CAPÍTULO
8

Desde la madrugada caía una lluvia fina y persistente. Hacía frío. En un bidón se había hecho una hoguera con restos de madera y otros materiales de la obra. El humo y la niebla envolvían el entorno con un denso manto que se diría de tul, sobre el que sobresalían las copas desnudas de los árboles. La atmósfera opresiva, fantasmagórica, producía sensación de indolencia. De continuar ese tiempo infame tendrían que parar las obras de cimentación, iniciadas unos días atrás, cuando el sol lucía en todo su esplendor.

Aquel había sido un momento de euforia. Los ánimos, al empezar un proyecto de tal envergadura, estaban en consonancia con la brillantez del sol, con la luz pura del ambiente. El ruido constante y monótono del motor de la excavadora, mordiendo grandes pedazos de tierra para abrir hueco, los pitidos agudos de las máquinas al dar marcha atrás, el sonido metálico de las varillas de metal vibrando al caer contra el suelo desde los camiones y las distintas voces se mezclaban con las diversas melodías que cantaban o silbaban los obreros. Un perfecto imitador de Carlos Cano entonaba, como si estuviese ante un nutrido grupo de espectadores, fragmentos de María la portuguesa, compitiendo con otro que recitaba con ritmo machacón los versos del rapero Nash:

(…) vive hoy mi razón por ti,

no sé ni dónde voy,

sé que esto no es normal,

has hipnotizado todo mi corazón vendido.

Ahora, sin embargo, todo había cambiado. Predominaba un silencio hosco. Los hombres, cubiertos con trajes de agua de color amarillo y con las botas llenas de barro, se movían lentos. Bruno, con el mismo atuendo y el casco protector, aguantaba a pie firme escuchando imperturbable las explicaciones del jefe de obra sobre la orografía de la zona. Aquellos eran terrenos blandos, arcillosos, muy cercanos al cauce de un río. Ya se había montado un complejo sistema de drenaje, excavando canales, para evitar inundaciones al atravesar la capa freática. Las bombas de desagüe funcionaban sin parar. Sin embargo, a nadie le agradaba que la lluvia acumulara más agua. Antes de iniciar el proyecto, como quien dice, ya preocupaban los retrasos. En una obra de semejante magnitud siempre surgían imponderables, por lo que había que tener todo pensado y resuelto para que estos fueran los menos posibles. Cada día de más era dinero que se perdía.

En contraste con toda esa mezcolanza de ruidos, el silencio del bosque era abrumador. Parecía que todas las aves hubiesen emigrado y el espacio se hubiera quedado vacío, sin vida alguna. No se escuchaba ni un graznido. La naturaleza parecía estar a la espera del sol para despertar.

—¡Zar! ¡Zar!

La voz aguda de Cristina llamando al inquieto perrillo rompió la pesada quietud. Poco a poco las llamadas bajaron de intensidad, perdidas en la lejanía. Fue el aliciente necesario para que estallasen las risas y las conversaciones subiesen de tono. Ya estaban acostumbrados a las fugas del animal. Por lo general recorría el pueblo durante toda la mañana. Los hombres habían aprendido a identificar la llegada de Florencio, con Zar trotando a su lado, con el descanso para la comida. Más de un incauto compartía el plato del día con el voraz animal. A pesar de que se le había prohibido la entrada a la improvisada taberna levantada por la empresa junto a la obra, él se las agenciaba para recibir algún que otro premio.

Con la atención puesta en el plano topográfico y en las explicaciones que le daban, Bruno sonrió para sí. El señorito Zar volvía a hacer de las suyas. Cristina estaría con un cabreo de mil demonios. Le gustaban los dos perros. La tranquila Cara, siempre tan protectora con su ama, y el gamberrete de su hijo. Solían acercarse a él cada mañana, saltando a su alrededor, en busca de algún resto de pan o galleta del desayuno que siempre guardaba para ellos.

Su meditación se vio interrumpida por una serie de exclamaciones. Levantó la vista. Algunos hombres habían interrumpido el trabajo y señalaban el bosque. Él siguió la dirección. Una figura femenina encorvada, espectral, surgió de la niebla.

—¡Es la señora Cristina! —Quien dio el aviso fue Oswaldo, con su dulce acento ecuatoriano—. Parece que se encuentra enferma.

Bruno vio que venía hacia ellos trastabillando. Se quedó inmóvil esperando a que se acercara un poco más, sin saber muy bien qué hacer. Desde su discusión en el despacho habían tenido el buen juicio de no volver a estar juntos. Sus encuentros en los pasillos de la mansión eran esporádicos. Apenas se saludaban. Aunque eso no era óbice para que el rostro de ella le jugara malas pasadas y se le cruzara por la mente en los momentos más inoportunos.

Clavó la mirada en la pequeña figura que se aproximaba. Observó que andaba despacio, haciendo un claro esfuerzo para mantenerse en pie, como si sostuviera algo tan pesado que la hacía vencerse hacia delante.

La vio tropezar, enderezarse, avanzar de nuevo, dar un salto. Estuvo a punto de caer. Volvió a erguirse. Caminaba con demasiada calma.

En cuanto se dio cuenta de lo que ocurría, Bruno soltó un expresivo taco y echó a correr hacia ella lleno de ansiedad. Enseguida se puso a su altura. Sin contemplaciones, le arrebató de los brazos el cuerpo desmadejado del pequeño Zar. La cabeza ensangrentada del perrillo cayó colgando inerme hacia un lado, por encima de su brazo. La sola visión de su lengua rosada saliendo de entre los dientes revolvió el estómago de Bruno.

—Lo encontré al pie de las rocas. Creo que está muerto, no lo siento respirar. ¿Quién ha podido maltratarlo de semejante manera?

Bruno detectó su angustia, la misma que lo asaltaba a él. Notaba el corazón acelerado, desgarrado. Dolía ver el cuerpo del nervioso animal inmóvil, sucio, apelmazada su pelambre de fuego por la sangre y el lodo.

Los labios amoratados de Cristina temblaban de tanto contener el llanto. Ella no era proclive a las lágrimas. Estaba acostumbrada a luchar, a soportar con estoicismo las grandes pérdidas de su vida. Al fin se le escapó un sollozo y el llanto de ella quebró la aparente serenidad de Bruno. La miró de reojo. Lágrimas silenciosas caían por sus mejillas. Intentaba secárselas con movimientos bruscos del dorso de la mano, pero eran incontenibles. Había caído en el mutismo más absoluto. Apenas podía andar. Se movía por pura inercia, con el convencimiento pleno de que su Zar se había ido para siempre.

Bruno venció su pena y se esforzó por usar, contra natura, un tono brusco y cortante. Quería hacerla reaccionar. La suavidad y la comprensión solo servirían para que se viniera abajo del todo.

—No es momento de lamentaciones. —Ella lo miró con ira y se sintió satisfecho. Así la quería, con todo su ánimo en acción—. Tenemos que llevarlo al veterinario. ¡Ahora! Ya llorarás después.

Notó en sus brazos una pequeña convulsión del perrillo. Lo sujetó con más fuerza. Uno de los hombres se acercó para ayudarlo.

—Respira —dijo emocionado.

No estaba todo perdido.

Ella quería sentarse en el suelo y llorar, y gritar hasta romper el cielo. El tono desabrido de Bruno no contribuía a tranquilizarla, sino a potenciar su hostilidad hacia él. Era el ser menos comprensivo que había conocido en su vida. Necesitaba palabras de consuelo, amables, no esas frases gélidas, que cortaban la respiración.

Bruno continuó avanzando a grandes zancadas hacia el embarrado Land Rover de la empresa, sin preocuparse de ella, que corría para adaptar sus pasos a los del hombre.

Cristina lo alcanzó y le abrió una de las puertas laterales. Él colocó al animal en el asiento trasero y la joven se sentó al lado, acariciando con delicadeza el morro, el lomo, su cabeza ensangrentada. Pasó la mano por el pecho del animal. No sintió el latido de su corazón. Le dio la sensación de que empezaba a quedarse frío. Se quitó el anorak y lo cubrió con la prenda. No hubo reacción, y ella no pudo evitar nuevas lágrimas. Bruno, bien lo sabía Dios, quería cogerla en sus brazos, consolarla. Se sentía impotente, envuelto en una rabia sorda que obnubilaba su pensamiento racional. Él, un hombre de carácter templado, quería gritar, golpear, dar salida a la furia que lo embargaba. Se mantuvo estático, con los brazos caídos, rígidos a lo largo del cuerpo, sintiendo el sufrimiento de Cristina como el suyo propio. La miró, sin tocarla, porque era consciente de que si lo hacía nada podría detenerlo. Después se sentó tras el volante y arrancó.

—Vamos, llama al veterinario.

—No tengo el móvil. Salí sin nada.

Él se volvió de medio lado, le acarició la rodilla en un gesto cargado de afecto y le tiró el suyo al regazo. Las manos de ella temblaban. Las de él también. Era incapaz de marcar el número.

—Me lo sé de memoria —dijo para sí.

—Cuéntale cómo lo has encontrado. Dile que Zar está muy malherido, que ha debido de perder mucha sangre. No he podido fijarme bien, pero creo que solo ha recibido el golpe en la cabeza. No parece que haya otras heridas. Alguien lo redujo y después lo machacó.

Daba órdenes, hablaba sin descanso con un tono pausado, firme, poniendo de tanto en tanto su mirada en el rostro de ella.

La chica apenas tenía color en la cara, salvo el de los regueros oscuros que habían dejado las lágrimas. Los dientes le castañeteaban, no sabía si por el frío y la humedad del ambiente o por la situación en la que se encontraba su querido animal.

Volvió a llorar, esta vez con incontenibles hipidos.

—Sé lo que tengo que decirle, gracias.

Él no se tomó a mal su balbuceo desabrido.

—Pues dilo. Es importante que sepa con lo que se va a encontrar.

Cristina se dio cuenta al fin de la tensión que experimentaba Bruno. Su genio se aplacó. El hombre le hablaba así para hacerla reaccionar, no porque fuera un ser falto de sentimientos. Le constaba que quería a sus perros. Más de una vez los había visto desde lejos, paseando juntos en dirección al río. Compartía con ellos pan o galletas que Amparo le daba a media mañana. Le sorprendía la relación que se había ido estableciendo entre los dos. La tata había pasado de considerarlo un demonio al que había que derrotar, a convertirlo en un ángel salvador. Le extrañaba. Amparo no era de las que daban su apoyo y cariño a cualquiera. Su carácter severo no se lo permitía. Y sin embargo Bruno se la había metido en el bolsillo. La última sorpresa era que ahora la mujer mayor pensaba que un hotel de esas características, en las márgenes del río Alhama, sería bonito. Ella creía a pies juntillas en sus aguas milagrosas. Estaría bien que lo tuviera su pueblo, y no otro. Cristina callaba. No quería saber nada, ni de él ni de su proyecto. Empezaba a picarle el gusanillo de los celos ante las atenciones que Amparo dedicaba a Bruno. Como si él fuera el propietario de la torre, en vez de ella.

En el interior del coche el silencio se hizo pesado. Cristina iba sumida en sus pensamientos, tratando de contener el llanto y dominar su resentimiento. Sus ojos se encontraron con los de Bruno a través del espejo retrovisor. Por primera vez en mucho tiempo, sus pensamientos se conectaron. La mirada de él transmitía desesperación y miedo.

—Cristina, vivirá.

—No lo sabes.

—Pues claro que lo sé —respondió con arrogancia—. Yo lo sé todo. Hasta que has estado escondiéndote de mí.

Ella se avergonzó un poco de su comportamiento infantil.

—Quedamos en que no nos veríamos, ¿recuerdas? Tú mismo lo propusiste.

La voz le salía algo gangosa, debido a las lágrimas. Una disputa estaría bien para ayudarla a olvidar por unos breves instantes la angustia por el estado de Zar.

—No pensé que te lo ibas a tomar al pie de la letra. Una cosa es que no intimemos y otra muy distinta es que me consideres un apestado.

—No te considero un apestado. Solo un arrogante que miente como un bellaco. Y desde luego eres la última persona con la que se me ocurriría intimar.

Él no pudo evitar sonreír ante la cadencia sibilina de sus palabras.

—Pues ya ves. A mí se me ocurre a todas horas. Te echo de menos —confesó—. Deberíamos salir otro día a cabalgar, con la merienda y los perros, cuando Zar se recupere.

—Ni muerta.

—Para hablar, nada más. —Procuró poner en estas últimas palabras algo de mala intención.

La llegada a la clínica veterinaria evitó que tuviera que contestarle y ponerse en ridículo. Ella también añoraba su presencia. Sus sentimientos estaban a flor de piel. No quería decir algo de lo que pudiera arrepentirse más tarde.

Bruno había conducido a toda velocidad, traspasando los límites sobradamente. Le extrañaba que no hubiera sacado un pañuelo blanco por la ventanilla y pedido acompañamiento de la policía de tráfico. Era un hombre que reaccionaba con aplomo ante situaciones difíciles. Actuaba con rapidez. Solo su manera violenta de sujetar el volante y la rigidez de su mandíbula expresaban la impotencia, la rabia y el dolor que lo atormentaban.

Daniel Cortés les esperaba a la puerta de la consulta.

Un hondo suspiro de alivio se escapó de los labios de Cristina en cuanto lo vio. Si había alguien capaz de mantener con vida a Zar era ese hombre que caminaba impaciente de un lado a otro de la acera.

Mari Cruz, su mujer, era la hermana que no había tenido, la compañera desde su más tierna infancia, la chica alegre y temperamental con la que pasaba la mayor parte de los ratos libres de su vida de adulta. Pero Daniel Cortés era su amigo más querido, el único hombre en el que confiaba, tanto por su seriedad como por su buen juicio. Desde el primer momento la había impresionado por su carácter apacible, su temperamento tranquilo y su infinita capacidad para dar cariño a cualquier ser vivo que se encontrara en su radio de acción.

Daniel no era del pueblo. Había sido uno de los mejores de su promoción en la Facultad de Veterinaria de Zaragoza, lo que contribuyó a que pudiera obtener una beca y dedicarse a la investigación de los virus del ganado. Ante la sorpresa de amigos y familiares, un buen día abandonó su prometedora carrera investigadora y se presentó a las oposiciones. De la noche a la mañana se convirtió en veterinario rural. Desde entonces ejercía su auténtica vocación, entre vacas, ovejas y animales de compañía. Su figura alta, delgada, fibrosa, formaba ya parte del paisaje. La gente al principio lo miraba con reserva, porque les parecía un tipo extraño, diferente a lo que se esperaba de un hombre de su posición social. Siempre iba vestido con vaqueros y amplias camisas de cuadros. Lucía una larga melena entrecana, recogida en cola de caballo. Su aspecto recordaba a cualquier hippy sesentero. Solía ir caminando o en bici a todas partes. En caso de extrema necesidad, con un todoterreno que era un auténtico cacharro, sucio de tierra y desordenado por dentro.

Tenía treinta años cuando llegó al pueblo y su soltería recalcitrante era motivo de guasa entre sus compañeros de facultad. Cinco meses más tarde estaba casado con Mari Cruz Villanueva, casi diez años más joven que él, ante la mirada perpleja de quienes lo conocían y que con el habitual optimismo en estos casos, concedían al matrimonio unos pocos meses de vida. Sin embargo, después de ocho años y tres hijos, la gente se había tenido que tragar sus pronósticos. Para Cruz, administrativa del ayuntamiento, su marido era la luz de sus ojos; sus hijos, su locura y su pasión. Daniel era un hombre feliz consigo mismo y con la vida que se mostraba tan generosa con él. Adoraba a Cristina. La tristeza y el dolor que asomaban a veces en la joven lo impulsaban a protegerla.

Cara era un regalo de Daniel.

Un día lo llamaron para atender un parto difícil de una de las mejores perras Spaniel Bretón de caza de la zona. De los cinco cachorros de la camada, la última era una perra enclenque, con pocas posibilidades de sobrevivir, a la que su dueño cogió en sus manos dispuesto a ahogarla en un cubo de agua. Daniel logró detenerlo a tiempo. Le pidió que se la regalara.

—Esta no vive ni un día. Te lo digo yo, por muy veterinario que seas. Vosotros los que estudiáis creéis que lo sabéis todo.

—Tú déjamela, que yo sé bien lo que tengo que hacer.

—No quiero saber nada de ella. A ver cómo te las apañas, con una que aún chupa de la teta. La Cruz te va a echar de casa.

—Descuida, que de ella me encargo yo. Y de esta también.

Fue Cruz quien se ocupó de su alimentación, con leche maternizada de uso veterinario. Un mes más tarde se había convertido en una perrilla chiquitaja y valiente que pedía con finos aullidos su ración de comida. Y pocas semanas después la sacó del interior de su chaqueta y la depositó entre los brazos de Cristina. Ella estuvo un rato contemplándola atónita, emocionada por la visión de aquella debilucha bola de pelo que se retorcía entre sus manos.

—Es como tú, Cristina, una luchadora.

—Nunca he tenido un perro.

—Pues, ¡hala, maja!, ya es hora de que tengas uno.

Zar nació dos años y medio después. El mismo Daniel se encargó de buscar un macho apropiado para el cruce. Y ahora estaba a las puertas de la muerte porque un infame había decidido apalearlo.

Entre Daniel y Bruno sacaron al animal, lo llevaron al interior y lo depositaron sobre la camilla de la consulta.

Cristina sollozó. Hacía tiempo que Zar había dejado de moverse.

Daniel no hizo ni caso de su llanto. Comprobó las pupilas con una linterna y realizó un reconocimiento somero. Fue palpando el cuerpo del animal. Detectó un golpe en el lomo. Otro, el peor, en el parietal izquierdo. Imaginó que lo habían golpeado con un palo grueso, con saña. Tenía el pellejo levantado a la altura de la oreja, por donde aún manaba la sangre que se juntaba con la otra ya reseca, formando una gran costra. Ese era el golpe que le había dejado sin sentido. Se preguntó quién sería el sádico que había cometido semejante atrocidad con un animalito como Zar. Revoltoso, alborotador, juguetón, pero en absoluto fiero.

Todos conocían a los perros de Cristina. Los acariciaban y parloteaban con ellos cuando se los encontraban en la orilla del río. Más de uno lanzaba algún que otro palo al agua que Zar, siempre dispuesto, se apresuraba a devolver, empapado de agua, sacudiendo sus hermosos pelos blancos y rubios encima del incauto.

—Daniel…

—No sé, Cris, aún no puedo decir nada.

—¿Está muy mal?

—Sí. Y ahora largo los dos de aquí. Tengo que trabajar con él.

—Puedo ayudarte.

Se volvió hacia ella y la cobijó entre sus brazos, sin tocarla con las manos. Le dio un beso suave en la cabeza.

—No, no puedes. Llévatela —ordenó a Bruno.

Prefería que se quedaran fuera mientras él lo reconocía. No iba a ser agradable. Temía no poder hacer nada, y si moría era mejor que ella tuviera el recuerdo del bello animal corriendo por el bosque.

—Vamos, Cristina.

Bruno la obligó a salir. Ella lo hizo con renuencia, temiendo no volver a verlo.

Se sentaron uno frente al otro en los sillones de escay de la sala, mudos, con el convencimiento de que la espera sería larga hasta que Daniel pudiera emitir un diagnóstico. Los minutos pasaron con lentitud, como si fueran horas.

Bruno no dejaba de observarla. Tenía la mirada perdida en no se sabía qué mundos, ahora secos los ojos, vacíos de expresión, con el rostro ceniciento. Las manos y la ropa estaban sucias de tierra y de sangre del pobre animal. Ansiaba acercarse a ella, tomarla en sus brazos y acunarla. Permitir que diera rienda suelta a su dolor arrimada a su pecho, hasta que liberara la angustia. Pero el alejamiento de los días pasados, la frialdad con la que ella lo trataba y su propia culpabilidad lo mantenían alejado. Había decidido quedarse junto a ella, para consolarla si el pobre Zar dejaba de existir. O para ver su cara de felicidad en el caso contrario.

Nadie lo entendería. Para Cristina, el animal no era solo una mascota con la que entretenerse, pasear o desesperarse ante alguna de sus trastadas. Era mucho más. Un componente de esa peculiar familia que ella había reunido en torno a su persona. A él también le hubiese gustado formar parte del clan, como Daniel o como Amparo o como Cara, pero tenía que conformarse con mirar desde la barrera. Había metido la pata hasta el fondo y, por su falta de claridad, tenía la entrada vedada.

—Cristina, cuéntame cómo lo encontraste.

Ella estaba tan metida en sus pensamientos que al principio no se enteró de la pregunta que le hacía. Se quedó pensando, como si necesitara asimilarla.

Por fin habló.

—Le dije a Amparo que no dejara salir a los perros. Con esto de la obra no quiero que anden por ahí. Zar suele ir a ver a los hombres a la hora del bocadillo, temo que moleste.

Él asintió con la cabeza.

—Hay alguno que es muy perrero y le ha cogido cariño. Pero una obra siempre es peligrosa, y más para un animal.

—Se escapó en un descuido. Salí a buscarlo. Lo llamé varias veces. —Bruno, en efecto, recordaba sus voces—. Como no volvía, seguí el rastro habitual de sus correrías por la senda del río. Le encanta echarse al agua a coger palos. Después los acumula en la orilla. Son sus juguetes. Me lo encontré… lo encontré… No respiraba… estaba cubierto de sangre.

—¿Viste alguna piedra o estaca con la que pudieran haberlo golpeado?

—Ni me fijé. Empecé a gritar. Nadie me oía. Ni siquiera estaba segura de poder levantarlo. Pesa mucho.

—Así que no había nadie —comentó más para sí mismo, y después en voz alta—: ¿Estás segura de no haber visto a nadie?

—No, no, a nadie.

—¿Ni tampoco te cruzaste con algún desconocido, o algún vecino, cuando ibas hacia allí? A lo mejor se escondió al oír que llegabas. No creo que estuviera satisfecho de su gran hazaña contra un animal indefenso. Y más si es tuyo. La gente de aquí te respeta.

Cristina se quedó pensativa. Bruno al principio creyó que no quería seguir hablando con él. Tardaba en contestar. Sin embargo, ella estaba pensando en algo bien distinto: abstraída, recordaba las sensaciones extrañas, amedrentadoras, que había tenido tiempo atrás en el soto. Había vuelto otra vez, con los dos perros. Era terca. No iba a permitir que los miedos provocados por el asesinato de una desconocida frenaran sus idas y venidas. Pero la sensación de que estaba siendo vigilada permanecía. Ojos desconocidos, dañinos, fijos en ella. ¿Cómo hablar de semejante historia? Bruno creería que se había vuelto loca. Ya la debía de tener por una rarita. Solo faltaba que ahora le hablara de que había «ojos» sueltos por ahí que la vigilaban.

—Ya te he dicho que no. Si hubiera habido alguien le hubiera pedido que me ayudara, ¿no crees? Tan tonta no soy.

—No he dicho que lo seas, cariño.

Su voz acariciadora hizo estragos en la joven. Estaba en posición de desventaja. Débil, asustada. Y él pensaba aprovecharse de la situación. Bruno no dejaría pasar semejante ocasión para ganar terreno. De ningún modo se lo iba a permitir. Cada uno en su sitio. Así debían seguir. Si le daba la mano, cogería el brazo. Y en un instante volverían a estar los dos retozando por los montes con el culo al aire. Su cara se tiñó de rojo ante las imágenes lujuriosas que pasaban por su cabeza.

Bruno se preguntó en qué estaría pensando la mujer para mostrar semejante azoramiento. Llegó a la conclusión de que le estaba dando vueltas al mismo tema que él no lograba erradicar de su cabeza. En sus cuerpos desnudos enlazados. En la pasión voraz, abrasadora, que habían vivido. En la necesidad que tenía de ella.

La voz plana de Cristina le sacó de sus pensamientos.

—Es mejor que vuelvas al trabajo. No sabemos cuánto tiempo estará Daniel con él. No te preocupes, pediré que me vengan a buscar.

Él hizo un gesto vago con la mano.

—Puedo esperar.

—Te agradezco que me hayas traído hasta aquí, pero esto es asunto mío. Tus hombres y tu obra te esperan. Me las arreglaré.

¡Oh, señor, el maldito orgullo de los Olabide, de nuevo en marcha! Estaba loca si pensaba que iba a dejarla allí sola, con su angustia, esperando un diagnóstico que a primera vista no parecía muy esperanzador.

Bruno se levantó del sillón y se colocó en cuclillas delante de ella. Le cogió las manos. Estaban frías y mugrientas. Comenzó a darles masaje hasta que las sintió cálidas, entre las suyas. Y el deseo se acumuló en su entrepierna. ¿Cuándo había sentido ese fuego abrasador por una mujer? Nunca. Vivía desesperado por el desdén que le mostraba Cristina. Daría lo que fuera por tenerla en sus brazos, por volver a tocar aquella piel de seda, por volver a contemplar el pequeño lunar de estrella sobre uno de sus glúteos…

Ella mantuvo sus manos en la cálida urna que formaban las de Bruno. Necesitaba ese contacto que le transmitía vida, esperanza, y al mismo tiempo miedo. Un miedo cerval a no poder olvidarlo. Él prosiguió con sus caricias, repasando sus nudillos con el pulgar con suma delicadeza.

Cristina sintió un leve estremecimiento, un titubeo, la necesidad de apartarlas. Bruno avivaba el fuego dormido. Decidió dejarlas donde estaban. Él las volvió hacia arriba. Cristina tenía manos pequeñas y finas. Le gustaban sus rugosidades, los pequeños callos y montículos que las salpicaban. La tarea con la lana había abierto un surco áspero en los dedos índice y corazón de la mano derecha. En los de la mano izquierda la piel estaba levantada por la aguja de coser. Inclinó la cabeza y depositó un rosario de pequeños besos en la palma.

—No voy a ir a ningún lado. Zar es mi amigo, tengo que saber qué va a ocurrir. Y después pienso averiguar quién ha cometido semejante salvajada. Esta vez no voy a permitir que me mantengas al margen como has hecho todos estos días.

Supo que acababa de decir las palabras mágicas. La reacción de Cristina no se hizo esperar. Se apartó con brusquedad y cruzó los brazos para esconder sus manos. Le dirigió una mirada que podía haber congelado un pantano. Estaba bien que reaccionara. Era preferible ver a Cristina enfadada. Odiaba ese adormecimiento en el que estaba sumida desde que había sujetado al perrillo entre sus brazos.

—No te he mantenido al margen de nada. Eres un huésped y nada más. Yo no mantengo tratos personales con ninguno, es mi política.

—¿De veras? ¿Así que no fue ante ti ante quien me quedé en pelota picada? Debo de haberme equivocado de mujer.

—¿Es necesario que siempre saques eso a relucir?

—Pues sí… me temo que sí, porque parece que lo has olvidado y no me gustaría que lo hicieras. Pasamos un fin de semana juntos.

—Pasaste un fin de semana en mi hotel. No juntos.

—Juntos, Cristina. Abrazados, consumidos por la pasión. Sé dónde está cada una de tus pecas. Las besé, ¿recuerdas? Como también besé cada uno de esos dedos que ahora me ocultas, como lamí los de tus pies, como… En fin, para qué seguir. —Hizo un gesto de cansancio—. Me gustaría que no olvidaras lo que compartimos ese día. He intentado explicártelo más de una vez.

—No necesito explicaciones. Lo adornarás para hacerme creer lo que quieras. Eres un manipulador —respondió despectiva—. Está claro que me engañaste y solo tú sabes los motivos.

La paciencia de Bruno tenía un límite. Por lo general era un hombre paciente, hasta que algo le hacía estallar. Y Cristina llevaba días y días cociéndolo a fuego lento. Parecía uno de esos misioneros de los cómics antiguos, metido en una gran olla, con la tribu danzando a su alrededor. Tendría que tragarse el mal genio. Ella estaba cansada y llena de angustia. Aunque notaba que su aguante pronto iba a alcanzar el punto de no retorno. Su obcecación y sus continuas alusiones eran insultantes.

—Llevo un montón de tiempo tratando de contártelo. Nunca estás dispuesta a escucharme. Te has hecho tu composición de lugar y ya está. —Se interrumpió un instante al ver el gesto desdeñoso de la joven. Se tragó el enfado y decidió continuar. No tendría ningún otro momento como aquel—. Es cierto que no dije quién era y debí hacerlo. Fue un error. Lo reconozco.

—Menos mal: el gran hombre también se equivoca.

Bruno obvió su sarcasmo.

—No lo dije porque quería pasar inadvertido.

—¡Vaya, ya salió eso!

—¿Qué quieres decir?

Ella lo miró con una expresión de triunfo que a Bruno no le gustó nada.

—Nada, nada… ¡Vaya! Solo quiere decir ¡vaya! Tú viniste con un único propósito. —Lo señaló con un dedo acusador—. Conocerme y embaucarme para que te vendiera ese miserable trozo de tierra.

La expresión de Bruno se demudó, adquirió una palidez casi traslúcida, cubrió su rostro moreno. Se pasó la mano por el pelo, despeinándose. Un suspiro de profundo agotamiento salió de sus labios. Años atrás, en plena adolescencia, se hubiera partido los morros con cualquiera que lo insultara de semejante manera. Con ella no le quedaba otra que callar y aguantar.

Cristina no pudo evitar sentirse culpable ante ese gesto de frustración. Se estaba comportando como una bruja insidiosa. Pero tenía que hacerlo. Él era demasiado tentador para su tranquilidad personal. Lo mejor era mantenerlo lejos, así no volvería a caer en esas redes de mentiras y engaños que tan bien tejía. Se daba cuenta del final que la esperaba: el abandono. No pensaba llorar por su soledad, ni pasar las noches despierta, soñando con su regreso.

Bruno se izó en toda su altura y la miró con impotencia. Se dio media vuelta y se marchó hacia el ventanal. Se fijó en que el cristal tenía churretes del polvillo arrastrado por la lluvia. Un camión pasó por la carretera cercana y levantó una auténtica cortina de agua. En el interior de la habitación el silencio podía cortarse con un cuchillo. Ambos estaban resentidos. Cristina porque, a pesar de que creía que sus palabras eran ciertas, sabía que lo había humillado. Y a ella no le gustaba hacer daño a nadie. Bruno porque no dejaba de lamentarse ni un solo día por su actuación pasada. Quería explicarse, pero eso significaba desnudar su interior. Hablar de un tema que ni él mismo entendía.

¿Cómo contarle lo que le había ocurrido aquella lejana madrugada? No se le olvidaba. A menudo revivía aquellos momentos de angustia, cuando se había despertado con miedo a la muerte. En un acto inconsciente se llevó la mano al pecho y se dio masaje.

Ella lo observó en silencio. Tal vez el esfuerzo de cargar con Zar le había lastimado. Al recordar a su perro estuvo a punto de llorar de nuevo. También Bruno la preocupaba. Aquel silencio era demasiado pesado.

Él se había recluido en un espacio y tiempo diferentes, ajeno a ella. Recordaba la primera vez que la había visto. Aquel día, con las primeras luces del alba, un impulso incontrolable lo había obligado a ponerse en camino hasta la orilla del Alhama. Ahora estaba seguro de que sus actos habían sido promovidos por la mano en la sombra del destino, con un determinado propósito. No el que Cristina imaginaba, ese que se refería al fraude y a la falsedad de sus actos, sino otro bien distinto, bastante más hermoso. El de que sus vidas se enlazaran.

—Es cierto lo que dices. —Al oírlo ella soltó el aire que estaba conteniendo—. Quiero ese maldito trozo de tierra. Lo necesito. Sin él el jardín quedará incompleto. Pero jamás he pensado prostituirme por nada, y menos por la tierra. Pensé que si me hospedaba en tu casa, podría tratar ese asunto contigo en persona. Después dejó de tener importancia. Me sentí atraído por ti desde el primer momento. Sin darnos cuenta empezamos algo hermoso. No quise estropearlo. Pensaba explicártelo todo por la noche. No quisiste verme. Al día siguiente… bien… al día siguiente todo se complicó.

Se encaró con ella. Volvió a pasarse la mano por la nuca, tratando de calmar su agitación. La observó desde su enorme altura y la vio más pequeña y vulnerable que nunca. Jamás había deseado tanto abrazar y besar a alguien, nunca había sentido su corazón inflamado por un desaforado afán de protección como el que sentía por aquella mujer construida con la dureza del pedernal y la fragilidad de una taza de porcelana china.

—Cris…

No pudo terminar. La puerta se abrió de golpe y casi lo agradeció. Así no iba a tener que arrastrarse un poco más para convencerla de que estaba hecho de buena pasta. Ella no variaba su postura. Estaba empecinada en la idea del engaño. Desesperado, no sabía cómo quitársela de la cabeza.

Daniel los contempló con un asomo de sonrisa en su cara flaca.

—Está claro que Zar lleva con honor su nombre. Es poderoso, más fuerte de lo que todos creemos. Tiene una cabeza tan dura como la tuya, Cristina. —A ella se le escapó una mezcla de llanto y risa—. Recibió dos golpes, con un palo grueso… o un bastón. El primero, en el lomo. Debió de dejarlo malherido, pero no lo redujo a la impotencia. Seguro que se volvió para atacar, el agresor debía de estar preparado y entonces le dio el definitivo, en la cabeza.

—Zar nunca ataca.

—Nunca ataca porque nunca ha necesitado hacerlo. Esta vez sí. Y debió de morderlo. Tenía restos de fibras y plumas de un anorak en la boca. Casi me inclino por la teoría de que fue apaleado por un bastón de monte, de esos terminados en punta metálica. El desgarro junto a la oreja parece haber sido hecho con un objeto punzante.

—¿Puedo entrar a verlo?

—Podéis —afirmó, admitiendo a Bruno en el grupo—. No te asustes, está sedado. Y no, no te lo puedes llevar. Se quedará aquí. Ha perdido mucha sangre y está muy débil.

Cristina abrió la boca, dispuesta a protestar. Bruno se le adelantó.

—Es lo más sensato.

—Es mejor no moverlo. He suturado las heridas, y puesto un vendaje alrededor del lomo.

Los dos hombres parecieron entenderse con pocas palabras.

—Os recuerdo que el perro es mío, no he oído que pidierais mi opinión.

Ambos la miraron sorprendidos ante el tono seco que había empleado.

—No lo hemos olvidado. Como dice Bruno es lo más sensato. No está bien. Debemos ser precavidos. Yo haré por él lo que esté en mis manos…

Ella refunfuñó por lo bajo. Daniel la abrazó.

A Bruno le hubiera gustado hacerlo también, pero seguro que Cristina le daría una patada en la espinilla o en algún sitio peor si lo intentaba.

—Tengo una idea, ¿qué te parece si le digo a Mari Cruz que nos invite a todos a cenar? Así podrás verlo de nuevo.

—¿A todos? —Había un ligero temblor en la voz.

—Pues claro. A vosotros y a mí. En los últimos tiempos me tiene a pan y agua. Dice que está harta de cocinar, nuestras cenas consisten en poner sobre la mesa queso, fruta y yogur. Según ella, para que no engordemos. Como veis, yo de gordo tengo poco. Y ella, bueno, a mí en realidad me van las rellenitas. A lo mejor consigo que esta noche nos haga uno de sus exquisitos platos. ¿Qué os parece?

Ambos sonrieron. Daniel era tan alto y flaco que parecía un faquir. Desde luego el sobrepeso no era uno de sus problemas. Distinto era el caso de Cruz.

—Por mí… Encantado de echarte una mano, en lo que necesites. ¿Qué opinas, Cristina?

—Vale. Vendré pronto para ver a Zar y echar una mano a mi amiga.

—Te traeré a la hora que me digas.

—¡Uf, ni hablar! Estás muy ocupado, ¿recuerdas? —Volvía el tono seco.

Estaba claro que había atendido a sus explicaciones como una alumna aplicada, pero que seguía empecinada en su idea. No pensaba dar su brazo a torcer. En su vida había conocido a una mujer más terca y más desconfiada que ella.

—Lo estoy, pero para mí, tú eres lo primero, cariño.

A pesar del tonillo de burla, ella se estremeció. En el fondo eran palabras dichas con el sentimiento de un hombre atraído por ella. Eso no lo podía negar.

Daniel los vio marchar con una sonrisa en los labios. Le gustaba Bruno. Era un hombre trabajador, práctico.

«Le vendría bien a nuestra chica alguien como él», pensó.

Entró y se sentó a la mesa de la consulta. Mientras marcaba el teléfono de la oficina donde trabajaba Mari Cruz, se le ocurrió que tendría que comentarle esa idea. Ella era una entendida en esos temas.

Supuso que lo había perdonado cuando a media mañana entró en la habitación que tenía habilitada para despacho con la intención de comprobar el correo electrónico. Al menos, eso era una ofrenda de paz, esperaba.

En un ángulo de la mesa, Cristina había colocado un jarrón de cristal lleno de ramas de boj. Entre ellas sobresalían unos cuantos crisantemos de color blanco nacarado, de cabeza gigante.

Bruno se quedó extasiado en la puerta, con una sonrisa bobalicona en los labios y el corazón golpeándole a toda velocidad. Hacía años que no se llevaba una sorpresa y una alegría tan grandes.

Se olvidó del correo. Y hasta de respirar. Salió en busca de Cristina como una exhalación. Necesitaba comprobar que aquel regalo tenía un significado. El inicio de una nueva relación. Estaba empezando a desesperarse por ese maldito alejamiento. Ella le había dado con la puerta en las narices y se había ocupado de mantenerla bien cerrada. Incluso después de la cena de la noche anterior, tan distendida, en la que tanto habían disfrutado, la tozuda joven no daba muestras de querer abrir la puerta ni un mínimo resquicio. Los dos habían regresado en el mismo coche, uno sentado junto al otro, con sus pensamientos a una galaxia de distancia.

Atravesó el patio, olvidándose de la llovizna que mojaba su suéter, y accedió al taller. Esta vez, las tejedoras no le hicieron ni caso. Ni una broma, ni un saludo. Se permitió andar con calma, observando al pasar el surtido de madejas de lana colocado en perfecto orden en los distintos estantes. Montones de diferentes colores y tonalidades que imprimían una nota intensa y alegre en la mañana gris.

La puerta del despacho de Cristina estaba abierta y por ella se colaba la habitual música que la acompañaba en su quehacer diario. ¿Chopin? ¿Schubert?… Él no solía poner a los clásicos, aunque le gustaba escuchar la que se deslizaba bajo los marcos de las ventanas del estudio de ella. Sentía placer al saber que estaba allí, trabajando. Y tal vez pensando un poco en él.

Se asomó a la estancia. Estaba vacía. Dudó. Al fin decidió entrar y esperarla en el interior. Supuso que Cristina no andaría muy lejos y se dedicó a observar el espacio con todo el detenimiento que no había podido dedicarle la última vez que estuvo allí. La discusión y la ira también habían bloqueado su capacidad de observación.

Sobre el aparato de música había un compacto abierto. Lo cogió. Leyó la carátula. Mendelssohn. La obertura Las Hébridas, op. 26. Aunque no era un gran melómano, conocía la obra. Un tema adecuado para el día neblinoso. Muy en consonancia con los ojos de ella, tan oscuros como el Atlántico Norte, donde se hallaba la isla basáltica de Staffa, con la mayor reserva de puffins, los frailecillos con su peculiar pico naranja, y la gruta en la que habitaba el gigante Fingal. Tal vez si aquel personaje mítico la hubiera conocido, la habría encerrado allí con él, para no dejarla salir nunca más. Él conocía bien el lugar porque había recorrido la costa occidental de Escocia en moto, con un grupo de amigos. Cuánto le gustaría volver, esta vez con ella. Para que sintiera la otra música, el silbido del viento, el ruido abrumador de las olas chocando contra las rocas, el parloteo incesante del canto de los pájaros.

Mientras golpeaba la funda del disco con los dedos se dedicó a observar el lugar donde ella pasaba tantas horas. Le llamó la atención un enorme panel casi cubierto de fotos situado en la pared, frente a la mesa de trabajo. Demasiadas para alguien sin familia. Una mujer bellísima, muy joven, sostenía en sus brazos a una Cristina bebé, mofletuda, cubierta con un gorrito de encaje. Un hombre atractivo sujetaba la manita gordezuela de la niña, a los dos o tres años. Una señora imponente, de edad indefinida, la llevaba de la mano. La abuela Olabide, con toda probabilidad. Montadas unas sobre otras, fotografías con Cristina de protagonista, acompañada de distintos personajes. Algunas con leyenda y firma. No tuvo reparo en detenerse y leer: Avec tout l’amour de Nathalie et Serge. Era de unos cinco años atrás. La pareja estaba con una bola de pelo en la mano. Cara. Distintos momentos de la vida de la joven: vestida para su graduación en la Escuela de Diseño de Edimburgo… y variados personajes que de una manera o de otra formaban parte de su vida. Se preguntó si ella pegaría una foto de él, de Bruno, en aquella superficie que parecía sagrada. Lo más probable era que la guardara en el fondo de un cajón para olvidarse de que una vez había conocido a un hombre tan poco leal.

—¿Qué haces aquí?

Se volvió hacia la puerta. Cristina lo miraba con cara de sorpresa, un poco disgustada por la invasión de su refugio privado. Entró con la seguridad del que se sabe propietario absoluto del lugar. Se situó a prudente distancia de él, ante la mesa, con los brazos cruzados sobre el pecho. Ese día llevaba una chaqueta corta, tejida con una mezcla de materiales de tonos azules, que se combinaban bien con el color de sus ojos, y un pantalón con perneras bastante anchas. Le gustaría quitárselo. No olvidaba que debajo estaban sus piernas tersas y largas. Las mismas que no mucho tiempo atrás habían envuelto su cintura durante el acto sexual más intenso de su vida. Carraspeó un par de veces con la intención se limpiar su mente de pensamientos lujuriosos que ahora no venían al caso. Mejor que ella no se enterase del deseo que despertaba en él una sencilla prenda de vestir.

—Hablé con Daniel. Me ha dicho que podemos ir a recoger a Zar.

—No tenías por qué molestarte. Ya he hablado yo con él.

—Lo sé. Yo he llamado después que tú y me ha mandado al cuerno. «¿Es que crees que no tengo otra cosa que hacer que atenderos a los dos?», me ha soltado de sopetón. También ha gruñido algo así como si es que no vivimos en la misma casa.

Cristina soltó una carcajada. El ambiente se relajó. Bruno suspiró. Estaba más tranquilo. Las flores, en efecto, eran un mensaje de paz.

—Sí, ese tipo de contestación es muy típica de él. Odia que lo interrumpan cuando está trabajando.

—Le dije que no podía ponerme de acuerdo contigo porque no me hablabas.

Lo miró horrorizada.

—¿Por qué dijiste semejante estupidez?

—¿Es verdad o no es verdad?

Ella tuvo la ocurrencia de sonrojarse. A él le divirtió verla azorada.

—Claro que te hablo, cuando me haces una pregunta. Ayer en la cena hablé contigo incluso sin preguntas mediantes.

—Eso fue para hacer teatro delante de tus amigos. A ver, vamos a probar. Yo te pregunto: ¿Vamos a recoger a Zar? Te llevo y os traigo de vuelta. Después tengo que acercarme a la obra.

Estaba nerviosa por la cercanía del hombre de su vida. Ella también era consciente de que algo había cambiado entre ellos el día anterior. El dolor une. De no haber tenido a Bruno a su lado, se habría vuelto loca. No podía olvidar el cuidado con que trató a su animal, ni la delicadeza de su consuelo. Empezaba a verse a sí misma como una bruja maliciosa. Tal vez las relaciones entre las personas eran más sencillas de lo que solía pensar. No tenía por qué volver a acostarse con él, pero podía ser amable.

—De acuerdo, me llevas.

Bruno se aproximó hasta quedar a apenas unos centímetros de ella. Cristina dio un paso atrás y el canto de la mesa del despacho se le clavó en la zona baja de la espalda. Se agarró con fuerza. Lo miró, tensa y sonrojada, con cautela, intentando mantenerse a una prudente distancia, sobre todo psíquica. No lo consiguió. Los ojos de él buscaron los suyos. El deseo bramaba en el fondo de sus pupilas.

Bruno intuyó lo que ocurrió, incluso captó el momento en el que se resquebrajaban sus defensas. No estaba dispuesto a perder aquella oportunidad. Se acercó, hasta quedar en una distancia demasiado peligrosa para la tranquilidad de su espíritu. La joven despedía el maravilloso aroma del perfume que se solía poner, que era como el aire fresco de la mañana, con una leve evocación de la fragancia del heno con que alimentaba a sus caballos. Iba a verlos a todas horas. Una mezcla, en fin, que a él le había enloquecido desde el primer momento. Era como la naturaleza femenina en estado puro, sin artificio.

—Tendremos que salir a cabalgar algún día.

—¿Con esta lluvia?

—Ya escampará. ¿No te apetece?

Se encogió de hombros para evitar dar una respuesta. Estaba casi muda por el miedo y la emoción de su proximidad, por la necesidad de dar rienda a sus impulsos más íntimos que con tanto éxito procuraba ocultar.

Bruno la miró con una sonrisa extraña. A ella le gustaban esas sonrisas con un ligero arqueamiento de cejas, que siempre lucía cuando algo le sorprendía. Si se dejara, el hombre podría hacer que se tambalearan los cimientos de su vida. Utilizaba las expresiones faciales a su antojo, con indudable maestría y siempre a conveniencia. A veces adoptaba la mirada desvalida de un pobre huérfano, o el tierno y melancólico ademán de un poeta. Con esas artes, sin duda, había camelado a Amparo. No había corazón que se resistiera a ellas. Otras veces sus rasgos faciales se endurecían, y ella estaba segura de que ponía toda su voluntad para contenerse y no estallar. Bruno era de los que mantenían un férreo dominio de su explosivo carácter. Aun así los que estaban a sus órdenes lo temían lo bastante como para cumplirlas sin rechistar. Pocos se atrevían a contradecirlo. Sin embargo, cuando ella se derretía de verdad era al verlo montando o desmontando durante horas algún artilugio, como el día que había decidido arreglar la vieja tostadora. Permaneció concentrado en su labor, abstraído, trabajando con una meticulosidad que a ella la habría enervado. Al terminar, una sonrisa de suficiencia, propia de cualquier pilluelo de los barrios bajos, iluminaba su rostro.

—Solo iremos a cabalgar. —Había percibido el recelo de la joven—. Veo que aún no te fías de mí.

Por supuesto que no se fiaba. Ni de él ni de ella misma.

—Solo a cabalgar —repitió Cristina como si lo creyera.

Bruno le acarició la cara con la palma de su mano y le introdujo un mechón por detrás de la oreja. Sintió su temblor, el ligero titubeo, la necesidad de escapar. Él no se lo iba a permitir. La tenía junto a sí y la quería tener aún más cerca. La tomó por la cintura, atrayéndola con delicadeza hacia él, hasta tenerla apoyada en su pelvis, cobijada entre sus brazos.

—Cris… —Le acarició la boca con su aliento.

Se inclinó y depositó un beso suave en la frente femenina. Su boca continuó descendiendo. Se detuvo en los ojos, en las mejillas enrojecidas, hasta atrapar con placer aquellos labios pintados de un rosa intenso. Y se permitió saborearlos con delectación.

La notó indecisa, un poco rígida. Trataba de contener su propio deseo, temiendo que si se dejaba arrastrar por él, perdería la cordura.

—Cris… —volvió a murmurar sobre sus labios antes de perder la razón y sumergirse en un beso frenético.

Ella, dócil, abrió la boca para recibirlo. Sus lenguas se unieron, juguetearon, repasaron los dientes y la parte interior de las mejillas, con una avidez cargada de sensualidad. Los dos. Los suspiros fueron aumentando de tono hasta convertirse en gruñidos evocadores de un deseo irracional.

No podían poner freno a la desesperada pasión que los embargaba. Bruno introdujo la mano por su espalda, palpó su piel, soltó un gemido al topar con el cierre del sujetador, recorrió con un dedo el borde inferior, subió un poco más y palpó la copa. Tuvo la sensación de que sus pantalones habían encogido y que el miembro viril ya no cabía en ellos. Le hubiera gustado ser uno de aquellos guerreros bárbaros que se echaban a su mujer al hombro para tumbarla sobre un prado donde hacían el amor hasta caer rendidos. Las caricias cálidas, suaves y a la vez apasionadas de ella, con la mano posada en su pecho, recorriendo el suéter húmedo, lo enardecieron aún más. Sintió los corazones de ambos palpitando al unísono. Y percibió que Cristina tenía la misma necesidad que él de besar, acariciar, tocar. Durante aquellos segundos de frenesí la vida se detuvo de golpe. No había nada más a su alrededor.

Los instrumentos de viento pusieron fin a la obertura. De pronto la potencia de las olas, el aire tempestuoso revoloteando sobre el mar, la soledad del gigante Fingal, desaparecieron. La realidad se opuso con toda su crudeza a la magia romántica de la leyenda. Fue el momento exacto en el que ella se retrajo.

—No, no, Bruno. No quiero esto. No quiero volver a esto.

La tensión agarrotaba sus músculos. Su deseo de escapar era firme, se dijo Bruno. Pensó en someterla de nuevo con sus besos. Pero la mirada de ella reflejaba una firme determinación, y el hombre se apartó con una calma que no tenía. Se dijo que ya se había equivocado una vez, que ahora tenía que ir despacio. No pensaba perderla. Las manos de Cristina sobre su pecho lo empujaron y le instaron a alejarse de esa locura atroz que los había envuelto a ambos.

—Déjame besarte.

Según decía estas palabras, el apuesto e irresistible Bruno supo que estaba mendigando.

—No quiero esto —repitió Cristina más para sí misma que para él—. No pienso liarme contigo. Ni tampoco acepto sexo fácil y rápido. Deseo seguir con mi vida tranquila, sin complicaciones. No me interesan los líos.

Las palabras salían entrecortadas, pero el tono era tajante. Su intención era convencerlo. Aunque tal vez también quisiese convencerse a sí misma.

Bruno se vio ante otra batalla perdida. Se alejó lo suficiente para que no se sintiese agobiada por su cercanía. Le pasó por última vez la palma de su mano por la barbilla, en una caricia tan tierna que a ella le temblaron las piernas. Él se volvió de espaldas. Sus ojos se toparon de nuevo con el panel de fotos. Los rostros allí retratados lo contemplaban perplejos, sorprendidos, algo enfadados algunos, como si el chico de un obrero nacido en un barrio popular de Bilbao no tuviera derecho a desear a una mujer como ella. Les devolvió la mirada con cierta chulería.

—Cuando quieras, aquí estaré, a tus órdenes.

Cristina notó la acidez del tono. Muy bien, podía sentarse a esperar. Por ella, nunca volverían a las andadas. Mejor mantenerse lejos.

Bruno se alejó sin mirar atrás. Salió de la habitación con una mezcla de enfado y esperanza. Lo había rechazado, pero también se había rendido a él y disfrutado con sus besos durante unos gloriosos instantes. Esperaría.

Cristina lo vio marchar. Estaba temblando. Notaba los labios enrojecidos, inflamados por los besos. Ni siquiera se atrevió a tocárselos. Si lo hacía se encontraría con la prueba palpable de lo que había ocurrido entre ellos. Se mantuvo erguida, pegada a la mesa, necesitada de su apoyo para sostenerse, sumida en un mar de inquietud, de sentimientos encontrados.