La luz parpadeante junto al pitido prolongado avisó del fin de programa de la secadora. Cristina llevaba un buen rato en el cuarto de lavandería, algo sofocada por el olor a detergente, guardando y ordenando la ropa blanca de su hotel rural. Era Elisa, una chica contratada por horas, quien se ocupaba habitualmente de esas tareas, pero ese día se había quedado en casa, derrotada por la maldita gripe.
Dobló con meticulosidad una sábana en cuatro pliegues, haciendo coincidir punta con punta, estirando la pieza hasta que adquirió la suficiente tensión para poder pasarla por el rodillo de la planchadora industrial. Era una suerte poder contar con esa máquina. Ahorraba tiempo y dinero, ya que así evitaba tener que enviar la ropa a la lavandería cuando la casa estaba llena de huéspedes. A cambio, su compra había dejado sus arcas aún más vacías. Pero era una inversión.
Eran actos mecánicos, y mientras los hacía sus pensamientos bullían. Desde que el Floren había entrado por la puerta de casa, temblando, con el rostro demudado, contando su horripilante hallazgo, la vida del pueblo estaba patas arriba. También la de Cristina, la de Amparo y la de la propia casona Olabide. Llevaban una semana a visita diaria. Si no eran los municipales, era la Guardia Civil. O el propio Floren que, quemado ya su auditorio natural de la taberna, regresaba una y otra vez con su historia a cuestas. La última noticia es que mandaban a un poli de Pamplona. El teniente Yuste, del destacamento de la Guardia Civil de la zona, estaba que trinaba, aunque no tenía más remedio que aguantarse. Sanz, el alcalde, había removido Roma con Santiago para que enviaran a alguien de la Policía Judicial. Como si uno de la capital pudiera obrar milagros. El hombre, al que ella no podía ver ni en pintura, trataba de evitar la mala publicidad de la zona.
—Con lo que le gusta salir en las fotos… Igual piensa que se va a quedar sin «su» gran hotel —refunfuñó Cristina con cruel mordacidad.
Lo cierto era que la gente estaba asustada. Se reunía en corrillos, elucubrando, haciendo hipótesis a cada cual más peregrina. Que si ya se sabía quién era la mujer muerta y los guardias civiles no querían decirlo porque era hija de un conocido picatoste de… ¿la droga?, ¿el juego?, ¿un famoso banquero?… Que si la habían asesinado porque ella misma estaba metida en algún chanchullo, que si era… ¡una prostituta de lujo!… Teorías demenciales. Cristina sabía que los investigadores andaban más despistados que un pulpo en un garaje. Sin la menor idea de su identidad y además imaginando que iba a ser complicado descubrirla. Tanto la cara como las manos estaban destrozadas. No había ni rostro ni huellas dactilares.
—Será difícil… —le comentó de pasada Fernando Yuste, el teniente de la Guardia Civil, que tanto la quería y tan buen recuerdo guardaba del abuelo Andrés.
—Con las técnicas actuales, quizás no —respondió ella, esperanzada.
—No creas todo lo que ves en la tele. Aquí no hay nada por donde empezar —dijo cachazudo—. Ni siquiera sabemos cómo llegó.
—¿Tampoco había huellas de coche? Porque la habrán transportado en uno, ¿no?
—Es posible que así fuera, pero no había nada. Ha llovido mucho. La chica debía de llevar allí tirada unos cuantos días. Solo si quien lo hizo vuelve a actuar y mete la pata podremos hacer algo, si no…
—Y tampoco sabéis de dónde es, claro.
El teniente la miró con sorna.
—Si no sabemos quién es, cómo vamos a saber de dónde viene.
—Hombre, no sé. Por la ropa… o por algo…
—No puedo hablar de esto. Así que no preguntes… —Pero ante el ceño enfurruñado de ella terminó por confesar—: La ropa era de buena calidad. De la cara.
—Da miedo, ¿verdad? Aquí nunca pasa nada. Y ahora… Estamos muertos de miedo.
La tranquilidad de aquel lugar se había roto. Poco a poco iba creciendo un estado de preocupación, de zozobra, e incluso de desconfianza como no se recordaba. Entre bromas y veras, la gente hacía recomendaciones del tipo «no vayas sola, o solo, por ahí». Y se instaba a las chicas jóvenes, en este caso sin broma alguna, a que tuvieran cuidado con los desconocidos.
—Hay que tener cuidado, eso es todo. Por ahora debemos pensar que ha sido un hecho aislado. Nada tan truculento como que de pronto aparezca por aquí un asesino en serie.
—Ya lo supongo, Yuste. De todas maneras no puedo dejar de pensar en quién ha podido hacer algo tan terrible, con tanta saña. Floren me ha contado con pelos y señales cómo la encontró. No imagino a nadie del pueblo cometiendo tal atrocidad.
—No puedo hablar sobre la investigación, Cris. ¿Cómo quieres que te lo diga?
—¿Ni un poquito? Vale, vale, lo entiendo. —Hizo un gesto con la mano para aplacar el incipiente mal genio de Yuste, aunque ella siguió conjeturando—. Es alguien de fuera, seguro. La chica no era de aquí. Y el asesino la dejó tirada como una basura, sin el menor respeto por la vida que había segado. Cuánto miedo debió de pasar la pobrecita. Y cuánto sufrimiento.
—La muerte en sí le llegó muy rápido, Cristina. Al menos eso dice el forense —dijo el teniente Yuste para consolarla—. El resto ya lo sabes porque se filtró a la prensa. Las heridas que la desfiguraron son post mórtem.
Y ella quiso creerlo. Porque sus sueños estaban empezando a poblarse de horror y muerte.
En algún que otro momento le venían a la memoria las palabras de Bruno antes de desaparecer de su vida para siempre, instándola a ser precavida cuando salía sola. Ella se lo había tomado a broma, asegurándole que ese pueblo no podía ser más tranquilo. Demasiado, pensaba a veces. Y continuaba teniendo fe en esa afirmación, pero, por si acaso, había tardado unos cuantos días en reiniciar sus paseos por la orilla del río.
Al fin lo hizo. Y ahora recordaba con estremecimiento, minuto a minuto, su aventura de un par de días atrás.
Había elegido aquella mañana porque estaba despejada, llena de luz, uno de esos momentos del otoño en los que la naturaleza regala alegría de forma espontánea. Una ligera brisa refrescaba el ambiente, y volvía nítido el perfil de la iglesia y del caserío que había crecido a su alrededor, sobre un escarpado altozano, al otro lado del río. Salió sola. Fue un acto de valor, o de cabezonería, por negarse a aceptar que ese crimen, por terrible que fuera, pudiera modificar su apacible existencia, esa que tanto le había costado construir. No disfrutó de su paseo. Echaba de menos la compañía de sus perros, que le infundían seguridad. Caminó deprisa a la vera del río Alhama, sin ser capaz de apreciar la belleza del instante, sin detenerse a escuchar el arrullo de sus aguas crecidas, discurriendo mansas por su lecho. Notaba el cuerpo rígido, un poco anquilosado. En su interior parpadeaba una luz de alarma que ella se negaba a ver. Todo estaba como siempre, pero presentía que algo había cambiado. Los múltiples ruidos, tan conocidos, con los que tanto disfrutaba en otras ocasiones, se volvieron amenazantes. Una torcaz levantó el vuelo a su paso, rozando apenas las ramas desnudas de un chopo. Y ella soltó un grito de pavor, al tiempo que daba un brinco hacia atrás. Cuando se dio cuenta de lo que había pasado, se le escapó una risilla histérica que tuvo que contener tapándose la boca con la mano. Tuvo la sensación de que el mal se había asentado allí, en otro tiempo un paraíso. Notaba la amenaza en su piel. Se detuvo en el punto donde había visto a Bruno por primera vez. Como siempre le pasaba, su pensamiento volvió a él. Se preguntó dónde andaría. A lo mejor aún se acordaba de ella. Añoró su presencia, con un dolor desgarrador.
Fue en ese momento, tal vez porque era el de más bajo ánimo, o porque estaba más relajada, cuando su incomodidad se hizo mayor. Tuvo la absurda sensación de que volvía a ser vigilada por alguien, de estar bajo la atenta mirada de una persona que seguía sus pasos. Procuró serenarse. De ninguna manera iba a salir corriendo como un conejo asustado ni iba a soltar alaridos de terror. Nadie la podría oír. Salvo quien la observaba a escondidas. Si es que la amenaza era real y no un producto de su imaginación. Permaneció inmóvil. Se giró poco a poco en el sentido de las agujas del reloj. Echó una somera ojeada, con disimulo. No vio a nadie. Notó el sudor frío resbalando por su espalda. Procuró ralentizar la respiración ante el temor de que, quien fuera, detectara su nerviosismo. Volvió a girarse, esta vez en sentido contrario. Realizó un nuevo repaso visual de la zona. Todo se mantenía en su sitio. Aun así la inquietud persistía. Que no se vea no quiere decir que no exista, se dijo. Retomó el camino de vuelta a casa. Una imagen se fijó en su mente. El bosque se había llenado de ojos que la acechaban. Todavía no había logrado ahuyentar esa desagradable impresión.
El otro incesante protagonista de sus pensamientos era Bruno. Mantenía guardado el tesoro de cada uno de los minutos del fin de semana. Ya no recordaba cuándo había disfrutado tanto en compañía de un hombre. Y ahora pesaba sobre su corazón una honda tristeza, producto de la soledad. Bruno había resultado ser el compañero ideal, el amante delicado, complaciente. Y la imagen que guardaba de él no se le iba de la cabeza: el rostro moreno adornado por la barba incipiente, el pelo oscuro despeinado y aquella mirada encendida que le dedicaba a ella, tan colmada de deseo. Y el placer dulzón de los besos compartidos. Y las risas y las bromas y… el ansia de poseer y de ser poseídos. No había sido solo sexo, un acto de lujuria más, sino una genuina necesidad de entrega.
Si pensaba en ello, Cristina procuraba recordarse que no era promiscua. Esa sola palabra la hizo reír. No lo era, entre otras cosas, porque no tenía con quién serlo, no por falta de ganas. Se había jurado mantener a los hombres lo más lejos posible de ella, pero eso no quería decir que no pudiese disfrutar de un buen revolcón, de sexo esporádico sin complicaciones. Según decían los expertos, alargaba la vida.
Bruno.
En la soledad del cuarto de lavandería, después de tanto tiempo sin verlo ni saber nada de él, no podía evitar el recuerdo del lado amargo de todo aquello. El silencio del regreso, denso, pesado. La impresión de arrepentimiento en la tirantez con que la trataba. Le pareció que al final de la jornada estaba algo confundido, molesto consigo mismo. Su expresión hosca y la perdida espontaneidad parecían demostrarlo.
Después de guardar los caballos, ella, con una disculpa vana, se refugió en sus habitaciones. No volvió a salir, a pesar de que Amparo le comunicó que él intentaba verla. No quiso. Y no porque se sintiera avergonzada por la pasión que habían disfrutado esa tarde, sino por la actitud distante de él durante el regreso. Ese silencio agobiante en el que se había sumido. Esa mirada huidiza. Le dijo a Amparo que estaba muy cansada, que lo vería al día siguiente.
Por la mañana se encontró con un hombre distinto. Un Bruno como el de su primer encuentro en el bosque: rostro tenso, ojos cargados de preocupación puestos en asuntos más importantes que el acto de amor compartido. Tenía otro objetivo en la mente. Había desayunado deprisa, sin pretender dar ni que le dieran conversación. En el último momento, cuando ella estaba de espaldas recogiendo el servicio de las mesas, se había acercado por detrás. La tomó por la cintura con la familiaridad de un amante que conoce hasta los rincones más recónditos del cuerpo femenino. Con delicadeza la volvió hacia él, para enfrentarla a sus ojos, empequeñeciéndola con su enorme estatura, intimidándola con el porte que le daba aquel traje de moto.
—Tengo que regresar, hay problemas. Me necesitan con urgencia.
Ella se preguntó por qué le daba explicaciones.
—¿Tu familia?
—No, no, la empresa. Cristina, yo… bien… tenemos que hablar pero ahora no puedo… en fin… es… es largo de explicar. Tendría que habértelo contado, pero ahora ya no hay tiempo.
Detectó una clara incomodidad, cierto retraimiento. Tal vez pensaba que le iba a pedir una relación seria, o hasta el matrimonio. ¡Quién sabe! Y todo porque se habían dado un revolcón.
—¡Vale, para, no tienes que explicarme nada! Lo que sucedió… —La joven carraspeó sin saber muy bien cómo continuar—. Lo que sucedió… fue el momento, ¿vale? Tampoco hay que darle demasiada importancia.
—Ni quitársela. Fue fabuloso.
—Sí, estuvo bien —dijo ella tratando de fingir despreocupación.
Habló la mujer de mundo, se dijo Cristina. Parecía que se dedicaba a follar por el monte con cuantos pantalones se le pusieran por delante.
Él rio bajito, comprendiendo el trance por el que pasaba la chica.
—Es… complicado. No tiene nada que ver nosotros. No me estoy escapando ni nada por el estilo, si es lo que piensas. Volveré y hablaremos, ¿de acuerdo?
—Claro, cuando quieras.
Fue entonces cuando soltó aquellas palabras crípticas a las que aún daba vueltas en su cabeza.
—Confía en mí. Tienes que creerme. Nunca quise hacerte daño. Las cosas se me fueron de las manos, eso es todo. No me arrepiento de nada.
¡Confiar! ¡Le estaba pidiendo un imposible! La vida no le había dado demasiadas oportunidades para confiar. Eran contadas las personas de las que se fiaba lo bastante como para poner su vida y su hacienda en sus manos. La confianza se apoya en la seguridad en el otro, no en la duda, ni en la inquietud, ni en los misterios.
—Yo tampoco me arrepiento, Bruno.
La mirada de Bruno se había llenado de melancolía. Le acarició con ternura la barbilla con el puño. Ella había bajado los párpados para sentir con mayor intensidad su caricia. Cuando los abrió, le pareció detectar un amago de sonrisa que asomaba a sus labios, pero no a sus ojos. Un gesto triste que había dulcificado los ángulos de su rostro. Tuvo la sensación de que deseaba abrazarla de nuevo, pero que se contenía.
—Ven cuando quieras —respondió con forzada despreocupación.
Por dentro el llanto pujaba por salir.
—Pronto lo haré. No cabalgues sola por ahí. El río está muy crecido.
—¿Vas a decirme cómo tengo que protegerme en mi territorio, forastero?
Pero la broma no relajó la tensión tal y como ella preveía.
—¡Cuídate!
Recibió la suave caricia de los labios de Bruno. Cerró los ojos y se dejó llevar por el beso. Cuando él se separó, la embargó una enorme pena. Su marcha la dejaba un poco desamparada. Bruno no solo había sido un compañero divertido, un amante entregado que la había hecho disfrutar de un sexo inolvidable. En dos días habían creado una extraña complicidad, en la que el lenguaje hablado era sustituido, con naturalidad asombrosa, por gestos y miradas cargados de significado. Notó su reticencia a dejarla. Hubo palabras no pronunciadas que se quedaron en la punta de la lengua. Estaba segura de que no volvería a verlo, por más que él asegurase lo contrario. Y eso le causaba una profunda tristeza.
Suspiró y tiró con fuerza de la sábana que en ese momento escupía la planchadora. La dobló. La colocó en perfecto orden sobre las otras que ya estaban apiladas en el armario de la ropa de casa. Colocó entre ellas los saquitos de lavanda que recolectaba cada año y después colgaba a secar en el oreado desván. Estaba molesta consigo misma. Las tareas rutinarias, esas que estaba cansada de hacer y que solían relajarla, le resultaban ahora tediosas.
Volvió a ella, como el impacto de un misil, el deseo rabioso de alejarse de todo lo que había formado parte de su vida en los últimos años, desde que comenzó a ocuparse de su herencia tras la muerte de los abuelos. Necesitaba explorar otros mundos, ajenos a ese tan cerrado, encontrar otras gentes más allá de las tierras de los Olabide. Se dijo que un día de esos llamaría a Marisa Aranguren para ir a pasar un par de días a su casa de Bilbao. A pesar de la diferencia de edad y de que apenas unos años antes no habían oído hablar la una de la otra, Marisa se había convertido en una buena amiga. Creyó en ella y se había arriesgado a presentar sus primeras y coloridas prendas de lana tejidas a mano en su exclusiva boutique de la Gran Vía bilbaína, cuando era una desconocida en el mundo de la moda.
Por aquel entonces acababa de regresar de la prestigiosa Heriot-Watt University de Edimburgo, donde había estudiado en la Escuela de Diseño Textil, con el corazón destrozado y llena de ideas innovadoras. Se había propuesto rescatar del olvido los trabajos artesanos en lana de oveja, que habían sido famosos en la zona en otras épocas. Ella les confirió un nuevo aire. Creó modernos diseños con teñidos artesanales, algunos en alegres colores, con uso de diferentes tipos de lanas. Empezó sin ayuda, con los cuatro duros que le habían dejado sus abuelos. Su casa se convirtió en su taller, y en el refugio donde ahogaba la pena por la traición de su novio, Stephen Galloway. No olvidaba que se lo había encontrado en la cama que compartían, en medio de una locura de sexo desenfrenado, con la compañera, ¿y amiga?, con la que ella vivía.
Su mundo se había roto en mil pedazos. Eso no era nada nuevo. Cristina Olabide estaba más que acostumbrada a que sus mundos se rompieran en trozos minúsculos con la facilidad de la porcelana china. Hizo lo de siempre: recoger los pocos fragmentos de su vida que pudo salvar y unirlos, para reconstruir su existencia tras los gruesos muros de la Casa-Torre de los Olabide. Desde entonces había recorrido mucho camino: varias empleadas trabajaban para ella tejiendo a mano las prendas que se comercializaban con su nombre, su casa se había convertido en un hotelito que poco a poco iba adquiriendo una cierta fama, y su vida… su vida seguía en el mismo estado que al volver de Edimburgo. Vacía.
Amparo la sacó a gritos de la negrura de sus pensamientos. Por lo visto alguien llamaba y ella, sumida en el pasado, ni siquiera había oído el timbre del teléfono. Pulsó el botón del inalámbrico que llevaba en el bolsillo.
—¿Se puede saber dónde te metes? —Su amiga Mari Cruz no solía andarse por las ramas. Esta vez, tampoco—. Llevo un montón de tiempo sin saber de ti.
La voz de su amiga la hizo sonreír. Ella era una de las personas de su total y absoluta confianza. Siempre había permanecido a su lado. Ni siquiera después de la boda de Mari Cruz, que se casó con el veterinario del pueblo, se había enfriado su amistad. Por la diferencia de edad entre ambos, nadie daba un duro porque aquella relación funcionase. Cristina supo ver desde el primer momento el amor que se profesaban y apoyó a su amiga con todo el cariño del mundo.
—Hola, también a ti, malas pulgas. Y no sabes de mí desde hace dos días. Tampoco es una eternidad.
Mari Cruz lanzó uno de sus habituales resoplidos.
—Déjate de historias, guapita de cara. ¿Quién era ese con el que te lanzaste a cabalgar por los montes?
Por un momento, a Cristina se le doblaron las piernas del susto. Pensó horrorizada que alguien los había visto mientras follaban como conejos en medio de las campas. Lo de cabalgar podía tener ese significado, ¿no? Poco a poco se tranquilizó. Mari Cruz, con lo cotorra que era, no hubiera esperado tanto tiempo para llamarla si supiera a lo que se había dedicado con «ese».
—Un huésped. Quiso ir a la Balsa…
—Ya. A ver el paisaje, imagino. Es perfecto.
No hizo caso de la alusión irónica. Solo le faltaba que su amiga se enterase de lo que estaba haciendo por esos montes. Aunque a lo mejor se llevaba una alegría, pues siempre decía que Cristina vivía más aislada que un monje tibetano.
—¿Quién? ¿El paisaje?
—No te va nada lo de ir de tonta. Quién va a ser.
—Y tú, ¿cómo lo sabes?
—Yo lo sé todo. Soy madre de familia. No solo es perfecto, sino que está muy bueno. Soy madre de familia —rio a carcajadas—. No, boba, me lo presentó mi padre. Por lo visto se habían tomado unos vinos, juntos.
—Ya. Marianito no pierde la oportunidad de beber con quien sea. Pero dime qué quieres. Estoy ocupada doblando sábanas, para que lo sepas.
—¡Ah, qué bien! Y… ¿ya se fue?
Cristina soltó un bufido. No iba a soltar el hueso por las buenas. Sabía bien lo insistente que era Cruz.
—Pues claro. No vino a vivir aquí, solo a pasar un par de días.
—Qué pena. Podíamos haberlo aprovechado para algo bueno. Un favor sexual, por ejemplo.
Sus mejillas adquirieron un tono grana. Se perdió en el recuerdo de unas manos ágiles palpando con delicadeza su piel, enervando sus partes más íntimas. Evocó los dedos de ella enlazados con el pelo del pecho varonil, sus labios unidos, el instante posterior, tumbados bajo la bóveda celeste, con los cuerpos saciados. Sacudió la cabeza con fuerza para alejar de sí esos pensamientos que no harían más que lastimarla. Él se había ido. Y punto.
—¿Llamabas para algo concreto o para darme la paliza acostumbrada?
—Mira que eres insoportable. No sé cómo llevo tantos años aguantándote. Para qué llamo, para qué llamo… ¿Es que ya lo has olvidado?
Pues sí, pensó. A punto estuvo de decirlo en voz alta. Si de lo que se había olvidado era algún asunto importante, Cruz se enfadaría de verdad.
—¿Tú qué crees? —Fue la respuesta más inteligente que se le ocurrió. No la comprometía a nada.
—No lo niegues, lo has olvidado. Serás melona. Llamo para recordártelo. ¿Ves? Si no, tendría que ir yo sola.
—¿Sola?
—Mañana presentan en el ayuntamiento el proyecto de ese nuevo hotel, ¿no te acuerdas?
Pues sí, lo había olvidado, y eso que era difícil olvidar el otro monotema de conversación del pueblo, aunque ahora estuviese eclipsado por el crimen. En cualquier caso, no tenía el más mínimo interés por el resultado final de ese proyecto.
—Pues claro que me acuerdo. Mira, ya sé que prometí acompañarte, pero no me apetece nada ir. ¿Qué pinto yo allí? Me da un poco de reparo. No quise vender la tierra, y si me ven, pensarán… que voy a cotillear o algo así. Pareceré la típica chismosa.
—Y a ti qué coño te importa lo que piensen. Tú te vienes conmigo y que se atreva alguien a decir cualquier estupidez.
—Vale, Rambo.
—Ríete lo que quieras. Te necesito a mi lado. Tú de estas cosas sabes más que yo. Mi padre les vendió tierras, pero no quiero que hagan ahí un edificio monstruoso. Tú me ayudarás a ver cómo va a ser.
Aunque se decía que le importaba tres pepinos lo que construyeran, eso no era del todo cierto. Claro que le importaba. Sentía horror al pensar que la empresa pudiera levantar uno de esos hoteles enormes e impersonales, un clon de todos los que existían en las playas más turísticas desde la costa de Levante hasta Honolulú. Un edificio rodeado de jardines pretenciosos, de falso aire exótico, llenos de palmeras. ¡Palmeras en Navarra! Impostaban un oasis en cualquier parte, más propio del desierto argelino, en lugar de mantener y preservar el paisaje propio de la zona. En todo caso, tendrían que aguantarse con lo que hicieran. Salvo que estuviera fuera de la legalidad, ya que entonces ella misma los perseguiría sin tregua.
Con Mari Cruz era imposible mantenerse al margen. Su amiga actuaba igual que un martillo pilón. Machacaba, machacaba hasta que conseguía sus propósitos. Había sido así desde que eran niñas. No iba a cambiar ahora.
—Venga, no seas siesa, tía. No me apetece nada ir sola. Tú detectarás mejor los defectos del proyecto. Podrás hacer preguntas que a los demás ni se nos ocurrirán. Y mira una cosa, si no vas, después no te quejes.
Cristina se dijo que para qué iba a perder el tiempo discutiendo con ella, si al final siempre terminaba por aceptar su propuesta, por peregrina que fuera.
—Está bien, no me des más la paliza. Voy. Si después me pongo borde no digas que te avergüenzo. Tú te lo habrás ganado.
Colgó el teléfono sin despedirse, enfadada consigo misma por dejarse embaucar. Y sobre todo por implicarse en un asunto que le importaba un cuerno. O debería importarle un cuerno.
Volvió a sonar el teléfono. Estuvo tentada de no cogerlo. Al fin lo hizo de mala gana. Aún estaba caliente. Echaba tanto humo como ella misma.
—¡Diga!
Su propio tono de voz le sonó desabrido.
—Ma petite. ¿Qué te ocurre para estar tan enfadada?
Una sonrisa feliz iluminó su cara.
—Nathalie, lo siento. Creí que era otra vez la pesada de Mari Cruz. Menuda perra que ha cogido la tía. Quiere que la acompañe al ayuntamiento. Van a presentar el proyecto del nuevo hotel. Estoy furiosa. Siempre consigue convencerme.
—Me parece muy bien, así sabrás de primera mano de qué va ese asunto, ¿no?
La voz de Nathalie era un bálsamo, siempre conseguía tranquilizarla.
—Ya sé de qué va… De hacerme la competencia. Perderé dinero.
—No lo creo. Míralo con otros ojos, con alma de comerciante, como diría Pierre. Lo que les sobra a unos, lo recogen los otros. Habrá quienes no puedan pagar los precios de un hotel de lujo, y ahí estarás tú, dispuesta a recibirlos. Vas a salir ganando con el aumento de la celebridad de la comarca.
—Me encanta. Eres el optimismo con patas.
—¡Ah, ma petite fille, solo los optimistas salen a flote! Por cierto, ¿quién era ese muchacho con el que pasaste el fin de semana?
A Cristina casi se le salen los ojos de las órbitas. No se podía creer que la noticia hubiera volado hasta Biarritz. Y tampoco se creía que esta vez las dotes de bruja de Nathalie, de las que ella estaba tan orgullosa, tuvieran algo que ver en ello.
—¿Se puede saber de qué hablas?
—Del muchacho de la moto.
—Era un huésped, por Dios. Tú y Mari Cruz sois unas pesadas. No era mi amante. —Menos mal que la buena francesa no podía ver el color de sus mejillas, ni la nariz de Pinocho que se le estaba poniendo con las dichosas llamadas—. Quiso dar un paseo a caballo. Y… Pero ¿cómo te has enterado?
—Por Amparo. Me llamó para contarme el crimen con pelos y señales. Después me habló de él. Dijo que era «buen mozo». —Le hizo gracia el sonido silbante de la zeta en sus labios, y la o tan aguda, tan típica de los franceses, aunque, como le ocurría a su maman francesa, hablaran bien español—. Y simpático. Estoy intrigada. Qui est lui?
Lo que le faltaba. Ahora también ella preguntaba quién era él.
—Un huésped —repitió cansada.
—Cést merveilleux l’amour, cantaba el gran Gilbert Becaud. El maravilloso amor. Aparece cuando menos te lo esperas.
—Para nada, que no se os dispare la imaginación. Te lo repito, era un huésped más.
Y por un momento se dijo que parecía san Pedro, niega que te niega. No dejaba de negar al hombre con el que había disfrutado de tanta pasión.
—A mí no me engañas, recuerda que tengo poderes paranormales.
Cristina soltó una buena carcajada, no en vano decía Pierre de cuando en cuando aquello de «me he casado con una bruja».
Nathalie no lo creía, pero se divertía con ello. Ella tal vez era algo clarividente. Con una acusada sensibilidad para captar situaciones que a otros les pasaban inadvertidas. Herencia, para bien o para mal, de una antepasada, una curandera que allá hacia finales del siglo dieciocho había repartido filtros y pócimas de amor a todo bicho viviente. Según se contaba en Biarritz, lanzó una maldición contra un noble que había violado a su hija. Y por lo visto se cumplió. El hombre perdió la cabeza… en sentido literal, bajo la cuchilla de la guillotina durante el Terror, en la Revolución francesa. Ambas mujeres habían asistido impertérritas a la ejecución mientras bordaban sobre un paño de lino la bandera tricolor, y debajo la leyenda Allons enfants de la patrie, el primer verso del himno compuesto por Rouget de Lisle.
Y había sido uno de esos pálpitos, o una mera intuición, vaya usted a saber, lo que la llevó a encontrar dieciséis años atrás a la pequeña Cristina bajo un terrible temporal.
Llevaba cada instante de aquella lejana tarde de noviembre guardado en su corazón. A fin de cuentas, la lluvia y el viento no suelen regalar hijas preadolescentes a todas las mujeres. Nathalie se recordaba tensa, en un estado de premonición difícil de aplacar. Después supo que se estaba preparando para el gran acontecimiento de su vida.
Contemplaba su jardín anegado desde la ventana. La visión fugaz de algo rojo en la linde la puso en guardia. Se preguntó si uno de los coloridos enanitos de jardín que la señora Levalier tenía agrupados bajo el arce japonés se habría dado a la fuga. Gruñón. O Mocoso. Aunque este último era demasiado aprensivo para alejarse de la protección del arbusto. Miró con mayor atención y entonces la vio. Una cabecita bajo un gorrito rojo destacaba contra el muro gris verdoso. Sacre Coeur! Jamás lo hubiera imaginado. Aún podía escuchar el ruido de sus pies chapoteando en el barro. Y la maravillosa sensación de felicidad en su pecho al abrazar a aquella chiquilla empapada. Sus ojos azul noche, propios de la diminuta reina del País de las Nieves, reflejaban el terror de las horas vividas bajo la gran tormenta.
—Pues me temo que esta vez tus súper poderes deben de estar en huelga. No das ni una.
La voz de Cristina la volvió al presente.
—Nunca me equivoco. Sobre todo si Amparo me dice que no os despegasteis en todo el fin de semana. Ya era hora de que disfrutaras de un hombre. ¿Hubo sexo? ¿Del bueno o del corriente?
—Maman! Se supone que una madre no pregunta esas cosas a su petite fille.
—Soy una madre atípica, ya lo sabes. Quiero nietos.
—Para eso hoy en día no necesitamos el sexo.
La risa de Nathalie pareció inundar la habitación.
—Cuídate, ma petite. —Se despidió casi atragantada—. Pierre y yo te queremos.
Cristina colgó esta vez con suavidad, sin dejar de añorar su presencia.
A Nathalie le preocupaba Cristina. Tanta soledad no era buena. Ese aislamiento, voluntario, bien sure!, en el que vivía. Tanto dolor en su pecho. Y, para colmo, ese crimen terrible a la puerta de su casa no iba a beneficiarla en nada, no contribuiría a la tranquilidad espiritual de su querida hija. Ella había prometido cuidarla. Pero ¿cómo iba a hacerlo a cientos de kilómetros?
Lo cierto es que se lo había prometido a una mujer en su lecho de muerte. A Julia Zala, la abuela española de Cristina. La mujer que Nathalie tanto había querido y respetado, la que tantas confidencias le había hecho durante su larga estancia en el hospital, la que la había convertido en depositaria de los secretos de los Olabide.
Dos noches antes de morir, en la penumbra de aquel cuarto de hospital, se había pasado horas y horas recordando viejas historias. Al amanecer se quedó adormilada. Nathalie permaneció despierta, sujetando su mano, velando su sueño. Al cabo de un rato, volvió a hablar. Su voz sonaba con toda la potencia que había tenido en otras épocas la vieja dama. Estaba en ese estado de vigor y lucidez que antecede a la muerte. Ella entonces se dio cuenta de que no había estado dormida, sino pensando con los ojos cerrados. Y fue entonces cuando le desveló aquella historia tan extraña que clavaba sus raíces en el pasado.
—Hay algo que debes saber. Ocurrió hace tanto tiempo, antes de que Andrés y yo nos casáramos… Pertenece a un momento doloroso, terrible, de la familia Olabide… cuando los dos hermanos vivían en París y empezaron a separarse sus caminos para siempre.
Estuvo tiempo y tiempo hablando, hasta que se le agotaron las fuerzas. Nathalie estaba preocupada. Varias veces la pidió que descansara, instándola a continuar más tarde.
—Debo seguir. No quiero llevarme esto a la tumba y ya no habrá un después para mí. Lo que te estoy contando es importante, no sé la razón, pero sé que lo es.
Notaba que las fuerzas de la mujer disminuían. Su respiración era cada vez más fatigosa. No dijo nada. Se limitó a escuchar en silencio, consciente de la necesidad que tenía Julia de desnudar su conciencia antes de enfrentarse a la muerte.
—No permitas que le pase nada malo —repitió cuando sus ojos estaban a punto de cerrarse para siempre—. Protégela.
Y ella lo intentaba. En la medida de lo posible.