Bruno regresó a la casa a media mañana. Lo hacía a diario, siempre a la misma hora. Era su momento de relax. Cuando los hombres paraban a tomar el bocadillo, él se refugiaba en la cocina, el feudo de Amparo. La mujer le había cogido cariño. Parecía haberse olvidado de sus viejos odios hacia todo lo que oliese a empresa Elorza. Con esa lógica tan peculiar que tenía, había llegado a la conclusión de que si Bruno era un buen hombre, «un encantador de serpientes» solía decir ella, debía apreciar también el mundo que él representaba y que le daba de comer. En cuanto entraba, le servía una taza de café con leche y le colocaba delante un platito con las galletas de nata que tanto le gustaban. Bruno era un hombre grande. Y bien cierto era que hacía mucho ejercicio, pero había que ver el apetito del condenado. Era un auténtico tragaldabas. No se saciaba jamás.
En ese rato que pasaban juntos habían aprendido a apreciarse. Mientras él saboreaba su bebida caliente y se relajaba de la tensión de la mañana, escuchaba atento las anécdotas que ella contaba. Su principal tema de conversación, al menos el que más le interesaba, era Cristina y la familia, de los bisabuelos a los abuelos y a los padres. A él no le importaba el periodo de tiempo o la era histórica. Quería saberlo todo sobre ella. La mujer tampoco se cansaba de contar las pequeñas aventuras de la Cristina niña, las travesuras con sus amigos del pueblo, la amistad que tan fuertemente la unía con Mari Cruz. Con los datos que había ido recopilando podía escribir la biografía de la joven, incluida su estancia en el internado de Nuestra Señora del Loreto, próximo a Biarritz, tema de conversación con el que habían abierto la hora del café.
—No eran monjas, sino señoritas, un colegio aconfesional —repitió Amparo una vez más, muy seria, recordando con orgullo la palabra que había aprendido de su señora.
—Católico —insistió Bruno, preguntándose entonces dónde quedaba el tan cacareado laicismo del lugar.
—Bueno, sí. La niña tenía que tener una educación conveniente.
—Ya, claro.
—¿Qué eres tú, uno de esos que no creen en nada?
No se atrevió a contestar. Por todos era conocida la religiosidad de Amparo. Y él tenía que asegurarse su provisión de dulces de media mañana.
Se imaginaba a Cristina, vestida con el uniforme azul y rojo con el que la había visto en el panel de fotos de su estudio, melancólica, solitaria y triste. Mientras oía hablar a la mujer, le venían a la cabeza las novelitas que leía Begoña, su hermana. En ellas las niñas huérfanas eran obligadas por sus parientes ricos a vivir en húmedos y aislados internados situados en parajes inhóspitos. Eso pasaba en aquella novela que tan manoseada tenía, con la que lloraba sin cesar de manera morbosa. Había dado tanta lata con ella que hasta recordaba el título, Jane Eyre. No lo podía evitar. Se le encogía el corazón al pensar que ella hubiera podido pasar por una situación tan terrible. Claro que también recordaba otras, en las que las chicas internas se divertían resolviendo atractivos misterios en alegres colegios británicos, entre peleas de almohadas, galletas de jengibre y refrescos de ginger ale. Les debía de salir el olor a jengibre hasta por las orejas. No sabía en cuál de las dos opciones habría transcurrido la adolescencia de ella.
—Amparo, ¿por qué no se quedó a vivir aquí con sus abuelos? No acabo de entender por qué llevaron a una niña huérfana al internado, lejos de su familia.
Amparo soltó un hondo suspiro. Se llenó de paciencia, dispuesta a contar la historia. Le parecía raro sentarse con él, un poco por el viejo respeto a los señores, inculcado desde niña, y otro poco porque llegaba en el momento en que más faena tenía en la cocina, con los menús. Esta vez hizo una excepción, se sirvió un poco de café y arrimó una silla a la mesa. Bruno le quitaba a diario su sitio favorito. El escaño protegido con los cojines de ganchillo, ya muy usados, que ella hacía en tiempos. No le importaba. Para ella, un hombre tenía que sentirse cómodo en su casa, y la Torre de Olabide casi lo era. Valoraba el aprecio de Bruno por la vieja mansión. Y por Cristina. «A mí me la vas a pegar, majo», pensaba a menudo.
—Ella vivía en Francia con sus padres. Ya entonces estaba interna, desde los diez años. Pasaba el invierno allí, en el colegio, cerca de ellos, y los veranos aquí. Se juntaban todos una vez al año, en Navidad. Cuando murieron, los abuelos decidieron que siguiera la misma rutina.
La última frase fue dicha en un tono de voz demasiado bajo. Bruno pensó que ella quería dejar constancia de que aquello siempre le había parecido una monstruosidad, aunque el respeto a sus señores muertos le impedía hablar con mayor claridad.
Y no se equivocaba. A ella nadie le había pedido su opinión. Amparo, que era una mujer fiel hasta la muerte a la familia Olabide, se había guardado muy bien la opinión que tenía acerca de los padres de la niña. Unos vividores irresponsables, según ella, aunque eso tampoco se lo había dicho nunca a nadie. Aunque una vez lo intentó.
—Amparo, tú, como yo, punto en boca —le había respondido su señora, doña Julia—. Nosotras a lo nuestro. Ellos ya sabrán lo que hacen.
La mujer no estaba segura de que lo supieran. Más bien lo único que sabían era divertirse y salir de juerga. Cristina había dejado de ser una niña. Empezaba a tener edad para que se preocuparan de ella. Así que la mejor solución que habían encontrado era cargarles el muerto a otros, para evitarse preocupaciones. El invierno en el colegio y los veranos en Navarra.
Nunca lo había expresado en voz alta ni de forma tan clara y mucho menos con Cristina, que guardaba un recuerdo idealizado de sus padres. Sin embargo, Elorza era un demonio. Hacía una pregunta y después se quedaba callado, tomando su café a sorbitos, mientras ella, ocupada en los quehaceres de la cocina, desprendía del fondo de su corazón todos sus pensamientos. Esos que guardaba ocultos desde hacía tantos años. Todo su resentimiento, la pena por la niña que había ido creciendo más sola que la una. Con su silencio, el señor Bruno la animaba a hablar y a decir cosas que nunca había pensado que llegaría a contarle a alguien en voz alta.
—Pues sigo sin entenderlo. Si mis padres me hubieran echado de casa no se lo hubiera perdonado en la vida.
—No la echaron. —Ahora respondió un poco sulfurada. Una cosa eran sus ideas y otras que un extraño viniera a criticar la decisión que habían tomado sus señores.
—¡Eh, no te enfades conmigo! Solo te lo comento a ti.
—Ya. Buen pájaro eres tú. Ellos querían que recibiera la mejor educación. Por eso al terminar insistieron tanto para que se fuera a estudiar a Edimburgo. Allí está la mejor escuela de diseño en prendas de lana. Ellos, los escoceses, también tienen ovejas, ¿sabes?
—Más que nosotros, y más grandes.
Amparo rio.
—Cristina dice que salieron de las nuestras, de las merinas. Y que después ellos se las llevaron a Australia. Pues vaya gracia. Y aquí los pastores muriéndose de asco. La niña tiene que importar la lana de fuera. Hay que ver cómo somos.
—Así que fue a Edimburgo. ¿Estuvo mucho tiempo?
—Pues unos años. Vino muy malita. Delgada, enferma. Don Andrés y doña Julia se murieron. Se quedó sola. Fueron años muy malos. Menos mal que Nathalie se la llevó a pasar con ellos una temporada, que si no… Yo me fui con ella, no quise dejarla sola. En aquel jardín tan bonito se recuperó. Y empezó a pensar en su negocio. El taller. Ahora es muy conocida, pero el principio fue duro, no creas.
Bruno recogía lo que oía, lo analizaba y lo guardaba en su mente. Cristina había luchado con ahínco, sin permitir que su espíritu indomable se resquebrajara. Era de las que no se doblegaban ante nada. De acero. Llegó a la conclusión de que no se había equivocado al juzgar a los padres de la mujer por la que se derretía. Egoístas e irresponsables. Siendo así no le extrañaba nada que a ella le costara tanto confiar en alguien. En ese sentido, él mismo tampoco se lo había puesto nada fácil.
Oyó que el viejo reloj de caja del office daba la media. Se despidió de Amparo con un breve abrazo, tal como hacía en los últimos tiempos. Le encantaba dejarla azorada por esa pequeña muestra de afecto.
Tropezó con Cristina delante del salón con chimenea de la casa. Se sorprendió de verla a esas horas. Por lo general pasaba la mañana en el taller. Llevaba puesto un chaquetón de alpaca, bastante usado, con dibujos andinos. Lo que quería decir que había estado por ahí, de paseo. A él no le hacía mucha gracia. Desde que habían encontrado muerta a aquella pobre mujer, las caminatas solitarias de Cristina le ponían nervioso.
Como siempre que la tenía delante le dieron ganas de envolverla en sus brazos y besarla con pasión. Esa mujer lo estaba matando y si no hacían pronto el amor de nuevo, él terminaría como un eunuco. La notó tensa, jugueteando con sus manos. No tenía pinta de que sus pensamientos y los de él marcaran el mismo paso.
Se dirigió a él algo nerviosa.
—¿Hablamos un momento?
—Claro.
—Te oí de charleta con Amparo. No callabais.
Estaba extrañada. Amparo no era lo que se decía una persona muy comunicativa. Y menos con desconocidos.
—Me da café, pastas y me cuenta cosas del pueblo. Es la mejor media hora de recreo de mi vida.
Lo dijo sin remordimiento por haber estado sonsacando a la fiel anciana retazos de la vida de Cristina. Se preguntó qué parte de la conversación habría escuchado. A lo mejor por eso estaba tan tensa y misteriosa. Ya la veía amenazándolo para que no indagara en su vida.
—Del pueblo y de la familia —completó ella entre risas—. No te atrevas a negarlo. Os oí.
—Me habló de tu carrera en Edimburgo.
—¿Qué te dijo? —Parecía alterada.
Él no hizo caso del tono.
—Que por allí tienen más ovejas que nosotros y que por eso hacen tantos jerséis de lana.
Cristina soltó una sonora carcajada. Imaginaba que le habría contado algo más. Esperaba que no le hubiera hablado de su final en la escuela. De la vergüenza que le había causado la traición de su novio.
—Tú comes galletas y ella habla sin parar de las ovejas. Está bien el trato. Creo que sales ganando.
—Algo así. No me contó ningún secreto de Estado, ni dónde guardas las joyas de la familia.
—Me temo que llegas tarde. El collar de perlas naturales de mi madre, largo y de tres vueltas, y alguna que otra fruslería por el estilo se fueron directos a la construcción de las caballerizas. A fin de cuentas yo no me lo iba a poner jamás, y los caballos necesitaban un espacio digno. Los paseos ecuestres que anuncio suelen dejar buenos beneficios.
—Lástima. Siempre me han encantado los ladrones de guante blanco de las películas.
—Sí, ya te veo como a Cary Grant en Atrapa a un ladrón. Darías el pego.
—Tampoco estarías mal tú como Grace Kelly. Las dos sois rubias, elegantes, distinguidas.
—Veo que viste la película.
—Anteayer la pusieron en Paramount.
—Vaya, así que estuvimos los dos solos viendo el mismo programa. Tú en tu habitación con la tele. Yo en la mía. Podíamos haber quedado para verla juntos, ¿no crees? Nos hubiéramos dado calor.
—Ni hablar.
—Tienes razón, mejor así. Me temo que nunca hubiéramos visto el final.
—Sería una pena quedarse con la intriga. Y Gracias, gracias por compararme con tan bella mujer. Aunque… por si no te has dado cuenta, hay una diferencia insalvable entre ambas. —La miró con extrañeza, pensando divertido por dónde iba a salir—. Ella era rica. Riquísima.
—¡Bah, no le des importancia! El dinero no lo es todo. Y ahora tendré que dejarte. No sabes cuánto lo siento.
Se agachó y depositó un beso rápido en sus labios. Mejor eso que nada. Ella se quedó atónita, contemplándolo con los ojos abiertos de par en par y los dedos detenidos en el sitio donde la había besado.
Reaccionó antes de que pudiera salir.
—No, no, ni se te ocurra irte. Ven, entra aquí, estaremos más tranquilos.
Él esbozó una sonrisa de sorpresa.
—¿Y se puede saber a qué viene este misterio?
—Quería darte las gracias por lo que has hecho con Zar.
Se quedó anonadado. Su cuerpo clamando por el de ella, y a Cristina solo se le ocurría decir una frase vacua acerca de su labor humanitaria, o perruna. Para el caso, lo mismo daba.
—No tienes por qué dármelas —respondió con demasiada rigidez—. Cualquiera hubiera hecho lo mismo que yo. Me gustan tus perros y odio la violencia en cualquiera de sus formas. La gratuita contra un animal indefenso, aún me pone peor.
—Yo… no sé qué hubiera hecho de no haber estado tú allí. Estaba demasiado impresionada para saber cómo actuar.
—Lo recogiste y trataste de ayudarlo. Poco más podías hacer.
Bruno se dio cuenta de su nerviosismo. Cristina era de las que lo controlaba todo. Le costaba reconocer que de vez en cuando necesitaba ayuda.
La sujetó por los hombros con suavidad y miró con dulzura al fondo de sus ojos. Lo que vio le quitó el aliento. El rostro de rasgos finos, sonrojado, los labios llenos, esta vez sin pintar, los ojos misteriosos. Era una mujer deliciosa. Y él necesitaba besarla más que al aire que respiraba. Le acarició el mentón con la yema de un dedo, y fue descendiendo por su cuello hasta detenerse en el hueco de la clavícula. Cristina contuvo la respiración. Si él seguía tocándola, se derretiría allí mismo. Sus dedos le enviaban ondas de placer. Quería más. Sentirlo en toda su plenitud. Deseaba besar y ser besada, entregarse sin reparo.
Bruno pensó que ella se iba a apartar. Para su sorpresa se quedó quieta ante él, anhelante. Notaba su confusión, sin atreverse a ir a más, añorando con el cuerpo tenso el placer vivido. Se preguntó cómo reaccionaría si tomaba sus labios al asalto. Si introducía la lengua en su boca y se dejaban llevar por el deseo. Si sujetaba su pelo y le echaba la cabeza hacia atrás para absorber el aroma de su cuello. No lo hizo. Dejó de acariciarla. Le pareció ver desilusión en ella. El momento había pasado.
—Venga, olvida ese tema —respondió sin mirarla: solo faltaba que ella detectase esa avidez por poseerla—. Yo estaba allí en aquel momento. Eso es todo. Cualquier otro hubiera hecho lo mismo.
—Sabes… creo que me he equivocado contigo. Eres una buena persona, Bruno.
—¡Vaya!, esto sí que es una novedad. La castellana de la torre me va a nombrar caballero.
—Puedes esperar sentado —soltó ella entre risas—. Es cierto. Te juzgué mal. No me gusta lo que hiciste, pero veo que eres de esas personas a las que no les importa echar una mano. Y eres amable con Amparo…
—Eso es por interés. Vendería mi alma por sus galletas de nata.
—No, no es cierto. Y eres amable con los perros, y con Floren, y con…
—¿Y contigo?
Su voz era tan sensual que Cristina tuvo que sujetarse la mano para no acariciarle aquella media barba que se dejaba de vez en cuando y le hacía parecer un rebelde idealista. Ahora se daba cuenta de que la parte inferior de su rostro indicaba determinación. Bruno, estaba claro, era un hombre sólido. Luchaba por aquello que quería. Había soportado estoicamente su intemperancia y sus desplantes, y aun así en la hora de la verdad supo estar a su lado. No se rindió, y allí estuvo, esperando que a ella se le pasara el resentimiento. Lo atraía tanto que el deseo le dolía y le daban miedo, porque era vivo, descarnado, un deseo como jamás había sentido por nadie. Su enamoramiento de Stephen Galloway había sido muy diferente, mucho más pueril. La jovencita que se ve atraída por el hombre de mundo, ya algo maduro. La pasión que sentía por Bruno nada tenía que ver con aquello. Era la de una mujer hecha y derecha, con necesidades de mujer.
—¿Conmigo? Conmigo, más que con nadie, sabes ser paciente.
—Solo cuando me interesa mucho aquello que persigo.
Cristina no supo qué contestar. Aún no estaba preparada. Y en esos momentos había un tema más prosaico que tratar.
—Ahora escúchame. —Su voz ahora sonaba insegura—. Hay algo de lo que quiero hablar contigo.
La miró interrogante. Le chocaban la confusión y el nerviosismo que no había podido ocultar en esa rara conversación que habían tenido. Se preguntó por dónde iba a salir ahora su chica. Su mirada huidiza no auguraba nada bueno.
Ella se mantuvo un instante en silencio, sopesando cómo iniciar su discurso. Al fin optó por ir directa al grano.
—Quiero saber si aún te interesa la esquina sur de la finca.
Bruno se quedó pasmado. Incluso permaneció unos instantes con la boca abierta, como un alumno poco aventajado. Por fin estaba dispuesta a vender. Por un instante imaginó la zona tal cual quedaría una vez acabadas las obras. Pudo ver la curva del río. Un poco más adelante, el puentecillo de madera, de estilo japonés, que daría acceso al campo de golf y al soto, bien cuidado. Luego volvió de golpe a la realidad. Algo chirriaba. La inquietud fue cobrando forma en su interior. No las tenía todas consigo. Eran demasiadas casualidades. Si sumas dos más dos dan cuatro. No hay riesgo de equivocarse. Cristina mantenía una actitud extraña, poco natural, nada propia de ella. Se la notaba envarada, jugueteaba nerviosamente con los dedos, lo cual era un indicio de inquietud que había aprendido a reconocer. Hablaba deprisa, intentando ocultar su turbación tras el aluvión de palabras.
—Claro que me interesa.
—Pues no te noto muy contento. Pensé que te alegrarías más.
—Estoy sorprendido por este repentino cambio de parecer. Eso es todo.
El tono de voz era seco e hizo que ella se pusiera todavía más nerviosa. No había quien entendiera a ese individuo. Ahora resultaba que no le hacía gracia su oferta. De todas formas Cristina siguió explicándose.
—He estado paseando por los alrededores. Tienes razón. Tu proyecto quedará más bonito si añades esa parcela. Si quieres lo hablamos y nos ponemos de acuerdo cara a cara. O si no te gusta esa idea, que lo hagan los abogados. No sé cómo se hacen estas cosas. Habrá que redactar algún documento para segregar esa parte de la finca. Tú sabrás. Piénsatelo y me lo dices.
Le pesaba la intensa y escrutadora mirada de Bruno. Se mantenía a prudente distancia, evitando cualquier posibilidad de contacto, con las manos en los bolsillos, balanceándose sobre los tacones de las gruesas botas que llevaba. El momento de alegría había pasado. Entre ellos se iba creando de nuevo una corriente de suspicacia.
—¿Por qué? ¿Por qué aceptas ahora?
—Pues no sé. Me pareció que era el momento. Ya te lo he dicho, he estado paseando y…
—La verdad, Cristina, es que no me convence eso de lo bonito que queda. A ti mi proyecto te importa una mierda. No creo que hayas cambiado de opinión. Piensas que me debes algo. Y es por todo el rollo anterior que me soltaste, ¿verdad? Por lo amable que soy con Amparo y con todos. Por mi paciencia. Por haberte ayudado con Zar. ¿No es así?
Cuanto más lo pensaba, más se irritaba Bruno. ¿De verdad creía esa mujer que a él se le podía comprar de semejante manera? ¿Es que no veía la atracción que sentía por ella, el dolor que le causaba con sus huidas, con sus continuos desplantes?
Cristina lo miró avergonzada. Se sentía como el ladronzuelo sorprendido en pleno hurto. Pero necesitaba devolverle un poco de lo que él le daba. En realidad, el dichoso trozo de tierra a ella ni le iba ni le venía. Y para Bruno significaba mucho. Intentó acercarse a él, pero no se atrevió. Sin quererlo había levantado un muro demasiado alto.
—No pretendo pagarte. Solo te pregunto si lo quieres.
—Me insultas. Lo quiero, ya lo sabes, pero no así.
A él mismo le sorprendió el tono dolido y calmo de sus palabras. Estaba tan enfadado que le daban ganas de tirar por la ventana algunos de los objetos inútiles que adornaban el maldito salón. No pudo evitar una mirada enfurecida. Se dio la vuelta y salió. Desde el pasillo, la oyó gritar.
—¡Bruno, espera, por favor!
Lo apremiante del tono hizo que se detuviera junto a la puerta de salida.
—¿Qué quieres ahora?
—No es lo que piensas. Tienes que creerme. Llevo meditándolo algún tiempo. Es cierto que he ido a la obra, y desde allí he bajado al río y lo he visto. Tienes razón, quedará mucho mejor. No es un favor a ti, sino mi contribución a la mejora del pueblo. Además yo no te la voy a regalar, te la venderé al mismo precio que has pagado por el resto de los terrenos.
Bruno tuvo que morderse la lengua para no soltar una maldición.
—No quiero esa maldita esquina. Dejaste clara tu postura desde el principio. Y me la ofreces justo ahora. Es un pago, Cristina, y a los amigos no se les paga. Los favores se hacen sin que haya una razón para ello, por pura generosidad.
—Eres un cabezota. Santo Dios, qué hombre. Siempre meto la pata contigo o tú la metes conmigo. Parece que no nos entendemos nunca. Empecé mal la conversación y crees que lo del perro ha tenido algo que ver, pero no es así. No es lo que tú crees. De verdad.
—Me temo que no tienes ni idea de lo que yo creo. No he perdido la esperanza de poseer ese maldito trozo de tierra. Pero no lo quiero así. Cuando me lo vendas, y por supuesto nunca se me ha ocurrido pensar que me lo ibas a regalar, cuando me lo vendas, repito, lo harás porque estés convencida de ello, no porque creas que tienes que pagarme un triste favor.
Cristina se desesperaba, se sentía avergonzada. Él le echó una última mirada, muy serio, abrió la puerta de la calle y salió.
La joven sintió un acceso de impotencia y de ira y corrió tras él.
—¿Sabes lo que te digo? —gritaba desde la puerta con todas sus fuerzas—. Retiro todo eso de que te considero una estupenda persona. Eres un maldito soberbio. Y la soberbia es un pecado muy grave.
—¡No me digas! No entiendo mucho de pecados, pero me parece que en cuanto a soberbia estamos empatados. Menos mal que coincidimos en algo. Estaba ya a punto de desesperarme. ¿Crees que solo tú puedes ofenderte? Pues ya ves, yo también soy susceptible. Para que lo sepas. Soy un hombre tranquilo y paciente, pero de ninguna manera consiento que nadie me pisotee.
Y tras gritar todo eso se fue.
No volvió a cruzarse con él el resto del día. Un regusto amargo quedó como telón de fondo presidiendo todas sus actividades de la jornada. No hacía más que pensar que era un hombre imposible, un tipo engreído, convencido de que las cosas se tenían que hacer como quisiera y cuando quisiera.
Por la noche, más calmada, pero aún enfadada por la actitud de Bruno, salió al patio. El frío era un buen antídoto contra el nerviosismo. El maldito Elorza no merecía ocupar un segundo más de sus pensamientos. Bastante tenía ya con todos los asuntos de la casa y del trabajo como para preocuparse de si el señor se sentía ofendido. Si quería algo, ya sabía dónde encontrarla.
Le gustaba la noche. Disfrutaba especialmente con las cálidas noches veraniegas, aquellas en las que el olor de los jazmines anunciaba que, pasado el calor del día, se podía salir al aire libre para mirar el cielo plagado de estrellas.
Pero aquella era una gélida noche invernal. Aun así nada le impediría salir un rato. Ni la niebla, ni la lluvia, ni el frío cortante que se adentraba en la piel. Al fin y al cabo el cielo estaba hermoso y despejado. Era una inmensa bóveda llena de refulgentes estrellas, como diamantes. Su entretenimiento favorito era localizar las distintas constelaciones y recitar sus nombres. Le haría bien despejarse un poco en la bella y fría noche.
Además tampoco le quedaba más remedio que salir. Zar era exigente con sus necesidades. Daniel había recomendado que no lo dejara correr a su aire. Llevaba una enorme gola de plástico al cuello para evitar que se rascara las heridas. Podía engancharse en algún arbusto. Había que mantenerlo vigilado. Así que no le quedaba más remedio que salir a pasear, aunque se helara de frío.
Y al salir presintió su cercanía.
La asustaba su propia capacidad de adivinación, desconocida hasta entonces. Intuía su llegada o su presencia reciente en un lugar, aunque ya no estuviera presente. Era como si el cuerpo de Cristina llevara ahora un sensor que saltaba ante su proximidad. No era cuestión de magia, ni mucho menos. Sus permanentes corazonadas se debían sin duda a que Bruno estaba anclado en sus pensamientos, a cualquier hora del día o de la noche. Mientras trabajaba en sus diseños, mientras tejía, mientras controlaba las cuentas en su despacho. Era en ese lugar donde su presencia se manifestaba con mayor intensidad. Después de los últimos besos compartidos, exigentes, apasionados, su cuerpo temblaba a cada instante, ansiando más. No le iba a quedar más remedio que protegerse de él. Entregarse a otra persona significaba dolor irremediablemente. Su experiencia amorosa así se lo había mostrado. Con mucho sufrimiento había logrado salir adelante, restañar las heridas de su corazón. Bajo ningún concepto pensaba enfermar de nuevo.
Lo malo era que su cuerpo, encendido por el deseo, y su mente, siempre tan analítica, no acababan de ponerse de acuerdo. Las frecuentes disputas que mantenía con ese hombre endemoniado, como la de esa misma mañana, tampoco es que favorecieran la cordialidad en el trato. Desde entonces estaba en un estado de agitación que la desasosegaba.
Su llegada la ponía en tensión. Temía, o mejor dicho auguraba otro enfrentamiento, posiblemente causado por alguna de sus frases sarcásticas, que tanto la sacaban de quicio.
Bruno se acercó a ella y le echó sobre los hombros una gruesa capa de lana de alpaca tejida por ella misma. Siempre le sorprendía, en momentos de tensión, con esos detalles tan delicados. La hacían dudar de sus intenciones.
—Es mejor que entres. Hace demasiado frío para que estés aquí fuera. Me parece que Zar se está vengando de ti porque le tienes prohibidas sus correrías.
Hablaba con voz baja, tranquila, estableciendo de pronto entre ellos la confianza de cualquier pareja de enamorados. Le echó un brazo por los hombros y la acercó a su pecho, sin apretarla, manteniéndola a una distancia prudencial, para que no se sintiese atosigada. La prenda de lana y su proximidad la hicieron entrar en calor. Demasiado calor. Le dieron ganas de volverse y besarlo. Su ternura estaba derribando de nuevo las barreras que ella se esforzaba en levantar.
«Esto no es justo. Acabaré por derretirme y formar un charquito a sus pies».
—No te preocupes, estoy bien. —Trató de dominar el temblor que le causaba su presencia—. Enseguida entro.
—¿Que no me preocupe? ¿Y lo dices ahora, cuando ya no hay remedio? Cariño, no has dejado de inquietarme desde que te conozco. Siempre tan esquiva, con ese miedo en tus ojos cada vez que me acerco a ti. Ni que fuera un criminal.
—No me gusta ser seducida y después enterarme de que el seductor me ha mentido —respondió con sequedad—. Ni que alguien piense que todos mis actos están hechos con segundas intenciones, o en pago a algo.
Enseguida se arrepintió de haber dicho estas palabras. Sus miedos e inhibiciones la hacían ser demasiado recelosa. A fin de cuentas, en ese momento se había acercado a ella con las mejores intenciones, para pasar un rato juntos y rebajar la tensión creada entre ellos por la mañana. Sin duda buscaba una tregua. Pero ella era incapaz de concedérsela. Tenía demasiado miedo de lo que sentía por él.
Bruno procuró responder con tono mesurado, casi de sabio profesor dirigiéndose a un discípulo.
—Eres de las que no perdonan, ¿verdad? He estado pensando en ti y creo que me estás haciendo pagar las malas acciones de otro. ¿Quién te hizo daño, Cris? ¿Quién te dejó tanta amargura en el corazón, amor mío?
La había apretado contra su corazón. Sus latidos eran erráticos, contrastaban con la tranquilidad de la voz.
Cristina se dio cuenta de la pena y la amargura que sentía el hombre. Notaba sus caricias en la espalda a través de la gruesa capa de lana. Su mano descendía hasta las caderas, rodeándola, y volvía a ascender hasta la base del cuello, que ante la caricia se relajaba después de tanta tensión acumulada. Notaba su aliento cálido en las mejillas, y agradecía el trato tan cariñoso. Sus palabras eran amorosas: cariño, amor mío, Cris… Y a ella le asustaba que aquellas palabras fueran de amor auténtico. Y, sobre todo, que pudieran estar llenas de falsedad. Todo lo relacionado con Bruno le asustaba. Quería escapar. Pero también quedarse, sumergirse en su entrega y su dulzura. Abandonarse por una sola vez en la vida, sentir que al fin había alguien que la amaba de verdad, que estaba dispuesto a cuidar de ella y de los suyos, apasionadamente decidido a protegerla.
Se enderezó de golpe y se separó de él. ¿En qué rayos estaba pensando? ¿Es que le había entrado la flojera de golpe? De ninguna manera. Ni hablar, ella no era una mujercita frágil. Era una mujer de carácter firme que no necesitaba a ningún capullo integral que le complicara la vida a cambio de solucionarle algún problema. Debía recordarse a sí misma que se bastaba y sobraba sola. Había puesto en marcha no uno, sino dos negocios. Saldría adelante.
—Mira, es mejor que dejemos ese tema. No nos compliquemos la vida, ¿de acuerdo? Tú tienes tus proyectos y yo los míos. No quiero liarme con nadie, ya te lo expliqué.
—No, nena. Tú no explicas nunca nada. Eres de las que ordenan, pero está bien, voy a hacerte caso. Te dejaré tranquila, pero solo un tiempo, porque no pienso rendirme. También a mí me gusta dirigir. Soy un hombre paciente, ya lo sabes, pero me cabrea que alguien pretenda llevarme por donde no quiero.
—No necesito tu paciencia, ni tus amenazas. Supongo que podré decidir con quién me acuesto y con quién no.
A Bruno le dolieron aquellas palabras. Cristina aún estaba en el primer escalón de su relación cuando él ya había subido hasta el piso más alto. No era cuestión de sexo, sino de algo más profundo. Se trataba de aquella extraña comunicación, de una afinidad que le hacía entender sus pensamientos, sus reacciones, sus dudas, su manera de actuar. Ambos compartían la intensidad de tales sentimientos, aunque ella no quisiera darse cuenta y se empeñara en ponérselo tan difícil.
La literatura, el cine, las novela, las amistades, todos hablaban de la fuerza del amor. Él siempre había sido un poco escéptico sobre el particular. Pensaba que la atracción hacia el otro, el amor, idiotizaba a las personas, que era una especie de estupefaciente que hacía perder el buen sentido, e incluso a veces el sentido del ridículo. Pero eso lo creía porque hasta entonces no había encontrado a una mujer que despertara en él los sentimientos tan profundos, el deseo sexual tan intenso, las sensaciones vitales tan fuertes que le inspiraba Cristina. Y, sin embargo, se había dado de bruces contra ella. Era una mujer terca, desconfiada, llena de secretos que guardaba con celo. Pero era la mujer de su vida. Elegimos la ropa, la casa, los libros, pero no a la persona que sale a nuestro encuentro y transforma nuestra vida para siempre. No iba a dejarla escapar. Por nada del mundo.
—Será conmigo. Te acostarás conmigo, no lo dudes. Y no me mires como si me quisieras asesinar. Desengáñate, no soy ningún chulito arrogante, solo veo las cosas con claridad y sé lo que piensas.
—¿Tú qué sabes lo que yo pienso?
Se acercó a ella. La notó preparada para recibir sus besos. Sus ojos refulgían. Mantenía los labios entreabiertos. Notó el ansia, el deseo, la necesidad de sentir su lengua. Supo que iba a entregarse a él. Por un instante estuvo a punto de sucumbir. Imaginó la fuerza de su reconciliación, en la que el sexo tendría una parte determinante. Ella estaba dispuesta. Él también. Sin embargo, una noche no iba a cambiar nada. El problema de base seguiría existiendo a la mañana siguiente. La reconcomería su debilidad. Se culparía, y lo culparía, por haberla incitado a dar rienda suelta a su deseo. Esta vez no iba a caer en la trampa.
—Yo lo sé todo sobre ti. Y tú sobre mí. Lo que pasa es que te niegas a entenderlo. Te deseo. Más de lo que he deseado jamás a nadie. Aún no sé por qué. Eres terca, caprichosa y desconfiada. No son las virtudes que más me gustan para mi compañera. Tendré que aguantarme, porque no pienso dejarte marchar. Métete esto en esa cabeza tan dura que tienes. Tendré paciencia. Pero recuerda, eso no quiere decir que lo deje pasar. Tan solo que tendré un poco más de paciencia.
—El discurso te ha salido redondo, amigo. Pero creo que se te ha olvidado algo importante. Yo dirijo mi vida y escojo a mis amantes cuando lo creo oportuno. Y no entra en mis planes inmediatos mantener una relación contigo.
Estaba furiosa. Por un momento casi se echa en sus brazos y se lo come a besos. Menos mal que su sentido común había despertado a tiempo. ¿Qué se creía? ¿Que él iba a marcar el paso y obligarla a seguirlo? Bruno era capaz de sacar lo peor de ella. Bajo esa pátina dúctil, paciente y agradable, tenía la fortaleza inquebrantable del acero. Nada le hacía cambiar de opinión cuando tenía su objetivo delante. Era un perro de presa. No sabía qué mecanismos usaba ese hombre para hacerle perder el dominio de sí misma con tanta facilidad, pero daba igual. Si pensaba que él iba a decir la última palabra, estaba fresco.
—¿Tus amantes? No recuerdo haber visto a ninguno por aquí —habló con aire despreocupado, algo sarcástico—. De todas maneras, vida mía, no entra en mis planes que tengas otro amante que no sea yo.
Su voz sonó ronca, oscurecida por el deseo que inflamaba su entrepierna cada vez que la tenía delante.
Cristina se quedó sin palabras. Estaba absolutamente angustiada, insatisfecha. Demasiada contención no era buena. Sus peleas continuas ocultaban sus verdaderos sentimientos. La necesidad acuciante que tenía de él, de su proximidad, su rostro, sus miradas, sus palabras, su sexo. Pero el miedo desequilibraba el fiel de la balanza. Un miedo terrible al amor, a la entrega, a la soledad posterior. Bruno estaba allí por su proyecto. Cuando se terminara, volvería a su casa, a su estudio de arquitectura. Y ella se quedaría sola una vez más.
—Entra cuanto antes. Está cayendo una helada terrible.
Tras dar esta orden, Bruno dio media vuelta y caminó hacia la entrada de la casa sin volverse ni una sola vez.
Ella dio una patada rabiosa en el suelo. Bruno quería seguir gobernando su vida. Tomó una decisión: se marcharía fuera un par de días. Así le demostraría que la única dueña de su vida era ella.
Pero no fue ella la que se alejó. A la mañana siguiente Bruno tuvo que regresar a Bilbao. No dio explicaciones ni se despidió.
Se lo encontró a la hora del desayuno, vestido con un sobrio traje gris marengo, con camisa color berenjena y una discreta corbata de seda. Apenas levantó la vista de los papeles que estaba leyendo. Media hora después se había subido a un BMW que vino a buscarle y había desaparecido tras la primera curva del camino.
En los días siguientes se repitió con demasiada frecuencia que a ella no le importaba lo más mínimo dónde iba aquel hombre. Bruno no tenía por qué darle explicaciones de sus actos, como tampoco ella se las daba a él. Su habitación estaba allí, preparada para cuando quisiese volver. Ese fin de semana iba a recibir nuevos clientes en su hotel rural. Dos hombres, para los que dispuso dos habitaciones individuales en la planta baja, y una familia, los padres y dos niños pequeños, a los que reservó el moderno y pequeño bungalow que había construido el año anterior en el lado derecho de la casa. Allí estarían más cómodos. Además nadie podría quejarse si los niños lloraban o alborotaban más de la cuenta.
También tenía contratadas excursiones a caballo. La vida continuaba, con o sin la presencia de Bruno.
Pero en cada minuto de esos días de ausencia, le echó tanto de menos como nunca creyó posible añorar a nadie.