CAPÍTULO
2

Esta mujer me ha dejado sin aire. Pero… ¡seré burro! —Dio una patada llena de rabia a una piedra—. ¡Si ni siquiera sé su nombre!

La imagen de la joven estaba grabada a fuego en su pensamiento. Añoraba ya su sonrisa esquiva; la profundidad de su mirada, envuelta en un terciopelo azul como la noche. Por un instante sopesó la idea de dejar tirada la BMW. Podía regresar a buscarla más tarde. Le había gustado tanto el ligero coqueteo. La charla amigable, tan natural. O podía buscar una disculpa. El deseo de seguir jugando con los perros, por ejemplo. A él siempre le habían gustado, aunque jamás tuvo ninguno. Su madre no se lo hubiera permitido en el pisito en el que había transcurrido su infancia.

Desechó la idea. «Un hombre no debe correr detrás de unas faldas», sentenciaría su padre. El destino actuaba con justicia. Volvería a unirlos. Casi soltó una carcajada. No estaba mal la idea para un incrédulo como él. Ahora estaba seguro de que los hechos tan extraños vividos desde la madrugada no eran más que el preludio de su encuentro con ella. Puso en marcha el motor de la moto. Sintió un escalofrío de placer en la espalda al oír su rugido. Recorrió con calma la corta distancia que le separaba de la Torre de Olabide, recordando la primera impresión que le causó el pueblo. Un lugar bello en el que empezaba a notarse la decadencia económica. La en otro tiempo potente industria del alabastro empezaba a hundirse ante la fuerte competencia china.

Se detuvo ante el alto portalón de entrada, se apeó y se entretuvo observando el caserón en el que se iba a hospedar.

Era la típica casa señorial de la zona. Tenía balconadas de forja, con maceteros de barro cocido, algo deteriorados, llenos de flores. Adosada a ella estaba una rechoncha torre medieval fortificada. Conservaba en perfecto estado el arco de medio punto de la puerta de entrada, con el escudo encima de la clave. Unas pequeñas troneras aparecían salteadas aquí y allá. Los distintos aparejos, rústico el del torreón, de sillería y ladrillo visto el de la mansión, podrían haber dado como resultado una construcción estrambótica, pero su simbiosis era tan perfecta que no se podría imaginar la una sin la otra.

De ahí que el nombre Casa-Torre de Olabide no llevara a equívocos, meditó Bruno. Junto al arco de entrada, un cartel de madera rezaba «Taller de artesanía». No imaginaba a qué tipo de trabajo artesano podía referirse. Debajo, otro avisaba de la prohibición de subir a la torre sin permiso de sus propietarios.

Desde lo alto la vista del paisaje sería impresionante. Lo pasó por alto, no estaba allí para hacer turismo. Iba a aprovechar su estancia para solucionar algunos asuntos con la señora Olabide. No era cuestión de olvidarlo, a él no le gustaba dejar cabos sueltos. Pero antes era prioritario conseguir un sitio para dormir. A juzgar por el deterioro de las maderas de exterior, allí no le esperaba nada confortable.

Con la resignación marcada en el rostro y pensando que en plazas peores había toreado, se acercó y llamó al timbre. Una mujer mayor de rostro enjuto le abrió la puerta y le permitió el paso.

—Buenos días —le saludó con sequedad.

—Necesito una habitación para un par de días o tres. ¿Es posible?

—Lo es. Hasta el fin de semana hay sitio. El viernes cambia la cosa, esto se llena. —La anciana se guardaba mucho de aligerar la conversación con una expresión amable—. Vienen a montar a caballo.

Hablaba con un cierto aire de incomprensión, como si pensara que la gente no tenía nada mejor que hacer.

—A mí también me gusta montar…

—Pues por eso no se apure, aquí tiene donde elegir.

—¿Dan comidas o hay que ir al pueblo?

—Se come y se cena, pero hay que avisar. —Seguía sin dejar el tono seco.

—Suelo hacer las dos cosas. —Ante la mirada de extrañeza de la buena señora, Bruno aclaró—: Comer y cenar. Tengo esa buena costumbre. —Cuando hay alguien que me pone delante la comida, pensó para sí.

La mujer ni siquiera hizo una mueca ante la tímida broma.

—Si no va a venir, dígalo con tiempo. No me gusta tirar la comida.

Era una nujer desabrida, desde luego. Bruno se dijo que más le valía avisar, so pena de ser pasado a cuchillo por aquella mujer. No era de las que admitían bromas.

Mientras le tomaba los datos, él se dedicó a observar el interior. Toda una sorpresa.

El suelo de piedra del zaguán aparecía cubierto por gruesas alfombras rústicas algo desgastadas por el uso. Estaba decorado con muebles antiguos de aire popular, de formas recias y austeras. Unas tinajas de cobre llenas de ramajes y grandes flores de hortensias secas se agrupaban en una esquina, potenciando más las amplias proporciones del espacio. Colgados de las paredes, una serie de retratos. Ellas, con rostros delicados y aspecto de beatas. Ellos, con caras enrojecidas, anchas y gruesas, propias de la aristocracia rural bebedora, bien alimentada. Son los Olabide, se dijo Bruno. Parecían un muestrario de las distintas épocas del vestir.

De un extremo partía una escalera ancha con peldaños de adobe, bien encerados, con balaustre de madera tallada que expelía olor a cera virgen. El cuidado y pulcritud de la decoración hablaban de un espacio mimado por sus dueños. Le gustó la calidez del ambiente. Y pensó que podría pasar allí tranquilamente el resto de su existencia.

Bruno Elorza amaba la arquitectura. Amaba cada una de las fases de la construcción. Y ese amor se lo había inculcado su padre, mostrándole con mimo y paciencia cada uno de los pasos que culminaban en la obra bien hecha.

Ramiro López le había enseñado a mezclar piedra, arena y agua hasta conseguir la proporción ideal para hacer cemento, a levantar paredes de ladrillo, a colocar las tejas al estilo romano… Sí, su padre había mostrado cada uno de los pasos, por eso Construcciones Elorza e Hijos funcionaba. Él, Bruno López Elorza, no era un ejecutivo ni un empresario al uso, ansioso de enriquecerse a toda costa, sino un trabajador que conocía cada uno de los clavos, de los ladrillos, de los sacos de cemento necesarios para levantar cualquiera de las construcciones que ponía en marcha. Era un hombre al que no le importaba quitarse sus costosas americanas o sus cazadoras de ante para colocarse un mono y empezar a trabajar, capaz de dejar a un lado sus zapatos italianos para calzarse las botas de faena y entrar en el barro, el polvo y el agua de una obra. Por eso, como conocía bien los entresijos de una construcción, apreciaba el esmero de los propietarios en la conservación de aquel antiguo zaguán.

La mujer le tendió una llave y le condujo escaleras arriba. Abrió una puerta y se apartó para cederle el paso.

—Esta es una habitación bastante masculina, le irá bien.

Bruno se limitó a asentir.

La habitación era espaciosa, decorada de forma austera, con el buen gusto que caracterizaba al resto de la vivienda. Pero el concepto que aquella mujer tenía de lo «masculino» no se ajustaba al suyo. Tanto la funda blanca del edredón y las almohadas de hilo como las cortinas de lino estaban rematadas con anchas labores de ganchillo. Se dijo que no le importaba, que podía aceptarlo. En su familia eran dos hombres y dos mujeres, y su padre y él siempre habían estado en clara desventaja frente a las féminas.

—Espero que disfrute de su estancia entre nosotros. Me llamo Amparo. Si necesita alguna cosa no tiene más que decírmelo. Dentro de un momento le subirán un ligero refrigerio. —Por fin en su boca se dibujó un conato de sonrisa y a él le divirtió pensar que las mejillas de la vieja reseca no se habían resquebrajado—. ¡Ah!, se me olvidaba, en la mesilla tiene una tarjeta con los horarios de las comidas.

Y con un gesto de saludo salió de la estancia.

Bruno pensaba ahora, frente a la aprensión inicial, que no había podido caer en mejor lugar, tan agradable y cuidado. Y la mujer, a fin de cuentas, había resultado ser muy atenta. Debía de ser la encargada, porque le habían dicho que la propietaria era joven.

Justo cuando empezaba a desabrocharse el traje de motorista, una discreta llamada a la puerta le detuvo. Una muchachita le traía una encantadora bandeja con fruta fresca, café y un cestito con galletas caseras que olían a recién hechas. Sus jugos gástricos, adormecidos hasta entonces, se pusieron en funcionamiento. De las tripas le salió un rugido similar al del león de la Metro. Recordó que desde por la mañana muy temprano solo llevaba en el cuerpo una taza de café. En cuanto salió la joven, dejó deslizar el mono de motero hasta la cintura, se instaló en un cómodo sillón junto a una mesa baja y se dedicó a saborear las pastas con los ojos cerrados. Por un instante creyó que había muerto y acababa de entrar en el paraíso.

Pasó el resto del día zanganeando por la zona. Recorrió los terrenos que ya eran de su propiedad, viendo en su imaginación el proyecto ya levantado y terminado. Entró en la taberna e invitó a un vino a los hombres del pueblo, y se dejó invitar por ellos. Charlaron de los temas comunes con los que la gente en los bares pretende arreglar el país y el mundo. El fútbol, la política local, la nacional, la crisis económica… Mientras, fue tomando nota de cuál era el sentir de la gente sobre los temas cotidianos.

Antes de regresar a la Torre de Olabide había establecido una fuerte camaradería con los lugareños, que ya habían adivinado que bajo aquella ropa cara de chico de ciudad se escondía el alma sencilla de un hombre del pueblo. En la mente de todos quedó fijada la imagen que él había querido dar: un trabajador que pensaba pasar tres o cuatro días de vacaciones, en contacto con la naturaleza, alejado del ruido de la ciudad.

Acababan de servir la última ronda, cuando entró un hombre mayor.

Lo recibió con sorna Raúl, el del bar.

—Hombre, Marianito. Tú por aquí a estas horas.

—Pues ya ves.

—¿Ponemos un blanco? Hoy les ha dado a todos estos por el tinto, pero tú…

—Pues ponme lo mismo. No voy a ser distinto.

—Invito yo —apuntó Bruno.

El tal Marianito lo miró de arriba abajo, con extrañeza.

—¿Y tú, hijo, de dónde eres?

—Bruno es de fuera. Uno de ciudad, ¿no lo ves? Para en la torre. Quiere conocer los alrededores. Esta ronda corre por su cuenta.

—Pues no se hable más, no le vamos a hacer un feo —proclamó Marianito, cachazudo—. Otro tinto para mí. Así que en la torre, ¿eh, majo? Pues ahí te pueden señalar buenas rutas. El viejo Olabide recorrió todos los caminos andando o en burro y levantó mapas de todas las zonas. La niña ha sacado copias para los huéspedes.

Bruno se preguntó a quién se referiría el tal Marianito con lo de «la niña», porque la mujer que le había recibido debía de rondar ya los setenta años.

—Y además —continuó sin parar de dar explicaciones— hay bicis para alquilar. Y también organizan marchas a caballo.

—Gracias por la información… Hombre, a lo de la bici no, pero al caballo me apunto.

—Pues a la niña le gusta mucho andar por ahí a caballo. Tiene buenos ejemplares. ¿Ya la has conocido?

—¿A la… niña?

El tono de voz empleado levantó las risas entre los asistentes.

—Pues, claro, ¡a quién si no! Es jovencica. Y guapa. Y mu, mu lista. En mis tiempos, un hombre como usté ya la habría descubierto.

—¡Eh, que no he venido a ligar con nadie! —Rio a carcajadas—. Solo estoy aquí para descansar.

—Pues usté se lo pierde, joven, usté se lo pierde. Porque guapa es mu, pero que mu guapa.

Tras semejante afirmación, Elorza se despidió y abandonó el bar con una sonrisa. De regreso al hotel se preguntaba qué entendería Marianito por mu guapa. Imaginaba a una joven de mejillas sonrosadas y recias formas, con potentes caderas. El tipo de mujer que debía de estar de moda cuando Marianito era joven.

Mermelada de manzana, mermelada de tomate, mermelada de naranja amarga. Así rezaban las bonitas etiquetas de los tarros de cristal. Zumo natural. Lonchas gruesas de pan de pueblo. Queso de oveja. Café en cantidades industriales. Bizcocho y galletas, hechos en casa.

Poca gente en el comedor. Silencio. Como a él le gustaba por la mañana. Y un agradable calorcillo que se desprendía de la chimenea donde ardían un par de gruesos troncos.

A Bruno casi le molestaba el pantalón de pana y el suéter marrón oscuro de cuello vuelto que se había puesto esa mañana. Desde su habitación había visto recortados los perfiles del paisaje sobre un cielo azul claro. Demasiada nitidez. Al abrir la ventana se habían confirmado sus sospechas. Aspiró una bocanada vivificante. Soplaba el cierzo, el aire frío del norte.

Se fijó en los folletos que había sobre una mesita adosada a la pared. Se levantó y cogió un par de ellos. Uno era un mapa plegado de aspecto antiguo que alguien había dibujado a mano. Recordó lo que le había contado el tal Marianito. El otro presentaba una lista de las actividades que organizaban en la casa rural.

A la vista de tanta eficacia sonrió, pensando que no estaría nada mal contratar a esas personas para su futuro hotel. Tenía la total seguridad de que ningún profesional lo haría mejor y con tanta naturalidad.

—¿Más café?

Reconoció al instante la voz femenina, cadenciosa y un poco ronca. Levantó la vista. Se quedó mirando a la mujer, con la boca abierta por la sorpresa.

Era «la niña». Marianito tenía razón. Era mu guapa. Su hada del bosque aparecía en todo su esplendor, vestida con falda oscura hasta media pierna, bordada con coloridos dibujos folk, conjuntada con un suéter largo de lana suave y esponjosa que destacaba los pequeños globos de los senos. Esta vez llevaba suelta la melena ondulada, del color del trigo maduro, veteada de oro, que enmarcaba el perfecto óvalo de la cara. Sus ojos de profundo color azul lo miraban irónicos. Y a él no se le ocurría nada ingenioso que decir.

En realidad se había quedado sin palabras. En menudo lío estaba metido. «La niña» era Cristina Olabide, la joven heredera que no pensaba desprenderse «ni de la tierra que cupiera en un tiesto», se dijo recordando las palabras transmitidas por sus hombres.

Se puso en pie con lentitud.

—Vaya, ¡qué grata sorpresa!

Muy original. A eso se le podía llamar una frase inteligente.

—El mundo es pequeño, Bruno.

—Ni que lo digas. ¿Por qué no me dijiste quién eras?

—¿Debí hacerlo? La gente no va presentándose así como así a cualquier desconocido que le sale al paso. Además solo me enteré al final de nuestro encuentro de que venías a mi casa. Tampoco sabía si te ibas a hospedar aquí. No fuiste muy comunicativo al respecto.

Se estaba riendo de él, y era incapaz de encontrar una respuesta acorde.

—Yo me presenté —afirmó ofendido—, y me fui sin saber tu nombre.

Ella se rio. No parecía tomarse en serio su disgusto.

—¿Y eso te ha mantenido preocupado? Pues lo hago ahora —dijo con desparpajo—. Cristina. Cristina Olabide, la propietaria de este encantador hotelito rural. Creo que debo dejarte para que termines tranquilo el desayuno.

—Siéntate. Podemos compartirlo.

—Me gustaría, no creas, pero será mejor que disfrutes solo de nuestras exquisiteces caseras. Además tengo trabajo. —Señaló con un gesto elegante de su mano el resto del comedor.

Bruno no pudo evitar tomarla del brazo antes de que se diera la vuelta. Ella lo aceptó con naturalidad, pero no permitió que la mantuviera retenida mucho tiempo. Desprendió uno a uno sus dedos con la otra mano. Ambos sintieron al unísono un cosquilleo de placer. Ambos decidieron ocultarlo.

—Déjalos que se apañen solos. Yo necesito más que ellos tu compañía.

—¿Otra vez coqueteando conmigo?

—¿Me crees un seductor? —Bruno hizo la pregunta abriendo mucho los ojos, con falsa incredulidad—. Solo pretendo que descanses un poco. Puedes tomar una taza de este delicioso café mientras me explicas las excursiones que aparecen en este folleto.

—Más tarde tendré un momento para ti, Bruno.

No le quedó más remedio que dejarla marchar. Sintió un extraño vacío en cuanto se alejó. Era peligroso intimar, pero no podía evitar intentarlo, lo atraía demasiado. De ninguna manera debía enterarse de quién era él. Al menos por ahora.

A duras penas logró concentrarse en el desayuno. Sus ojos se iban detrás del sinuoso movimiento de las caderas de la joven, de su elegante caminar, con la espalda recta, como si enseñara un modelo de diseño en la Pasarela Cibeles. Parecía deslizarse por la tarima del comedor. El corazón de Bruno vibraba cada vez que oía las palabras amables dedicadas a sus huéspedes con voz cadenciosa. No pudo evitar sonreír. Ahora prometía fantásticas aventuras a los niños de la familia que se sentaba un poco más allá, en el extremo del comedor. Por lo visto hablaba de una ruta corta a caballo. Procuró prestar atención. Se dijo que no pensaba perdérsela por nada del mundo. A fin de cuentas era un turista más, deseoso de eliminar la tensión del duro trabajo diario. Un desocupado sin nada mejor que hacer. Hasta ese momento nadie lo había relacionado con la empresa Elorza. Mantendría el incógnito. Era partidario de no dar nunca más datos de los necesarios.

Se dirigió a ella en cuanto acabó su desayuno.

—Cristina, ¿he oído algo de caballos, o era un cuento para amenizar el desayuno de los niños?

—Has oído bien. Hay un grupito al que le apetece salir un rato. Vamos a cabalgar hasta Fitero, donde está el balneario, bordeando por La Estanca, una balsa de agua próxima. ¿Te apuntas?

—¡Pues claro que me apunto, mujer! Me encanta montar a caballo. Y más si eres tú quien nos acompaña.

El ímpetu con que habló el hombre provocó la risa de ella. Él, como siempre que la oía, tembló de placer.

—Esta vez sí que iré. El chico que suele acompañar a los turistas no está hoy.

—¡Pues me alegro mucho!

—¿Aunque sea porque está enfermo de gripe?

—Bueno, lo siento por él. De todas maneras la gripe es incómoda, pero nada más. Se curará pronto, seguro. Los caballos y las motos son mis dos grandes pasiones. Si a ello se une el poder cabalgar contigo, ya puedo considerarme el hombre más afortunado del mundo.

Cristina contestó algo que a él le sonó a zalamero, pero no estaba del todo seguro de que lo fuera.

A la chica le atraía Bruno por su espontaneidad y entusiasmo. Y sobre todo le gustaba ese rostro afilado, como de poeta romántico decimonónico. Y los ojos oscuros, analíticos, que la miraban con el interés con el que cualquier hombre sano contempla a la mujer que le interesa. A ella, desde luego, no le parecía mal, siempre que no pretendiera avanzar más. Era su huésped. Y tenía una regla de oro: «No liarse jamás con un cliente».

A pesar de todo, Cristina detectaba en él un cierto aire de la rudeza propia del trabajador manual, del hombre que pasa más horas trabajando con sus manos al aire libre que encerrado en un despacho. Rasgos atrayentes, por otro lado, se dijo. No era exactamente guapo, pero a ella se lo parecía. Como mujer orgullosa de serlo, solía entretenerse con su amiga Mari Cruz, felizmente casada pero no ciega, en contemplar desde lejos al otro sexo. Ambas consideraban que eran un producto de la madre naturaleza bastante interesante, aunque ella no pretendía complicarse la vida con ninguno. También le gustaban los bolsos de Prada o los trajes de Valentino, pero no por eso se llevaba uno a casa cuando lo veía. Eso, ella lo sabía bien, terminaba por salir demasiado caro. Sin embargo, aquel producto de la naturaleza en concreto le preocupaba. Desde que los dos se habían separado en el bosque, ese rostro becqueriano se le pasaba de vez en cuando por la mente, de forma perturbadora.

—¿Quieres acompañarme? Voy al establo.

—Encantado, Cristina. —Feliz, Bruno le cogió las manos.

Los dos se miraron a los ojos. Ella sentía el calor del apuesto huésped. Le gustaba esa sensación cálida en sus manos. Pero poco a poco fue deslizándolas hasta liberarse del todo.

—Venga, vamos.

Sus mejillas se tiñeron de rojo. Se sintió como una adolescente ante el primer chico que la sacaba a bailar en las fiestas del pueblo.

—Antes de continuar, dime, ¿qué tal montas? ¿Es la primera vez que vas a estar ante un caballo o ya sabes de qué va esto de cabalgar?

Bruno la miró con una sonrisa fatua, un poco prepotente.

—La duda ofende. Y te voy a decir un secreto…

Interrumpió la frase y se inclinó hacia su oído. La respiración del hombre, un poco agitada por la risa, le hizo cosquillas a la chica.

—¿Sí? No me digas —susurró ella, siguiendo la broma.

—Como lo oyes, el Llanero Solitario y yo somos la misma persona —aclaró ufano.

Le encantó escuchar la vibrante carcajada de Cristina.

—¿Eres siempre así de chistoso o solo cuando tratas de coquetear conmigo?

—¡Y dale! Pero hay que ver qué mal pensada eres. Esta es mi auténtica personalidad.

—No me estás engañando, ¿verdad? —Cristina lo miraba de soslayo con falsa vergüenza.

—¿Quién, yo? Jamás. —La vocecita interior de su conciencia en la que no creía lo llamó mentiroso. No le hizo caso. Aquello era un flirteo, una broma—. Y ahora en serio. Me gusta montar a caballo y lo hago siempre que tengo oportunidad. En parte por eso estoy aquí. Un amigo me dijo que organizabais salidas. Y para que lo sepas, soy un buen jinete.

Podría parecer una afirmación arrogante, pero la guasa que bailaba en su rostro suavizaba las palabras.

A Cristina le disgustaban de igual manera la arrogancia y los arrogantes. Había tenido la desdicha de encontrarse con ambos en su trabajo al frente del hotel. Gente que se hospedaba en sus habitaciones y que con ello se creía con derecho a poseer una esclava, a ser atendida con todo tipo de lujo a cualquier hora del día o de la noche. A más de uno lo hubiera puesto de patitas en la calle si no fuera porque la habían enseñado a tratar a todo el mundo con exquisita amabilidad, y porque además aportaban el dinero que tanto necesitaba. No podía andarse con remilgos. Necesitaba buena prensa y todo el dinero que pudiera llegar a sus manos.

Pero en Bruno, pese a la apariencia de sus palabras, no había ni un átomo de engreimiento. Era un hombre que actuaba con absoluta naturalidad a pesar de que todo en él indicaba riqueza: ropa selecta, moto cara, las costumbres de las que hablaba, pese a su aire vagamente popular.

No sabía a qué se dedicaba, aunque imaginaba que tendría algún puesto importante en una empresa. Tenía pinta de ganar un buen sueldo. A no ser que viviera de las rentas de alguna herencia.

«No, eso no. Insisto, este hombre está acostumbrado a trabajar. Bajo ese aspecto campechano late un carácter decidido y firme. Y si esto es así, y sin ánimo de ser mezquina, a mí me puede beneficiar —maquinaba haciendo cábalas como en el cuento de La Lechera—. Si se encuentra cómodo puede ser una buena fuente de propaganda para mi hotel».

«Di a todo el mundo que venga», le daban ganas de gritar. Desde el punto de vista económico estaba en el peor momento, casi en la ruina. Los continuos arreglos que necesitaba aquel caserón que su familia había tenido a bien dejarle en herencia la dejaban seca.

¡Su herencia! Al pensar en ella sonrió con una mueca que no pasó inadvertida a su acompañante, aparentemente abstraído en la contemplación del entorno de camino hacia las cuadras.

«Y para colmo de males, a ese maldito empresario que no debe de tener nada mejor que hacer se le ocurre construir un complejo hotelero delante de mis narices. Genial».

Apresuró el paso de manera inconsciente. Apenas se fijaba en el camino, por otro lado tan conocido. Tenía la cabeza puesta en su economía maltrecha. Se preguntaba cuánto más tendría que trabajar para salir a flote. Qué juegos malabares tendría que hacer con el poco dinero que le quedaba. Cómo iba a mantener a la gente que dependía de ella. Amparo, sus empleadas del taller, Marianito, que se ocupaba de mantener el jardín de la manera en que le gustaba a la abuela Julia. Y sobre todo, la parte más importante, cómo mantener en pie el legado que había recibido de sus antepasados. La herencia que tenía que proteger. Había momentos en que se sentía tan agobiada por las preocupaciones que le daban ganas de salir corriendo hasta llegar a algún lugar lejano donde nadie la pudiera alcanzar y del que no tuviera que regresar nunca más.

Claro que la única vez en su vida en que se había alejado de su casa las cosas no salieron como ella había imaginado. Por aquel entonces había creído que también ella podría ser una joven despreocupada como las demás. Y su vida había acabado convertida en un caos.

Movió la cabeza de un lado a otro, intentando ahuyentar los malos recuerdos. El del hombre infame del que creyó estar enamorada y su traición aún despertaban en ella un dolor punzante. No porque todavía siguiera amándolo, sino por el golpe brutal que su orgullo había recibido. Habían pasado ya cinco años desde que abandonara Edimburgo. Allí había quedado aquel mal nacido que repetía incansable que ella era su gran amor. Claro que entre juramento de amor y juramento de amor aprovechaba para acostarse con la amiga y compañera con la que ella compartía habitación. En su recuerdo, esa historia, cada imagen de ella, persistía como si hubiera ocurrido la víspera.

Elorza notó la tensión de su acompañante. Los signos eran claros. Rigidez de hombros, postura hierática, pasos apresurados. Y sobre todo el nubarrón gris marengo que cubría su mirada y que de pronto había hecho desaparecer la expresión risueña de su rostro.

A estas alturas, ya intuía que Cristina Olabide no era solo un bello rostro y un magnífico cuerpo. Era mucho más que una sílfide. La información que había ido recopilando hablaba de una mujer emprendedora, una guerrera que luchaba con bravura por defender lo suyo. Con el valor añadido, eso sí, de una belleza y una sensualidad a las que él no era inmune. Salivaba como el mestizo perro callejero Golfo detrás de Reina, la coqueta protagonista de La dama y el vagabundo. Aunque no acababa de entender por qué no se deshacía del puñetero terreno que él necesitaba. Esa transacción le procuraría el suficiente cash para mantener con holgura aquella casona. A sus ojos expertos no se le escapaban los arreglos que deberían realizarse tanto en la casa como en la torre.

Claro que él no provenía de un antiguo linaje. A lo mejor —se dijo— la gente de alcurnia se ve obligada a mantener las apariencias y la herencia aunque se muera de hambre.

Él, se recordó, solo era el hijo de un trabajador. De un obrero.

Su padre se había hecho cargo de la herencia de su mujer, hija única de un tosco albañil llamado Justino Elorza, su abuelo. El viejo era el feliz propietario de una pequeña empresa de construcción a la que había dedicado toda su vida. A ella llegó un jovencísimo Ramiro López, más pobre que las ratas, pero, como buen gallego, un trabajador incansable. Elorza pronto vio en él a su sucesor. Lo acogió como a un hijo, y puso todo de su parte para que se casara con Isabel. Al hombre no le costó nada intentarlo, porque se había enamorado de ella nada más conocerla. Cuando el viejo Justino se vio en el lecho de muerte, lo nombró su heredero. Y el tiempo demostró que no se había equivocado. El trabajo incansable, su honradez y su temple afable habían hecho crecer la empresa como la espuma. Construcciones Elorza era hoy un emblema del ramo en el norte de la península. Bruno estaba orgulloso de ser hijo de quien era y formar parte activa de ese grupo empresarial.

—¡Joder! ¡Es fantástico! —exclamó sorprendido ante el edificio de los establos—. Un trabajo realmente bien hecho.

—Me alegro de que te gusten. Los diseñé yo, aunque la idea no es mía. Mi imaginación no da para tanto. Son copia de unos que vi en Edimburgo.

—¡Vaya, qué casualidad! Yo pasé un año allí. ¿Estuviste mucho tiempo?

A ella le hubiera gustado preguntarle a qué se había dedicado en Escocia, pero no se atrevió.

—Algo menos de tres años —respondió aún con la pregunta en la punta de la lengua—. Estudiando diseño. Ya sabes que confeccionamos prendas de lana.

—Muy famosas, por lo que he oído en el pueblo.

—Empiezan a serlo, pero solo empiezan.

—Así que calcaste los planos de unas caballerizas de Edimburgo.

—Copié, nada más. Y no sé por qué lo hice, la verdad. Me gustaron, pero en aquella época yo aún no pensaba ni de lejos en tener caballos. La idea me vino después, cuando a través de un amigo adquirí mi yegua. Me había acostumbrado a montar en Escocia y lo echaba de menos. Después decidí aprovechar la antigua vaquería en ruinas. Era un pozo de culebras y hierbajos…

—Pues fue una idea genial. Cubículos amplios, aireados…

—El trabajo es de un carpintero de aquí. Necesitaba un espacio amplio. A muchos clientes les gusta recorrer la zona a caballo. Empecé con una yegua y un potro. Ahora hay más animales, claro.

Y por eso y otras cosas similares me he quedado sin vacaciones de aquí a la eternidad, pensó para sí.

En cuanto entraron, Cristina se acercó a un ejemplar joven y nervioso, que no paraba de piafar de pura alegría. Se conocía que estaba acostumbrado a recibir un premio de su ama. Abrió la bocaza y se comió sin remilgos un trozo de manzana que ella había cogido de un cesto.

—Un buen ejemplar —comentó Bruno con admiración, al tiempo que acariciaba el pelaje oscuro de la testuz—. Eres un zaino de carácter, ¿eh?

Se sintió satisfecha. Las palabras de Elorza confirmaban que conocía bien el mundo de los caballos. No era de los que hablaban de cualquier cosa, haciéndose los entendidos. A pesar de todo tenía que preguntárselo. Esperaba que su respuesta no la decepcionara.

—¿Te atreves con él? Ya ves cómo es Sombra. Joven y nervioso. Hay que tener temple para manejarlo. Es un animal excelente, hijo de campeones, pero no sirve para las carreras. Por lo visto no da la talla, aunque no por eso deja de ser un magnífico ejemplar. Y él lo sabe.

La chica se volvió hacia Bruno sonriendo. Sus ojos se encontraron, prendida una mirada en la otra. Él alargó la mano y con gesto sensual le colocó detrás de la oreja aquel mechón díscolo que le encantaba. Luego deslizó uno de sus dedos por la delicada mejilla, produciendo un dulce cosquilleo en su piel. Cristina tembló. Apenas se atrevía a respirar. Durante unos segundos todo pareció quedar en suspenso.

La notó azorada por aquel instante cargado de erotismo y quizás por eso fue el primero en romper el contacto.

—No tendré problema en ello. Estoy acostumbrado a montar caballos con carácter. Creía que era el tuyo.

En cuanto habló, oyó el suspiro de relajación que se escapó de sus labios.

Ambos estiraron la mano al mismo tiempo y coincidieron en la testuz del animal. Sus dedos se encontraron de nuevo. El roce elevó la tensión de los cuerpos, haciéndoles desear mucho más contacto.

Esta vez fue ella la primera en apartar con rapidez una mano que temblaba de ansia. Se volvió y carraspeó para ocultar su incomodidad.

—No lo es. Casi podría decir que es mi favorito, pero me exige demasiado esfuerzo montarlo. En parte lo tengo como semental y lo reservo para gente con experiencia. La mía es una yegua. Luna no es muy joven, pero es tranquila y fiel. Las dos nos entendemos bien.

Recorrieron juntos, hombro con hombro, el corto trecho que mediaba hasta el siguiente box. Luna había sacado la cabeza y contemplaba a su dueña con ojos de adoración.

—¿Suele acompañarte en tus excursiones al bosque?

A él le pareció que ella daba un respingo, que el pánico recorría veloz el fondo de sus pupilas. Apenas fue un instante, una negrura que habría resultado imperceptible, si él no hubiera estado atento a cada uno de sus gestos.

Cristina se preguntó si… Pero, no. Era una idea absurda. Bruno llevaba en la zona menos de veinticuatro horas. No podía ser él.

—Pocas veces. No suelo cabalgar por el soto —musitó algo cohibida por la intensidad de su mirada.

—Sería mejor que te hicieras acompañar por ella. Los bosques pueden ser lugares peligrosos para una mujer sola.

El tono empleado, bajo y grave, le sonó a ella un poco siniestro. Dio un ligero paso atrás. De nuevo asomó a sus ojos el ramalazo de terror.

Bruno se dijo que no se había equivocado la primera vez. Su imaginación, desbocada en los últimos tiempos, no le había engañado. Recordaba muy bien su encuentro en el bosque. Ella había mostrado sorpresa, pero también algo de temor. Más tarde tendría que pensar en eso.

Cristina lo observaba con suspicacia. Ahora estaba de espaldas a ella y acariciaba el lomo del semental con verdadera delicadeza. Por un momento ella deseó tener esas manos de dedos largos sobre su piel. Parecía relajado, natural, en absoluto amenazador. No debía sacar las cosas de quicio. Eran las palabras de preocupación de un hombre, movidas por ese instinto de protección tan masculino hacia la mujer que aprecia. No podía tener nada que ver con esas extrañas sensaciones que percibía cada vez que paseaba por la zona. La de que alguien vigilaba sus pasos.

—¿Peligrosos para una mujer? También lo serán para un hombre. Vamos, digo yo.

—No tanto. El hombre puede defenderse mejor.

—¡Ay, ay, ay! No serás uno de esos trogloditas que piensan que las féminas somos seres débiles e indefensos, ¿no? —Lo miró con suspicacia, sin ocultar su irritación.

—No, para nada. —Soltó una carcajada y continuó con su explicación al observar el ceño fruncido de ella—. ¡Eh, tranquila! No pongas esa cara. Yo soy un individuo atípico. Para mí, las mujeres valen bastante más que nosotros. Y además creo, sin temor a equivocarme, que todo lo hacéis mejor. ¡De verdad!

—Si es así, te perdono. De todas formas no hay de qué preocuparse. Esta es una zona muy tranquila, aquí nunca pasa nada. Es como si el tiempo se hubiera detenido, todo va al ralentí y todos nos conocemos bien.

—Me temo que no puedo estar más en desacuerdo. La maldad, la ambición, el deseo de poder… existen en todas partes, hasta en los sitios en los que el tiempo se ha detenido. Quizás en ellos con mayor intensidad, porque los instintos más bajos no han podido salir a flote, se han quedado enquistados durante demasiado tiempo. Y si no, recuerda la leyenda que me contaste en el bosque. La de la mujer ahogada en el río.

La sorprendió su negra opinión sobre la naturaleza humana. En principio parecía un joven despreocupado, con ganas de divertirse. No lo imaginaba con esa profundidad de pensamiento. Intentó reír para ahuyentar esa sombra pesimista, negativa que había aparecido tan de repente. No lo consiguió. La seriedad de Bruno era auténtica.

—Es cierto lo que dices, no voy a negarlo. Pero insisto, aquí nos conocemos todos y nadie haría nada contra otro. Hay pequeñas rencillas, como en todos los sitios, pero son cosas sin importancia. Nos ayudamos cuando es necesario… Aunque quizás todo cambie en poco tiempo y pronto todo se vuelva del revés y aflore la ambición.

—¿A qué te refieres?

—Una empresa de Bilbao va a construir un hotel y una serie de pequeñas villas de vacaciones. La gente que tenía tierras a este lado del pueblo ya ha vendido y la que las tiene al otro lado, como nadie se ha interesado por ellas, está algo envidiosilla. Espero que no se alteren los ánimos demasiado. Además vendrá gente de fuera, desconocidos, y presiento que la tranquilidad de este lugar desaparecerá.

—Ya, claro, pero también se revitalizará la zona, ¿no? Estos sitios se despueblan sin remedio y ese complejo que dices potenciará la economía lugareña.

La joven lo miró con desconfianza. ¿Estaría a sueldo de la empresa que iba a construir el hotel? ¿Sería otro ejecutivo que enviaban a ver si tenía con ella más éxito que los anteriores?

—¿Ya sabías que se iba a construir un hotel en el pueblo?

Él notó su tono receloso. Se quedó un momento en suspenso, meditando la respuesta.

—Algo he oído —respondió al fin—. Ayer paseé por el pueblo y estuve charlando con unos y con otros. Ese era uno de los dos temas principales de conversación. El otro eras tú.

—¿Yo? —Pareció extrañada, mientras volvía la cabeza para colocar los arreos a su yegua y con ello la melena se bamboleaba como si tuviera vida propia.

—Pues sí. Tú. Todos hablaban de tu belleza.

La risa de Cristina, tan musical, rompió el silencio del establo.