que ser valiente y decidida, si no te comerá viva al segundo día. Es tranquilo, paciente, pero tras esa fachada se esconde un hombre de fuerte personalidad. Se traza objetivos y va a por ellos. Nada le hace variar su ruta. Es de los que escuchan, pero también de los que hacen lo que les da la gana. ¿Sabes una cosa? Me alegro de haberte dicho quién soy. Estaba un poco nerviosa, pero tenía ganas de sincerarme contigo.

—Yo también me alegro de que lo hayas hecho. No tengo a nadie con quien hablar de Bruno. Tu hermano algunas veces me exaspera; otras… En fin, otras me gusta mucho. No se te ocurra decírselo, ¿vale? Aún tenemos mucho de lo que hablar.

—No, claro que no le diré nada. Son confidencias de chicas. No creo que lo entendiese siquiera. Además, si se entera de que me he metido en su vida, es capaz de matarme. Al menos eso dice Simón.

—Espérame un momento, ¿quieres? Voy a meter a Luna en su cuadra y nos vamos a tomar algo a casa.

Begoña se mantuvo en un segundo plano mientras la veía trajinar. Admiraba a una mujer tan entera y eficiente.

Por primera vez en muchos años, Cristina Olabide presintió que en su reducido mundo acababa de entrar una nueva amiga. Una amiga de las de verdad.