Bruno no estaba nervioso. Ni tenía por qué estarlo. Pocas veces se dejaba llevar por la ansiedad. Al contrario que a muchas personas, altos ejecutivos incluso, le gustaba el contacto con el público. Se sabía un comunicador ameno, detectaba los momentos en los que descendía la atención del público y sabía introducir anécdotas para atraerlo de nuevo. Y conocía bien, en fin, los mecanismos para rebajar la tensión del auditorio cuando pintaban bastos.
Ni siquiera estaría medio preocupado, se dijo, si no fuera por ella.
Estaba seguro de que Cristina estaría al tanto de la presentación del proyecto. Aquello era un pueblo, en el que todos se enteran de todo, y más una persona de su posición, a la que tanta gente consultaba. No creía que estuviera presente en el salón de actos. Al menos prefería pensar eso. En cuanto acabara la sesión, iría a verla. Iba a hospedarse de nuevo en la Torre de Olabide. Unos cuantos días, mientras el proyecto echaba a andar. Tenía la sensación de que no podía faltar de allí en estos primeros momentos. No podía abandonar su sueño en manos de desconocidos. Él era el padre de la criatura y debía llevarla de la mano, hasta que se hiciera algo mayor y pudiera marchar sin su tutela directa.
En cuanto acabara, pensaba entrevistarse con ella. Le haría comprender su punto de vista. Le diría que todo hombre con una visión tiene la obligación de ponerla en práctica. Lo entendería. Él se lo haría entender.
Con la cadera apoyada en la mesa de conferencias, supervisaba la puesta a punto del material que llevaban a cabo los dos representantes de la empresa que le acompañaban. Uno de ellos era demasiado joven, muy inexperto. Procuraba mantener el tipo, pero no podía ocultar su nerviosismo. Se le notaba en las gotitas que se iban acumulando sobre su labio superior y que el pobre muchacho tendía a limpiar a hurtadillas. Podía oler su transpiración. Tendría la camisa empapada debajo de la chaqueta del traje. Esperaba que no se desmoronara. Era el encargado del PowerPoint. Nada de lo que él comunicara tendría validez si no se acompañaba de imágenes. Era importante que el público viera el proyecto en toda su magnitud, que lo observara desde todos los ángulos. Que pudiera pasear por el exterior, visitar la piscina, el campo de golf, y que se apoltronara en una butaca de aquel vestíbulo abierto a la naturaleza, tan luminoso. Menos mal que el otro estaba más tranquilo. Era perro viejo. Llevaba años trabajando para la empresa.
La gente fue entrando en la sala, hablando en susurros.
«Joder, parece que vienen a misa».
No dejó de mirar al frente, al público. Sabía que, dependiendo de la posición de cada cual, algunos no podrían verlo, pero la mayoría sí. Los potentes focos estaban dispuestos para iluminar las butacas. Era importante mantener el contacto visual, conseguir empatía desde el primer instante. Por nada del mundo quería salir apaleado. Respondió con una sonrisa de seguridad a los tímidos saludos. Y de pronto se puso pálido. Su peor pronóstico se había cumplido. Se irguió en toda su estatura. Endureció el rostro hasta convertirlo en una máscara. Solo los que lo conocían muy bien podrían haber apreciado la súbita tensión desvelada por el músculo que se movió imperceptible en una de sus mejillas. No era momento de arrepentimientos. La había cagado, era cierto, pero no era momento de lamentaciones. Tenía que dar lo mejor de sí mismo.
La mujer que él había besado, desnuda, de la cabeza a los pies, acababa de entrar en la sala.
A Cristina le pareció que aquellos focos estaban puestos a propósito para deslumbrar al público. Se preguntó, desconfiada, si habría alguna intención oculta. Solo veía la silueta de tres hombres moviéndose sobre el entarimado, y muchos cables que llevarían a otros tantos aparatos. Demasiados. Iban a por todas, estaba claro. Se imaginaba un rato de explicación y una visita virtual al hotel, por dentro y por fuera. Iban a poner la zanahoria delante de la boca del asno. O lo que era lo mismo, mostrar los beneficios que aportaría semejante proyecto a un pueblo que se movía poco a poco.
Estaban sentadas en la primera fila. No iba a ser menos. Mari Cruz nunca había sido una de esas niñas modosas que pasan inadvertidas. Y jamás consintió que lo fuera su amiga, más tímida y callada que ella como consecuencia de una rígida educación.
Se entretuvo en observar los paneles ilustrativos, destacados por una potente luz, en un extremo del escenario.
«Son cuidadosos, hacen alarde de poder, dinero y tecnología punta. Se van a meter a todos en el bolsillo».
Uno de los hombres saltó hasta casi caer encima de ellas. Sonrió tímido. Cristina lo reconoció al instante. Era el más joven de los dos que la habían visitado. El otro no andaría lejos. Un perfecto zopenco.
El público hablaba en susurros, intimidados tanto por el acto al que habían sido convocados como por el despliegue de medios con que la empresa pretendía presentar su proyecto. Al final se rompería ese silencio. Imaginaba que todo serían parabienes. Ella, en silencio, se mantendría al margen. No quería que nadie la acusara de ir en contra del progreso o estupideces por el estilo. Aunque con Mari Cruz a su lado poca gente se atrevería. A fin de cuentas, Marianito, su padre, que adoraba a Cristina, era uno de los impulsores del nuevo hotel.
Ventura Sanz se hizo notar en cuanto entró. Llevaba más de veinte años de alcalde, y a esas alturas pensaba que el pueblo era su chalet particular.
—Elorza, buen amigo, qué gusto verte por aquí —dijo a gritos desde la entrada—. No te quejarás. Aquí estamos todos. Hasta el ala dura. Los más críticos.
Avanzó con la mano tendida, mientras le lanzaba una mirada malintencionada.
Cristina movió la nariz en señal de burla. Mari Cruz le dio un suave codazo. Sabía de sobra el escaso aprecio que se tenían ambos, pero no era momento ni lugar para enfrentamientos.
Un hombre se adelantó hasta el borde de la tarima. La luz le dio de pleno en su atractivo rostro.
Cristina se quedó paralizada, exangüe.
En él no quedaba nada del diablo que ella creyó encontrarse en el bosque, ni de aquel otro con rostro de poeta y barba desaliñada, ni del tierno amante de ojos dulces y melancólicos que la había hecho gritar de pasión. Por un instante se preguntó cuál de ellos era Bruno. Tal vez ninguno. El Bruno que ella conoció había ido asumiendo una personalidad diferente según sus propios intereses.
—Hola, Sanz. Es cierto, parece que la gente está muy interesada —respondió Bruno al alcalde.
El tono bajo de su voz, bien modulado, tranquilo, la retrotrajo a sus paseos juntos, a las conversaciones intrascendentes, alegres, llenas de anécdotas; a aquellos otros momentos de sublime intimidad en los que se confiaron sus recuerdos y secretos más recónditos.
Se sintió sucia, mancillada. Una rabia sorda rugió en su interior como un huracán. Tuvo ganas de levantarse del asiento y señalar con el dedo al impostor, al mentiroso. Pero con ese gesto tan histriónico parecería una doncella ultrajada. A lo mejor era divertido, si no fuera porque se estaba resquebrajando por dentro. Nadie debería fiarse de un sujeto como él. Sin embargo, se tragó la rabia y guardó silencio. Permaneció quieta en su asiento, rígida, con los ojos perdidos en el vacío. Fue haciendo respiraciones breves, acompasadas, hasta que notó que sus músculos se relajaban. Los murmullos, que se habían elevado con la entrada del alcalde, le produjeron dolor de cabeza. Quería marcharse cuanto antes.
—¿Qué te pasa? ¿Estás mareada?
—No, no, solo me duele un poco la cabeza. Demasiada gente y poco aire.
—Pues no te me pongas mala, que si hay que protestar por algo te necesito.
—A ti te da igual que me muera. El caso es que te ayude, ¿verdad? Y yo… ¿qué? ¿No pinto nada?
La broma no pudo seguir su curso, porque en ese momento Bruno se plantó ante ella. Se sintió empequeñecida en la silla, en una posición de desventaja con respecto a él. Se mantuvo serena, sin hacer el menor gesto de reconocimiento.
—Cristina…
No se movió. Tampoco hubiera podido hacerlo. Sus músculos seguían agarrotados. Rechazó visceralmente el tono íntimo con el que había pronunciado su nombre.
La gente que estaba a su lado esperaba su reacción con el aire contenido. Todos estaban al tanto de cuál había sido su actitud ante aquel proyecto. Respiró el aire malsano de los que esperaban un enfrentamiento, soslayó las miradas expectantes y se controló. Ella era una Olabide, no se venía abajo con tanta facilidad. No les daría el gusto.
—Elorza, así te apellidas, ¿no?
En la ficha del hotel que probablemente rellenaría él mismo porque Amparo no solía llevar las gafas puestas, había firmado como Bruno López y un garabato ilegible detrás. ¡Qué casualidad que se le hubiera olvidado su segundo apellido! La había utilizado. Y lo peor del caso es que ella cayó en la trampa como una pardilla. No había aprendido nada, su sino era ser traicionada por todos los hombres por los que se sentía atraída.
—López Elorza. No mentí. La empresa la fundó mi abuelo materno, Justino.
—Es cierto. Solo se te olvidó el segundo apellido. Veo que has montado un buen circo —respondió al fin con ira contenida.
Él la miró apenado pero la joven no se inmutó. Podía reconocer la falsa compunción a lo lejos, y mucho más al tenerla delante de sus narices. Esta vez no iba a picar, no la engañaría con otro de sus trucos de chico bueno y decente. Si fuera un tío legal, se hubiera molestado en hablar con ella antes del evento. O, mejor aún, habría dicho la verdad el día que se conocieron. Porque a estas alturas ella tenía la absoluta certeza de que la había engañado a propósito.
—Estas cosas son así, un poco circenses, es verdad. A la gente le gusta ver el proyecto al completo. Hablamos después, ¿te parece?
—Claro, por supuesto. Ya sabes dónde encontrarme.
—Nunca pretendí…
—No te molestes. —Cristina empleó a propósito un tono severo—. Acabo de entender la situación. Parece que de golpe mis ideas se han vuelto más claras que el agua de la fuente.
—Más vale que me creas, nunca tuve intenciones ocultas, porque…
—Claro, claro. —Le cortó, escéptica—. Mira, mejor lo dejamos. Además tu público te reclama.
—Te veo después. Espérame.
—Aquí estaré, sentadita sin moverme.
Bruno se dio la vuelta, no sin antes contemplarla con tristeza, lo que irritó todavía más a la joven. Por ella podía ponerse a llorar. El daño ya estaba hecho.
—¿Ese es Elorza? —Mari Cruz hizo la pregunta en cuanto se alejó—. Vaya, qué buenorro está.
—Debe de ser Elorza, sí. No lo conozco. Y te recuerdo que tu marido se ha quedado al cuidado de vuestros hijos.
—Mi chico sabe cuánto me gusta el arte, la escultura sobre todo. ¿Quién no adora al David de Miguel Ángel?
—Este no es el David, nena.
—Pero podría serlo, ¿no? —Se rio con su propia gracia—. Y… ¿lo conoces muy a fondo?
Detectó el doble sentido de la pregunta. Esperaba que la sofoquina que la hacía sudar en ese momento no la traicionara.
—No. En absoluto.
—Pues él sí que parece conocerte bien.
Soltó un bufido. Su amiga era capaz de seguir clavando el cuchillo hasta alcanzar el tuétano.
—¿A mí? Tú estás de broma. Solo hemos cruzado cuatro palabras en nuestra vida.
—Y… esas palabras… ¿dónde dices que las cruzasteis?
—No lo he dicho. Eres una pesada, estuvo pasando un fin de semana en casa.
—¿Elorza?
—Yo no sabía que era este Elorza —respondió, seca.
Los ojos de Mari Cruz parecieron querer salirse de las órbitas. La miró con extrañeza. Ella no quiso devolverle la mirada, consciente de que su amiga podría descubrir la mentira y atar cabos. Era una auténtica lagarta.
La luz bajó de intensidad. Un foco incidió sobre la figura principal. Bruno Elorza, vestido con un impecable traje gris marengo de lana fría, con su bien modulada voz, sus maneras de chico de universidad privada, sus ademanes elegantes y su sonrisa pícara, esa misma que a ella la había cautivado desde el instante en que lo conoció, se explayó durante cuarenta minutos, para Cristina largos e interminables, sobre el proyecto que la empresa Justino Elorza e Hijos pensaba llevar a cabo. Cuando terminó de hablar y finalizó el vídeo que llevaban preparado, la gente se levantó en bloque. Aplaudieron sin parar y vitorearon al que iba a ser el redentor del pueblo.
Cristina, con una excusa apenas audible dirigida a Mari Cruz, se escabulló de la escena.
Bruno la vio marchar y un regusto amargo enturbió su triunfo.
Durante el tiempo que duraron los saludos afectuosos, roto ya el hielo inicial, las voces amigables, las palmaditas en la espalda, no dejó de pensar en ella. Quería salir corriendo, atraparla de nuevo entre sus brazos, devorar sus labios y explicarle por qué había mantenido aquella actitud tan cobarde. Había notado su mirada afilada, fría e impasible, clavada sobre él todo el tiempo. Sus ojos acusadores llamándole traidor. ¿Cómo podría convencerla de que no lo era? Era un hombre que actuaba de buena fe, con la sinceridad por delante. Con Cristina todo había salido mal. Tenía que confesarse que, cuando llegó a la Torre de Olabide, su intención prioritaria era conocerla. Desde el primer momento le llamó la atención su belleza, su desparpajo, esa elegancia inherente a su persona. Con su actitud cautelosa, con su alegría durante el paseo, con su naturalidad y aquella emocionante confianza puesta en él, lo había desarmado. Nunca quiso lastimarla. Y ahora se daba cuenta de que la había herido en lo más profundo de su ser. Había roto su fe en él. No iba a ser fácil recuperarla.
Se consoló pensando que al día siguiente se entrevistaría con ella. Iba a tratar de convencerla por todos los medios posibles de que nunca había pretendido engañarla ni ocultarle su identidad. Pero no estaba seguro de que eso fuera suficiente. O mejor dicho, estaba casi seguro de que no lo sería.
Durante algún tiempo su equipo y él vivirían en la Casa-Torre de Olabide, donde pensaba montar su cuartel general. Iba a pasar allí al menos los primeros meses para supervisar la cimentación del edificio y la primera fase de la construcción. Se dijo, algo más confiado, que tendría bastante tiempo para hablar con ella y convencerla de que no había pretendido engañarla ni abusar de su ingenuidad.
A la mañana siguiente Bruno se preguntaba cuándo caería sobre él la ira de Cristina. Hasta ahora todo iba bien. Pero no se engañaba, la espera no era más que un receso en el juicio sumarísimo. A esas horas ya se sabía juzgado y condenado.
Estaba con el capataz de la obra y el joven e inexperto abogado de la empresa, ante la mesa del desayuno, tratando de mantener la calma y de que las exquisiteces culinarias le supieran a algo más que a cartón guisado. Una situación bien diferente a la primera vez que se había sentado solo ante esa misma mesa. Claro que entonces Cristina se había presentado ante él juguetona, con una sonrisa irónica que iluminaba su rostro. Ni por un momento imaginaba que eso fuera a ocurrir ahora.
Mantenía una calma aparente, sin perder de vista la puerta por donde aparecería Cristina blandiendo una espada de fuego, señalándole la salida.
Sin embargo, y contra todo pronóstico, fue Amparo, con su cara de pasa, más rígida que nunca, quien se acercó.
—Buenos días señor Elorza. —Notó que su apellido se le trabucaba en la lengua—. Cuando pueda, me gustaría hablar con usted.
—Ahora mismo —respondió, haciendo un amago de levantarse que Amparo detuvo con un gesto.
La mujer levantó las cejas, sorprendida por la sequedad de su tono.
—No, por Dios, desayunen ustedes tranquilos. Tiempo habrá después.
Se alejó tan recta que parecía que su espalda se rompería a las primeras de cambio. Pero a Bruno, más allá de la rigidez, le pareció apesadumbrada. No debía de ser fácil servir de emisario. Por lo general son los que acaban sin cabeza. Se encogió de hombros y se metió un pedacito del delicioso bizcocho de nata en la boca. Tampoco le supo a nada, pero con algo tenía que entretener su nerviosismo y su impaciencia por terminar con una situación absurda.
Se declaraba culpable. Tenía que haber sido sincero con ella desde el primer momento y no comportarse como un capullo cobarde. Tampoco era tan difícil explicarle quién era, hacerle entender que solo iba allí a ver sus terrenos y que deseaba conocer a la persona que se negaba a vender un trozo de su propiedad. Él la respetaba por eso, aunque en secreto, y tenía la esperanza de poder convencerla. No pretendía arrebatarle nada, ni emplear malas artes, ni mucho menos utilizarla en su propio beneficio. El mero pensamiento de tal propósito le parecía rastrero. Todo lo demás, incluida esa poderosa atracción que había surgido entre ellos, vino rodado, sin proponérselo. Nadie era culpable. Él se había dejado arrastrar por la magia de aquel primer encuentro. Ella apareció de pronto como un ser encantado surgido de la propia naturaleza. Le había embrujado con su sonrisa, con el relato de las historias truculentas del pasado. Sus perros habían contribuido a crear ese momento de paz, de plena concordia. Dos almas gemelas que se encuentran al cabo del tiempo. Jamás había sentido por ninguna mujer la atracción primigenia que le inspiró Cristina. Tuvo la conciencia de que los hados habían intervenido para que se conocieran.
No era tanto por la piel rosada de su rostro, tan delicada, por la profundidad de sus ojos azules como la noche, por el cabello trigueño, salvaje, indómito, rasgos físicos visibles a los que todo el pueblo hacía referencia, como por su calidad de mujer extraordinaria. Esa feminidad que la envolvía era su atributo distintivo. Poseía una elegancia natural heredada de sus antepasadas, mujeres criadas en buena cuna, educadas para saber comportarse en sociedad. Movimientos fluidos, perfección en los ademanes, dulzura en el tono de voz. Y a la vez, resistencia, constancia, fuerza de carácter. Una dureza y una fragilidad propias del alabastro que trabajaban en la zona desde muchas generaciones atrás.
—Perdonadme —dijo a sus compañeros al tiempo que se levantaba de la silla—. Debo aclarar un asunto.
Sintió la mirada de ambos puesta en su espalda mientras se alejaba. No se volvió. Imaginó que lo observaban con conmiseración. No le extrañaría que a esas horas todo el pueblo estuviera al tanto de su guerra con la heredera de los Olabide. Habría apuestas y todo para saber quién ganaba o perdía. Esperaba que el tal Marianito estuviera de su parte, a fin de cuentas había bebido cada noche a su costa, y había tenido el cuajo de brindar con él por la buena marcha del proyecto del hotel. Aunque no pondría la mano en el fuego por nadie. En los pueblos, ya se sabe, el último que llega es culpable. De lo que sea. De todo y de nada.
Buscó a Amparo por la casa.
Al no encontrarla decidió ir a por todas. Se adentró por un pasillo oscuro y llegó al office, un espacio grande y luminoso en el que comían a diario. No había nadie. Se dejó guiar por el olfato. A través del resquicio de la puerta batiente salía el olorcillo a mantequilla, nata, huevos y azúcar de los bizcochos del desayuno. No pudo evitar relamerse de gusto. El que es glotón, lo es siempre, aunque vaya camino del cadalso. Empujó y entró en los dominios de la mujer, la cocina.
Le sorprendió la pulcritud y la mezcla de estilos de la estancia. Muebles oscuros de madera, recios, contrastaban con las superficies brillantes del acero inoxidable, de la piedra de mármol rosada y de la propia cocina industrial de gas. Un sinfín de cazos y cazuelas de todos los tipos y tamaños pendían de ganchos colgados en el techo. Le llamó la atención el enorme bargueño de arcilla con adornos de grandes ramajes en verde, lleno de manzanas coloradas, en un extremo de la encimera, y la cacerola de cobre, cubierta con un paño, en el otro. Junto a ella, y sobre un lienzo blanco impoluto, diez o doce botes de cristal colocados boca abajo indicaban que aún no se había terminado la temporada de mermeladas.
Amparo estaba sentada en un escaño de madera de castaño con talla rústica en los travesaños del respaldo. La pieza era una auténtica joya por la que cualquier anticuario entregaría con gusto parte de sus años de vida, aunque no parecía que ella concediera mucha importancia a ese hecho. Permanecía un poco recostada, en actitud meditabunda, con el rostro fatigado, ante un tazón de café con leche. En cuanto lo vio entrar, intentó levantarse con movimientos nerviosos. La taza se tambaleó. Unas gotas de líquido se derramaron sobre la mesa. Soltó una expresión enojada, o quizás un «¡ave María!», y las secó con el paño de cocina que tenía más a mano. No podía imaginar que ella dijera algo más fuerte que eso. Esta vez fue él quien hizo el gesto para detenerla.
—Desayune tranquila. Espero aquí mismo.
Sin ser invitado, se sentó frente a ella, sobre una silla de enea un poco tambaleante.
—Pero, por Dios, ¿cómo se va a quedar ahí?
Estaba incómoda. Bruno casi se alegraba de hacerla perder el buen tino que la caracterizaba.
—No se preocupe, Amparo. No es la primera vez que entro en una cocina. Hasta he fregado cacharros de vez en cuando.
Pese a ese intento chistoso para rebajar la tensión ella continuó con su cara de palo. No era persona que entendiera el humor fácil. Apartó la taza a un extremo de la inmensa mesa y se puso de pie.
—Señor Elorza, no me gusta lo que voy a decirle. —Él permaneció en silencio, con expresión atenta, aunque sospechaba de qué iba todo el asunto—. Me temo que va a tener que abandonar la casa.
—¿Ah, sí? ¿Y eso?
Ella no hizo caso al retintín de la pregunta.
—Usted me engañó, firmó con otro apellido.
Bruno juró en voz baja. Intentó mantenerse calmo y no levantar la voz.
—Yo no la engañé. No voy por la vida ni fingiendo ni falseando datos. Me llamo Bruno López Elorza. Firmé con mi primer apellido y la inicial del segundo. Mi nombre completo está en el documento de identidad. Usted leyó lo que quiso o lo que le pareció bien.
La mujer cerró la boca en un rictus de disgusto. Él tenía razón. No imaginó que hubiera en esa familia alguien distinto al Justino Elorza contra el que echaba tantas pestes. Aun así mantuvo una expresión terca.
—No me aclaró quién era —insistió con cabezonería.
Bruno se sintió un poco culpable, aunque no pensaba demostrarlo. Era cierto que él pocas veces usaba su primer apellido, pero la gente tampoco va por ahí contando su historia. Al menos él no lo hacía, sobre todo en aquellos días en los que pretendía pasar lo más inadvertido posible.
—No me lo preguntó. No tenía inconveniente en decir quién era. Y debo decirle que vine a descansar. Nada más.
Empleó un tono severo. Ni siquiera se sonrojó ante semejante falsedad. Estaba molesto consigo mismo, pero aún lo estaba más contra Cristina Olabide, incapaz de enfrentarse a él cara a cara. La furia lo corroía.
—No es eso lo que a mí me parece, porque…
—En todo caso —la interrumpió con sequedad—, no pienso marcharme de aquí. Hace tiempo que tengo contratada y pagada la estancia. Con una fianza, tal y como se me propuso que hiciera. Me consta que mi secretaria la abonó en el plazo debido.
—Cristina me ha dicho que debe recoger sus cosas.
Bruno soltó una carcajada que dejó desconcertada a la mujer.
—Y como no se ha atrevido a decírmelo, la envía a usted a pelear con el dragón. No se preocupe, Amparo, hablaré con ella.
—No se oculta de nadie, no crea. No se lo ha dicho porque ha tenido una mañana muy agobiada. Ha estado hablando con clientes. La niña es diseñadora de prendas de lana, usted ya lo sabe. Tiene que atender el taller y el hotel, siempre está muy ocupada.
Desde luego, Bruno admiraba, y envidiaba, esa fidelidad. La defensa encarnizada que hacía de Cristina, el empeño con que cuidaba a su niña. Se preguntó si alguien estaría dispuesto a salir en su defensa de manera similar. Tal vez su familia. Quizá su amigo Simón. Y pocos más, por no decir nadie más.
Por primera vez sintió una ternura inmensa por Amparo. La vio tal y como era en realidad. Una mujer mayor que había asumido con dolor la ausencia de los señores a quienes había dedicado su vida, con la misma entereza que la propia Cristina. Su gesto adusto, su porte rígido, eran producto de la desconfianza. Temía que alguien pudiera molestar o dañar a su protegida. Ella era el temible guardián de la Torre de Olabide. Bruno dulcificó su expresión.
—Amparo, no se preocupe. Yo lo arreglaré con Cristina. Esta situación nos favorece a los dos, no debemos desperdiciar la oportunidad.
La mujer pareció querer decir algo, pero su prudencia innata la obligó a callar en el último momento. No pudo ocultar, sin embargo, una mirada de preocupación antes de bajar la vista. Bruno sabía la razón. El dinero escaseaba en la propiedad. Un acto de orgullo de Cristina acabaría con la gallina de los huevos de oro.
—Lo arreglaré —repitió—. Quédese tranquila.
—Está ocupada en estos momentos, no va a poder atenderlo.
Bruno se hartó de dar tantas vueltas al mismo tema. Sobre todo porque no veía salida. Si Cristina quería algo tendría que decírselo.
—Pues salvo que ande liada con algún asunto urgente de la NASA tendrá que hacerlo. Supongo que estará en el taller, ¿verdad?
No esperó la respuesta de la mujer. Salió al exterior sin abrigo, a pesar de que la temperatura había descendido desde la madrugada. El enfado le proporcionaba tanto calor como si acabara de salir de un horno. Por lo visto, Cristina pretendía ponerlo de patitas en la calle. Contaba con avergonzarle lo bastante para que se largara sin rechistar, como un auténtico caballero.
Pero él tenía poco de caballero a la vieja usanza. Se había criado en un barrio obrero, no en los salones de gala del casino de Biarritz. Había peleado en la calle y ganado la mayor parte de las veces, con juego sucio muchas de ellas, y aprendido a defender sus intereses, los de su familia y los de su empresa. Ninguna niña de familia bien, por muy Olabide que fuera, iba a variar el programa que él se había trazado. Cierto era, y no se cansaba de repetírselo a sí mismo, que debería haberle dicho la verdadera razón de su estancia en la torre. El encuentro casual en el bosque había perturbado su capacidad de raciocinio. Se dijo que podía separar su incipiente relación de los negocios, que la una nada tenía que ver con lo otro. Si lograra meter eso en la dura mollera de Cristina, sería un gran avance. Ambos saldrían beneficiados. Ahora quedaba saber si ella estaba dispuesta a tragarse su orgullo.
Atravesó el zaguán de la torre. Abrió una puerta pequeña y se vio de pronto en una sala amplia, llena de luz por las cristaleras laterales, desde las que se divisaba parte del jardín. Cuatro mujeres tejían, bromeaban y charlaban. Se quedaron en silencio en cuanto lo vieron entrar.
—Busco a Cristina —dijo con tono seco.
Ocho pares de ojos le repasaron de arriba abajo. Sus dueñas debieron de quedarse satisfechas con lo que veían. El morenazo cachas y buenorro visto de cerca y al natural estaba más rico que un pan con aceite y ajo. Parecía uno de esos futbolistas de La Roja, con más estilo en el vestir que Xabi Alonso, y de rostro menos cuadradote, más fino y delgado.
—Ha salido —respondió una de ellas, con cierta alegre picardía.
—Hoy no volverá, ¿podemos hacer algo por usted? —Esta última usó un tono más descarado, insinuante.
A pesar de sus negros pensamientos, Bruno no pudo evitar sonreír, divertido. Ellas le devolvieron la mirada. Se dio cuenta de que ya conocían parte de la historia. Concretamente esa que le hacía quedar como un cabrón infame, engañador de tiernas mujercitas. Se le borró la sonrisa de golpe.
—No importa, la esperaré.
Se encogieron de hombros y siguieron a lo suyo, aunque el buen ambiente se había estropeado.
Bruno se fijó en la puerta que había al fondo. Dedujo que era el despacho de Cristina. Avanzó por el taller directo a su objetivo.
—¡Eh, que ahí no se puede entrar!
No hizo caso del coro de voces femeninas. Estaba dispuesto a pelear con quien pretendiera detenerle. Abrió de golpe, sin llamar y sin pedir permiso para entrar.
Dentro sonaba en tono muy bajo La flauta mágica, de Mozart. Al menos eso fue lo que le pareció, pues no estaba demasiado puesto en música clásica. El canto envolvía y serenaba el ambiente, aunque las notas predominantes esa mañana invernal eran la rabia y el resentimiento. Nada que ver con la dulzura y la alegría de la música. Tendría que ir rápido y directo al asunto, sin darle tiempo a que preparara sus armas para atacarle.
La joven estaba sentada frente a su mesa de despacho, repasando facturas al tiempo que anotaba cosas en su ordenador. Llevaba puesta lo que debía ser una de sus prendas de lana. Una chaqueta gruesa de color violeta y aspecto suave, con grandes dibujos bordados en colores llamativos. La tensión de su rostro y la postura rígida indicaban expectación. Era consciente de que la mentirijilla de sus operarias no iba a detener a un hombre como él, acostumbrado a lidiar con todo tipo de gentes, muchas de ellas muy duras, para conseguir sus propósitos.
Un ramalazo de mal genio cruzó el rostro de Bruno. La iba a matar el orgullo. No terminaba de entender que su proyecto, y por tanto su presencia, era una buena solución para su maltrecha economía. Cristina era de las que preferiría morir de hambre por falta de dinero antes que dar su brazo a torcer.
—Señor Elorza, no sé si se lo han explicado alguna vez. Las personas educadas llaman a la puerta antes de entrar. —Su voz fue más gélida que la temperatura exterior—. De todas maneras ahora estoy ocupada, me temo que no podré atenderle.
La mirada de sus profundos ojos azules había adquirido la oscuridad infinita de una sima. Nada quedaba de la risa y calidez de los momentos compartidos. Bruno, que ansiaba recuperarlas, sintió que una luz se apagaba en su interior. Quería verla reír de nuevo; devorar sus labios sensuales, bien marcados, ahora convertidos en una fina línea de desagrado; sentir la ductilidad de aquel cuerpo apretado al suyo, transmitiéndole la calidez de su piel. Odiaba aquella expresión distante. Querría darse de patadas en el culo por haber sido el causante de tal cambio.
Ocultó sus sentimientos, la rabia que lo corroía por dentro y se encogió de hombros, como si no fuera el señor Elorza.
—Tampoco yo sé si te han explicado que no se puede poner fin a un contrato de manera unilateral y sin razón alguna.
Los ojos de Cristina relampaguearon. Él se alegró. Prefería verla furiosa antes que inerte.
—¿Sin razón? Usted me engañó.
—Yo no engaño.
—No sé cómo se llama a eso en su pueblo, pero en el mío se llama falsedad —insistió con voz pausada, como si masticase cada una de las sílabas—. Me hizo creer que era otra persona.
—Creíste lo que te pareció bien. Tú te hiciste una composición de lugar. —Parecía cada vez más enfadado—. Y deja de tratarme de usted con esa voz relamida. A estas alturas del campeonato ya sabemos en qué parte de la barriga tenemos las pecas. Te recuerdo que hemos llegado a una intimidad que pocas personas alcanzan.
Le dolieron las palabras en cuanto salieron de su boca. Ella no se las merecía. No había sido un encuentro esporádico entre dos personas ansiosas de sexo. Hubo algo más, mucho más. Entrega, intimidad, complicidad. Y él, con su estúpido enfado, lo estaba convirtiendo en algo casual, sucio, vulgar.
El rostro de Cristina se tiñó de rojo. Tuvo que contener lágrimas de rabia y vergüenza. Era cierto lo que decía. Creyó en él, confió con todos sus sentidos, como pocas veces lo había hecho. Quería arañar unos instantes de felicidad, disfrutar del hecho de ser mujer, y eso nubló su natural suspicacia. No preguntó porque no quiso saber.
—Eso es un golpe bajo.
A Bruno le dolió el tono compungido de su voz.
—Sí, es cierto, lo siento.
—Jamás me hubiera acostado contigo de saber quién eras.
—Mira, no lloremos por el agua derramada, ¿vale? Lo hicimos y punto. Ambos disfrutamos. Nunca me preguntaste mi nombre, ni te preocupaste por saber quién era yo.
—Ni tú te preocupaste de contarme por qué habías venido aquí. Eres un auténtico capullo. Y ahora lárgate y déjame trabajar. Tengo que hacer cosas más importantes que atenderte a ti.
—No, no lo dije. Pero siempre supiste a quién ibas a alquilar estas habitaciones. La empresa se puso en contacto contigo, mi secretaria dijo cuál era el nombre de la empresa y tanto la solicitud de alquiler como la carta en la que se confirmaba el alquiler llevaban el nombre y el logotipo de la empresa.
—Yo no sabía que tú eras la empresa. De haberlo sabido no las hubiera alquilado.
—¡Vale! —Por fin estalló. Estuvo a punto de poner las manos sobre la mesa e inclinarse hacia ella, pero le pareció una actitud demasiado amenazante y dio un paso atrás—. Entonces di la verdad. Quien te preocupa soy yo, no la empresa.
—¡Por supuesto!, ¿qué creías, que te iba a recibir con besos en la boca? Cometí la estupidez de follar contigo, pero eso no me ha vuelto imbécil del todo.
Bruno hizo ademán de taparse los oídos.
—No grites, te oigo bien.
—Grito lo que quiero. Estoy en mi casa.
—Pues mira, aunque estés en tu casa, no estaría mal que hicieras lo que has dicho. —Ante la mirada sorprendida de ella, aclaró el comentario—. Lo de recibirme con besos, digo.
—Que te den. Quiero que salgáis de mi casa, tú y el resto de tu equipo.
—Pues lo siento, el pueblo bajo no está dispuesto a acatar tus órdenes. Tengo un documento que confirma el alquiler y tengo un recibo del adelanto que pediste y que envió mi secretaria. Necesito este sitio y tú necesitas el dinero que te va a reportar mi estancia aquí y si tuvieras dos dedos de frente me venderías esa parcela de tierra que necesito.
—No pienso…
Bruno la acalló con un gesto brusco de la mano. No estaba dispuesto a enzarzarse en una pelea que no iba a conducirles a ninguna parte.
—¡Ya, ya, ni la tierra de un tiesto! Eso ya lo he oído antes. Nos necesitamos, Cristina. —Tomó aire y continuó más calmado—. Tómatelo como un quid pro quo. Pasaremos uno junto al otro sin saludarnos. Haremos como que no nos conocemos, pero te aseguro que si no quieres ir a los tribunales por incumplimiento de contrato, y te aseguro que en mi empresa tenemos muy buenos abogados, tú cumplirás tu parte y yo la mía. Que pases buena mañana.
Se dio media vuelta y salió de la habitación sin más comentarios. El libro de cuentas que Cristina tenía sobre la mesa de trabajo salió volando y aterrizó al otro lado de la puerta sin rozarlo, pero tras haberle pasado cerca.
Elorza sonrió. La señora de la Torre de Olabide tenía un genio de mil demonios.