El inspector Juan José Corbelle llevaba ocho años trabajando en la Policía Judicial de Pamplona. Era un tiarrón de treinta y pocos años. Morenazo, atractivo, con unos ojos que, siguiendo el dicho de la tierra de sus antepasados, «ojos verdes son traidores», eran capaces de mirar de una manera cuando en realidad sus pensamientos caminaban en la dirección opuesta. Podían encandilar a cualquiera, y más del sexo femenino. Permanecía soltero porque, según él, ni entendía a las mujeres ni las mujeres lo entendían a él. Con todas se llevaba bien. Y mal. Dependiendo del momento y de las circunstancias. Tenía pocos ratos libres para dedicárselos, y los que podía arañar, eran para la moto y los amigotes motoadictos como él. Y esas salidas de fin de semana se escapaban a la velocidad de la luz.
Hacía un rato que había entrado en el despacho del comisario Luna. No hacía falta ser un buen policía, y él lo era, para saber que si le había ordenado tomar asiento, era para comunicarle una mala noticia. Lo apreciaba. Era un hombre de gran tamaño, que intimidaba, pero de carácter tranquilo, paciente y campechano. Además era un buen defensor de sus hombres. No los dejaba en la estacada a las primeras de cambio. Luna provenía de una antigua familia navarra, con dinero y solera. Carecía de aspiraciones políticas, de hecho no era nada aficionado a las maquinaciones propias del poder. Poseía los suficientes contactos como para que nadie se atreviera a meterse con él. El único defecto que veía Corbelle en él era la terquedad. Si se le metía algo en la mollera, no había fuerza humana que lograra hacerle cambiar de opinión. Pocas veces ocurría, eso era cierto. Y esa mañana no era una de ellas.
—Ya te he contado lo principal. Será mejor que te leas el informe antes de ir. Todo está aquí, Corbelle. Todo lo que sabemos, que es nada. —Señalaba la carpeta de plástico azul que acababa de depositar en sus manos.
—Jefe…
Luna lo miró con sus ojillos chicos convertidos en dos chinitas graníticas.
—Oye, Corbelle, me están apretando los huevos por todas partes, no le des tú otra vuelta al manubrio.
—No, jefe. —Negó con mirada inocente, mientras por dentro pensaba en los antepasados del comisario, de los que no tenía buena opinión—. Solo quería decirle que llevo un caso importante. El del tío al que agarramos dando una soba a la mujer y que además resultó ser el que agredió al mendigo.
Luna ni se inmutó. Conocía de qué pie cojeaba cada uno de los hombres bajo su mando. Y las pisadas de Corbelle se las sabía mejor que las de ninguno. Apreciaba su dedicación al trabajo, su fidelidad y ese sexto sentido que le reportaba tantos éxitos. Su mirada inocente lo dejaba frío.
—Estoy al tanto. Pásaselo a Lores. Esto es prioritario. Tú eres de allí, ¿no?
—Pues no señor. Yo nací en Bilbao, pero mi familia es de Orense.
—Es verdad, eres el bilbaíno de Las Arenas.
—De Las Arenas pobres, jefe. Mi padre es fontanero, no industrial. —Era el mismo rollo de siempre, largado con una sonrisa, a ver si ablandaba el corazón del comisario.
Su abuelo había salido de la aldea agarrado a una maleta de cartón, huyendo de la pobreza. Nada nuevo. Pobres que se querían hacer ricos, o al menos labrarse un futuro. El viaje se detuvo en Bilbao.
También el comisario conocía la historia. Era un hombre callado al que le gustaba escuchar las conversaciones de sus hombres. Se aprendía de ellas más que en un manual de psicología práctica. Corbelle era de los que aparentaban ser muy abiertos y contarlo todo. Por eso tenía buena prensa entre sus colegas. En el fondo, y Luna lo sabía, era un solitario con mucha retranca que se tragaba todas sus penas. Solía ponerles al tanto de la emigración gallega, cuando alguien hablaba de la crisis, de los bajos sueldos o de la perra vida que llevaba por falta de dinero, tanto si querían como si no. Por lo que él dedujo, Fontanería Corbelle había crecido lo bastante en la siguiente generación como para tener varios empleados en nómina. El viejo orensano y su hijo mucho se habían tenido que descornar para llevar la pequeña empresa a donde estaba ahora.
La sonrisa del policía no causó mella. El jefe continuó con la misma expresión de jefe que tenía antes. O sea, la de «aquí mando yo, y sé lo que conviene». Contumaz hasta el fin.
—Tampoco les va tan mal a los fontaneros. —Corbelle se acordó del Mercedes de su padre. Solo lo sacaba en agosto, para ir a las fiestas de la Virgen, al pueblo—. ¿Y de dónde he sacado yo que tenías familia cerca de Cintruénigo?
—Mi abuelo, el padre de mi madre. Falleció hace un par de años. Trabajó toda su vida en uno de los talleres de alabastro de la zona.
—Pues eso. Seguro que conocerás a alguien allí, ¿no? Contigo la gente hablará con más facilidad.
—Pues no sé… Iba de crío unos días cada verano. En los últimos tiempos no me han visto mucho, no crea.
—Escucha, hijo. —Mal asunto, cuando salía el jefe paternal. Corbelle intuyó que no se iba a librar ni por asomo—. La víctima es una mujer joven a la que un malnacido decidió machacarle la cara hasta hacerla picadillo. Y suponemos que el agresor es hombre, porque tuvo que cargar con ella para trasladarla. Era flaca, pero de todas formas un peso muerto. Estamos seguros de que el crimen no se cometió allí. Intentó borrar cualquier resto que nos permitiera identificarla allí mismo, donde la dejó.
El inspector asintió con calma. Ya quedaban pocas cosas que lo impresionaran, pero procuraba mantenerse firme en el interés por su trabajo. Cuando estaba ante una víctima, se juraba hacer todo lo posible por conducir al agresor ante la justicia. Hasta ahora no le había ido mal. Se preguntó si su suerte cambiaría con ese caso. Nunca se había sentido muy unido a su abuelo, un intolerante como tantos que había hecho la vida imposible a sus hijos y a su abuela. A ella la había querido mucho.
—¿Una mujer de la calle?
—Una mujer, Corbelle, una mujer, ni de la calle ni del huerto. Léete el informe, que para eso te lo he dado. Golpeada y quemada, en una localidad cerca de Cintruénigo. La encontró un viejo que casi se muere del susto. Tengo a Ventura Sanz, el alcalde, tocándome las pelotas todo el día. Y también incordia a la jueza, para que investiguemos. Según parece una empresa está levantando un hotel de lujo, y no quiere cadáveres sueltos en las proximidades.
Luna aún recordaba las palabras de Sanz:
—Solo falta que el día de la inauguración del hotel, un periodista saque en los papeles una reseña del asesinato, con una foto de la muerta en primera plana y la historia de que aún no se ha encontrado a quien lo hizo. Entonces estaremos bien jodidos. A ver quién va a querer…
—Haremos lo posible para que se resuelva —dijo, interrumpiendo así el discurso del otro, que estaba embalado—. Y a la prensa no se le ha pasado ninguna fotografía.
Sanz le había mirado con escasa confianza. Y él le había largado del despacho a la primera ocasión. Se cuidó muy mucho de decirle que no tenían donde agarrarse. El criminal había cometido un asesinato horrendo, pero se había preocupado de no dejar ni una sola huella.
—Y quiere que yo vaya y…
—Y al menos descubras algo que nos dé un punto de partida. Habla con la gente. La encontró un tal… no me acuerdo, está en el informe. Búscalo. Que te cuente su historia.
Corbelle volvió a abrir el informe. Lo leyó por encima. Su rostro fue adquiriendo un tono ceniciento. El jefe no había mentido. No había nada, ningún hilo del que tirar, ningún punto por el que empezar. A ver si esperaban que él hiciera milagros. Salvo…
—Está descartado que se dedicara a la prostitución, por lo visto. Unos treinta años… Ropa de calidad. Sin joyas. Esto de la ropa…
—Sí, es con lo único que contamos. No ha trascendido, así que cuidado con lo que largamos por ahí. Lo demás, la prensa ya se ha encargado de despanzurrarlo todo. El individuo se preocupó de cortar todas las etiquetas, lo más probable es que lo hiciese con las tijeras de una de esas navajas suizas. Tuvo la sangre fría de pararse a pensar. Debió de venirle a las mientes alguna película… Con esto de la televisión lo tenemos jodido. Todos creen que saben más que la policía.
—Y no todos…
—Eso es, alguna vez la cagan. Este no se acordó…
—Del sostén —dijeron al alimón.
—Es de una marca extranjera, de las que no se comercializan en España. Los de la científica siguen en ello.
Juan José Corbelle se puso en pie. Ya no tenía nada más que decir. Le había tocado la china.
—¿Cuándo salgo?
—Tenías que haber salido ayer. Y recuerda esto, tenemos que apresarlo cuanto antes.
—En una hora estoy en marcha. Haré lo que pueda, descuide.
Caminó hacia la puerta, pero se volvió en el último momento. El comisario Luna tenía la vista clavada en él. Le pareció detectar una mirada de afecto y comprensión. No le extrañaba. Tampoco él lo iba a tener fácil.
—Llama con frecuencia, que a ti a veces se te olvida.
Salió y cerró la puerta con cuidado. El comisario le había encomendado esa labor porque confiaba en él. Sus ojos se lo habían dicho. La parte fatalista de Corbelle no las tenía todas consigo.