Al paso de las mulas el pequeño grupo avanzaba buscando los caminos menos transitados. El tiempo se había puesto frío y húmedo. Mucha niebla y aguacero.
Al azar de los encuentros del camino cambiaba el trato y la posición de Don Juan. De ir en medio de sus acompañantes, acatado y dominante, a ponerse detrás, callado y sumiso, llevando del diestro la acémila del bagaje. Callar, saludar mansamente y hasta cargar con el equipaje de algún viajero incorporado al grupo. «Ahora soy el criado. Ahora soy el príncipe». No era buen presagio que aquella empresa comenzara como una mascarada.
No fue así la entrada a Granada, ni el embarco en Barcelona para la guerra del mar. Tropas, trompetas, gallardetes, reverencias y aplausos. Y la llegada a Messina con toda la flota en parada de honor aguardándolo Si lo hubieran visto en esa facha.
Comentaba con Gonzaga: «He aprendido más sobre la condición humana en estos días que en todos los años anteriores».
El tiempo se iba haciendo más nuboso y gris, días enteros de lluvia en que hombres y animales marchaban encogidos, chapoteando en los charcos. Cuando iban con extraños era él quien primero tenía que socorrer a la mula atascada o recoger la carga caída.
A veces lo regañaban. «Más prisa, más cuidado». O le lanzaban una negra pieza de cobre de limosnero.
Los días se hacían cortos. Había que salir en la oscuridad del amanecer para llegar a la posada ya anochecido. En las conversaciones con los otros viajeros lo que se reflejaba era el ambiente de la guerra latente o abierta. Se traslucía si el interlocutor era simpatizante de los hugonotes o partidario del rey. Cualquier palabra cambiaba de significado en la manera de decirla. No sonaba lo mismo «paz», «justicia» y hasta «Dios», en los de un bando y en los del otro.
Tenía que hacer esfuerzos para no intervenir en el diálogo apasionado. Gonzaga le parecía demasiado prudente. Si él no estuviera obligado a callar qué de cosas no hubiera podido decir a aquellos herejes.
A París entraron un atardecer. Llegaron con disimulo a la residencia del Embajador. Don Luis de Zúñiga le hizo la primera reverencia que había recibido en muchos días. No pudo menos que reír. «Seguramente, Don Luis, es ésta la primera vez que tratáis así a un morisco». Luego añadió con incontenible risa: «Octavio viene muy deshecho de nalgas».
Conversaron largamente sobre la continuación del viaje. Era la parte peor. Tierra infestada de herejes donde se combatía. Cambrai estaba ocupada por los rebeldes. El caso no era mejor en Arrás y Artois. No había otra posibilidad que seguir a Luxemburgo. Si los Consejeros de los Estados Generales de las provincias no lo dejaban entrar en la ciudad, podría dirigirse a Masestricht.
En la Embajada algunos criados se dieron cuenta de la importancia del visitante. Zúñiga aconsejó seguir al día siguiente, con dos capitanes españoles, para ver en Joinville al duque de Guisa.
Todo lo que recibió en el último trecho fueron malas noticias. No fue fácil la entrevista con el duque de Guisa. Veía lo de Flandes desde el punto de vista de la guerra francesa. Pero hubo cierto asomo de simpatía espontánea entre los dos.
Luxemburgo fue formándose dentro de la espesa bruma oscura. Siluetas de torres, algunas luces, un eco de campana. Poca gente en las calles. De algunas tabernas salían gritos de borrachos. En el palacio se dieron a conocer. Con el cabello medio teñido todavía, comenzó a recibir dignatarios. Volvió a oír el sonido de aquella lengua de los flamencos de Yuste. El Burgomaestre, los capitanes, algunos miembros del Consejo de Bruselas, que estaban en la ciudad por azar.
Las primeras noticias confirmaron sus temores. Le hablaron de conspiraciones, traiciones y el reiterado recuento de las depredaciones de los soldados sin paga. «No hay dinero, no hay soldados». Las primeras cuentas lo abrumaron. Eran millones de ducados los que se necesitaban. Los banqueros no prestaban más. El rey de España estaba en bancarrota. Eran aquellos negociantes de las altas casas y los grandes arcones de hierro. Flamencos, genoveses, judíos salidos de España.
«Es como si el mundo se me viniera encima», le dijo a Gonzaga. Desde la tarde siguiente las noticias fueron peores. Durante todo ese día y los sucesivos llegaron en atropellada profusión de correos, fugitivos y viajeros, las descripciones aterradoras de Amberes saqueado por las tropas. Media ciudad incendiada, los comercios robados, la soldadesca alzada y borracha. Españoles, alemanes, valones, se entremataban por las presas. El gobernador de la ciudadela había sido engañado por los mercenarios alemanes. Tropas de merodeadores habían venido al auxilio de la guarnición para robar y degollar con grandes pendones de Jesús Crucificado y de la Santísima Virgen. Desde lejos una nube de humo y de chispas cubría las torres de la ciudad.
Cuatro días después, sin poder conocer aún la magnitud de los daños ni la situación de las provincias, vino la información de que Guillermo de Orange había hecho firmar por la mayoría de las provincias un Tratado de Pacificación. La enumeración de los puntos acordados sonaba como una sentencia de muerte. Ayuda a los Estados Protestantes de Holanda y Zelanda hasta que las tropas del rey de España fueran retiradas y convocados los Estados Generales para revocar las medidas restrictivas impuestas antes. Sólo Luxemburgo y Limburgo no firmaron.
No le quedaba más camino que plegarse y negociar. Escribió al rey diciéndole que el solo nombre español era odiado. Le pedía también que le enviara a Escobedo retenido en Madrid. Y pedía «dinero, dinero, más dinero».
Cada vez se hacían más exigentes y atrevidos los miembros del Consejo de Bruselas. «No soy el jefe de un ejército derrotado que firma una capitulación y, sin embargo, es lo que quieren que haga». Si Escobedo estuviera a su lado estaría más tranquilo.
Sorpresivamente, los Estados Generales le presentaron un conjunto de peticiones que le parecieron escandalosas. Debía licenciar en cuarenta días los mercenarios, retirar las tropas españolas, reparar todos los daños causados por los motines, mantener y respetar todas las antiguas leyes y usos del país. Por su parte, las provincias contribuirían con parte de los gastos, reconocerían a Don Juan como Gobernador y respetarían la religión católica.
Las instrucciones que llegaron de Madrid lo condenaban a aceptar lo inaceptable. No le fue fácil. Lo que sentía era el ímpetu de desconocer todo aquello y recurrir a las armas. Continuamente cayeron sobre él los consejos de calma y prudencia. «¿Qué perpetúa el Edicto Perpetuo? La derrota de España». Había que poner buena cara, disimular los agravios, tragar lo intragable y esperar.
Fue entonces cuando pudo recorrer el país. Los largos campos llanos con sus retazos de cultivos, los molinos que saludaban de lejos y muchas torres de iglesia y fortalezas con su puñado de casas puntiagudas en torno. Gentes lentas, gordas, de gran comer y mucha cerveza. A veces caía en medio de una «kermesse» campesina. Las mesas tendidas en la plaza, hombres, mujeres y niños, comían, cantaban y bailaban. Enormes pucheros de sopa, carneros, cuartos de bueyes, los perros pululaban; por los bigotes rubios y las pecheras blancas chorreaba la grasa y la cerveza, mientras la música repetía monótonamente su son.
«No se parecen a nosotros, ni tampoco a los italianos». «Ésta es la dificultad para entenderlos». En las ciudades hubo visitas a ricas casas llenas de cuadros, espejos y colgaduras. Todo evocaba la riqueza. Llegó a la Gran Plaza de Bruselas. Era un salón abierto de piedra labrada. Sonaban las bandas, desfilaban los gremios con sus banderas, los ricos burgueses tintineaban bajo sus gruesas cadenas de oro. «Aquí hay más oro que en las Indias».
Iba a ver a su madre. Desde que llegó había vivido en la inminencia de aquel encuentro. Había preguntado, con temor a la respuesta. La manera cómo le respondían sobre «Madama Bárbara» o «la señora madre de Vuestra Alteza» decía mucho más que las palabras. Habló con amigos, consultó al Confesor y dejó pasar días sin dar respuesta a los mensajes de «la Madama» y de su hijo, aquel Conrado Piramus, tan hermano suyo como el rey. Las formas de responderle los cortesanos la acusaban. «Lamentablemente», «infortunadamente», «se dicen muchas cosas acaso infundadas». En anónimos, en soeces «grafitti», se le injuriaba junto con su madre.
Los funcionarios le habían confirmado su resistencia a ir a España y, más que todo, a entrar a un convento. «Tendrá que ser por engaño, señor».
A medida que se acercaba el momento crecía su desazón. «No hallo qué hacer». Ella también había escrito solicitando que la recibiera. Hubo que resolverse a hacerlo.
Cuando llegó la hora de recibirla, en Luxemburgo, procuró que hubieran los menos testigos posibles. La hizo entrar por una puerta excusada.
Quedó solo en la sala esperando que el ujier la trajera a su presencia; hasta que se abrió la puerta y vio aquella figura plena en el marco. Se puso de pie y mientras ella avanzaba estuvo viéndola con ojos de miedo. Era aquella mujer extraña, nunca antes vista, y era también su madre. La iba descubriendo y detallando a medida que se acercaba. Le oyó vagamente algunas palabras en francés: «Monseigneur», «mon fils». Era alta, fuerte, colorada, cabello rojizo, avanzaba maciza y segura, demasiado color en las mejillas y los labios, mucho perfume, envuelta en un traje aparatoso de colores vivos. Le tomó las manos y se las besó.
«Por muchos años he deseado este momento, señor». «Yo también, podéis creérmelo». La invitó a sentarse a su lado. Lo hizo con desenfado.
Empezó una conversación que se disolvía en banalidades. «Sois un “bel homme”». Él la cumplimentó por su buena apariencia. Luego le dijo que la quería ayudar, que quería hacer todo por su bienestar. Hablaron de su hijo Conrado. Ofreció ayudarlo para que ingresara en la administración con un buen cargo. Hubo pausas largas en las que ambos se miraban y no cruzaban palabras.
Lentamente, tanteando el terreno, le habló de los peligros que ella podía correr en Flandes en aquella situación. «Estos herejes son capaces de cualquier cosa». No parecía rechazar la idea. Hasta que se atrevió a decir, muy suavemente, que era tal vez mejor que se fuera a España, donde la recibirían con todos los honores.
Cambió instantáneamente. Una dura máscara de furia le alteró los rasgos, la voz se le hizo dura y cortante. Se negó rotundamente. Era la misma vieja idea del duque de Alba, el mismo siniestro propósito de sepultaría en un convento de España. «No iré nunca. No hay fuerza ni razón humana que me pueda obligar a hacerlo. Si era eso todo lo que tenéis que decirme…».
Trató de calmarla. Con el tono más dulce que halló le explicó la conveniencia de que no estuviera en Flandes mientras él era Gobernador. Podía ir a Italia o a España a establecerse como la gran señora que era. La princesa Margarita de Parma podía recibirla o Doña Magdalena de Ulloa.
Fue entonces cuando se le escapó aquella frase que ya no pudo recoger: «Hacedlopor mí y por mi Augusto Padre». Se irguió desafiante, cambió de tono y aspecto, y comenzó a hablar atropelladamente. Lo tuteaba como para golpearlo. «Tú también. Era lo que me faltaba. Todos quieren disponer de mí menos yo. No soy una borracha, ni una puta. Eso es lo que quisieran muchos. Me aprecio mucho yo misma. ¡Qué Augusto Padre ni qué Augusto Padre! Ésas son babiecadas. Ni lo sabes tú ni lo sé yo misma. Puede que seas hijo de él, pero también podrías serlo de otro hombre».
Se hizo un brusco silencio. «Qué atrocidad habéis dicho. Debéis estar loca». Mientras ella callaba, él, con las manos apretadas y pálido de muerte, se paseó por la habitación hablando a solas.
Volvió a sentarse pesadamente. Parecía maniatado en sí mismo. «No creo que hoy tengamos más que hablar. Todo se va a hacer de acuerdo con vos. Otro día hablaremos. Yo le haré avisar. Otro día».
La acompañó hasta la puerta y se soltó a llorar.
Madrid aprobó el Edicto Perpetuo y ordenó el retiro de las fuerzas españolas. Lo sintió como una humillación. Había quedado convertido en un mero símbolo de un poder desaparecido. Todo lo peor podía esperarse ahora. Examinaba con sus allegados la situación y todo le parecía negativo. Se desesperaba buscándole sentido a la actitud del rey y no lo encontraba. Escribió a Pérez con desesperación. Desde Madrid debían ver las cosas de otra manera. «Yo también he sido partidario de la paz, pero esto es la rendición».
Lo que era peor, desde abril fue entregando las fortalezas a los señores flamencos y comenzó el retiro de las tropas españolas por Luxemburgo y el Franco-Condado. No habría ocasión para la empresa de Inglaterra.
Escobedo se esforzaba en consolarlo. Según él se abría la posibilidad de regresar a la Corte, de formar parte fundamental del Consejo del rey, de gobernar a su lado descargándolo del peso del mando. Le había escrito a Pérez. «El príncipe, desesperado ahora, sólo desea un sitio bajo un dosel, lo cual lo igualaría a un Infante». Se iba a robustecer inmensamente el partido de Pérez. Los Vélez y Quiroga. «Vuestra Merced nos puede hacer cortesanos». Le aconsejaba dolerse del trabajo de Su Majestad y «cuánta necesidad hay de su salud». El príncipe era niño, «convendría que tuviese con quien descargar». Don Juan podría ser «el báculo de su vejez». Don Juan escribió a su vez a sus amigos. A Pérez le impetraba: «Haciéndome a mí una de las mayores buenas obras que de amigo pueda recibir».
Declaró un día. «Me iré con los soldados». Podía irse con la fuerza a Italia para volver a Madrid. Podría también renunciar a todo y meterse a un convento. Abrojo o Montserrat. «Por lo menos tendré sosiego de alma».
Se pensó también en la posibilidad, con las tropas que le quedarían, de irse a Francia, de acuerdo con el duque de Guisa, «para ayudar como aventureros al rey de Francia en la lucha con los hugonotes». Se diría que la causa fue muy honrosa y que «Don Juan de Austria fue a socorrer al rey de Francia para restaurar su reino y extirpar a los herejes».
El rey lo oiría con desdén y hasta con burla. Le restaba quedarse allí, gobernador de befa, objeto de chacota, digno de los cuentos de aquel Til Eulenspiegel, de quien se contaban tantas insólitas ocasiones de agudeza vestida de torpeza. Había visto en las fiestas populares al rey de los locos, con su cetro de payaso, su corona de cascabeles, su pompa ridícula. Era lo que le estaba reservado.
Por los caminos, hacia Borgoña, resonaban los tambores y los pitos al paso de las tropas. Deshechos rebaños de soldados, con la lanza o el arcabuz a cuestas, junto a las acémilas y carros con las mujeres y los niños. Mujeres y niños ya flamencos, de soldados viejos. ¿Qué estaría diciendo el duque de Alba?, le iba a escribir una carta, ¿para decirle qué?
Cayó enfermo, en una de aquellas fiebres y desganos que lo postraban por días. Bascas, dolores, delirios a ratos. Venían los médicos con sus sangrías y emplastos. Se reponía lentamente y se entregaba al festinear con los amigos. Vino, espesa cerveza, reilonas y torpes mozas de gruesas carnes pálidas. Para volver a recaer en el desgano y en la ausencia.
Escobedo temió que en aquel estado Don Juan no podría sobrevivir. Si se dejaba morir todo estaría perdido. Escribía a Pérez su angustia: «Lo temo, fácilmente ha de dejarnos ir a buenas noches, quiero decir a malas…; si nuestra desventura fuese tal, adiós Corte, adiós mundo». Era muy grave lo que veía. «Ayudémonos, pues conservamos al que nos conserva». «Señor Antonio», escribía por su parte Don Juan, «haciéndome una de las buenas obras que de amigo puedo recibir, pues me librará cierto de incurrir en desobediencia por no pasar por caso de infamia». Temía que sus cartas al rey pudieran ser mal interpretadas y le pedía a Pérez que modificara su contenido como le pareciera mejor. Insistía en «sacarme de aquí, que en hacerlo me va la vida y honra y alma». «Créame, haga lo que tan de veras pido, haga el esfuerzo, señor Antonio, y avíseme con propio enviándome nuevas tales que para in eternum me haga suyo, si más de lo que soy puedo serlo». Se comprometía a ser suyo: «Yo me uniré a Vélez y a Quiroga, no sólo para sosteneros, sino para atacar a nuestros enemigos, porque consideraré como tal a quienquiera que lo sea de un amigo como vos».
¿Por qué había venido allí? Recordaba su tenaz resistencia de animal en peligro. «Yo no quería venir. Tú lo sabes, Escobedo». Repetía sus argumentos y excusas ante el rey y los amigos. «Pero tenía que venir, era fatal. Es la tierra de mi padre. Es eso».
En el mejor momento de la tregua fue a Gante. A la alcoba en la que nació el Emperador. Se quedó solo en ella largo rato. Allí empezó la vida prodigiosa. También fue a San Bayo, donde lo bautizaron. El Cordero Místico vertía el rojo y perfecto chorro de su sangre, como la traza de un ala, en el cáliz de oro. Los Papas, los Emperadores, los reyes, los señores, los campesinos, contemplaban en trance flotando en la luz sin peso que llenaba el retablo.
Se sentía perdido en aquella situación cambiante. «No tengo tropas. No tengo recursos. No puedo confiar en nadie». Eran innumerables los matices de la disidencia. Desde el noble católico que se resentía del dominio español hasta el hereje declarado. Nadie decía lo que pensaba. Había que interpretar las palabras y las actitudes. La intriga se movía a todos los niveles. «Es preferible la guerra, Escobedo». Sentía que lo iban envolviendo y atando con disimulos y tretas.
Le guardaban las formas exteriores del acatamiento, pero se daba cuenta de que cada vez era más limitada y desacatada su autoridad. Lo habían reconocido como Gobernador y lo habían recibido solemnemente en Bruselas. Entró a la Gran Plaza en fiesta a la cabeza de un grupo de caballeros ataviados con inmenso lujo. Lo guardaban los dignatarios, los Consejeros de los Estados, los banqueros en sus oscuros terciopelos, los negociantes y un pueblo sin entusiasmo.
«Esto parece más una despedida solemne». Lo que se iba confirmando era un panorama de hostilidad agazapada. Le llegaban denuncias de conspiraciones contra su vida. Hacía con sus amigos el recuento de la situación y terminaba: «¿Qué hago aquí?».
Se habían ido las tropas españolas, la empresa de Inglaterra sonaba a irrisión, apenas quedaba aquella posibilidad del regreso a Madrid para entrar en los Consejos del rey. Pero eso mismo no lo veía claro. «Con Antonio se puede contar, pero no es suficiente». Volvía con terca fijeza a la vaga idea de retirarse definitivamente a un convento. Escobedo no hallaba otra manera de sacarlo de ese abatimiento que con burlas. No estaba hecho para eso, ni podría serlo nunca.
«El príncipe de Orange ha triunfado y ya es tarde para enderezar esta situación perdida. Yo no me siento con vocación de derrotado».
Escobedo le había llegado a decir al rey: «Don Juan es hombre y sabe dónde le aprieta el zapato». Le había dicho que «no se imaginara que había cumplido con vos dándole generalatos de mar y tierra, ni gobernaciones, que ni los necesita ni los quiere».
«¿Te atreviste, Escobedo?». «Dije más. Que debíais regresar con vuestra caña al puerto, volver a la Corte y servir allí a Su Majestad, que es allí su lugar, como hijo de su padre y hermano de Su Majestad».
Lo que vino después fue más negativo. El príncipe de Orange se había negado a firmar el Tratado alegando que no contenía la cláusula de la libertad de conciencia.
Por esos días vinieron emisarios de la reina Isabel de Inglaterra con halagos y presentes. Habría paz en los Países Bajos y paz con España. No estaba cerrada la posibilidad de un matrimonio con la hereje.
«En esto anda la mano del Taciturno». Era la reacción de Escobedo.
No se cansaba de escribir al rey y, sobre todo, a Antonio Pérez. Fuera de Luxemburgo y de Namur ya no podía contar con las demás provincias. «El ejemplo de Holanda y de Zelanda es pésimo. Todas se irán con uno u otro pretexto». Con las noticias de «complots» contra su vida venían las denuncias de deslealtad de muchos señores. Tenía que cuidarse de las comidas, de los criados, de ponerse aquel par de guantes que le habían regalado y que podía estar envenenado, de la lealtad condicionada de aquellos nobles invocadores de fueros, de concesiones imperiales de costumbres de señorío.
Se le hacía más claro que sin el regreso de las tropas y mucho dinero la causa de España estaba perdida.
Había que enviar a Escobedo a la Corte para poner en claro aquel enredo. Lo que venía en las cartas de Pérez era confuso y negativo. «Aunque yo quisiera infinito enviar a Vuestra Alteza la resolución que desea acerca de su salida de ahí, a nuestro amigo el marqués de Los Vélez, ni a Quiroga, les ha parecido que de ninguna manera se puede tratar esto por ahora, sino es queriendo que se perdiese todo y lo que Vuestra Alteza ha ganado hasta ahora y que se pusiesen los Estados en manifiesto peligro…». «A Su Majestad le parece muy al contrario que si esos Estados se han de poner y reducir a su buen estado antiguo ha de ser por mano de Vuestra Alteza». Añadía aquellas tan suyas, tan inquietantes: «Viendo que Su Majestad entiende esta materia con tanta resolución… no me ha parecido apretarlo tanto que me tuviese por sospechoso, porque aunque me tenga por muy de Vuestra Alteza algunas veces crea y piense que todo lo que se dice es principalmente por su servicio, porque si no se hiciese esto iríamos perdidos, como le escribo a Escobedo y podría yo hacer poco servicio a Vuestra Alteza».
«No es fácil entender ese juego». Escobedo protestaba la seguridad de la amistad del secretario.
También se refería al proyecto de regresar a Madrid. «Me arrojé este otro día al agua diciéndole mil bienes de Su Alteza, lo mucho que vale, el gran descanso que ha de tener con este hermano, que es hermano y hombre ya hecho y experimentado y probado y de cuyo trabajo y compañía puede comenzar luego a sacar más fruto y descanso que de otros». Añadía que no había querido pasar de allí, «pues es materia para más de una vez y en que se debe ir lavando poco a poco y no a grandes golpes porque no quebremos». Oía perplejo: «A alguien está engañando el señor Antonio».
A Escobedo le escribía: «Placiera a Dios que algún día sea, pero no mostremos a este hombre jamás que lo deseamos porque nunca lo veremos y el camino para vencerlo ha de ser que entienda que todo sucede como él desea y no Su Alteza, sino que nos, los suyos, se lo aconsejamos como cosa de su servicio…, y que vea en todo lo que certificamos que no tiene voluntad sino la suya, y así, señor Escobedo, de venirse Vuestra Merced acá nos guarde Dios que seríamos perdidos y ya le he dicho a los pocos amigos que tenemos… el estado del hermano sin dar ocasión es peligroso y mucho y le hará notable su venida…».
Lo peor le parecía la terquedad del rey en no comprender la situación. El proyecto que lo llevó a Flandes ya no existía. Le había escrito a Pérez sobre «la quiebra de nuestro designio tras muy trabajado y bien guiado».
Estaba cercado de enemigos. Ya no le quedaría más que refugiarse en alguna plaza fuerte y esperar los socorros de España. Contra los consejos de Pérez, resolvió enviar a Escobedo a Madrid a plantear al rey la horrible situación. Hacer volver pronto las fuerzas españolas y lograr recursos para la guerra inevitable. Llevaba carta para el rey. «Fuego y sangre con ellos y déjeme Vuestra Majestad».
Despachó a Escobedo. «Ahora todo depende de vos». Se fue a Malinas. Cercado de hecho, amenazado en todo momento, lo podían asesinar o raptar. Si el rey no respondía pronto y enviaba los auxilios tendría que hacer algo a la desesperada.
La noticia le corrió por el cuerpo como un gran trago de vino. Dejó el aire triste de aquellos días y se puso a sonreír.
La reina de Navarra, Margarita de Valois, venía en camino de Namur. Era la más agradable y regocijada nueva que había recibido en aquel tiempo duro. Se puso a hacer planes con sus servidores para recibirla con la mayor pompa. No iba a estar sino tres días en su camino hacia las aguas de Spa. Había debido hacer un desvio en la ruta directa para pasar por Namur. Sin duda lo quería encontrar. La había entrevisto en el tránsito fugaz de París y conocía su leyenda. La hermana de Isabel de Valois, aquella reina tan llena de gracia y tan transitoria, de la que había estado cerca con arrobamiento en los días de su adolescencia en la Corte. Mucho de aquel encanto ahora se acercaba a su dura vida de Flandes.
Pareció olvidarse de todo para entregarse a los preparativos de torneos, banquetes, paseos, festines, danzas y música. Recibía con impaciencia los partes de su aproximacion. Traía un gran séquito de damas y caballeros.
Le había hecho saber con certera coquetería que no deseaba grandes fiestas porque el único objeto de su viaje era conocerlo en persona para compararlo con la leyenda.
A retazos, la vida y la figura de la reina surgió de las conversaciones. A los diecisiete años la habían casado con su lejano primo Enrique de Bearn, príncipe de Navarra, que había conocido en la niñez en la Corte de Francia. El partido católico miraba al príncipe como peligroso protestante. Cinco días antes de San Bartolomé se celebró su boda en Paris. Fue una boda manchada de sangre. El príncipe estuvo amenazado. Poco tiempo después la muerte de la reina de Navarra lo hizo rey. En el hervor de murmuraciones y odios de la Corte corrían historias de sus aventuras galantes. No se hablaba menos de Margarita. Se le atribuían amores clandestinos. Por ella el señor de La Motte había sido asesinado. No por venganza de amor, sino agravio de orgullo. Subió al trono Enrique III y Enrique de Navarra se mantenía en sus tierras en abierta simpatía con los hugonotes. La reina madre, Catalina de Médicis, tuvo que llevarla hasta la Corte de su marido para lograr una reconciliación poco duradera. No había tenido hijos Margarita, mientras Enrique de Navarra cambiaba de amantes y sumaba bastardos.
Estaba separada de hecho y venía de la Corte de su hermano, el rey de Francia. Podía venir en alguna misión política para meter a los franceses en el conflicto de Flandes. Tenía sobre ella un aura de belleza y fatalidad.
Con una brillante comitiva de caballeros y damas salió Don Juan a encontrarla en el camino. Era una mañana de julio, luminosa y plena.
A poco de cabalgar toparon con el cortejo de la reina. Tres literas, tres carrozas, numerosos caballeros y un destacamento de tropa.
Echó pie a tierra ante la litera. Ella asomó la cara por la cortina abierta y le ofreció la mejilla. Se detuvo a contemplarla. Era bella. Alguien había dicho que era de «una belleza diabólica». Eran los rasgos de la reina Isabel de Valois. Reaparecía aquella imagen nunca olvidada de la primera vez que la vio cuando salió a recibirla en el camino de Guadalajara con Don Carlos. La misma piel transparente, los pómulos altos, la frente amplia, los ojos vivaces y grises, la boca carnosa, sonriente. Le tomó las manos y besó la mejilla fresca. Aspiró un perfume seco y penetrante. «No es posible verla sin amarla, señora». Sonriente le había replicado: «Debéis saber que es peligroso».
Se incorporó de la litera y vinieron a rodearía sus damas y los caballeros del séquito. Mientras se hacían las presentaciones la pudo observar con gula. Era posesiva y burlona.
Había sido aquella hermana menor de la que tanto hablaba la reina Isabel. Era también aquella otra que, en los días de Alcalá, había figurado entre las posibles esposas para Don Carlos. Era, sobre todo, la princesa que la reina madre de Francia había propuesto a Felipe II para reemplazar a Isabel muerta. «El destino de las princesas lo hacen los otros».
Del destino hablaron en el trayecto hacia Namur. «He sabido mi destino y el de toda mi familia. El doctor Nostradamus lo predijo del modo más perfecto». Hablaron del temido profeta ya muerto. Contó muchas profecías cumplidas. «Se concentraba y por los astros podía profetizar el destino de cualquier persona».
Recitó el oscuro cuarteto que parecía anunciar la muerte de su padre, el rey Enrique II, en un torneo: «En jaula de oro le romperán los ojos». La reina Catalina le pidió los horóscopos de sus siete hijos. «Dijo que todos serían reyes». Ya no faltaba sino uno, «mi hermano el duque de Alezón». Se inmutaron los españoles. Era precisamente el joven príncipe francés que el Taciturno tenía como un posible candidato al Gobierno de Flandes. Cambió de tema con gracia.
Parecían estar solos. «Por mi han pasado muchos destinos, ahora sé que el único que me queda no es bueno». «No hay que decir eso, Vuestra Alteza lo tiene todo». Sonrió al halago.
Desfilaron por la ciudad en fiesta hasta el palacio. Los vecinos se asomaban como si despertaran de la pesadilla de la guerra.
De la recepción en el palacio pasaron al banquete. Había música de violas y canciones de amor triste. Se sentían solos y segregados de los demás. «Todo ha cambiado con vuestra presencia». Se había borrado la angustia y el cerco de amenazas. Ella dijo: «Somos como dos niños escapados de la casa, escapados de un presente que no nos agrada». Hacía comentarios burlones sobre las damas y señores que le presentaban. Recordaba con desparpajo personajes y cuentos de la Corte de Francia. Engaños del amor, historias de alcoba, picardías.
En el banquete, sentados juntos en la cabecera, comenzaron a tutearse. A través de ella percibía otros rostros. Isabel de Valois, aquel sueño de mujer inaccesible de sus años mozos, Catalina de Médicis, en el centro de la red de su intriga, y algo de las mujeres que había amado. Era distinta a todas. Lo fascinaba y le llegaba hondo. Tuvo la sensación de estar atrapado. «Puedes ser un peligro para lo que estoy haciendo aquí. Pueden aprovecharse mis enemigos, pero no logro verte de esa manera. Olvidemos todo eso. Quiero vivir plenamente esta hora que nos regala el destino».
Pasaban en su parlería las cosas divertidas de la Corte de Francia. Lances de amor y engaño, imitaba gestos, soltaba palabras crudas. No había oído hablar así a ninguna gran dama. Tal vez a la princesa de Éboli, pero era otra cosa. Lo hacía reír como cuando le contó una escena representada por los comediantes italianos en presencia de la reina Catalina. El joven que pasa la noche oculto en la alcoba de la bella dama y al día siguiente se lo cuenta a un amigo. «¿Ch’avete fatto?». «Niente», respondió ante el asombro del otro que lo increpa: «¿Niente? ¡Ah poltronazzo!, senza cuore, non avete fatto niente, che maldita sía la tua poltronería».
Rió Don Juan y advirtió lo que había detrás de las palabras. Más adelante le dijo: «Me recuerda un romance de España que aprendí de niño. Trata precisamente de la hija del rey de Francia». Narraba y recitaba: «De Francia partió la niña/de Francia la bien guarnida…». El caballero la halla extraviada en el camino y la recoge para llevarla a Paris. Era bella y la requiere de amores. Ella se defiende: «Tate, tate, caballero/no hagáis tal villanía/hija soy de un malato/y de una malatía/el hombre que a mí llegase/malato se tornaría». Ya entrados en la ciudad la infanta se burló. «¿De qué vos reis, señora?». «Riome del caballero/y de su gran cobardía/tener la niña en el campo/y le catar cortesía».
No se separaron en todo el día. A ratos llegó a retenerle la mano de finos dedos cargados de luminosas sortijas. En medio de los cortesanos y los criados se sentía al lado de ella más libre y más joven. En la noche hubo baile y fuegos de artificio. La llevó de la mano a formar parte del cuadro de los danzarines. No la veía sino a ella. Estallaron los fuegos de artificio. Desde la plaza volaban por el cielo nocturno chorros de luces en medio de las explosiones de los cohetes. Se separaron de los espectadores agrupados en los balcones. Solos llegaron hasta la cámara reservada para ella. Se vieron a los ojos antes de entrar y luego penetraron sin decir palabra. Cerró la pesada puerta. A la luz de los candelabros se alzaba el gran lecho dorado cubierto de cortinas, como la escena de un teatro. En los tapices de la paredes estaba la batalla de Lepanto. En la tela azulosa flotaban las galeras bajo la figura de la Virgen entre las nubes, y en primer plano Don Juan, de armadura, casco y bastón de mando, con la mano extendida dirigiendo el combate. «No hay como huir de ti».
La tomó en sus brazos y comenzó a besarla ávidamente.
Cesó la sonrisa, hubo algunas palabras que él ni oyó. La llevó hasta el borde del lecho. Había cerrado los ojos y respiraba ansiosa. Antes de volcarse dijo apenas: «Doucement».