Para Florencio Gómez, el Floren, aquella mañana no tenía por qué ser distinta a cualquier otra. Tenía setenta años y se consideraba un hombre con suerte. Un año antes se había caído al regresar de la era, a la que solo había ido simplemente para mirar si seguía en su sitio. Estuvo tirado, inmóvil, en medio de grandes dolores, esperando la llegada de la noche acompañada de la muerte, hasta que Marianito lo rescató. Le habían arreglado la cadera en el Hospital Universitario de Pamplona, como si fuera la imagen de san Roque restaurada el año anterior por los de Patrimonio. Después de eso, su osamenta funcionaba a la perfección, aunque para caminar por terreno abrupto tuviera que servirse de su vieja cachava.
—Mirad, mirad qué larga es mi tercera pierna —solía bromear.
Nadie reía la gracia. Los vecinos porque estaban hartos de escuchar siempre la misma cantinela. Los de fuera porque se sentían incómodos: les parecía impropio de un anciano soltar aquella chanza de tan clara connotación sexual.
De todas formas, el Floren consideraba que ya era lo bastante viejo como para que le importara la impresión que pudiera causar en los demás. A él le divertía observar las expresiones de la gente.
Salió de casa a la misma hora de siempre, en cuanto el reloj terminó de dar las diez campanadas. Llevaba en el bolsillo izquierdo un botellín de agua fresca, porque ese médico joven recién llegado al pueblo, cargado de tantas teorías modernas, le daba la paliza cada vez que iba a la consulta a coger la receta para la medicina de la tensión.
—Litro y medio de agua, por lo menos, Florencio. Y nada de alcohol. Para ti se acabó lo de andar de chatos a todas horas.
Él, mal que bien, le iba haciendo caso, aunque no le importaba morir, pues ya había disfrutado de una vida bastante larga. Ahora se dedicaba a ver pasar el tiempo hasta que llegara la parca a buscarlo. La viudez hacía más amarga la existencia de un hombre, sin nadie con quien hablar o con quien discutir, que era lo suyo. Pero temía quedar impedido y depender del hijo y de la nuera.
En otro bolsillo, el derecho, solía meterse un poco de pan del día anterior con un trozo de chorizo, otra absurda prohibición, a su juicio, ambos envueltos en papel de periódico. Era por precaución. No quería que la grasa manchara la chaqueta gruesa de pana que usaba en invierno y en verano.
Al llegar a la plaza se le unió el «señorito Zar».
A esas horas, el animalillo iría ya por su tercer desayuno. El primero era el que le ponía su ama: un pienso apropiado para su raza, de esos tan caros que con lo que costaba podría alimentarse media aldea de África. El segundo, el cuenquito de pan con leche que dejaba en su puerta la señora Matilde. En realidad lo ponía para su familia de gatos, pero el señorito Zar era demasiado rápido. El único can de los alrededores que lograba zamparse su comida. Y el tercero era el que le daban los chiquillos de Educación Infantil a través de los barrotes del patio de la escuela.
Con todo eso en el cuerpo aún era capaz de danzar como un zascandil entre las piernas de Floren. Y el anciano no tenía más remedio que apartarlo con la punta del bastón para evitar otra caída, nefasta para él.
Después los dos juntos iniciaron el recorrido diario.
Pasaron por delante de la iglesia, cruzaron la carretera general, llegaron a la campa donde pastaban las ovejas y se adentraron en el soto. Esa solía ser su última etapa. Después regresaban por otro camino, el del río, pegado a la propiedad Olabide, donde Florencio terminaba su periplo. En cuanto atravesaba la puertecita, el perro lo abandonaba. Se largaba a hacer lo que rayos hicieran los perros al regresar a casa. Él entraba en la cocina para mantener un ratito de charla con Amparo, o con la niña, como llamaban todos a Cristina, si es que estaba disponible, para enterarse de chismes y transmitir chismes, mientras se tomaba el chatito de tinto que Amparo tenía a bien servirle.
Siempre la misma rutina. Sin embargo ese día al perro le dio por hacer una de las suyas.
—¡Zar, Zar! —Florencio gritó hasta desgañitarse, haciendo altavoz con las manos—. ¡Maldito bicho! Me cago en… Por tus muertos, es la última vez que vienes conmigo.
A pesar de las amenazas, el chucho no apareció.
El hombre no le dio demasiada importancia. Un día, el otoño anterior, después de mucho esperar, había aparecido con una perdiz en la boca. Él tuvo que desplegar el trozo de periódico que ya había guardado para cubrirla bien. Después se la metió en el bolsillo. Si aparecían los del Seprona, además de requisársela, le pondrían una multa. A ver quién los convencía de que el perro no entendía de permisos. Pero es que Zar era así. Un cazador nato. Su olfato solo era comparable con su apetito desmesurado.
De todas maneras, él, a la chita callando, había desplumado, cocinado y devorado la perdiz. Y encima sin tener que escupir los perdigones. Había sido un golpe de suerte. No creía que se repitiera. Este año las perdices brillaban por su ausencia.
Un poco preocupado por la ausencia del perro, varió su ruta y siguió un sendero diferente al habitual. Las ramas tumbadas le indicaban que por allí ya había hollado alguien antes que él.
La maleza se hizo más intrincada. Temía seguir, resbalar y caer. Allí nadie le encontraría. Se había vuelto a olvidar del maldito artilugio para llamar que le había traído de Bilbao su hijo pequeño.
Inició el regreso. En el último instante giró la cabeza con la esperanza de ver a Zar, como una mancha de fuego corriendo, con la lengua afuera y las orejas al viento. Y entonces lo descubrió.
Era un bulto.
Miró atónito el espectáculo que se presentaba ante sus ojos. Dio un paso adelante para asegurarse de que no se engañaba. De su garganta salió un bronco grito de horror. Se volvió y echó a correr dando traspiés, apartando con la cachava las ramas que encontraba a su paso. El tronco de un árbol caído parecía estar allí puesto a propósito, esperándolo. Casi se cayó despatarrado sobre él. Su respiración se hizo fatigosa, como si el aire tuviera dificultad para penetrar en sus pulmones. Notaba cómo retumbaba su corazón, con ritmo desacompasado. Sus dedos, torcidos y tensos como garfios, se asieron al pecho, en un intento vano de contener el ritmo acelerado del músculo vital. Con la otra mano apartó la boina hacia atrás de un manotazo. Gotas de sudor pegajoso comenzaron a caerle desde la frente, a resbalar por las mejillas y humedecer el cuello deshilachado de la camisa. Las secó temblando con el pañuelo viejo de todo uso.
No supo cuánto tiempo estuvo allí sentado, sin moverse, sin saber qué hacer. Lo más importante era avisar de lo que había pasado. Introdujo la mano en el bolsillo y recordó que no tenía el maldito móvil. Qué más daba, si no acababa de entenderse con él. Además su inicio de sordera tampoco se lo ponía fácil y en esa zona había escasa cobertura.
Al fin, tomó una determinación. Más tranquilo se puso en pie. No iba a dejarse vencer por el pánico. Tenía que comprobar que había visto lo que creía haber visto.
Estaba acostumbrado a la muerte, si es que alguien puede acostumbrarse a ella. Había sido cazador en su juventud. El último estertor de muchos animales se había escapado entre sus manos callosas y curtidas. Los había desollado o desplumado sin que se le moviera un músculo. También había matado algún que otro cerdo, cuando aún vivía la Úrsula y los chicos estaban en casa.
Pero de pronto el aullido largo y prolongado de Zar desde la distancia le puso los pelos de punta. Un escalofrío le recorrió de parte a parte. Se puso en pie con trabajo, ayudándose con la cachava.
Avanzó con cuidado. Se detuvo, observando. El horror que se presentaba ante sus ojos sobrepasaba con creces cualquier otra cosa que hubiera visto en sus setenta años de vida.
El cuerpo de la mujer yacía desmadejado, de costado. Le faltaba un zapato. Las largas carreras, que habían destrozado sus medias de colores, aún potenciaban más la sensación de dejadez, de abandono. Llevaba una rebeca de lana azul cielo y una falda gris, ahora tan subida que descubría el final de aquellos muslos tersos, bien torneados. Le daba vergüenza mirarla. Aunque estaba solo no quería parecer un impúdico viejo verde, un hombre que se aprovechaba de la desgracia de una mujer para observar a escondidas sus secretos lugares íntimos. Aun así se le escapó una ojeada de refilón. Le pareció descubrir entre ellos una mata de pelo oscuro, ensortijado, de diferente color a la rubia melena estirada sobre el barro reseco. Una muñequita durmiente, tirada de cualquier manera. Esa era la impresión que daba. Si no fuera porque alguien había machacado su rostro hasta hacerlo puré, y sus manos eran dos muñones requemados.
Zar estaba sentado sobre las patas traseras junto a la cabeza destrozada. No la había tocado. Mantenía una expresión alerta, esperando las órdenes del Floren para saber cómo tenía que actuar.
—Vamos, chico. Regresemos a casa.
El animal dudó solo un instante. Después echó a correr delante de él, hacia su apacible hogar.