Vio partir a la reina. Con ella se iba aquella fugaz hora de alegría. Lo que quedaba ahora era la desesperada situación que amenazaba por todos lados. Escobedo debía haber llegado a Madrid, pero no había noticias. Seguramente no las habría en mucho tiempo. Sintió que era el momento de hacer un gesto audaz y crear una situación nueva que obligara al rey a actuar.
Podía ocupar sorpresivamente la fortaleza de Namur. No debía presentar dificultades, después de todo era el Gobernador y podía entrar en el recinto a visitar. «Los Estados lo van a ver como una provocación y todo va a empeorar con ellos». «Es precisamente lo que quiero para no seguir en esta lenta muerte en que me tienen».
Organizó una partida de caza y salió con un séquito armado muy numeroso. Antes de empezar la marcha llamó a los principales y les dijo: «Vamos a ocupar el castillo por sorpresa». Asignó a cada quién su tarea. Todo debía hacerse con rapidez y sin violencia innecesaria.
Llegaron al trote hasta la puerta del fuerte desprevenido. Al galope y espada en mano penetraron al interior ante la sorpresa de los guardias. El comandante y sus oficiales no sabían qué hacer ante aquella inesperada situación.
«Pasaba por aquí y resolví hacer una visita». Cada quien hizo lo que tenía asignado. Ocuparon los depósitos de armas y municiones, las entradas, las garitas. Sin desmontar habló en voz alta al confuso comandante.
Dijo cómo había aceptado todo lo que habían exigido los Estados. «He cumplido más allá de lo que era posible». «Me han tratado como si hubieran derrotado las fuerzas españolas en batalla abierta». El sacrificio había sido inútil. Cada día los herejes pretendían más. «Si los rebeldes hubieran cumplido lo prometido por su parte, no me hubieran puesto en la necesidad de hacer esto». «De ahora en adelante la situación va a ser clara. Los que estén de parte del príncipe de Orange y de los Estados contra el rey serán considerados traidores y tratados como tales. Decidan ustedes». Hubo algunos escasos vivas, pero los más quedaron pasivamente en silencio.
Mandó un emisario a Bruselas para explicar las razones de su acción y pedir apoyo en su lucha contra los rebeldes. No esperaba ninguna respuesta favorable, pero sentía un gran alivio. «Ha terminado esta comedia de mentiras; lo que venga ahora será distinto. Hablarán las armas y se sabrá a qué atenerse».
La noticia corrió como el eco de un estampido. Los Estados entraron en febriles conciliábulos. Protestantes y poderosos señores católicos mostraron su disgusto. El príncipe de Orange aprovechaba la situación. Lo acusaba públicamente de violar la paz, de provocar de nuevo la lucha armada. En proclamas y manifestaciones públicas halagaba los sentimientos antiespañoles. Los Estados resolvieron suspender toda negociación con Don Juan. El Taciturno no sólo había escrito a los reyes denunciando la perfidia española, sino que acusaba al Gobernador de mala fe. Publicó cartas tomadas a los correos de Don Juan para demostrar su desprecio por los flamencos y sus torvas intenciones. Invitaba a todos, protestantes y católicos, a luchar junto a él por la libertad de conciencia y contra el invasor extranjero.
Todo se tiñó de hostilidad y desconfianza. En cualquier lugar se sentía en territorio enemigo, cercado de acechanzas, amenazas y mentiras. Las provincias se habían puesto en pie de guerra contra los españoles: «Nos aborrecen y yo también los aborrezco. Felizmente la hora de los fingimientos se acabó».
Habían proclamado de nuevo la Pacificación de Gante, aquel insolente documento de desafío abierto. Se suspendieron las negociaciones con el Gobernador y se preparaban para la guerra.
Con los recursos que tenía había comenzado a formar un ejército. Pasaba de la exaltación desmedida: «Que se alcen. Los aplastaremos», al abatimiento más completo.
Madrid se había puesto inmensamente lejos. Nada parecía resolverse. No venían cartas, ni recursos, ni tropas. Llegaba alguna misiva de Antonio Pérez, tan meliflua y sin contenido como siempre. Poco de Escobedo. «Que me devuelvan a Escobedo».
Como si los tuviera presentes, a muchos los podía imaginar en la facha y el gesto. Dirigió una carta a sus viejos soldados «para que pasara de mano en mano»: «A los Magníficos Señores, amados y amigos míos, los capitanes y oficiales y soldados de la infantería que salió de los Estados de Flandes». «El tiempo y la manera de proceder de estas gentes ha sacado tan verdaderos vuestros pronósticos que ya no queda por cumplir de ellos sino lo que Dios por su bondad ha reservado». Les hablaba en la lengua con la que siempre se había entendido con ellos: «Me querían prender a fin de desechar de si religión y obediencia. Toda la tierra se me ha declarado por enemiga y los Estados usan de extraordinarias diligencias para apretarme pensando salir esta vez con su intención». «Y si bien por hallarme tan solo y lejos de vosotros estoy en el trabajo que podéis considerar y espero de día en día ser sitiado, todavía acordándome que envío por vosotros y que como soldado y compañero vuestro no me podéis fallar, no estimo en nada todos estos nublados». Le parecía ver las abiertas sonrisas seguras. «Venid pues, amigos míos, mirad cuán solos os aguardamos yo y las iglesias y monasterios y religiosos y católicos cristianos, que tienen el su enemigo presente y con el cuchillo en la mano».
Tenía que hacer referencia al rey: «Tengo por cierto que S. M. con las veras y con la calidad que le obligan y en la misma conformidad hará las provisiones, lo podéis vosotros ser que yo os amo como hermanos».
Lo que sabía de las provincias era cada vez peor. Los Estados no sólo lo iban a desconocer, sino que se preparaban a sustituirlo. Con su astucia paciente, el Taciturno buscaba posibles candidatos. El archiduque Matías, hermano del Emperador, príncipe católico de la casa de Austria, sobrino del rey Felipe. ¿Cómo el Emperador Rodolfo, su viejo amigo de los años de la Corte con Don Juan Carlos, había podido aceptar aquello? «Buena jugada de pícaros». Junto al archiduque, el jefe de las fuerzas seria Guillermo de Orange. Ahora parecía haber logrado todo para realizar su ambición. El apoyo de los Estados, un buen pretexto de guerra, un títere regio de fe católica, y el mando efectivo en sus manos.
Había que cortar aquella inacabable lucha sorda. Ahora las cosas iban a ser claras y finales. No iba a continuar aquel rompecabezas de argucias y mañas de fulleros.
Esperaba hora tras hora la respuesta de Madrid. No llegaba. En Namur estaba como en la orilla de aquel país cada vez más extraño y ajeno. No había noticia del regreso de las tropas. No había dinero. ¿Qué hacia Escobedo? ¿Qué decía Antonio Pérez? ¿Qué pensaba el rey?
Lo habían abandonado a su suerte. Sacaba la cuenta del tiempo ido sin respuesta. Setenta y ocho días desde que Escobedo se había ido, cincuenta y siete días que había llegado a la Corte, sesenta y cuatro días desde que era un cautivo en aquel castillo de Namur, cincuenta días desde que llegó la última carta.
No le había parecido bien al rey la toma del castillo de Namur. Era el fracaso final de aquella política de pacificación que había defendido Ruy Gómez y también Antonio Pérez. Frente al hecho cumplido no le quedó más alternativa que aceptarlo y atender a los requerimientos de Don Juan.
Debió contribuir mucho la presencia de Escobedo en la Corte para decidir aquella acción. Para Antonio Pérez no debió ser fácil. Lo que hasta entonces se había reflejado en las cartas era más indecisión que otra cosa. Le anunciaban el regreso de las tropas y el envío de cuantiosos recursos. En aquel ambiente de preparativos de guerra sintió que recobraba fuerzas y salud. «Que callen las lenguas y hablen las armas».
En octubre comenzaron a llegar las tropas de Italia. Viejos soldados de Flandes y capitanes de los tiempos del Mediterráneo y hasta de las Alpujarras. Con ellos vino Alejandro Farnesio. «Contigo vuelve la fortuna». Fue un encuentro de desbordado afecto. Tenían mucho que recordar juntos. Las campañas del mar, la guerra de Granada, los tiempos de Italia. Hablaron de los vivos y los muertos, de Margarita de Parma. «Mucho la quiero y mucho le debo». En Flandes había comprendido lo acertado de los juicios de la princesa. «Todo lo que me dijo resultó cierto. Era ella quien tenía razón». Pasó la sombra de Don Carlos en la remembranza. Ruy Gómez y su comprensiva discreción. La princesa Juana, la reina Isabel y sus alegres tiempos. A ratos reían como niños. Del rey: «Mucho lo respeto y lo quiero, pero no lo puedo entender». «Lo que finalmente resuelve, llega siempre como una tardía confirmación ae sospechas». «Conoce muy bien el arte de negar sin decir no». Pintaron a varios Antonio Pérez. «Debo tenerlo por amigo mio», opinaba Don Juan. «Sí, pero a su manera», observaba Farnesio. Recordaron las repetidas contradicciones entre lo que prometía y lo que lograba. «Nunca se sabe con quién está finalmente». Don Juan reconocía que siempre había aprobado sus planes y colaborado en ellos. La empresa de Inglaterra la había tomado como suya. «Es posible, pero lo cierto es que se las arregla para no quedar mal ni comprometerse ante Su Majestad». Le confió a Farnesio: «Ya he dejado de pensar en todo eso. Ahora no me queda sino ganar la guerra y terminar bien».
La actividad de los rebeldes se multiplicaba. En rápida sucesión desconocieron el Edicto Perpetuo, depusieron a Don Juan como Gobernador, designaron al Taciturno como jefe de los ejércitos. Habían proclamado al joven archiduque Matías como Gobernador. Daban vueltas a los hilos de la intriga, visibles e invisibles.
Mientras, en el campamento se preparaban la tropas; había ocurrido la entrada triunfal en Bruselas del Archiduque y de Guillermo de Orange. Los estados, los magistrados y el pueblo se lanzaron a las calles a ovacionar al Taciturno y a su nuevo príncipe. Don Juan recordaba la atmósfera de tensión y recelo del día que lo recibieron. «Nos odian».
Los días finales de enero fueron de continuo quehacer. Las tropas del Tacituno avanzaban hacia Namur. Con Farnesio y Gonzaga y con los jefes de los tercios entró en un febril anticipo de combate. Los rebeldes se habían detenido a una legua de distancia, en Gemblours, y estaban dispuestos en orden de batalla. Los informes los describían como un improvisado y desordenado amasijo de hombres armados de todas las procedencias: valones, alemanes, gente del Norte, y hasta franceses, escoceses e ingleses.
Había que ir por ellos. Salieron en el alba. Don Juan y Farnesio en el centro, a un lado la caballería mandada por Gonzaga. Apenas entraron en contacto, se desprendió la caballería española en una atropellada violenta y penetró en las filas rebeldes revolviéndolas. Cuando la infantería entró en acción no encontró mucha resistencia. Se desprendían y deshacían las agrupaciones. Huían soldados rebeldes por todas partes.
Don Juan, bajo su estandarte, observaba con asombro la inesperada y rápida derrota. El desorden se había generalizado en las fuerzas rebeldes y a campo traviesa huían en deshechos grupos perseguidos por la caballería.
La derrota del enemigo era completa. El Taciturno se replegaba hacia Bruselas, seguido por la tropa en desorden. El campo estaba cubierto de muertos. Cuando pudo recorrerlo se dio cuenta de la magnitud de la victoria. «No fuimos nosotros, fue Dios», le dijo Alejandro Farnesio cuando se encontraron.
Al regresar a Namur escribió al rey dándole cuenta. No era para creerlo. Frente a los centenares de muertos de los rebeldes, los de sus tropas no llegaban a una decena. Tenía que ser la obra de un favor sobrenatural.
La situación había cambiado. De nuevo todo era posible y comenzaba otro tiempo. Lo que en aquellas primeras horas de embriagado estupor sintió fue como un renacer. «Si tuviéramos la gente y el dinero necesario dominaríamos todo el país y hasta prenderíamos al Taciturno».
Había ocupado Lovaina y otras ciudades. Vaciló en atacar Bruselas. Esperaba el eco que vendría de la Corte. El rey le escribió una larga y elogiosa carta de aplauso. Le ofrecía refuerzos y más dinero. Escobedo, por su parte, le hacía saber que aquel gran suceso había cambiado todo. Las reticencias, los mezquinos retardos, la lenta resistencia había cesado. Antonio Pérez lo elogiaba con citas de historiadores romanos.
En febrero y marzo todo pareció favorable. Pero había el riesgo de que pasara el tiempo y no se tomaran las acciones necesarias para completar el triunfo. Si se le daba tiempo, el Taciturno comenzaría a tender de nuevo los hilos de araña de su intriga habitual.
Fue un día como los otros en aquella primavera de nuevas esperanzas. La rutina ordinaria de despachar con los secretarios, de salir de paseo, de atender las audiencias. Fue Gonzaga quien se lo dijo. Lo presintió en el gesto y la voz que vacilaba para hablarle. Poco a poco, casi rechazando el significado de las palabras, lo alcanzó la plenitud del horror. Escobedo había sido asesinado en Madrid.
Se le borró la noción del tiempo y del lugar, para no quedar en su conciencia sino aquel hecho brutal.
Fue armando los detalles. La noche del 31 de marzo, Lunes Santo, venía Escobedo, a caballo con algunos acompañantes, hacia su casa. En la vecindad del palacio, junto a un santuario, cerca de las casas de Antonio Pérez y la princesa de Éboli, de entre los transeúntes nocturnos, una brusca pandilla de matones lo había atacado. Una espada lo había atravesado de abajo arriba. Se dobló sobre el caballo y rodó a tierra. La alarma cundió. Sus hombres y algunos paseantes trataron de detener a los criminales. Les vieron las caras, les arrebataron capas y pistolas, pero lograron huir y perderse en la noche. La gente corría gritando. Lo llevaron a una casa cercana. No tenía ya ni habla ni conocimiento, y poco después murió.
Se oscureció por dentro, súbitamente. Sentía que algo muy profundo había sido destruido dentro de él. Qué incontenible odio se había desatado. «Ha muerto por mí. Lo han matado para matarme».
Se hacía repetir la escena en busca de posibles indicios. Veía la noche de Madrid y el vecindario con aquellas casas tan conocidas por él. El golpe tenía que haber partido de muy arriba. Elucubraba calladamente hasta que caía en suposiciones que le daban horror.
Sabía por las cartas y por las conversaciones de visitantes las dificultades y malos ratos que Escobedo había pasado en la Corte. Su desesperada insistencia, sus repetidos y hasta atrevidos reclamos ante Antonio Pérez y el rey. Era suelto de lengua y se cuidaba poco. Se había mostrado siempre como su amigo, su defensor y el partidario más resuelto de sus planes de Flandes e Inglaterra. Muchas cosas debían haber ocurrido que él no sabía. No acertaba a identificar todos los personajes del turbio drama. No debían ser muchos, no habían sido nunca muchos. Mientras más volvía sobre el crimen se le hacía más forzoso recaer en la figura de Antonio Pérez. No hubiera podido hacerse aquello sin que él participara en alguna forma. Le venían en tropel los recuerdos de frases, de actitudes, de inexplicables conductas del secretario.
Algo en el fondo de él rechazaba semejante posibilidad. Significaría que era y había sido siempre su peor enemigo, que por años y años lo había logrado engañar. Peor todavía era tener que asomarse a la aterradora cuestión de que Pérez se hubiera atrevido a tamaña ofensa sin contar, en alguna forma, con la tolerancia del rey. Era una sensación de vértigo en la que le faltaba el suelo y el aire y perdía la noción de su propio ser.
Con Escobedo en Madrid, se había quedado sin confidente, solo en sus dudas. Había hecho venir a Juan de Soto para acompañarlo y dialogar. Más que nunca sentía la necesidad de aquel seguro eco de su pensamiento. Hablaba con sus amigos para desesperarse aún más y para llegar siempre al borde infranqueable de preguntas finales que nadie se atrevía a responder. Todos se mostraban sorprendidos y asustados. Farnesio y Soto le aconsejaban serenidad. No había que enloquecer haciendo suposiciones.
Por muchas vías le llegaban versiones diferentes. Algunos decían que a Escobedo lo habían matado por sus amores con una dama conocida, esposa del castellano de Milán. Habían encontrado en su casa cartas apasionadas y una llave para entrar en la noche a la casa de la amiga.
Otros implicaban al duque de Alba y a otros magnates. Era no conocer al duque. Pero lo que más se repetía y sostenía era la responsabilidad de Antonio Pérez, el rumor popular lo señalaba. Estaba en Alcalá de Henares la noche del crimen, pasando unos días de descanso. Gente que lo vio en esa víspera señalaba su excesivo nerviosismo, su visible angustia, su impaciencia para interrogar a los que llegaban de la Corte.
Tenía que escribir al rey. Lo hizo como si hablara consigo mismo.
«Señor: con mayor lástima que la sabría encarecer he entendido la infelice muerte del secretario Escobedo de la que no me puedo consolar, ni me consolaré nunca Le brotaba la resaca de su amargura. Ha perdido V. M. en él un criado como yo me sé y yo el que V. M. sabe. En esto de sentir tanto como yo lo hago, siento sobre todo que al cabo de tantos años y servicios haya acabado de muerte tan indigna a él causada por servir a su rey con tanta verdad y amor, sin otro ningún respeto ni invención de las que usan ahora».
Le llegaba a la boca el nombre que no debía escribir: «No quiero incurrir en este pecado en este caso que yo no señalo parte», para añadir con segura entonación de las palabras: «Mas tengo por sin duda lo que digo y como hombre a quien tanta ocasión se ha dado y que conoce la libertad con que Escobedo trataba el servicio de V. M., témome de dónde le puede haber venido». Insistió más: «Yo no lo sé de cierto, ni no sabiendo lo diré, sino que por amor a Nuestro Señor suplico a V. M. con cuánto encarecimiento puedo, que no permita que le sea hecha tal ofensa en su Corte, ni que la reciba yo tan grande como la que también se me hace a mí, sin que se hagan todas las posibles diligencias para saber de dónde viene y para castigarlo con el rigor que merece. Y aunque creo que V. M. lo habrá ya hecho muy cumplidamente y que habrá cumplido con el ser de príncipe tan cristiano y justiciero, quiero asimismo suplicarle que como caballero vuelva y consienta volver por la honra de quien tan de veras lo merecía como Escobedo y así pues le quede yo tan obligado que con justa razón pueda imaginarme haber sido causa de su muerte por las que V. M. mejor que otro sabe.». Rey, príncipe cristiano, justiciero, caballero, criminal.
En la larga carta reiteraba la súplica como si hablara con quien no quería oír. Recomendaba a la mujer y a los hijos del muerto. Volvía a insistir: «Todo lo que le suplico y le suplicaré continuamente hasta alcanzar la justicia y la gracia que le estarán pidiendo siempre la sangre y los servicios del muerto».
Era la sombra de Antonio Pérez la que no se iba de su pensamiento. Metido en su nube de aromas y de intriga, frío tahúr del juego del poder y de la muerte. A su lado, en su confidencia de crimen, el ojo solitario y fijo de la princesa de Eboli. Ya se le señalaba abiertamente, la familia de la víctima se atrevía a nombrarlo.
Un astrólogo de la Corte había hecho el horóscopo de la víctima. Le había revelado a la viuda que «el asesino era el mejor amigo de su marido».
Allí desembocaba su desesperación. ¿Se habría atrevido Antonio Pérez a tan inaudito crimen sin contar con alguna forma de aprobación del rey?
La peste se propagaba entre las tropas. Tumbados en sus mantas, hacinados en hospitales de fortuna, pestilentes de heces y vómitos, muertos y moribundos eran cargados en carretas rumbo a la fosa común. Con el copón de las hostias en las manos, los frailes iban repartiendo absoluciones. Las noticias de los rebeldes eran alarmantes. Se reagrupaban sus fuerzas, recibían ayuda abundante de ingleses, alemanes y franceses. Quince provincias estaban en rebeldía abierta.
Le tomó tiempo a Don Juan decidirse a marchar en busca del enemigo. Las largas semanas que habían pasado desde la noticia de la muerte de Escobedo no le habían dado tiempo para reponerse del terrible choque. Más que en la guerra de Flandes y en los Consejos de oficiales, estaba flotando en las conjeturas y acusaciones que le llegaban.
Con Juan de Soto pasaba horas dándole vueltas al inagotable acertijo. Había dejado de escribir personalmente a Antonio Pérez. «El sabrá lo que pienso». Soto veía con temor aquel ensimismamiento sin salida.
Con los que llegaban de España revivía la inagotable indagatoria. En una u otra forma lo que todos decían era que Escobedo había sido asesinado por culpa de la princesa de Éboli. El Verdinegro había sorprendido a Antonio y a la princesa en el lecho. Indignado de la ofensa a la honra de Ruy Gómez, había amenazado: «Esto ya no se puede soportar y estoy obligado a dar cuenta de ello al rey». Lo repetían y sobre todo aquellas palabras de la airada mujer: «Hacedlo así si os place, que más quiero el culo de Antonio Pérez que al rey».
Era volver a vivir la vieja historia de amores clandestinos entre la princesa y el rey. De sugestión en confidencia se tejían episodios de la oscura y vieja ligazón. «Cuando dijo eso, Escobedo se condenó a muerte».
Sin quererlo, recaía en la atormentada cavilación desde la impotencia de su lejanía. «Era a mí y no al pobre Escobedo a quien querían herir». Desde los oscuros hombres que asestaron los golpes de muerte hasta aquellos insólitos personajes que aparecían en la sombra. Eran sus enemigos mortales, habían sido sus enemigos y él no se había dado cuenta. «Me han estado engañando todo el tiempo».
A raíz del triunfo de Gemblours había escrito al rey pidiendo refuerzos: «Por amor de Nuestro Señor… que se dé leña al fuego en tanto que dura el calor, que perdida esta ocasión no pretenda más Su Majestad ser señor de Flandes, ni mayor seguridad en los demás de sus reinos». Debió haberse hecho insoportable Escobedo insistiendo en la necesidad del pronto socorro. Ahora lo veía claro, por defenderlo Escobedo se había hecho insoportable. Pensarían que era el pobre del Verdinegro el que le metía en la cabeza aquellos planes de Inglaterra y de la Corte. El golpe iba dirigido contra él y contra más nadie. Obsesivamente volvía a la imagen de Antonio Pérez. Tenía que ser él y ningún otro el que había dispuesto aquel cobarde crimen. Con su torpe lealtad Escobedo debió levantar muchas malas voluntades. ¿Cómo pudo atreverse a tanto Antonio Pérez, tan taimado y cobardón? No se hubiera atrevido a hacerlo a espaldas del rey. «El rey, mi señor, mi hermano…».
Se alimentaba poco, agotado y febril permanecía acostado días enteros. Con una resolución de desesperado, se puso en marcha hacia el Norte con lo que le quedaba de tropas sanas. Farnesio trató de disuadirlo. Los enemigos estaban fuertemente atrincherados y ellos no tenían la fuerza necesaria para desalojarlos.
Mientras avanzaba hacia el encuentro sentía como un extraño alivio. «Lo mejor sería que aquí terminara todo para mí». Había cambiado mucho, comenzaba a sentir una inesperada forma de piedad por aquellos flamencos que, por lo menos, combatían en campo abierto por lo que creían. Hablaba con los prisioneros con otra voz y otra actitud. Casi benevolente y compadecido.
Había sabido que tres veces habían intentado envenenar a Escobedo. Dos de ellas en las comidas en la casa de Pérez. La tercera en su propia casa. Compraron una criada morisca para que le echara solimán en el plato.
Con el confesor se atrevió a llegar más lejos. «No logro quitarme de la cabeza, padre, la espantosa idea de que, sin alguna forma de aprobación de Su Majestad, Antonio Pérez no se hubiera atrevido nunca a cometer tamaño crimen».
El primero de agosto atacaron al ejército del príncipe de Orange en el sitio de Rymenant. Combatió con desesperación. Las posiciones de los rebeldes eran muy sólidas y las tropas de Don Juan insuficientes. Hubo que iniciar el repliegue. Con continuos ataques de retaguardia se retiraron hasta un sitio fortificado a una legua de Namur.
Llegó temblando de fiebre; para mayor seguridad lo llevaron a una torre vieja, invadida de palomas, arreglada rápidamente con tapices y algunos muebles. Amodorrado y torpe se dejaba hacer. Resbalaba en la fiebre como en un sueño. Tenía días sin comer. Tomaba agua de palo guayacán, y entre vómitos y diarrea venían los médicos y los barberos con sus pócimas y sus lancetas. Olía a excremento y ranciedad. «Hiede a galera».
Tenía inflamadas las almorranas. Con la lanceta se las punzaron. Era un ardor de fuego como el que debían sentir los empalados. Mugía de dolor. De lejos llegaba hasta la torre el eco de los disparos del cerco enemigo.
Había que espantar las palomas que llenaban el espacio de zureos y ruido de alas. Recordaba los Espíritus Santos volando sobre las velas de la Pentecostés. Le pasaban por la memoria las figuras del recuerdo. Ruy Gómez, la princesa Juana, que ahora ya no parecía risueña; su hijo, el rey Sebastián acababa de desaparecer en la cruzada contra los moros en Alcazarquivir. Don Carlos, con la mirada de aquella noche de la alcoba de la prisión. El Emperador en la penumbra de la mañana en que le tendió la mano en Yuste. Eran los que ya estaban del otro lado de la tela de los retratos. «Fuera de la vida y del mundo».
«¿Qué día es hoy?», era la pregunta que hacía cada vez que creía despertar. «Veinte de septiembre, Alteza». Lo sorprendió la fecha. «Mañana, si es que estoy vivo, se cumplen veinte años del día en que llegué ante el Emperador».
Llamó a Soto para dictarle una carta para el rey. Entre toses y ahogos la voz delgada y vacilante parecía hablar sola, mientras cerraba los ojos. Recordaba el comienzo de la enfermedad: «Aquel mismo día en la noche me dio una calentura con un gran dolor de cuerpo y de cabeza que me tiene en la cama harto acongojado y aunque estoy tan decaído como si la hubiera tenido treinta días espero en Dios que con los remedios que se han hecho y van haciendo no pasará adelante, si bien certifico a Vuestra Majestad que el trabajo que se pasa es de tal manera que no hay salud que resista, ni vida que pueda durar». Se le agotaba el aliento. Soto, con su pluma, y el confesor estaban presentes. «No dejo, por lo que a mi toca, de tener gran sentimiento…». Se interrumpió y enmendó: «Grandísimo sentimiento de que sea yo sólo el desfavorecido y abandonado de Vuestra Majestad, debiendo no sólo por hermano, sino por el hombre del mundo que más de corazón le ha procurado servir y que con mayor fe y amor lo ha hecho, ser tenido en diferente estima y consideración».
Cada día, en alguna hora lúcida, se confesaba. Le rodeaban sus capitanes pero no podía casi hablarles. Se les quedaba mirando sin poder decirles lo que no llegaba a las palabras. En presencia de ellos le dijo a Farnesio: «El comando te pertenece. Lo harás mejor que yo». Hubo lágrimas y maldiciones.
Le dieron la Extremaunción y siguió en el delirio del que salía a medias para preguntar si Escobedo había regresado o para pedir al rey lo enterrara cerca de la tumba del Emperador. Pasaba horas largas sumido en aquel sopor de moribundo. Los acompañantes esperaban en suspenso el regreso de la respiración en cada aliento de estertor.
Se estaba durmiendo. Se estaba despertando. Subía por la cuesta. La reconocía, tan distinta. A un lado, los árboles del huerto y el estanque de los peces. Sólo viento y ruido de hojas. Al otro, la mole inerte del convento y la iglesia cerrada y sin vida.
Subía hacia la terraza vacilando sobre las piedras desiguales. No se oía ni el ruido de sus pisadas sin peso. Cada paso era un esfuerzo de asfixia. No veía claro. Todo parecía solo, abierto, quieto, lleno de aire lento y sin eco.
Había llegado a la terraza vacía. Ni un mueble, ni un ruido en el espacio hueco. Puertas y ventanas abiertas hacia ámbitos desnudos y lejanos. No se oía otra cosa que aquella gruesa respiración de ahogo que lo sacudía. Cada paso era más lento. Ni vida, ni movimiento, ni forma, apenas la apagada luz que lo iba cubriendo. Exhausto, ya para caer, logró alzar una voz que era un grito de angustia: «¡Soy yo!». La voz se iba de él y resonaba a lo lejos. «Soy yo… yo… yo».