Cristina Olabide lanzó exasperada el lápiz sobre la mesa. Con los ojos clavados en él fue siguiendo su errática trayectoria por la pulida superficie del escritorio camino del abismo. Contra todo pronóstico, el fino cilindro se detuvo justo al borde. Se preguntó cuánto tiempo aguantaría en esa posición tan inestable. Y cuánto aguantaría ella misma antes de hundirse en el terreno pantanoso por el que caminaba en los últimos tiempos. Movió la mesa hasta que lo vio precipitarse al vacío.
Era increíble lo que llegaba a hacer el aburrimiento. O la pura desesperación. La impotencia que sentía por no encontrar remedio para los graves problemas a los que se enfrentaba la tenía consumida. Procuró olvidarse de los jueguecitos y centrarse de nuevo en la hoja de papel donde acababa de dibujar la pieza estrella de la temporada otoño-invierno. Una chaqueta corta de tono gris metalizado, tejida a mano en alpaca y seda. Un lujo que se vendería a un precio desorbitado. Pero ese día ni siquiera la ambición por el vil metal lograba interesarla. Era hora de dejar el trabajo. Aunque se encadenara a la silla no iba a conseguir centrarse.
Salió del despacho y cruzó apresurada, casi de puntillas, el taller donde se tejían las costosas prendas artesanales que llevaban su nombre. Por nada del mundo quería que alguna de sus empleadas la entretuviera con cualquier pequeño problema. A medida que se alejaba, el sonido rítmico del entrechocar de las agujas de lana y la música de Kiss FM se fue diluyendo, absorbido por los gruesos muros de piedra. Sus tacones, sin embargo, retumbaron con fuerza en el angosto pasillo cubierto con una antigua bóveda de ladrillo visto.
En cuanto llegó al zaguán de la vieja casona se detuvo de golpe. Permaneció pensativa un buen rato, sin decidirse.
Estaba ante un dilema. Pequeño, pero dilema a fin de cuentas. Una lucha entre el deber y el placer, la constante de su vida. Subir a la cocina y tratar de apaciguar a su vieja tata o escaparse con sus perros al apacible soto junto al río y tranquilizarse, es decir, apaciguarse a sí misma.
Miró hacia las escaleras y ahora le parecieron algo así como una loma muy empinada, más oscuras y tenebrosas que nunca. En lo alto no la esperaba un castillo encantado, ni tampoco un cofre lleno de monedas de oro rodeado de pequeños trolls, sino nuevas preocupaciones y el malhumor de Amparo. Por otro lado, el paisaje que veía a través de la puerta principal la tentaba. El leve rumor de la naturaleza que llegaba hasta ella era un dulce y melodioso cántico de sirena. Al fin, después de tantos días lluviosos, el sol presentaba el otoño en todo su esplendor.
Escoger la charla con Amparo e insistir de manera repetitiva sobre el mismo tema era la peor opción, lo sabía. Aunque era la correcta.
Dos días antes la mujer había entrado en la cocina cargada con las bolsas de la compra, portando las últimas noticias del pueblo. Se la veía fatigada por el esfuerzo, pero sobre todo roja de indignación.
—Marianito también ha vendido. —El tono era apremiante, como el de quien avisa del inmediato estallido de una bomba.
No se le ocurrió ni por un momento bromear, ni con las palabras ni con el tono. Bajo ningún concepto. Amparo no se lo perdonaría. En ese asunto era imposible razonar con ella. Se limitó a ocultar la inevitable sonrisa tras la taza de té. La quemadura que notó en la punta de la lengua la ayudó a poner una cara lo bastante seria antes de responder, tras unos instantes y sin levantar demasiado la voz.
—Bueno, está en su derecho, ¿no?
—¿En su derecho? ¿Dices en su derecho? ¡Venga ya! En su derecho —hablaba casi a gritos—. Es una traición. Eso es. Sí señor. Y de las gordas —remarcó, apuntándola con el dedo índice para dar más énfasis a la frase.
—Vamos, Amparo. Marianito no sabe lo que es la traición. Aunque se la encuentre de frente y con un cartel luminoso en el pecho. Necesita dinero, simplemente.
—Dinero, dinero. En eso se basa todo. En las perras. Y aunque no te lo creas —dijo, volviéndose hacia ella, todavía más roja de ira—, ese tiene cuartos para dar y tomar. ¿Para qué va a querer más? Si es un viejo…
—El dinero nunca sobra. Y a él, menos. Han tenido muchos gastos esta temporada.
Su paciente respuesta la exaltó aún más. Amparo la consideraba una inocentona. No se podía ser tan comprensiva con todos, y menos en vista de la cicatería de sus vecinos.
—Te recuerdo que esas tierras pertenecieron a tu familia durante generaciones, hasta que a tu abuelo, a quien Dios tenga en su gloria —se persignó al hacer la jaculatoria—, se le ocurrió entregarlas a sus jornaleros. Nunca he llegado a entender por qué todo un señor como él hizo semejante cosa.
Ella había dado otro sorbo a su taza de té. Amparo podía ser temible cuando se enfadaba. Y ese día ya lo estaba bastante. Siempre hacía la señal de la cruz con devoción cuando nombraba a algún Olabide desaparecido. Unos santos, a su juicio. Ella, sin embargo, tenía serias dudas acerca de la santidad de sus antepasados.
—Tú lo has dicho, Amparo, esas fueron las tierras de mi familia. Ahora son de él y de los otros habitantes del pueblo. Si quieren pueden desprenderse de ellas.
—¡Pues vaya! Menuda cosa me cuentas. Y todo para entregárselas a unos de fuera que quieren construir un hotel. ¡Un hotel! A ver qué necesidad tenemos de otro hotelito, como si ya no hubiera bastantes…
—Son de Bilbao, no de la China. Y va a ser un hotel distinto de los que hay por aquí. Un hotel con spa, un balneario un poco selecto…
—De lujo, vamos —rezongó Amparo—. Es lo único que importa a la gente. Ni crisis ni no crisis. ¡Ave María! Con la que está cayendo.
—Cálmate, ¿vale? Ya te he dicho que no pienso vender. Por lo demás, Marianito ya tiene suficiente edad para saber qué es lo que quiere. Me parece que ya no volverá a cumplir los setenta —la joven hablaba procurando no hacer caso de los bufidos de enfado de la mujer—. Lo mismo que tú, ¿verdad?
La mujer gruñó ante aquel sarcasmo malintencionado.
—Es más viejo. ¡Dónde va a parar! ¡Si está hecho un carcamal!
El hecho de que Marianito fuera el propietario legal del inmueble no era, en modo alguno, justificación suficiente para la fiel Amparo. Todo lo contrario: aquello era alta traición. A sus años, la vieja tata se regía por principios casi feudales, tales como el espíritu de servicio y la fidelidad absoluta al señor, sin darse cuenta de que el feudalismo se había extinguido allá por la Baja Edad Media, unos cuantos siglos atrás, pensó la joven. Amparo había perdido ya hasta el apellido de su familia. Era solo Amparo. Se había pasado toda su vida sirviendo a los Olabide, y su cuerpo y su alma pertenecían tanto a la familia como a la enorme casona en la que ambas habitaban.
Para ella lo que estaba pasando era poco menos que un sacrilegio, y si no lo calificaba así era por no ofender a Dios.
La vieja se puso lúgubre.
—Esto va a traer cola, lo creas o no. Si ya lo dice el refrán. La avaricia rompe el saco. Y este pueblo no volverá a ser el mismo. Tu abuelo, que en gloria esté, no sabía lo que se hacía. ¡Nooo! ¡Venga ya, qué iba a saber! Pero había que aguantarse porque él era el mandamás. Pero fíjate bien lo que te digo. Fue una locura. Una gran locura. ¿Entiendes lo que te digo?
Cristina sabía muy bien lo que decía, claro. En un rapto de demencia, a juicio de la vieja tata, su abuelo Andrés Olabide había vendido parte de la propiedad a sus trabajadores por cuatro perras.
La intención del terrateniente, aunque todo el mundo supusiese lo contrario, no tuvo nada de filantrópica. Su astuto propósito era retenerlos allí para que siguieran explotando la hacienda. No quería que emigraran a Europa o a las zonas más industrializadas de la península.
—Era lo que tenía que hacer. Nada volvería a ser como antes. Hoy el pueblo se mantiene vivo gracias a aquella decisión.
—El pobre señor… —No hacía caso a las palabras de Cristina—. Siempre tan arregladito, tan elegante. Hecho un pincel iba a diario. Parece que lo estoy viendo, sentadito en su despacho, escribiendo papeles y más papeles.
La imagen del abuelo Andrés se le presentó a Cristina más nítida que nunca. El hombre había dedicado sus últimos años a escribir una crónica de la familia Olabide y su relación con la extensa comarca que habitaban desde tiempos inmemoriales, entre La Rioja y Navarra, bañada por las aguas del río Alhama.
—Cuánto esfuerzo dedicó a esa historia. Y a la de su hermano gemelo, Julián, el que desapareció de forma tan misteriosa. —La tata hizo esta aclaración como si Cristina no hubiera oído hablar de él en su vida—. Doña Julia, tu abuela, y él llevaban su búsqueda en secreto. Los dineros que gastó… En fin. Todo un señor, de los que ya no hay.
Mientras salmodiaba, se dirigió al otro extremo de la cocina, hasta desaparecer en el interior de la inmensa despensa, en otros tiempos llena.
Ella se había mantenido en silencio. Con la sola mención de la palabra dinero se ponía a temblar. Y además conocía de sobra a Amparo. Había aprendido cuándo era conveniente mantener la boca cerrada. Así siempre quedaba la esperanza de que la mujer dejara de dar vueltas al asunto hasta la desesperación. Si no se calmaba, acabaría trastornándola con sus malos augurios.
Y esa última idea fue la que inclinó la balanza. No pensaba subir a que le calentara más la cabeza. Tenía un rato de asueto y lo aprovecharía en su beneficio. Se largaba a pasear por la senda del río, a disfrutar del día, de la compañía de sus perros y de la tranquilidad espiritual que le transmitía la naturaleza en calma.
Bruno López Elorza, cuyo primer apellido se había convertido en una simple L fagocitada por la sonoridad del segundo en la firma de documentos importantes, detuvo la moto al borde del camino. Se apeó con movimientos pausados, la asentó bien sobre el caballete y apoyó la espalda en ella al tiempo que se quitaba los guantes y el casco. Permaneció quieto, mirando sin ver el espléndido paisaje de luminosos tonos amarillos que se presentaba ante sus ojos.
Estaba desconcertado. No dejaba de preguntarse qué mierda hacía plantado en mitad de la nada a esa hora tan temprana, qué extraña locura le había atacado para abandonar todos sus asuntos y recorrer de aquella manera unos cientos de kilómetros.
Ni que alguien hubiese puesto precio a su cabeza.
Podía justificar ese imprevisto viaje por la necesidad de tomarse un merecido descanso. Su socio y él no habían disfrutado nada del fin de semana. Estuvieron repasando los cálculos de estructura del edificio proyectado para una zona recién urbanizada de Zaragoza. Pero no, no era eso. No debía engañarse, y menos culpar a una profesión de la que seguía enamorado.
También podía achacar la extraña huida al orgullo pisoteado. Al menos eso sintió cuando los ejecutivos de su empresa le comunicaron que la señora Cristina Olabide no se atenía a razones. Por lo visto a la «dama» le importaba un comino el proyecto al que él había dedicado tanto esfuerzo y sacrificio.
—Una mujer orgullosa, fría… Se mantuvo en sus trece. Nos echó con cajas destempladas. Dijo que no pensaba vendernos ni la tierra de una de sus macetas.
Eso era lo que había dicho resentido el mayor de los dos que la habían visitado. Y el más joven completó el retrato, con cierta melancolía, a su modo:
—Guapa, joven, elegante…
Le traía sin cuidado su descripción y el impacto que le causaba a aquel tipo. En ese instante solo quería decirle cuatro frescas. Seguro que ni siquiera le importaba la finca en sí, que solo quería impedir que se construyera al lado. Por eso se había opuesto. Era cierto que ese maldito terreno no afectaba decisivamente a su proyecto, pero con él se crearía un interesante punto de fuga en el complejo, un juego arquitectónico lleno de plasticidad. Movió la cabeza con fuerza, intentando despejar su mente, cargada por semejante cúmulo de ideas y sensaciones.
Se separó de la moto y echó a andar por la senda, con el paso lento propio de quien está abrumado por sus pensamientos. A la izquierda, las aguas del río bajaban revueltas, impetuosas, inundando las orillas y horadando la tierra entre los troncos de los árboles. Él ni se detuvo a observar los bellos estragos de la naturaleza. Trataba de encontrar una explicación lógica al impulso que le había obligado a ponerse en camino sin pérdida de tiempo, con la necesidad vital de llegar cuanto antes a ese preciso lugar. En ese preciso instante.
Tampoco quería analizar ese otro absurdo pensamiento. Jamás había escuchado voces interiores o cosa semejante. No era hombre que pudiera presumir de demasiada imaginación. La suya solo tenía un registro, el que dedicaba al diseño de los edificios que levantaba, y ahí sí que se desbordaba. ¡Voces interiores! Por favor, si era un incrédulo. Ni lo fantástico ni lo fantasmagórico despertaban su atención. La sola mención de esas palabras dibujaba en su rostro una sonrisa condescendiente. Para él lo demoníaco y lo divino convivían en el reino de la superchería. Eran viejísimas historias, leyendas de la cultura ancestral de los pueblos, para la gente simple. Por no creer, ni siquiera creía en el más allá. Y sin embargo…
Se había despertado unas horas antes, cuando las farolas de las calles aún estaban encendidas. Permaneció un buen rato recostado en la cama, con los ojos abiertos. Escuchó atento el sonido de la ciudad. Todo estaba en su sitio. Menos su corazón. Latía errático. Le golpeaba con fuerza en el pecho. Su inquietud fue creciendo por momentos hasta convertirse en verdadera angustia.
La idea del infarto se le pasó por la cabeza. A sus treinta y cinco años trabajaba más horas de las que tenía el día. Su mente era una máquina hiperactiva cargada de proyectos. Se alimentaba a base de cafés, donuts y pizzas, que comía a salto de mata. Apenas se cuidaba. Su cuerpo delgado y musculoso era un regalo de la genética, del abuelo Elorza. Su nerviosismo iba en aumento junto con un molesto hormigueo en brazos y piernas. Se mantuvo a la espera. De pronto, la idea estalló en su mente. Fue un intenso fogonazo. La rechazó de plano. Pero poco a poco empezó a calar de manera persistente en su interior.
Se levantó apresurado. Se vistió con el mono de goretex sin apenas secarse tras la ducha, se bebió un café y bajó al garaje. Cuando estuvo sentado sobre la moto, no dudó un instante sobre su destino. Sabía cuál era.
Necesitaba volver al lugar, al inmenso terreno del que era propietario. Allí se iba a levantar el sueño largo tiempo acariciado.
Un hotel. Ya casi saboreaba cada una de las letras que componían esa palabra: H-O-T-E-L.
Moderno, minimalista, dotado de todos los lujos, lo bastante atractivo para convertirse en un referente en su género y entrar a formar parte del grupo de los grandes establecimientos europeos.
La figura de un perro entre blanco y rojizo, surgido de la nada, cortó de pronto su ensoñación.
Bruno permaneció inmóvil.
El animal lo observó a prudente distancia. Izó el rabo en señal de alerta. Elevó las caídas orejas hasta arrugarlas en la frente. Olfateó el aire. Absorbió su olor. Debió de parecerle un hombre de confianza. Lanzó un ladrido corto, movió la cola en un alegre vaivén y se lanzó corriendo a su encuentro.
Los perros desaparecieron antes de que ella pudiera cerrar la pequeña y pesada puerta de madera. Pero a Cristina eso no le preocupaba. Sabía que la esperarían un poco más adelante. Incluso el inquieto Zar volvería a buscarla. El animalillo, y no quería dotarle de rasgos humanos, pues no era más que un perro y a ella le gustaba que lo fuera, solía contemplarla con mirada impaciente. Parecía preguntarse por qué los humanos se movían de forma tan lenta para todo.
Caminar despacio por esa zona la ayudaba a pensar. Tranquilizaba su espíritu. Aunque a veces también la llenaba de melancolía por recordarle tiempos pasados. Aquel había sido el lugar de sus juegos infantiles, de las mojaduras y baños estivales en ropa interior, a escondidas de los adultos, de las confidencias adolescentes con su amiga Mari Cruz. Después solía haber consecuencias poco agradables. La abuela Julia le soltaba una sonora bronca cuando la veía llegar con aquellas pintas, a su juicio impropias de una Olabide.
Los ladridos excitados de su spaniel la sacaron del ensimismamiento. Temió que Zar estuviera asustando a alguien. Era demasiado cariñoso y quien no le conociera podría malinterpretar su actitud.
Apresuró el paso y al poco se quedó paralizada en un recodo del camino. Allí, donde nunca había nadie, estaba un hombre. De presencia atemorizadora.
Era muy alto, bastante delgado, con hombros anchos potenciados por los protectores de la cazadora. Su rostro afilado, con aire de calculado desaliño, oscurecido por una incipiente barba, le daba un aspecto inconformista, contracultural, muy a tono con su vestimenta negra de pies a cabeza. Llevaba un traje de moto de goretex y botas de caña alta. La imagen de aquellos violentos ángeles del infierno de las películas americanas de los años setenta acudió a su mente. Estuvo a punto de escapar corriendo por donde había venido, pero se contuvo. No parecía que fuera a atacarla, al menos de momento. Se lo estaba pasando demasiado bien.
Jugaba a lanzar ramitas al río, que Zar recogía y luego depositaba a sus pies. Era un comportamiento natural en el perrillo. Nadie le había enseñado, pero el instinto cazador estaba inscrito en sus genes. El hombre se agachaba sin esfuerzo, con una flexibilidad que a ella le llamó la atención. Cogía una rama, estiraba su musculatura, adoptaba la soberbia postura de un discóbolo de la Grecia clásica y la lanzaba. Cuando la descubrió, se quedó con el palito en la mano y con parsimoniosa lentitud se giró hacia ella.
Una nube baja oscureció el bosque de pronto. Una brisa tibia y húmeda se fue levantando poco a poco. Las hojas se descolgaron de los árboles en una lluvia amarillenta y tapizaron la hierba rala del camino.
Una ligera ráfaga revoloteó alrededor de Cristina. Tiritó con un ligero escalofrío. Los ruidos habituales del bosque parecieron quedar en suspenso. Ni siquiera escuchaba la cadencia monótona del agua del río. Su corazón latió con fuerza.
Pensó si tendría ante ella al mismo Mefistófeles.
El silencio se rompió de golpe. Primero sonó el graznido de un grajo, después, el ladrido corto, agudo, de Zar. A continuación su propia voz. Plana, insustancial, con aquel tono que era una manera de vencer el pánico. Se escuchó a sí misma, temblorosa.
—¡Menudo susto me has dado!
El hombre no habló. Se volvió del todo hacia ella y sonrió. A Cristina le pareció una sonrisa franca, amigable. Los rasgos de su rostro parecieron suavizarse. La joven se tranquilizó.
—No dejes que te molesten —continuó nerviosa—. Zar suele ser demasiado efusivo.
Su perra, Cara, se detuvo ante ella y la contempló con dulce mirada.
Los ojos del hombre, de un luminoso color miel, se clavaron burlones en su persona.
—¡Hola! —Dio un ágil salto hacia atrás para esquivar al impulsivo animal—. ¡Eh, amiguito! Estate quieto un momento. Tengo que saludar. Siento haberte asustado. También para mí ha sido una sorpresa encontrar a alguien por aquí. ¿Son tuyos? —Señaló a los animales. Su voz era serena y profunda.
—Sí, son míos. Él es Zar y supongo que a estas horas ya te habrá vuelto loco. Le encanta jugar con palos. Ella es Cara, su madre. Aunque son de la misma raza, a ella no le gusta demasiado el agua. Le molesta que se la obligue a bañarse.
—No se me habría ocurrido en la vida. Soy muy respetuoso con los deseos de las damas. —La sonrisa amigable chispeó sus ojos—. Tampoco he querido intentarlo. Parece que no se fía de mí. Se ha sentado cerca del recodo por el que has aparecido y se ha quedado vigilando.
—Cara es muy desconfiada con los extraños. Se considera mi guardiana, aunque su constitución no le permita hacer grandes alardes. En el fondo le gustaría ser un gran mastín de dientes afilados.
El hombre soltó una sonora carcajada. Cristina vio la transformación de aquel rostro. Unas ligeras arruguitas aparecieron de forma natural en la comisura de los párpados. Sin duda ese hombre estaba acostumbrado a la risa. Su rostro había perdido aquella expresión temible del instante sorpresivo del encuentro. Tal vez era en realidad un ángel algo oscuro, y no el diablo.
Ella decidió continuar su camino, pasar de largo. Pero Elorza adivinó sus intenciones y quiso retenerla un poco más. Le gustaba esa sonrisa evasiva con la que pretendía establecer una prudente distancia. Amable, sin llegar a ser accesible. Y aquel mechón dorado, tan díscolo, que ella se empeñaba sin mucho éxito en retener detrás de la oreja.
Cuando la había visto aparecer había pensado que era una chiquilla. Su delgadez y su estatura así se lo habían hecho creer. No debía de medir más de un metro sesenta. Llevaba el pelo rubio sujeto por una coleta. El impermeable, bastante usado y abrochado hasta arriba, y las botas rojas de goma, de Hunter, acentuaban el engañoso aspecto infantil.
Solo cuando se acercó se dio cuenta de que era una mujer. Una mujer de rasgos delicados, con el miedo reflejado en los ojos. Trataba de ocultarlo, pero para él fue evidente que estaba asustada.
A pesar de todo, le había saludado. Y él hubiese querido tener un mágico frasco de cristal a mano para guardar el sonido de aquella voz. Baja, aterciopelada, dulce y amarga a la vez, como un buen chocolate belga.
¿Quién es este hombre?, se preguntó ella sin estar segura de si debería continuar su camino.
Él pareció leerle el pensamiento.
—Creo que debo presentarme. Más que nada para quitarte el susto del cuerpo. Soy Bruno, no el ogro de los pantanos.
Bruno a secas, pensó ella. Sin apellido ni origen conocido, un ser salido de la nada.
—Encantada, Bruno. —Habló con voz risueña—. Y no estoy asustada, solo sorprendida. Me estaba preguntando qué hacías por aquí. Poca gente de fuera conoce este sendero.
Él contuvo la sonrisa. No pensaba contarle las veces que lo había recorrido. Ni siquiera las que se había quedado de pie, en ese mismo sitio, contemplando absorto las aguas del río. Turbias en primavera, cristalinas en otoño. Ni tampoco las escapadas que había hecho para extasiarse ante el espectáculo de los colores de los árboles, con sus verdes ácidos, los luminosos amarillos y aquellos marrones rojizos. Ninguno de sus amigos creería posible esa comunión de Bruno Elorza con la naturaleza, y él se había guardado muy mucho de revelársela. Todos creían que para él el paisaje no era una vivencia física, sino algo similar a la pintura. Un fondo sobre el que destacar las figuras humanas y arquitectónicas, auténticas protagonistas de la historia que el artista quería narrar. Un mero escenario.
—He dejado la moto en la carretera. Paré un momento a descansar y descubrí por casualidad el camino junto al río. Así que decidí seguir el sendero. —Señaló con la mano el camino—. Es un sitio muy tranquilo. Aunque aquí, mi amigo, llegó dispuesto a terminar con la paz bucólica y despertar a las ánimas del bosque.
Cristina no creyó lo que contaba. No tenía pinta de ser un excursionista en busca de territorios ignotos. Le parecía que era de esos hombres que van a tiro hecho. Su parquedad de palabras y ademanes así se lo sugería. Por alguna razón no le estaba diciendo la verdad. Pero le daba igual, a ella tampoco le apetecía conocerla. Lo más probable era que tuviese ganas de orinar y hubiera buscado un lugar apartado.
—Ya te lo he dicho, Zar es un alborotador nato. Y en cuanto a las ánimas, no se te ocurra bromear con ellas.
—¿Ah, no? No me irás a decir que por aquí anda suelto algún fantasma y le hemos molestado con nuestros juegos —dijo el hombre con alegre ironía.
—¿Te lo tomas a broma?
—Para nada. Estoy dispuesto a creer cualquier cosa que me digas. No todos los días se encuentra uno con un hada o un gnomo andando por el bosque.
Cristina arrugó el ceño, un gesto en clara contradicción con la serenidad de su rostro. Y a él le gustó. Había logrado que desapareciera el temor de sus ojos.
—¿Un hada? ¿Te estás quedando conmigo en presencia de mis perros?
—¡Ah! Es cierto. No son las hadas, sino los temibles guardianes del bosque —exclamó dándose una palmada en la frente.
—No irás de duro escéptico por la vida, ¿verdad? —De nuevo le dedicó una de aquellas sonrisas que le encendían—. Pues, aunque no te lo creas, la leyenda cuenta que aquí hay un fantasma. E incluso algún lugareño dice que lo ha visto.
—¿Cuántas copas llevaba encima ese lugareño?
—Ninguna. En las noches sin luna la gente no se atreve a tomar este camino, aunque es un buen atajo para llegar al pueblo. —Cristina hablaba con tono medio burlón medio serio.
—Ya. —Elorza se ponía cada vez más socarrón—. ¿Y el fantasma es…?
—No te rías. Son cosas demasiado serias para bromear con ellas… Es una mujer. Murió cerca de aquí.
—¿La quemaron por bruja hace quinientos años?
—Te digo que no te burles… Fue a principios del siglo pasado, allá por los años veinte.
—Seguro que ofendió a alguien importante y este decidió ahogarla.
—Algo así. Cuentan que la arrojaron desde el puente medieval que hay un poco más allá, en la antigua entrada al pueblo. Por lo visto era muy joven y bella. Nunca pudieron demostrar quién había sido, pero las malas lenguas culparon a un amante despechado. Por lo visto ella estaba prometida en matrimonio con un rico hacendado de la zona. Él no lo aceptó y antes de que fuera de otro, la mató. Celos, ya sabes. Son tan antiguos como el mundo. La vieja historia que no deja de repetirse.
Aunque no tenía ni idea de semejante leyenda trágica, él conocía el puente, desde luego. Su amor por la arquitectura le impulsaba a conocer y estudiar cualquier construcción antigua. Ignoraba que hubieran asesinado a alguien allí. En fin, eso justificaba la aprensión de la chica al ver por allí a un desconocido, aunque el crimen, de ser cierto, era ya muy antiguo.
—No te preocupes. He venido en son de paz, hoy no tengo intención de asesinar a nadie.
Y cruzó los brazos sobre el pecho, como hacían algunos arrogantes protagonistas de las películas de indios y vaqueros. Parecía relajado, dispuesto a continuar la conversación todo el día. Sin duda se estaba divirtiendo. Y ella también, reconoció la joven con sorpresa. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto.
Cristina rio de nuevo. Bruno Elorza sintió un leve estremecimiento de placer. Esa mujer le atraía demasiado. Si no ponía punto final al encuentro se le echaría la noche encima escuchando su risa y sus historias. Poseía la voz hechicera de una Sherezade. Y unos ojos de color azul oscuro, insondables, como un lago en el que cualquier hombre desearía ahogarse.
—Voy hacia la Torre de Olabide, ¿puedo seguir por aquí?
—No. Este sendero sigue la curva del río y llega al pueblo. Pasa por detrás de la propiedad de los Olabide, pero no puedes acceder a la casa —habló un poco atropellada, preguntándose si debería franquearle el paso por la puertecilla del acceso norte—. Será mejor que vuelvas sobre tus pasos hasta la carretera. Tomas a la izquierda y enseguida verás la entrada. No hay confusión posible es la primera casa del pueblo.
—Gracias, eso haré.
El hombre hizo una caricia distraída a Zar y se despidió de ella.
—Seguro que nos vemos por aquí —dijo alejándose a grandes zancadas.
—Bruno, una cosa. —Al oírla él volvió la cabeza con expresión interrogante—. ¿Vas a hospedarte en la torre?
Él pareció dudar un momento antes de responder. Algo similar a una sonrisa asomó a sus labios, pero sus ojos permanecieron serios. No debía de gustarle que la gente inquiriese sobre sus asuntos.
—¿Hay algún problema si lo hago? ¿Algún cadáver escondido en un armario de la mansión?
Cristina ahora se sintió incómoda. ¿Cómo podía bromear así sobre su casa? Claro que él no tenía ni la menor idea de que iba a hospedarse en su casa.
—Pues claro que no… Al menos que yo sepa. Adiós, Bruno, feliz estancia.
Se alejó. Cristina se quedó clavada en el mismo sitio hasta que le vio desaparecer. Su perro la contempló con mirada ofendida. En el fondo creía que ella había espantado a aquel hombre tan fantástico que jugaba con él y no le reñía por introducirse en las plácidas aguas del río.
—Vamos, chicos. Será mejor que regresemos.
Desde la distancia oyó el rugido de una potente moto que se alejaba. Volvió a preguntarse quién sería aquel hombre y para qué iba a su casa. No parecía un amante del turismo rural. Era probable que algún antiguo huésped le hubiera hablado de ese encantador lugar. Una pena no haber pasado más tiempo con él. Poseía rasgos atractivos. Unos ojos llenos de luz y una sonrisa que le había hecho vibrar por dentro. Ya no recordaba cuánto tiempo hacía que no la impresionaba un hombre de semejante manera. Tal vez aún tendría ocasión de verlo de nuevo.
Se encogió de hombros. Amparo se las apañaría bien con aquel enorme individuo.
Regresó por donde había venido. El rostro de Bruno la acompañaba. Un hombre interesante, capaz de seguir una broma. No todos sabían o podían hacerlo. Tal vez se encontraran de nuevo en la torre. Daría cualquier cosa por contemplar su cara de sorpresa.