Cabalgaron al paso. Acababan de dejar atrás el puente sobre el río Alhama. A lo lejos aún se distinguían las torres barrocas de la ciudad de Corella, impresas en un cielo azul de hielo.
—Este edificio es el polideportivo.
—Me lo imagino. No puede ser otra cosa.
—Graciosillo, ¿eh? Ahora vamos a cruzar el paso elevado sobre la variante, para salir del casco urbano. Iremos por esta carretera hasta la intersección con la de Tudela. Allí enfilaremos la Cañada Real de los Montes del Cierzo. Es una ruta agropecuaria que nos llevará hasta la Balsa de Pulguer. Este primer paso es peligroso, por eso te he dicho que te mantengas detrás de mí. Suele haber tráfico. Y a veces los automovilistas son poco considerados con los caballos.
—Y te he hecho caso. No he protestado ni una sola vez. He acatado todas tus órdenes como un soldadito de plomo.
Bruno las había aceptado, en efecto, sin rechistar, con un leve encogimiento de hombros. Si le gustaba jugar a protegerlo, no iba a ser él quien le quitara la ilusión.
—Te lo agradezco. Aunque no te lo creas, a veces hemos tenido disgustos en esta ruta con algún que otro «valiente» que decide ir por libre. Así que no me mires mal, ni te creas que soy una controladora compulsiva.
Él no lo dudaba, aunque también entendía que quisiera tomar precauciones. Era consciente de que había mucha gente dispuesta a saltarse las recomendaciones a la torera, con lo que se ponía en peligro con una facilidad pasmosa, y de paso ponía en riesgo a los demás. En su trabajo eso estaba a la orden del día. Cuánto costaba que los operarios cumpliesen las normas de seguridad en el trabajo. Lo cierto era que ahora le tocaba callar y nada más. Bastante suerte tenía con que ella se hubiera avenido a preparar esa salida. Estaba sorprendido de sus dotes particulares de persuasión. Aún no entendía cómo había logrado convencerla.
La genial idea de cabalgar hasta la reserva natural se le había ocurrido la tarde anterior, al regreso de un paseo plagado de alegría, entre risas y bromas de los niños, dispuestos a despertar con sus voces a la adormecida naturaleza.
Bruno la había ayudado a conducir los caballos al establo. Los había almohazado con mano experta y había ordenado los arreos como si fuera un mozo de cuadra acostumbrado a realizar ese trabajo a diario. Cristina había protestado. Insistía en que ella no necesitaba ayuda. Pero sus protestas cayeron en saco roto. Él permaneció sordo y mudo a ellas.
—Quiero ir mañana a la Balsa de Pulguer —soltó de pronto.
Cristina se volvió hacia él sorprendida, con el cepillo de nailon en la mano. Sus palabras quebraron el silencio un tanto incómodo creado entre ellos al quedarse solos. Ambos eran conscientes de la poderosa atracción que había surgido de repente, impensable en dos personas desconocidas hasta casi veinticuatro horas antes. Pero a lo largo de ese tiempo se había creado un estrecho lazo, una extraña complicidad. Apenas necesitaban palabras para comunicarse mientras cabalgaban en grupo o compartían las tareas. Sus cuerpos y sus mentes actuaban al unísono. Cualquier roce, por leve que fuera, hacía surgir en ella una intensa quemazón de placer que la perturbaba.
La joven negó con la cabeza en gesto terminante. De ninguna manera pensaba salir a cabalgar con él. Bruno despertaba en ella sensaciones que creía adormecidas para siempre. Una necesidad poderosa de tocar y ser tocada. Y las había sentido rodeada de gente, en un contexto poco proclive a la pasión. No quería ni pensar en lo que ocurriría si estaban ellos dos solos. Se los imaginaba tirados en el campo, con el culo al aire y enlazados, mientras follaban como conejos. No había que ser muy lista para conocer el resultado final de la excursión. Y ella, si se desencadenaba algo así, no tendría ni la menor idea de cómo detenerlo. Él era un huésped de su hotel. Y hasta la fecha su casa tenía una reputación intachable. Al igual que su dueña.
—¿A la Balsa? No es posible. Está bastante lejos.
—No tengo prisa. ¿Recuerdas? Estoy de vacaciones.
—Tú sí, pero yo no. Tengo que trabajar, ya te lo he dicho.
—Esto es trabajo…
—En esta época no. Quique, el chico que guía las excursiones, sigue enfermo. Y además no creo que ninguno de los huéspedes quiera hacer una excursión tan larga en esta época del año. Son bastantes horas. Habría que llevar la comida. De todas maneras tengo que ayudar con los desayunos y eso nos retrasaría. Ahora anochece pronto. Creo que no va a ser posible.
—Escucha. —Desplegó su mejor tono y de pronto ella estuvo dispuesta a todo. La palabra de aquel hombre tenía un deje zalamero, bajo, viril, que hacía aletear mariposas en su estómago—. Te contrataré para todo el día y pagaré por la excursión como si llevaras a un grupo. Y además esperaré a que termines tus tareas de primera hora. Nos viene bien. Después del desayuno habrá más luz y menos frío.
—Pero… ¡qué capricho tan tonto! ¿Cómo vas a pagar como si fueras un grupo? Es de locos. Te costaría una fortuna. Suelo cobrar a cincuenta euros por la jornada completa. No irás a multiplicarlo por diez, ¿no te parece?
Estaba enojada. Aquello era una encerrona y estaba claro que a él le encantaba romperle los esquemas, hacer que abandonara su papel de eficiente profesional de la hostelería.
—Es mi dinero, ¿no crees que puedo gastármelo como mejor me parezca?
—¡Serás arrogante! Menuda bobada acabas de decir. Aunque te lo puedas permitir, convendrás conmigo que a nadie le gusta derrochar. Hay otros sitios más cerca a los que se puede ir sin tanto lío.
—No quiero ir a otro sitio. Quiero ir allí y que me acompañes. —Ahora el tono era seco. Ya no parecía un poeta de suave masculinidad. Ahora mostraba otra cara. La del hombre que está acostumbrado a dar órdenes y que nadie se las discuta.
—Me parece que te estás comportando de una manera un tanto irracional. Quiero, quiero, quiero… ¿Me puedes explicar ese empeño por ir allí?
Bruno se mantuvo serio a duras penas. No quería soltar la carcajada que amenazaba con escapársele. Disfrutaba con el tono irritado de ella, encantadoramente acompañado por los movimientos nerviosos, como de aspas de molino, que hacía con los brazos.
—No se pueden desaprovechar las oportunidades. Eso es todo. He leído los folletos que me dejasteis y me parece que puede ser una excursión entretenida. Dicen que en la reserva natural de la Balsa de Pulguer hay un dique muy antiguo. Esas cosas me interesan. Y hay cantidad de aves que anidan allí. Como ves, me he aprendido bien la lección. A lo mejor nos encontramos con algún dinosaurio perdido.
Le pareció que era un razonamiento plausible, con una buena dosis de humor desenfadado. La auténtica razón debía callarla. No podía explicar a una mujer que acababa de conocer que quería pasar un día entero con ella, a solas, sin que nadie los molestara o reclamara la atención de Cristina, impidiendo que lo atendiera a él. Quería conocerla a fondo, saber todo lo posible sobre ella, desde la época de su primer pañal hasta el instante mismo en que se encontraron en el bosque. Deseaba disfrutar de su risa, de su voz. Y de sus ojos y sus manos… Todo ello, solo para él. Le gustaba verla cabalgar, erguida, relajada, sobre su yegua, con aquella refinada apostura que enseñan las buenas clases de equitación. ¿Cómo explicarle la atracción tan poderosa que ella despertaba en él? Ni siquiera se lo podía explicar a sí mismo. Hasta el recuerdo de su rostro enrojecido por el aire fresco de la mañana le cortaba la respiración.
—Claro, seguro. Un tiranosaurio estará esperándonos. Te advierto que los que andan por aquí tienen malas pulgas. Desayunan carne todos los días. Los tiranosaurios navarro-riojanos son bastante voraces, por lo que dicen los expertos.
—No hay cuidado. Si aparece alguno sacaré el san Jorge que llevo dentro. Mataré al dragón por ti.
La joven no pudo seguir manteniendo la hosquedad y se echó a reír de buena gana. Ese hombre era incorregible. No recordaba a nadie que tuviera tanta seguridad en sí mismo y al tiempo un carácter tan apacible y bienhumorado. Era un raro espécimen masculino.
Bruno, por su parte, quería ser quien hiciera desaparecer la tensión del rostro de su dama. Durante el paseo se había mostrado relajada, con un alegre desenfado que le había emocionado. Pero al regreso había vuelto a aparecer la crispación en su rostro. Sin duda, Cristina llevaba una pesada carga sobre sus jóvenes hombros, sostenida solo por su espíritu indomable. Por lo que iba viendo, mucho se temía que las preocupaciones económicas centraran parte de su vida diaria. Trabajaba sin parar tratando de mantener aquel caserón. Y ahora se daba cuenta de que el nuevo hotel sería un mazazo para ella. No le quedaba más remedio que buscar una solución para tratar de no perjudicarla. Y aún no la había encontrado.
En su interior habían brotado sentimientos desconocidos hasta ahora. De protección, cuidado, entrega. Todos ellos dirigidos hacia esa mujer, por la que se veía embrujado sin remedio. Él, en cierto modo, siempre había actuado de forma un tanto despreocupada en cuanto al afecto. Nunca había tenido que proteger a nadie. Daba por seguro el cariño que recibía de los suyos, de su familia y sus amigos. En el sentido afectivo eran ellos los que cuidaban de él, aunque él los amparase en otros terrenos. Pero en este caso no estaba muy seguro de saber lo que le pasaba. Ni siquiera de si estaba a gusto con esas sensaciones tan nuevas.
Intentó convencerse de que aquello no se debía a la atracción sexual, sino al hombre de negocios que llevaba dentro. Sin duda intuía que una asociación entre ambos podría resultar beneficiosa para el negocio hostelero. Claro que no imaginaba cómo rayos iba a llevarla a cabo. En cuanto ella se enterase de quién era, lo echaría de su casa a patadas. Seguro que enviaba tras él a toda una jauría de perros. Estaba claro que tenían que hablar, y cuanto antes, mejor… Pero no ahora mismo, se dijo. Necesitaba esos momentos de paz. Y sobre todo necesitaba que ella confiara en él lo suficiente.
«Mañana. Mañana le confesaré la verdad durante el paseo, sin testigos inoportunos que nos puedan interrumpir».
Lo cierto es que le hubiera gustado tener cerca a su hermana. Ella encontraba siempre la palabra justa, sin molestar a nadie. Él, a la hora de hacer negocios, era demasiado directo. Pero al día siguiente, en la paz de la naturaleza, elegiría con cuidado cada una de las palabras que salieran de su boca.
Y ahora ahí estaban, en esa fría mañana, cabalgando en silencio hacia la Balsa de Pulguer. A pesar de la oposición inicial de la joven hotelera. Abrigados como si fueran a cruzar los Alpes.
Al final, entre bromas y veras, Bruno se había salido con la suya. Cristina sospechaba, y la idea no le gustaba nada de nada, que a ese hombre le costaría poco convencerla de cualquier cosa.
Habían llegado a un acuerdo en el precio. Ella estaba incómoda por el trato, y no había aceptado cobrarle como si llevara un grupo. Y él, impresionado por su generosidad, había logrado que aceptara una cantidad razonable que al menos la resarciera en parte del tiempo que le iba a dedicar.
Tal como le había anunciado, al cabo de un buen rato entraron en el camino de tierra, con ella siempre en cabeza, lo cual le gustaba: así podía observarla a sus anchas. Apreciaba su estilo elegante de montar, con la espalda recta, pero con una actitud flexible, propia de la persona que está familiarizada con la equitación.
Cristina, por su parte, volvía la cabeza de vez en cuando para ver si tenía alguna dificultad en el camino. Estaba algo preocupada por el caballo que montaba, pero se daba cuenta de que su acompañante no tenía la más mínima dificultad en dominarlo. Se mantenía firme en aquel inquieto animal, tan soberbio como el jinete que le sujetaba las riendas. Estaba claro que Bruno era un hombre acostumbrado a cabalgar, a marchar al aire libre y al deporte en general, como denotaban su piel morena y su cuerpo musculoso.
¿A qué se dedicará?, se preguntó. Y se respondió a sí misma casi de inmediato: a algo en lo que esté al mando.
Bruno López podía llevar a engaño. Bajo su alegría natural, su espontaneidad, sus frecuentes risas, su comedido modo de hablar, suave, persuasivo, un tanto perezoso, se escondía una gran fuerza de carácter. Ella lo notaba en la viveza de su mirada, en el gesto inteligente, en la ironía con la que se plegaba a sus deseos. Lo sabía por experiencia, solo un hombre muy seguro de sí mismo era capaz de acatar con tanta facilidad y sin descomponerse las órdenes de una mujer. Pero sobre todo se apreciaba en la dureza de sus rasgos. No había blandura posible en aquellos pómulos marcados, ni en la mandíbula adornada con aquella barba estudiadamente descuidada, de poeta decimonónico. Y aunque lograba controlarse, a la mujer le constaba que le gustaba mandar más que obedecer. Y eso le resultaba gracioso. Estaba segura de que Bruno López además sabía utilizar todos los medios a su alcance para conseguir sus objetivos: el diálogo, la negociación, la búsqueda de fórmulas conciliadoras… Además de la autoridad pura y dura, que saldría a relucir llegado el caso.
Cabalgaron un par de horas más. Cristina hizo un gesto con la mano para indicar a su acompañante que era el momento de hacer un descanso. Aún quedaba un largo trecho.
Nada más apearse, sujetaron los caballos. Cristina sacó unas galletas de su alforja y se las ofreció.
Bruno cogió una con cierta avidez, y la cara de deleite que puso al probarla, con los ojos cerrados, como si entrase en un éxtasis místico, hizo que la joven soltara una fuerte carcajada. Él abrió sus ojos oscuros y le regaló una de las sonrisas más pícaras que la joven había visto en su vida.
—No soy muy aficionado al dulce, pero creo que estas pastitas amenazan con convertirme en un adicto. ¿Las haces tú?
Cristina volvió a reír, asintiendo. Sabía que era sincero, que le gustaban las pastas, pero que también lo había dicho para romper el silencio algo hosco que desde su partida se había instalado entre ellos.
—Bueno, las hacemos Amparo y yo. Unas veces una y otras otra. Son galletas de nata. Receta de mi abuela Julia. ¿De veras crees que te puedes enganchar al dulce? Ten cuidado, los golosos formamos un club muy nutrido. No sé si habrá vacantes, somos muchos los que pertenecemos a él.
—Más a mi favor, un nuevo miembro apenas se notará. Además este nuevo miembro no piensa comer ningún dulce que no haya sido hecho por ti.
—¿Me estás adulando? No te cuadra, más bien te pega lo contrario.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Pues… que creo que aparentas ser de una manera pero que en realidad eres de otra muy distinta. Hasta… diría yo… en fin…
—Vaya, piensas que tengo dos caras, ¿no? Venga, venga, no te cortes, dímelo. Si me vas a insultar, hazlo cuanto antes.
—No te insulto. Ni digo que tengas doblez alguna, no es eso. Solo digo que aparentas ser una persona de temperamento blando y acomodaticio, y que no lo eres en absoluto. Creo que en el fondo eres un mandón.
—¿Quién, yo? De ninguna manera. Hasta ahora no tendrás queja. He cumplido todas tus órdenes sin rechistar. Y lo cierto es, señora marquesa, que no has parado de darme órdenes desde que llegué a tu hotel.
—¿«Señora marquesa»? ¿Eso te parezco? —Ahora pareció un tanto molesta, frunciendo el ceño ante la sonrisa cada vez más irónica de Bruno—. Yo nunca doy órdenes. No sé hacerlo. Trato de convencer con argumentos lógicos, nada más. Sin embargo, tu excesivamente fácil aceptación de las cosas resulta muy sospechosa. Tengo la impresión de que tú sí eres una persona acostumbrada a dirigir y gobernar la vida de otros. ¿Me equivoco?
—En mi trabajo no tengo más remedio que asumir el papel del malo de la película. Alguien tiene que hacerlo y me ha tocado a mí. ¡Qué se le va a hacer! —hablaba entre risas, abriendo los brazos en actitud cordial—. Pero eso no quiere decir que me guste.
—Claro, no te gusta. Tú prefieres obedecer, ¿no?
Levantó las cejas al detectar la ironía de sus palabras.
Pero Cristina no fue capaz de formular la pregunta que más deseaba hacer: «¿En qué trabajas?». Él no daba pie a preguntar y hablar de ello. Bruno era en apariencia abierto, amable, simpático, pero no dejaba ni un resquicio para penetrar en su interior, para indagar acerca de su vida. Y además ella era partidaria del vive y deja vivir. Odiaba parecer una chismosa. A esas horas su amiga Mari Cruz ya habría descubierto, con la mayor naturalidad del mundo, el color del pijama con el que dormía.
Y tampoco tenían tanta confianza. Apenas veinticuatro horas antes desconocían sus respectivas existencias. Había atracción, claro ¡toda la del mundo!, era una estupidez negarlo. Al fin y al cabo eran dos personas jóvenes, sanas, y por lo tanto el deseo sexual fluía entre ellos con naturalidad. Pero también era cierto que ambos mostraban una cierta prevención, un temor a dejarse llevar por sentimientos que después no podrían controlar. Así que los dos guardaban una cortesía distante.
A ella le disgustaba que se inmiscuyeran en su vida y a él parecía sucederle otro tanto. Bruno bromeaba, ironizaba, se mostraba amigable, pero se replegaba cual molusco en su concha cada vez que la conversación intentaba pasar de la superficie.
Elorza contemplaba a la mujer que estaba de pie frente a él, con las mejillas sonrosadas por el aire frío de la mañana y la melena del color del trigo maduro sujeta con una cinta a la espalda. Era una mujer enérgica, vital, preciosa, distinta a todas las que había conocido y con las que había tenido algún que otro lío pasajero. Cristina Olabide lo atraía como nadie lo había hecho. Había momentos en los que tenía que cerrar los puños para no acariciar su rostro o pasar un dedo por esos labios tan hermosos, tan sensuales. Y eso lo inquietaba. Y para remate, su futuro en común tenía las horas contadas. En cuanto se pusiera a dar explicaciones sobre el propósito verdadero del viaje surgiría entre ellos un enfrentamiento feroz.
Se atormentaba por momentos. Se dijo que ese era un buen momento para las confesiones. Estaban solos, a salvo de interrupciones inoportunas. Nadie los iba a perturbar. En aquel paraje solitario ella podría gritar todo lo que quisiera, que solo asustaría a las cornejas. Él, por su parte, pensaba permanecer inmutable, aguantando el chaparrón. Pero al mirarla y ver la sonrisa divertida con que lo contemplaba, optó por dejarlo para el mediodía, cuando estuvieran descansando tras el paseo, relajados con la comida que ella llevaba en sus alforjas.
Llevaba el discurso preparado. Pensaba decirle quién era él y qué hacía allí, cuando estuviera paseando con ella por aquel monte gélido y deshabitado. Le hablaría del principio fundamental que rige la vida del ser humano, y la suya propia: un hombre debe luchar con todas sus fuerzas para ver cumplidos sus sueños, y de cómo surgió el suyo, cuando conoció aquel lugar mágico. Quería hacerle entender que no eran enemigos, pero no estaba seguro de conseguirlo. Todo lo contrario: se temía lo peor. En cuanto la mujer supiera la verdad, sus ojos perderían aquella maravillosa chispa de alegría. Lo acusaría de alta traición. Y se convertirían en enemigos irreconciliables.
«No se creerá que vine a ver de nuevo esta tierra que me tiene encantado. Todo lo achacará a la ambición, la codicia, el negocio puro y duro».
La voz de la joven cortó sus pensamientos.
—¿Seguimos? Si no, el tiempo se nos echará encima.
Él se limitó a asentir. La vio montar con soltura sobre su yegua, y se izó sobre Sombra. Dejó que el animal corcoveara. Sujetó bien las riendas. Mejor ahuyentar de momento aquellos pensamientos. Más adelante buscaría las palabras adecuadas para hacer el menor daño posible.
Avanzaron en silencio la mayor parte del camino. De tanto en tanto ella le llamaba la atención sobre algo. Le señaló los enormes molinos de viento del parque eólico de la Sierra de Moluengo, y un grupo de cigüeñas que aún no habían emigrado. Le explicó que en la cercana ciudad de Alfaro se registraba el mayor número de ejemplares de esas aves de toda Europa. Comentaron el desastre que suponían las enormes aspas para las aves, y cómo el ruido continuo que hacían rompía la armonía de la naturaleza. Él apuntó el desastre ecológico que ocasionaban en el monte las pistas que se abrían para acceder a ellos.
Se detuvieron a comer, a resguardo de una especie de muro natural de roca y floresta.
Mientras Bruno se ocupaba de las monturas, Cristina extendió una manta de lana en el suelo, y con la meticulosidad con la que lo hacía todo fue colocando sobre ella bocadillos, galletas y un termo con café.
Bruno la vio coger un par de galletas y sentarse en un extremo de la manta, bien lejos de él. Parecía tímida. Le daba la sensación de que el momento de confianza que se había creado durante el paseo, fomentado por los comentarios acerca de la descarnada belleza de aquel paisaje, había pasado. Y ahora Cristina Olabide se replegaba sobre sí misma, cerrando cualquier posibilidad de entablar una conversación más o menos íntima. La iba conociendo bien. Con esa actitud pretendía levantar un muro entre los dos, protegerse de la necesidad imperiosa de tocar y ser tocada. Trataba de mantener bajo control el placer que sentía cuando estaban juntos.
Pero él no era hombre que se dejase impresionar por actitudes recatadas.
—¿No crees que deberías empezar por la comida?
—Ya he empezado por la comida —respondió sorprendida.
—Me refiero a la de verdad, no al postre. Ya sabes, primero el bocadillo y después las galletas y el café, como nos han enseñado desde pequeñitos.
—¡Puf! El bocadillo es muy grande. Solo verlo me agobia. Amparo los hace enormes, como si nos fuéramos a perder en el trayecto y necesitáramos alimento para varios días. Con las galletas me apaño de sobra.
—Pues mal hecho, deberías emprenderla con el bocadillo. Hemos practicado mucho ejercicio y hace frío. La comida te ayudará a entrar en calor. Además me parece que no estás como para perder algún kilo por el bosque.
Miró su esbelto cuerpo con falsa discreción y ojos burlones, para confirmar sus palabras. Y la mirada de Bruno pareció traspasar las capas de ropa que llevaba y llegar a su piel desnuda. Una sensación de fuerte calor cubrió de arriba abajo el cuerpo femenino. La pulsión sexual se hizo más intensa, lo que, lejos de relajarla, no hizo sino aumentar su nerviosismo. No pudo evitar sonrojarse y enfadarse un poco. Con ella misma, por permitir que su cuerpo tuviera esas sensaciones incontrolables, y con él, por su descaro.
Ese hombre no tenía el más mínimo reparo en mostrar su interés por la mujer que tenía ante él. Bajó la vista hacia la comida para apartarla de los ojos dorados de Bruno. Hacía mucho tiempo que no sentía la mirada de un hombre puesta en ella, desde la época de Edimburgo, cuando su vida era Stephen. Por aquel entonces ella creyó ser una estudiante más, una chica feliz y despreocupada, enamorada de un hombre encantador, que la había hecho sentirse mujer por primera vez. El día que descubrió la pasta de la que estaba hecho aquel individuo, su idea del amor se desmoronó como un castillo de naipes. Su traición y el consiguiente abandono eran recordatorios constantes de la soledad de su vida.
Bruno se preguntaba qué negros pensamientos cruzaban bajo aquella hermosa frente. Vio la nube de tristeza que empañaba los bellos ojos azules, y se sintió el hombre más ruin del mundo. No solía pensar mucho en los sentimientos de los demás, pues con eso no se hacían buenos negocios; pero allí, en el silencio inconmensurable de la naturaleza, se preguntaba si en la vida de Cristina Olabide no habría demasiada soledad. ¿Cómo era posible que una mujer como ella viviera enclaustrada en aquel pueblo? El lugar era maravilloso, de eso no cabía la menor duda. Pero estaba lleno de personas mayores, y además ella intentaba mantener en pie un caserón, labor para la que necesitaría otras manos y una buena cantidad de dinero. Por primera vez Bruno se preguntó dónde estaría su familia, sus padres, sus hermanos… ¿Estaba sola en el mundo? ¿Era esa soledad la que le daba aquel aire de tristeza que mostraba de vez en cuando?
—¿Dónde está tu familia? —Él mismo se sorprendió por la desenvoltura con la que hizo la inesperada pregunta en voz alta.
Cristina lo miró desconcertada, un poco irritada. Todos sus conocidos sabían que ese era un tema tabú.
—¿Mi familia? ¿Y a qué viene esa pregunta?
—A nada en particular. Simple curiosidad. Veo que vives como Heidi, con esa especie de señorita Rottenmeier que tienes en casa, pero no he visto a nadie más. ¿No tienes hermanos? —«Alguien que te pueda echar una mano», añadió para sí, sin atreverse a hacer el comentario en voz alta.
Ella negó con la cabeza, con un ligero vaivén en el que aún se apreciaba más el desconcierto que originaban sus preguntas.
—Si se entera Amparo de que la llamas así, te corta en rebanadas.
—No me importa que me rebane un poco de aquí o de allá, mientras no corte lo necesario para fabricar mis futuros hijos…
Los dos soltaron una carcajada al mismo tiempo. La tensión se diluyó.
Cristina se quedó un poco ensimismada. Bruno la observó en silencio. Vio la duda reflejada en sus ojos, ahora de un azul aún más profundo. La joven no estaba muy segura de si debía responderle con la verdad.
—Soy hija única —dijo al fin—. Mi familia es muy pequeña. Mis abuelos maternos viven en Biarritz. Son franceses. Los abuelos Olabide murieron hace unos años. Primero el abuelo Andrés, en su despacho, solo. A los pocos meses se me fue la abuela Julia. No pudo resistir estar sin él. Soy el último miembro de la saga familiar, como puedes ver.
Le pareció que había tristeza en el fondo de sus palabras, a pesar del aire desenfadado con que fueron dichas. Pero cayó en la cuenta de que solo hablaba de los abuelos.
—¿Y tus padres?
Pareció quedarse un instante en suspenso, renuente a dar más explicaciones.
—En… Biarritz, también.
No entendía muy bien cómo casaba lo de ser la última Olabide con el hecho de que sus padres vivieran, y que además lo hicieran lejos. Estuvo a punto de renunciar a hacer más preguntas. Pero el deseo de saber pudo más que la prudencia.
—¿No les gusta esto?
—Su negocio y su casa están allí.
—¡Ah, ya! —En realidad, claro, Bruno no entendía aquella actitud.
Decididamente Cristina se mostraba poco comunicativa y Bruno tuvo la sensación de estar sacándole las respuestas con un sacacorchos. Se sintió violento. De alguna manera había introducido el dedo en una herida aún abierta, sangrante, demasiado dolorosa.
Sobre ellos revoloteó un ratonero. Por lo visto, el pajarraco también necesitaba desayunar. Lo siguió con la vista, viéndolo trazar círculos. En cualquier momento descubriría a su inocente presa y caería sobre ella. Se vio a sí mismo como un ave rapaz, abatiéndose sobre la Torre de Olabide, destruyendo de golpe lo que esa mujer tanto se esforzaba en mantener. La voz de ella le hizo volver a la realidad.
—A decir verdad… no son mis padres. A los doce años me escapé de la casa de Biarritz. Me perdí. Era un día terrible de temporal, no veía ni por dónde pisaba… Me refugié tras el seto de un jardín, el de Nathalie y Pierre Gaumont. Ella me descubrió y me cubrió de mimos… y de cacao caliente. —Sonrió con nostalgia al recordar aquel penoso episodio de su niñez—. Me reconfortó como solo una madre sabe hacerlo. Mis… mis loquitos acababan de morir. De pronto me quedé sola. No podía soportar tanto dolor. Para ellos soy la hija que no tuvieron… Y los Gaumont se convirtieron en las personas más importantes de mi vida.
—¿Tus loquitos? —Bruno estaba perplejo.
Por un momento Cristina se quedó indecisa. Le costaba explicar las circunstancias de su vida. Nunca hablaba con desconocidos de ese tema. A lo largo de los años había visto demasiados gestos poco gratos cuando se refería a ello. Y además aún había demasiado desconsuelo en su interior. No es cierta la expresión popular de que el tiempo todo lo cura, como bien sabía ella. El dolor se enquista en el alma. Es difícil erradicarlo para siempre. Pero en las preguntas de Bruno no había morbosidad insana, sino más bien el deseo inocente de conocer detalles de su vida. Estaban hechas en un tono bajo, cargado de delicadeza. Tal vez era el que utilizaba cuando quería conseguir una información útil para él, pero desde luego no parecía el caso.
Por primera vez en su vida, Cristina pensó que podía confiar en un extraño. Horas después, esa misma noche, oyendo pasar las horas una a una, se reprocharía haber desnudado su alma en aquel paraje solitario, yermo, arañado durante siglos por los elementos de la naturaleza. En todo caso ella se había visto impelida a contar esa parte de su historia. A dar una respuesta. A aclarar sus preguntas.
—Llamaba así a mis padres. —Ahora su voz era casi imperceptible—. Mi padre era bastante mayor que mi madre. Se conocieron en casa de unos amigos, se enamoraron al instante, se casaron y se fueron a vivir a Biarritz. Mi madre era francesa. Se divirtieron toda su vida. Todo era motivo de risa para ellos. Salidas, cenas, bailes, alegres noches en el casino. En fin, dos locos enamorados. Supongo que en algún momento calcularon mal y nací yo. Fui un regalo. Una muñeca de juguete que de pronto les había caído como premio de una tómbola. No creo que fueran conscientes de lo que había ocurrido.
Hablaba con despreocupación, como si su nacimiento hubiera sido una broma del destino. Pero Bruno conocía bien a las personas, interpretaba las inflexiones de voz, las palabras no dichas, y sospechaba que Cristina se había fabricado un cuento de hadas para ocultar la cruda realidad de su infancia.
—¿No te querían? —Hizo la pregunta con miedo a romper aquel mágico momento de intimidad creado casi por casualidad. Estaba claro que la joven no hablaba de su familia con cualquiera.
Ella volvió a mirarlo con ojos insondables. Parecía que su pregunta la había devuelto de golpe al presente.
—¡Oh no, no, no era eso! Siento haberte dado una idea equivocada. —Dibujó una gran sonrisa, aunque no se reflejó en su mirada, cosa que captó Bruno—. Claro que me querían. Con locura, como todo lo que ellos hacían. Fui la niña más feliz del mundo. Tuve todo lo que quise.
«Todo lo material», se dijo Bruno.
Cristina guardó un instante de silencio, meditando cómo seguir para no ser malinterpretada.
—Lo que pasa es que no eran conscientes de que tenían una hija. Solo eso. Creo que me ocupaba yo más de cuidarlos a ellos que ellos de cuidarme a mí. Vigilaba por las mañanas para que nadie los molestara. Una doncella me preparaba el desayuno, me llevaba al colegio, me recogía… Al anochecer iba de un vestidor a otro, para ver cómo se arreglaban para su salida nocturna. Mi madre, mientras, me pedía mi parecer sobre el vestido que se iba a poner, o sobre las joyas con las que se iba a adornar. Mi pituitaria aún guarda su aroma. El del perfume Número 5 de Chanel.
—El que se ponía Marilyn Monroe para dormir —bromeó con sonrisa pícara, haciendo con la punta de los dedos el gesto de echarse unas gotas tras la oreja.
—El mismo. Mi padre se lo regalaba en cada aniversario. Después, cuando ya casi estaba arreglada, la dejaba y corría a la habitación de mi padre, siempre tan guapo y elegante con el esmoquin. Le recordaba que no debía olvidarse de la bufanda de seda para el cuello, del pañuelo de bolsillo… A veces pienso que se hacía el olvidadizo a propósito, para que yo se lo recordara. Era un juego entre los dos.
A pesar de la ternura con la que hablaba Cristina, a Bruno le parecía que aquellos «loquitos» eran unas personas egoístas, más preocupadas por pasárselo bien que por su hija. Él estaba acostumbrado a la atención y al amor de su madre, siempre pendiente de la felicidad de los suyos. Y así era por ley natural. Los padres cuidaban de la prole, y no al revés. No, no tuvo una infancia normal, por más que ella lo envolviera en aquel papel dorado del recuerdo.
Se la imaginaba de pequeña, con su melena rubia bien peinada y sus ojos oscuros y profundos llenos de preocupación por los adultos, en aquel ambiente de lujo que describía con tanto entusiasmo. Y la necesidad de tocarla lo asaltó con una fuerza inusitada. Había estado manteniéndola bajo control. Era consciente de que primero debía aclarar la situación que él mismo había creado. Pero en ese momento no le importaba ninguna otra cosa. Solo el impulso de sentirla entre sus brazos.
Se movió hacia el lado donde estaba sentada y pasó su brazo sobre el hombro de la joven, atrayéndola hacia él, hasta apretarla contra su pecho.
Cristina se sintió reconfortada. Inclinó la cabeza sobre el hombro de Bruno. Las manos de él repasaron su cuello con movimientos pausados y relajaron la tensión que había ido acumulando a lo largo de la mañana. Cerró los ojos. Por un instante Cristina olvidó el dolor de la pérdida, la tristeza de su vida, las preocupaciones diarias. Solo importaba él. Y esa nube de placer que parecía envolverla. Deseó más cariño, más contacto. Por primera vez en mucho tiempo su cuerpo despertó del adormecimiento en el que vivía.
—Oye, no quiero darte pena. —Se separó con cierta brusquedad, porque se percató de que le gustaba demasiado estar tan cerca de él—. Te digo que fui la niña más feliz del mundo. Y es la verdad, solo que tuve una infancia diferente a la de los otros niños.
—No lo dudo. Aun así dejarás que te abrace un poco, ¿no? Soy yo el que necesita consuelo.
Cristina rio, arrebujándose de nuevo entre sus brazos.
—No veo sufrimiento alguno en tu rostro. Mucha cara, me parece que eso es lo que tienes tú.
—¿Vivías siempre en Francia?
—Qué va. Solo durante el invierno. Mis padres me traían a pasar el verano a la Torre de Olabide, con los abuelos. Y yo aquí me convertía en una pequeña salvaje. Tenía a mis amigos, los perros, los caballos… ¿Entiendes lo que trato de hacerte ver?, ¿quién ha tenido una infancia como la mía? Mi única preocupación era que debía ser lo bastante precavida para que no me pescaran haciendo alguna trastada.
—No creo que hicieras travesuras. Te imagino como una niña formalita.
Se imaginaba a una niña callada, un poco solitaria, con sus juguetes en el suelo de la enorme galería de poniente de la Torre de Olabide. Tal vez tuviera una amiga que jugara con ella. O dos como mucho.
—Pues, coleguilla, te has equivocado. —Soltó francas carcajadas—. Era una pequeña gamberra. Mari Cruz, mi amiga de toda la vida, y yo no parábamos de dar disgustos a mi abuela, que era una señora de las de antes. Más tiesa que una vara.
—Así que una pequeña salvaje, ¿eh?
—Tú ríete lo que quieras. Pero así era. En el verano nos reuníamos una buena pandilla, chicos de Bilbao, de Madrid, que veraneaban aquí. Salíamos en bicicleta, nos bañábamos en el río, íbamos a las fiestas, y estaba todo el día vestida de cualquier manera. Mi abuela no paraba de regañarme. Yo creo que me comparaba con mi madre, siempre tan elegante y distinguida. Debía de parecerle imposible que una descendiente suya hubiera salido así, tan despreocupada por su aspecto personal. ¿Y tú? ¿Fuiste un niño de ciudad o del campo?
—De ambos. —Rio con ganas. Una expresión de travesura cruzó por sus ojos. Cristina tuvo un atisbo del Bruno niño, sin duda un auténtico pilluelo—. Nací en Bilbao, en la gran ciudad, en Las Arenas, pero no en la zona de los ricos. La familia de mi madre tenía un caserío cerca de Orduña, y allí me tiraba todo el verano. Allí aprendí a montar a pelo y con silla. Yo también me convertía en un salvaje. Después llegaba el invierno y tenía que cambiar.
—¿Ibas al colegio público?
—¡Ni hablar! A un colegio de curas, que a mis padres les costaba pasta, por lo de las actividades extraescolares y eso, ya sabes. Mi madre se empeñó en ello. Decía que sus hijos debían tener la mejor educación. Ella había ido poco a la escuela. Así que no me quedaba más remedio que estudiar como un condenado. Pero al llegar al caserío se me quitaba todo el barniz con el que me habían adornado durante el invierno y me convertía en un auténtico cafre. Me gustaba levantarme muy temprano para ayudar a mi tío a ordeñar, eso sí. A veces, los dos salíamos de caza. Y en el tiempo libre perseguía a las chicas en las fiestas. Después llegaba el invierno, y otra vez a la escuela, a la disciplina, al estudio. Mis padres nunca me exigieron buenas notas, pero se encargaron de dejarme bien claro que el estudio iba a ser mi herencia y la mejor forma de prosperar en la vida.
Cristina lo contemplaba mientras rememoraba su infancia. La manera en que hablaba de su educación indicaba que había tenido que trabajar muy duro para estar donde estaba en esos momentos, donde quiera que fuese, que, a juzgar por su vestimenta y su moto, debía de ser un buen puesto. Pero también le sorprendía la ternura con la que hablaba de su familia.
—¿Tienes hermanos?
Era algo que ella siempre había añorado. Se sentía atraída por las familias numerosas, llenas de niños que podían compartir sus juegos y sus desencuentros.
—Sí, tengo una hermana a la que llevo seis años. Debe de tener la misma edad que tú —aclaró después de contemplarla y hacer un rápido cálculo de su edad—. Tiene veintinueve años, una niña y un niño.
—Tú tampoco tuviste hermanos para jugar, ¡qué pena!
—No, pero tuve muchos amigos. Y al nacer mi hermana recibí el mejor regalo de mi vida, aunque cuando empezó a crecer hubo muchos momentos en los que cambié de opinión. En una época se convirtió en una niña fastidiosa que me seguía a todas partes. No me dejaba ni un momento de tranquilidad. En cuanto me descuidaba, allí estaba, interrumpiendo mi estudio y mis juegos con Simón.
—¿Simón?
—Éramos vecinos, puerta con puerta. Era mi mejor amigo, mi hermano y, ahora, mi cuñado. Después de protestar toda la vida por la pesadez de mi hermana y la suerte que tenía de tener solo hermanos, a los que además les lleva unos años de diferencia, va, se enamora de mi hermana, se casa y se dedica a tener hijos con ella. Patético.
Las carcajadas de Cristina ante el humor con el que había hecho el análisis de la relación con su amigo, por quien parecía tener tanto cariño, llenaron el bosque. Bruno la contemplaba sorprendido. Pensaba en ella. Le parecía una persona seria, de esas que no dejan traslucir sus sentimientos, amable pero lejana.
Había comenzado a llamarla de broma «señora marquesa» por ese aire distinguido que emanaba de ella, por la elegancia de sus movimientos, pero sobre todo por la amabilidad algo distante con la que se dirigía a los huéspedes de su hotelito rural. Aunque había notado el trato distinto que otorgaba a la gente con la que trabajaba. Cuando hablaba con ella, se convertía en una persona abierta, en extremo cariñosa. Notó que ahora de nuevo se retraía, y se preguntó si esa reserva ante los extraños, si ese dolor oculto que parecía guardar para sí Cristina Olabide, se debería a los mazazos que le había dado la vida o a una actitud altiva presente en la sangre noble de los antepasados que corría por sus venas. No era una pusilánime, sino una mujer de personalidad atractiva, con empuje, a juzgar por cómo había logrado sacar rentabilidad a su herencia, impidiendo que se convirtiera en un montón de piedras. Al contemplarla, se le ocurrió que le gustaría indagar en las profundidades de esa hermosa mujer. Pero no había tiempo. Y cuando descubriera la verdad se alejaría de él y pondría entre ellos la distancia que separa dos continentes.
Se armó de valor.
«Bien, Bruno —se dijo a sí mismo—, este es un momento tan bueno como cualquiera para decir la verdad. Otro mejor no habrá. Se lo explicaré con calma y lo entenderá, no tendrá por qué romperse este tierno lazo que se ha creado entre los dos. Yo lo mantendré bien sujeto, al menos por uno de sus extremos».
Justo en el momento en que abría la boca para iniciar su discurso, ella se separó de su abrazo y se levantó de la manta.
Cristina estaba desconcertada. Se preguntaba qué le pasaría a Bruno. Estaban hablando tan tranquilos y relajados, compartiendo confidencias, que al menos ella no era muy dada a compartir con nadie, llenos de alegría, y de pronto… ¡paf!, algo le hacía caer en una extraña introspección que rompía el encanto y endurecía sus rasgos.
Bruno se quedó mudo, observando su deambular, escuchando el suave murmullo de la hierba reseca pisada por la joven. Siguió con la mirada su paseo hasta una encina vieja, único árbol que se erguía en medio de los campos, con el tronco desgajado, retorcido por la acción del viento y de los elementos. Observó con envidia cómo pasaba las manos por la rugosa corteza, acariciando la cara que daba al norte.
—Me gustan las encinas. Son señoronas de gran personalidad. Achaparradas, duras, capaces de soportar todo lo que les caiga. Pero si tengo que elegir, prefiero esos árboles grandes que hay en Biarritz, con grandes copas y el tronco lleno de líquenes. Yo los llamo el cabello del árbol, ¿sabes? Les hace parecer seres viejos y sabios.
Sus ojos se encontraron y se contemplaron largo tiempo, sin que ninguno de los dos se atreviera a ser el primero en romper el silencio.
Bruno cerró los puños para evitar levantarse y estrecharla impulsivamente entre sus brazos.
Tenía ante sí a una nueva Cristina. Una mujer sensible, de expresión serena e insondables ojos oscuros, que se sentía plena en la quietud de la naturaleza. Pensó de nuevo si habría sido una niña feliz, como ella aseguraba, o si habría carecido de infancia. Había sido criada por unos adultos más preocupados por sus diversiones que por el cuidado y atención a su hija. Y lo más probable era que la llegada de la muerte, truncando la vida de sus seres amados, la hubiera hecho crecer y madurar de repente. Contra lo que pensaba un momento antes, en ese instante nada podría obligarle a decir a esa criatura maravillosa quién era él y por qué extrañas circunstancias de la vida estaba allí. No, era mejor no quebrar ese instante de felicidad que parecía embargarla.
—Ven aquí, a mi lado.
Cristina le obedeció. Se sentó frente a él, al estilo indio, con las piernas dobladas.
Le impresionó la emoción latente en su voz, en sus palabras. Bruno había salido del refugio de su hosco silencio y volvía a ser el de antes. Y a ella, ¡maldita fuera su estampa!, le gustaba más este individuo vital, cariñoso, divertido. Le hacía ser consciente de su feminidad, de la atracción que había entre ellos, de sus necesidades de mujer. Vibraba cuando lo tenía cerca. Llevaba una existencia solitaria, y se repetía una y otra vez que no necesitaba a nadie, pero en el fondo sabía que se engañaba. Daría lo que fuera por gozar de su amistad. Tener en él al compañero fiel, ese ser a quien abrir el corazón, a quien desgranar sus deseos más íntimos, a quien consultar en las pequeñas cuestiones de la vida diaria. Tenía la sensación de que si tuvieran la oportunidad de estar juntos, él la entendería mejor que nadie. Pero se había acostumbrado a esperar poco de la vida.
Bruno tiró de ella hasta que sus rodillas chocaron. Quería borrar con besos el rictus de preocupación que nublaba el brillo de sus ojos, hacerla gemir de gozo hasta que solo pensara en él. Sin embargo se limitó a pasar las yemas de los dedos por sus mejillas, a delinear sus labios, a dibujar el contorno de sus ojos. La espera le producía aún más placer. Le colocaba en una suerte de estado de anticipación de la gloria, en el que cada centímetro de su piel se volvía sensible, en el que todo su cuerpo era presa de una deliciosa excitación.
—Sabes que estoy loco por ti, ¿verdad?
—No, no lo sé. Cómo quieres que lo sepa —susurró la joven—, si nos acabamos de conocer.
—Eso no importa. El tiempo no cuenta. No puedo apartarte de mi cabeza.
—Bueno, tú también me gustas bastante, no creas.
—¡Bastante! ¿Solo bastante? —Exageró el tono, siguiendo la broma de Cristina, que se echó a reír, encantada con aquella salida teatral.
Y él la quería así, risueña. Tiró de sus brazos hasta casi hacerla caer sobre él, hasta tenerla lo bastante cerca como para relamerse de gusto ante el festín que pensaba darse. Posó sus labios sobre los de ella, con delicadeza, deteniéndose y saboreando la suavidad de su piel.
Una sensación de gozo infinito sacudió a Cristina.
Se separó de él, acunó el rostro de Bruno entre sus manos y profundizó en sus ojos. Vio en ellos avidez, una necesidad imperiosa de poseerla, la misma que ella tenía de poseerlo a él. Esta vez fue ella la que acercó su boca a la del joven, y fue deslizándola a la largo del mentón, hasta rozar el lóbulo de su oreja con la punta de la lengua.
Un gemido se escapó del interior de Bruno. Esa mujer le había vuelto loco desde el mismo instante en que la conoció. El tiempo transcurrido, en realidad unas horas, no había hecho más que avivar la pasión.
El corazón de Cristina bailó en su interior. Se sintió poderosa.
Bruno la tomó entre sus brazos. Asaltó sus labios en un beso febril, duro, tormentoso. Ella abrió su boca para recibirlo. Las lenguas retozaron, juguetearon, se enlazaron con el frenesí propio del miedo a perderse y no volver a encontrarse jamás. Un ronco murmullo se escapó de los labios de Cristina. Él lo absorbió con el placer del sediento. Fue recostándose sin querer soltarla de sus brazos. La manta los acogió, cálida. Se dio la vuelta para ponerla debajo de sí y se tumbó sobre ella. Volvió a saborear su boca. Le abrió el anorak y le subió a un tiempo el jersey y la camiseta de algodón, hasta casi enroscarlo en su cuello. Se quedó extasiado ante la contemplación de los senos, pequeños, redondos, con la protuberancia de los maravillosos pezones, endurecidos por el frío y el deseo. Fue repasando el borde del sujetador con un dedo.
La mujer se arqueó buscando todo el placer que él pudiera darle.
Bruno se inclinó, chupó y lamió los gruesos pezones por encima del encaje. Percibió, excitado, la desesperación de ella. Encajó su masculinidad entre las piernas de Cristina y empujó con suavidad. El leve gritito le indicó que estaba preparada, con tanta necesidad como él. Daría lo que fuera por tomarla allí mismo, pero no era el lugar adecuado. El frío se había hecho más intenso y no pensaba someterla a esa dura prueba. Aunque tuviera que gemir de dolor y deseo el resto de la tarde.
Pero Cristina tenía ideas propias. Introdujo la mano por debajo del grueso suéter de Bruno. Recorrió la piel caliente con los dedos, buscó las tetillas y tomó un pezón entre sus dedos, estirando con suavidad. Buscó el otro, lo rodeó y trazó círculos a su alrededor. El espasmo de placer de Bruno la hizo sonreír. El pene empujaba con fuerza contra su vientre. Se daba cuenta de que el hombre intentaba contenerse por todos los medios, pero ambos habían llegado a un estado de excitación difícil de soportar. Bajó la mano, acariciando con suavidad el vientre liso con la yema de los dedos, y siguió descendiendo, adelante en su exploración. Quiso más. Lo quería todo. Nada iba a detenerla, ni siquiera esa reticencia inicial de Bruno. Soltó el primer botón y bajó un poco la cremallera. Ahora tenía el paso franco. Se entretuvo jugueteando con la mata de pelo, algo áspera, del pubis, tan próxima a un miembro ya enhiesto. Lo tomó con delicadeza y lo repasó de arriba abajo, apreciando su dureza con los dedos.
Él retuvo el aire. Quería portarse bien. No desnudarla en aquel gélido despoblado, pero Cristina no se lo estaba poniendo fácil. Casi no podía hablar, solo murmuraba.
—Estás jugando con fuego… lo sabes, ¿verdad?
—¡Hum, me encanta el fuego! —Cristina tenía el rostro enrojecido de placer, pegado al pecho de ese hombre que la volvía loca.
Lo quería todo. Y lo quería ya. No le interesaba pensar en las consecuencias, ni siquiera en que Bruno era un huésped de su hotel. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan atraída por un hombre, con esa necesidad vital de entregarse a alguien, y de recibir todo lo que pudiera darle. Sería un encuentro de puro placer, sexo sin complicaciones. Él desaparecería a la misma velocidad con la que había entrado en su vida. No lo volvería a ver. Pero en ese momento estaba allí y la atracción entre ellos era demasiado poderosa. Lo había sido desde el primer momento en el que se encontraron. Era hora de que disfrutaran el uno del otro.
Bruno la apartó con delicadeza, se puso en pie, se descalzó y se bajó de golpe el pantalón y los calzoncillos. Sacudió los vaqueros, que había puesto boca abajo, hasta que cayó en sus manos un preservativo, y se lo puso con destreza, sin dejar de mirarla. Ella, tumbada en el suelo con la dejadez de las huríes, observaba con lascivia todos sus movimientos. Así, con aquella formidable erección, parecía el dios Pan a punto de fornicar con una ninfa. El cuerpo de Bruno era digno de admiración. Y estaba preparado para ella.
De pronto, el dios se inclinó sobre la manta y le quitó las botas de montar con un apremio que la hizo reír. Ella lo ayudó con sus pies y ambas salieron disparadas. Bruno se arrodilló a su lado, y con una calma desesperante, le fue bajando el pantalón y las braguitas. Sintió el frescor en su piel, lo que lejos de contenerla avivó su ansia sexual. Bruno se tumbó sobre ella y con una mano tiró de la punta de la manta para que los envolviera su calor.
La contempló durante un tiempo que a ella le pareció infinito. En sus ojos había una pregunta muda. Ella la entendió y afirmó con un gesto. Habían llegado hasta allí y no habría marcha atrás.
Bruno jugueteó con su sexo, acarició con delicadeza una y otra vez el clítoris con una parsimonia tal que a ella se le enervó la piel. Jadeó. Izó las caderas. Necesitaba más, y más deprisa, pero él no pareció hacerle caso. Introdujo un dedo y después otro, sin dejar de masajear la protuberancia sensibilizada, ardiente. La notó húmeda, preparada, al borde de alcanzar el punto de no retorno. Se detuvo. No quería que se corriera antes de que él pudiera estar en su interior. Necesitaba sentirla de lleno esa primera vez. Era así de egoísta. Ella desataba en él toda la pasión del mundo. Cristina soltó un gemido y movió más y más las caderas para salir a su encuentro. La penetró de un solo golpe e inició un delicado vaivén, lento, pausado, como si marcara con sus armoniosas embestidas el ritmo de un adagio. Ella experimentaba convulsiones con el dulce anhelo del deseo. No se esperaba tanto placer. Elevó las piernas y las enroscó en torno a la cintura del hombre, facilitándole el acceso a su intimidad encendida. Bruno intensificó el ritmo de la cópula. Apenas podía aguantar el deseo que se acumulaba en la entrepierna. Sentía un placer tan grande que resultaba casi doloroso.
Jamás había recibido tanto de ninguna mujer. Cristina se entregaba por completo, dándole lo mejor de sí misma en ese instante de comunión total. El deseo aniquiló cualquier pensamiento consciente. Cada latido de su corazón, cada empuje con el que penetraba más en ella, llevaba impreso el agradecimiento a su generosidad. Y cuando llegaron al instante supremo y la sintió deshacerse, húmeda, entre sus brazos, supo sin lugar a dudas que la piel de ella se había grabado para siempre a fuego en la suya.
Permanecieron abrazados un buen rato, tratando de calmar sus respiraciones agitadas, adormilados al calor de la manta, envueltos en una dulce galbana. La tarde llegaba su fin. La oscuridad iba cerrando el paisaje. Cristina volvió a recorrer el rostro del hombre, acariciándolo. Quería que las yemas de sus dedos grabaran cada uno de sus rasgos para no olvidarlos jamás. No quería pensar en el mañana, aunque sabía que ya estaba allí.
—Será mejor que regresemos.
La voz de Bruno la devolvió a la realidad. Le pareció que sonaba algo brusca, pero no quiso darle importancia. Nada destruiría ese instante de éxtasis que habían compartido.
Bruno se reprendió por su cobardía. Había pasado el momento de esa felicidad y ahora la realidad cruda se le venía encima con la fuerza de un vendaval. Era un jarro de agua helada que anquilosaba sus miembros, sus sentidos. Había cometido la mayor traición que un hombre puede hacer a una mujer y eso le dolía en el alma. No quería romper ese sutil lazo que se había creado entre ellos, pero en cuanto Cristina se enterase de quién era él, nada ni nadie lograría salvarlo.
«Esta noche. Esta noche se lo confesaré todo. Le diré quién soy y a qué he venido. Le suplicaré que me perdone».
Sabía que nunca hay que dejar las cosas importantes para después. Era consciente de que el destino suele jugar malas pasadas. No permite que nada suceda como se planifica. Pero por primera vez en su vida Bruno quiso que decidiera el azar en su nombre. Porque en el fondo soñaba con que alguna fuerza superior le liberara, con que ocurriese algún milagro. Temía el momento de contemplar el vacío en la mirada de esa mujer capaz de llevarlo a las más altas cotas de placer que un hombre pudiese desear.
—Será mejor que regresemos —repitió, pero esta vez su voz sonó llena de ternura. Y de un inmenso dolor.