Doce

Su situación había cambiado. Era lo que sentía en la forma en que lo trataban los grandes funcionarios y en los decidores silencios que se hacían ante él. «Fue una lástima. Vuestra Alteza hizo todo lo que se podía. Desgraciadamente…». Desgraciadamente, lo sabÍa, había fracasado. Las culpas recaían sobre él. Había desobedecido al rey al no desmantelar la fortaleza de La Goleta. Había salido tarde y mal y no había podido llegar a tiempo.

Un cierto tono de insoportable conmiseración había en las palabras de los cortesanos. Con Juan de Soto se descargaba. «¿Qué soy ahora? Nadie lo sabe y menos yo mismo. Los virreyes me hacen menos caso que nunca; no tengo ninguna autoridad sobre ellos. La Liga se acabó, la flota está dispersa y sin recursos. He quedado para recuerdos y pequeñeces. Para arreglar los pleitos de los genoveses».

Ya evitaba hablar del posible reino para él. «Me verán como un majadero que no sabe lo que es, ni menos lo que puede. Si me quedo aquí irá cayendo sobre miel olvido y la insignificancia; ahora más que nunca necesito que se me reconozca, que se me dé el rango que me pertenece y que me han negado siempre. Que se me dé una situación de verdadero poder y no este engaño que nunca se resuelve».

Decidió en un ímpetu presentarse en Madrid sin permiso y sin aviso. Era un desafío al rey. Soto trató de aconsejarle paciencia. No quiso oir. «Peor que todo sería continuar en la situación en que me hallo».

Con dos galeras salió para Barcelona. Era otra aventura, distinta y acaso más difícil que las que hasta entonces había corrido.

Desde que desembarcó empezó el juego de las ingratas sorpresas, los disimulos y los nuevos reconocimientos.

«¡Qué maravillosa sorpresa nos da Vuestra Alteza!». Sorpresa era, bastaba ver las expresiones desacomodadas. «Ya era tiempo de que volviera Vuestra Alteza».

Topó con caras nuevas y con viejas caras que tenían otra expresión. Envió adelante a Soto y sin más aguardar siguió a Madrid.

Antonio Pérez salió a recibirlo en las afueras. «Vuestra Alteza me va a honrar alojándose en mi Casilla». Esplendoroso, sonriente, cubierto de sedas y de joyas, erguido, seguro, parecía otro distinto del que había conocido. Volvió a respirar aquella nube sofocante de perfume que lo rodeaba. «Mucho has cambiado, Antonio». «También Vuestra Alteza». ¿En qué sentido lo decía? Esa iba a ser desde entonces la nueva dificultad, conocer los nuevos sentidos que habían adquirido las viejas palabras. Fue frío el saludo de Pérez para Juan de Soto. Junto a Pérez estaba aquel hombre gris y pesado, de ojos duros y palabra sentenciosa y áspera. Era Juan de Escobedo, gente de Ruy Gómez, lo llamaban «el verdinegro».

Oyó a Pérez hablar con condescendiente tono de superioridad de lo que pensaba el rey. «No le ha gustado esta venida sin su permiso, pero ya se le ha pasado, como se le ha pasado el disgusto por lo de La Goleta». No pudo callar. «Ya sé, toda la culpa es mía, cometí la gran falta de querer pensar con mi cabeza y tomar decisiones ante los propios hechos que estaban ante mis ojos. A propósito, Antonio, no sabes lo que han dicho en Nápoles». Rió con falsa risa y añadió: «Granvela con la bragueta y Don Juan con la raqueta, perdieron La Goleta». Antonio Pérez se sonrió apenas.

Poco a poco fue dándose cuenta de lo que había cambiado en la Corte y de la nueva actitud para con él. Había un cierto tono de apiadada condescendencia cuando le hablaban de La Goleta. «La guerra es un azar». El duque de Alba le dijo entre paternal y agresivo: «Habéis aprendido mucho. En la guerra no se deja de aprender nunca».

Sintió las grandes ausencias, los huecos y vacíos en el paisaje humano, la de la princesa Doña Juana, la de la reina Isabel de Valois, tan distinta de aquella alemana hacendosa y triste que era la reina Ana. Había la gran falta de Ruy Gómez. Muchos lo recordaban con nostalgia. Tan distinto de Antonio Pérez. Y había también, muy aparente para todos, la ausencia de la princesa de Éboli. «¿Qué es de mi tuerta?». Con lo que le contaron en sucesivas confidencias pudo reconstruir el cuadro.

A la muerte de Ruy Gómez, Doña Ana había caído en una inmensa depresión. Se fue de Madrid a sus tierras de Pastrana y decidió profesar como monja en el convento de Carmelitas Descalzas que allí había fundado. Escobedo le explicó un día: «Su vida sin Ruy Gómez no era posible para ella. Estaba hecha a un poder inmenso por medio de aquel hombre. Al través de él mandaba y gobernaba. Eso no lo ha podido soportar». El drama había terminado en comedia. No quiso someterse a las duras reglas del convento. Peleó con la Superiora, pretendía mantener hábitos de gran dama con servidumbre y visitas. Terminó mal con la propia Madre Teresa de Jesús. El nuncio mismo había dicho: «Es un magnifico espectáculo este combate entre dos féminas exaltadas y autoritarias». Terminó por irse del convento a su palacio de Pastrana para cerrarse de negro en un alarde de viudez. Estaba todavía allí pero era evidente que de un momento a otro se presentaría de nuevo en la corte.

Llegó el día de visitar al rey. Sabía lo que le iba a decir por lo que Pérez le había respondido a sus cuestiones. Se arreglará lo de Italia, se pospondrá lo del reconocimiento de la condición de Infante, no habrá promesa firme en lo de la corona de Inglaterra. Así fue. Pasó por las salas y las antecámaras. Lo saludaron con respeto y alguna curiosidad. Era como si regresara de otro mundo. Lo miraban de una manera distinta, mezcla de envidia y desdén. Algunos le asestaban miradas de cazador. Le hubiera provocado decir en voz alta: «Sí, miradme bien, soy Don Juan de Austria, aquel que una vez, hace ya mucho tiempo, derrotó a los turcos, que antes también derrotó a los moriscos en Granada, tal vez ya no recuerdan, pero seguramente recordarán que soy, sobre todo, el atolondrado que perdió a Túnez. Pueden saciarse de verme». El rey lo recibió sin mostrar sorpresa ni curiosidad. «Me contento de que hayas venido». Tenía una rara sonrisa borrosa, entre grata y burlona. «Hablemos de Italia». Olvidado de todo lo demás, le habló con pasión de las dificultades de su acción en los dominios italianos. Granvela y sus marrullerías, Terranova y sus desacatos; los desdenes de Zúñiga en Roma, los interminables meses de esperar una decisión que siempre llegaba tarde. La falta de dinero y vituallas. Los amotinamientos, las contradicciones y aquel pantano de intrigas en que ahora estaba metido entre las facciones de Génova con riesgo de que los franceses se aprovecharan y de que el Papa metiera mano. «Soy todo y no soy nada, señor». «Eso lo vamos a remediar». Le había indicado su deseo de que la visita a la Corte fuera breve. Le habló resueltamente como si se confesara de lo insostenible que resultaba su posición personal. «Me tratan de Alteza y no soy Alteza. Me dan trato de Infante por ser hijo del padre de Vuestra Majestad, pero no se me ha reconocido en la Corte». Fue largo y divagante lo que respondió el rey. Palabras de afecto en las que volvía y resonaba el nombre de hermano, la seguridad de que eso vendría pero en su ocasión. Más vago estuvo el rey en lo referente al trono de Inglaterra. El Nuncio le había hablado, el Papa le había escrito, los católicos ingleses ponían muchas esperanzas en esa posibilidad. No se oponía pero volvía con insistencia sobre las dificultades y la oportunidad. No era el momento todavía, había que estar seguro de que el Turco no se iba a mover de nuevo, de que el rey de Francia no se opusiera y, sobre todo, de que Flandes estuviera pacificado.

Al final, y como si recordara de pronto, le dijo: «También tenía que hablar de algo delicado y poco grato, de la situación de la Madama Bárbara Blomberg en Flandes. Hace algún tiempo el duque de Alba le escribió al secretario Zayas, y otros informes lo confirman. Algo habrá que hacer pronto». Le tendió la carta. La leyó lentamente con horror, sintiendo que la mirada del rey estaba sobre él observando sus reacciones. A ratos parecía no entender. «Aquí pasa un negocio que me tiene en mucho cuidado… El negocio anda ya tan roto y derramado que conviene que con muy gran brevedad S. M. le ponga remedio…; la madre del señor Don Juan vive con tanta libertad y tan fuera de lo que debe a madre de tal hijo que conviene mucho ponerle remedio, porque el negocio es tan público y con tanta libertad y soltura que… ya no hay mujer honrada que quiera entrar por sus puertas… los más días hay danzas y banquetes».

No se atrevía a levantar la vista. Le dolían las palabras «negocio roto y derramado», «madre de tal hijo». No halló qué decir. Confundido y torpe tendió la carta al rey. «No se debe aguardar más, señor». Salió huidizo de la audiencia y fue a encerrarse solo con su ira y su vergüenza.

Se le hizo permanente aquella sensación de que, aunque nadie le hablaba de ello, todos pensaban al verlo en Bárbara Blomberg, la «Madama» de Amberes. Era una insoportable presencia invisible que lo acompañaba a todas partes. No era la sola. Había también la otra, de la que si le hablaban, la del Emperador. Tampoco le había resultado fácil porque había en ella presente una comparación callada y desventajosa.

En la lisonja más fácil: «Hijo de tal padre», asomaba un término de medida insostentble. Era un parangón inevitable que tendía a rebajarlo y humillarlo. «Preferiría que no me lo dijeran tanto».

Llegaba a sentir que era una especie de negación de su propia persona. «Nunca me ven a mí. Nunca soy yo, sino la otra presencia que se interpone. Es como si me estuvieran negando y poniendo a prueba todo el tiempo».

Se había encontrado con Maria de Mendoza. Le tomó tiempo hacerlo a pesar de los recados insistentes que le hacia llegar ella. La halló más madura, más dulce, más resignada. «No he vuelto a ver a la niña. ¿Qué es de ella?». Él tampoco la había visto desde hacía años. «Tengo buenas noticias. Crece y en su día irá a un convento». María de Mendoza oyó con calma. «Era su destino». «¿Crees en el destino, María?». «Tengo que creer. En mi caso, en tu caso, en el de la niña». Hubo un corto reanimarse de la antigua llama. Sin más palabras se abrazaron, se besaron, se estrujaron con furia y se hundieron en la sorda angustia de la carne.

«Es de noche en España, Antonio». Redescubría la severidad, la tiesura, la falta de espontaneidad, los colores oscuros, los ojos temerosos, los largos silencios de la corte. «Es otra cosa Italia». Pérez le había dicho que el rey tenía prisa en que regresara a posesionarse de sus nuevas funciones. «Yo también la tengo».

Era como una doble conversación en la que se sabía lo que se decía y se adivinaba lo que no se decía. Le parecía sospechoso el empeño de Pérez de mostrarse amigo. Fue así como le oyó decir casi al desgaire: «Es tiempo de reconocerle sus grandes servicios a Juan de Soto». «Me ha servido mucho y muy bien». «El rey podrá nombrarlo en algo de más importancia, como Proveedor de la Flota, por ejemplo». «Sería muy bueno, siempre que siga a mi lado». «Claro que sí, no sería posible de otro modo». Pero más adelante, después de ponderar los méritos de Soto y la importancia del nuevo cargo, añadió casi incidentalmente: «Habría que encontrar a alguien para que se ocupara de la secretaría». Don Juan reaccionó rápido. «No quiero que Soto abandone mi secretaría. Nadie podrá hacerlo como él». «No tiene por qué abandonarla, seguirá ocupándose de todas vuestras cosas, pero para el manejo diario hará falta otra persona». Luego, en forma de confidencia o de propuesta: «Hay uno muy bueno. Vuestra Alteza lo conoce desde la casa de Ruy Gómez. Tiene también toda la confianza del rey». Soltó entonces el nombre de Escobedo.

«Tenía toda la confianza del príncipe y de Doña Ana». Antonio hizo el largo recuento de sus méritos, era discreto, inteligente, valeroso. «En realidad tendréis dos secretanos, Soto y Escobedo».

Don Juan lo recordaba bien. Desde su aspecto físico, su enfermizo color de aceituna, sus brusquedades y agresivas franquezas. «Nadie como él conoce la Corte».

Habló varias veces con él a solas. No terminaba de verlo claro. Miraba con demasiada fijeza, aflojaba los más duros calificativos sin pestañear, parecía conocer todo de todos. Pero era astuto. Desde el primer momento supo tratarle del reino prometido y esperado. Parecía estar al tanto de toda la intriga. «Es una gran causa. Puede cambiar la historia. Es lo que más me atrae para servir con Vuestra Alteza».

Se fue al convento de Abrojo antes de partir. Allí encontró a Doña Magdalena. Le dio buenas noticias de la niña. Le habló bien de Escobedo, lo hizo sentirse a ratos niño otra vez.

En la efusión del momento le habló de «Madama Bárbara». No se inmutó Doña Magdalena. «No se puede esperar más para hacer lo que es debido. Me sentiría muy contenta de poder ayudar en algo». Sintió alivio.

A los pocos días partió a embarcarse para Italia. Poco antes Escobedo le trajo una mala noticia. «El marqués de Mondéjar va de virrey de Nápoles». Otra vez «el cabo de escuadra», dijo recordando los incidentes de la guerra de Granada. «Seguimos y seguiremos con las mismas contradicciones. Se me nombra lugarteniente del rey en toda Italia, con autoridad sobre los virreyes, y al mismo tiempo se me coloca a Mondéjar en Nápoles». «Es el viejo más vidrioso que he conocido», comentó Escobedo.

«La culpa es mía, Soto, toda mía. Me he dejado engañar como un niño. Todo me lo pintaron de otra manera. Te iban a dar el cargo de Proveedor de la Flota, pero sin dejar mi secretaría. Yo insistí mucho en esto. Escobedo no te iba a reemplazar, sino a trabajar contigo y junto a ti».

Soto se mostraba indignado, quería renunciar y volverse a su casa. «Lo que quieren es alejarme de Vuestra Alteza. Lo deseaban y lo han logrado».

Desde el regreso a Nápoles todo había marchado mal. El virrey, marqués de Mondéjar, lo desacataba abiertamente. «Es peor que Granvela, aquél me detestaba pero éste me desprecia. No lo voy a soportar. Desde Granada lo conozco. Ahora ignora cada vez que puede mi condición de Teniente General del rey».

Habían logrado sacar de su lado a Soto sin que él se diera cuenta. Habían sustituido a Granvela por Mondéjar, con lo que su situación había empeorado. «No fue eso lo que pedí, no fue eso lo que me dijeron. Escribiré al rey y a Antonio Pérez».

A Escobedo, que trataba de hacerle mejorar su actitud con Don Juan, el iracundo marqués le había dicho: «Desengáñese, que si me presentan treinta cédulas del rey y entiendo que no convienen a su servicio, no las obedeceré».

Le escribió al rey: «Que repongan a Juan de Soto como secretario sin perder el cargo de Proveedor de la Armada y que nombren a Juan de Escobedo Veedor General de la misma». No se había dado cuenta en Madrid, pero reconoció que después que Soto se enteró «se agravió», «que esto había sido por desconfianza que de él se tenía, que en lugar de merced fue pagado con afrenta». Pedía que se restituyesen las cosas a la situación anterior y Soto quedara como secretario. Había hablado con Escobedo y se había manifestado conforme. Añadía implorante: «Como supliqué a V. M. que le hiciese merced del oficio del Proveedor, entendiendo que habría de retener el de secretario, me haga ahora la misma merced, no sólo no es incompatible, sino muy conveniente que lo tenga todo uno…, para quitarle la causa que tiene de quejarse ahora de mi… a Juan de Soto no hay manera de satisfacerlo de su agravio».

Escribió también a Antonio Pérez. Todo quedó en el suspenso sin término de los correos, de los quehaceres de la Corte, de la lentitud inagotable de las decisiones.

Sin mostrar disgusto, Escobedo cada día se hacia más servicial y útil. Con frecuencia atravesaba el jardín que daba a la casa del virrey para hablar con el marqués y tenerlo al tanto de las cosas. De regreso reportaba sus ásperas reacciones y la intromisión constante en el gobierno de sus varios hijos. «No es un virrey lo que tenemos, sino cinco».

No había ninguna expedición marítima para la próxima primavera. Naves y tropas estaban dispersas en puertos y plazas. No había sino la rutina de los reclamos, los motines y la falta de recursos. Lo de Génova no terminaba de arreglarse.

Poco a poco fue tomando gusto a aquel montañés áspero y astuto. Escobedo le hablaba de las posibilidades futuras. Los más aventurados planes tomaban en su palabra un aspecto de posibilidad segura. Hablaba de la Corona de Inglaterra como cosa hacedera. Con las tropas españolas de Flandes y un refuerzo de barcos se podría invadir.

Los católicos se alzarían para libertar a Maria Estuardo y arrojar del trono a la hereje Isabel. Iba más lejos. Casado Don Juan con Maria Estuardo sería rey de Inglaterra, aplastaría fácilmente la insurrección de Flandes y entonces toda Europa estaría dominada por los dos hijos del Emperador en Madrid y en Londres.

Iba cobrando ímpetu y se atrevía a asomarse a lo impensable. Podía quedar el trono de Madrid sin heredero. Lo había estado mucho tiempo. Ahora no había sino aquel frágil niño que Don Juan no había visto. Sintió horror e hizo el gesto de hacer callar a Escobedo. Éste vaciló un momento para continuar. No era de hombres inteligentes no tener en cuenta todas las posibilidades. La muerte hacia y deshacía el destino de las coronas. Así se habían reunido tantas en la cabeza del Emperador.

No sólo sentía una impresión de sacrilegio al oír aquellas palabras, sino que también regresaba a la duda constante sobre su persona. Su caso no era ni podía ser el del Emperador. Uno detrás de otro habían ido viniendo a sus manos los reinos y señoríos. Era el señor natural. No había tacha posible. Pero en cambio sobre él habían levantado y se podían levantar duras objeciones. No era ni siquiera un Infante. Y luego había aquella mujer de Amberes, aquel «asunto tan roto y derramado».

Dejó ir a Escobedo a Roma a tratar de nuevo con el Papa. Se había pensado en la posibilidad de que el propio Don Juan fuera disfrazado, entrara una noche hasta el Vaticano y hablara de todo aquello con Gregorio XIII. Lo que Escobedo trajo fue la confirmación del apoyo del Pontífice. «Señor», dijo Escobedo con su seguridad acostumbrada, «lo veré en el trono de Inglaterra y yo seré un milord».

Vino un tiempo ingrato de pugnas con el virrey, de mensajeros de las intrigas de Génova, de cartas de Madrid en las que siempre quedaban los asuntos en suspenso. Llegó a pensar en regresar a la Corte y abandonar todo aquello.

Con el verano se fue a Génova. Dejaba atrás la intriga insoportable de Nápoles y la ya monótona ronda de los banquetes, las fiestas y las mujeres que, finalmente, era siempre la misma.

Le llegó la noticia de la muerte del Comendador Requesens. Había expirado el 5 de marzo en Flandes. Con Escobedo hizo largo recuento del viejo personaje. Sus errores, su dureza de carácter. Recordaba los tiempos de Granada y de Lepanto y aquella figura solemne y sombría que en cada ocasión pretendía decirle lo que tenía que hacer.

No fue necesario que Escobedo se lo advirtiera. Después de su hermana, la duquesa de Parma, después del duque de Alba, después del fracaso repetido de la guerra, de la paz, de la fuerza, de la blandura, de la dureza y de la tolerancia, nada se había logrado. «Con Alba se demostró que no bastaba el triunfo de las armas. La rebelión está en los espíritus y ésos no se pueden desarmar. Con Requesens no mejoraron las cosas. El maldito Taciturno es dueño de medio país y cuenta con la ayuda sin límites de los protestantes ingleses, alemanes y franceses».

El 3 de mayo llegó un mensajero de la Corte con carta del rey. Escobedo le llevé el pliego. «Ya sé lo que dice. No necesito leerlo». Se había descompuesto. Caminó por la habitación hablando a solas. «¿De cuándo es la carta?». Era del 8 de abril anterior. «Un mes hace ya que mi destino fue decidido. Yo sé, Escobedo, que no puedo negarme, pero siento que lo que me anuncia es una sentencia de muerte». Habló de la vieja lucha de Flandes, del Emperador, de Margarita de Austria, de Alba, de Requesens. «Se ha intentado todo y todo ha fracasado. La princesa Margarita era de allí y no pudo. El duque de Alba triunfó con las armas y la resistencia y el odio fueron más grandes que nunca. Requesens, a base de renuncias y concesiones, logró ganar algún tiempo, pero nadie puede engañarse, aquélla es una situación desesperada. ¿Qué dice el rey?».

Mientras Escobedo leía la carta comentaba en voz alta. Debía salir inmediatamente, por la vía de Lombardia y el Franco-Condado para llegar lo más pronto a Luxemburgo. La situación era muy grave. Detrás de la voz de Escobedo era la del rey la que oía. «Iría yo mismo si mi presencia no fuera indispensable en estos reinos para reunir el dinero que se necesita para sostener a todos los demás», la voz de Escobedo se hacía casi suplicante, «de otro modo hubiera con seguridad dedicado mi persona y mi vida, como ya lo he deseado varias veces, a un asunto de tanta importancia y tan unido al servicio de Dios». «Nunca se ha decidido a ir, Escobedo; sus razones tendrá».

Era casi una imploración: «Me es necesario por tanto confiar en vos, no solamente por lo que sois y por las buenas cualidades que Dios os ha dado, sino por la experiencia y conocimiento de los negocios que habéis adquirido… Confio en vos, hermano mio… Tengo confianza, digo, en que dedicaréis toda vuestra fuerza y vuestra vida y todo lo que más queráis a un asunto tan importante y tan relacionado con el honor de Dios y con la salud de su religión, pues de la conservación de los Países Bajos depende la conservación de todo el resto…».

Se hacía luego imperativo: «Gracias a Dios, los asuntos están ahora en buen estado… pero cuanto antes lleguéis será mejor. Ved por todos los medios de llegar mientras siga el buen estado actual de las cosas y antes de que vuestra tardanza ocasione algún cambio, de lo cual podrán resultar graves inconveniencias y entonces sería vano el remedio…; desearía que el portador de este despacho tuviera alas para volar hasta vos y que vos mismo las tuvierais para llegar antes allí».

Había venido también una carta de Antonio Pérez para Escobedo repitiendo la necesidad de la pronta llegada a Flandes.

«Sería loco salir así, sin saber cómo voy ni a dónde voy. Es mucho lo que expongo».

Comenzaron las consultas y planes. Hablaba con todo el que hubiera estado en los Países Bajos o tuviera información de ellos. Preguntaba con impaciencia. Ningún dato parecía enteramente fiable. Debía haber más de cincuenta mil soldados del rey. La mayoría era de alemanes de la Alta y Baja Alemania, veinte mil valones y apenas ocho mil españoles. No se les pagaba hacia tiempo. Había habido motines y saqueos. Se debía a las tropas 16 millones de florines y Requesens no había dejado en caja al morir ni lo suficiente para pagar sus exequias. No se podía contar con los banqueros y prestamistas. «Se les debe mucho y el rey ha suspendido los pagos. Es la quiebra».

Fue sabiendo los detalles más o menos ciertos de cómo se había producido su nombramiento. El Consejo de Estado se había reunido varias veces en Madrid con el rey para señalar un candidato a la Gobernación de los Paises Bajos. El duque de Alba, el Gran Inquisidor, el Presidente Covarrubias, el Prior Don Antonio de Toledo. Se había hablado de las posibilidades del archiduque Alberto, de Alejandro Farnesio, del archiduque Ernesto y de Don Juan. El Inquisidor General lo apoyaba, pero el Prior de Toledo se había expresado duramente en contra. Recordó que era bastardo y eso no sería bien visto en Flandes, aludió a sus pasados errores y desobediencias, el caso de Túnez. El duque de Alba había señalado sus problemas con Granvela y con Mondéjar. Hasta que el rey decidió su designación.

«No se acuerdan de Lepanto, se acuerdan de Túnez; no se acuerdan de Granada, sino de Nápoles; no se acuerdan de mi padre, se acuerdan…». No lo dijo aunque hablaba sólo para Escobedo.

La noticia se había ido regando. Llegaban capitanes, letrados, católicos flamencos e ingleses. Cada quién traía su opinión y su cuento.

Lo que resultaba de aquellas conversaciones contradictorias era que todos los gobernadores habían cometido errores grandes. El duque de Alba no confió sino en las armas. Requesens solamente en la tolerancia y la diplomacia. Se necesitaba de las dos.

Sobre las mesas de mármol con «intaglios» de flores y frutas se extendían los mapas. Anchas vitelas pálidas cubiertas de rayas de caminos, de cursos de ríos, de mínimas torres de poblaciones, con sus querubines mofletudos que soplaban los vientos y con sus delfines retorcidos que asomaban en el azul del mar. Muchos ríos, muchas ensenadas y aquellos nombres que eran de batallas o de alzamientos, junto a pequeños grupos de casas: Utrecht, Gante, Harlem, Delft. Los dedos recorrían los linderos de las provincias, condados, ducados, señoríos, obispados y grandes familias. «Nunca ha sido un reino. Dominios distintos que pertenecían al patrimonio del Emperador». El dedo recorría las provincias: Frisia, Holanda, Zelanda, Brabante, Flandes. Eran tierras pobladas. Mucha niebla, mucho verdor de humedad, molinos de viento que de lejos parecían gigantes moviendo los brazos, grandes rebaños de ovejas y ríos y canales por todas partes. Mucha riqueza de comerciantes, navegantes, tenderos, tejedores y prestamistas. Todas las religiones imaginables. Luteranos, calvinistas, católicos de muchas vertientes. Más habían sido los católicos en el Norte, sin embargo ahora dominaban los protestantes. Por los caminos se movían los regimientos armados y las caravanas de gente acobardada que emigraba.

Más de un mes llevaban las provincias sin gobernador. Gobernaba nominalmente el Consejo Real, gente indecisa y asustada. Las tropas se habían ido amotinando, deponían a sus jefes y elegían a otros para atacar los poblados, robar las casas y matar sin misericordia.

«¿Dónde está ahora Guillermo de Orange?». Las opiniones variaban con los visitantes. No estaba nunca mucho tiempo en el mismo sitio. Los más viejos lo recordaban en las ceremonias de la abdicación de Carlos V. El mozo apuesto y arrogante que sostenía al Emperador. «Fue una gran lástima que se le escapara a Alba, que lo hubiera ajusticiado junto con Egmont y Horne». «Ese fue el peor de los errores», afirmaba otro. «La ejecución de Egmont y Horne privó al rey de España de sus mejores instrumentos para la pacificación. Allí cambió la suerte de esas provincias».

Ahora lo que quedaba, de acuerdo con las promesas de Requesens, era retirar las tropas del rey, los alemanes, que son los más, y los españoles; pero primero habría que pagarles. «¿Qué va a quedar entonces?», preguntaba Don Juan. «Un gobernador desarmado, sin tropas, sin poder, sin dinero».

En los ratos de soledad Escobedo volvía a la carga. «Ya han pasado, señor, dos semanas y la situación empeora. El rey lo advertía en su carta y decía que fuerais volando». «Y si dijere tranquilamente que no voy, ¿qué pasaría?». Escobedo sacaba sus mejores argumentos. «Eso es lo único que no podéis hacer. Quedaríais deshonrado. No habría otra salida que la que ya han asomado algunos, entrar en la iglesia y ser Arzobispo de Toledo».

Las explicaciones de Escobedo sabían llegarle profundamente. «El camino de vuestro gran destino pasa por Flandes. Es desde allí donde se puede llevar adelante el proyecto de Inglaterra. Con el pretexto de retirar las tropas se puede organizar una invasión por sorpresa, con el apoyo del rey y del Papa. Los católicos ingleses no esperan sino vuestra decisión».

Le tomó semanas decidirse a contestar la carta del rey. Durante todo ese tiempo habían llegado reclamos y presiones de Madrid. No era posible aguardar más.

En la respuesta que escribió con Escobedo se traslucía el fondo de su querella. Quiso repetir sus objeciones por más que Escobedo trató de atenuarlas. Necesitaría dinero, autoridad, libertad de acción. «Deben anularse todas las ordenanzas contrarias a las leyes y costumbres de las provincias que hubieran promulgado los últimos gobernadores…; deben adoptarse asimismo todos los medios que devuelvan al servicio real a los vasallos de Vuestra Majestad que se arrepientan de sus faltas». Le ordenó al secretario: «Esto quiero que quede así». Dictó con sus propias palabras: «Una de las cosas que más contribuirá al buen éxito de mi misión es que he de ser tenido en elevada estima y que todo el mundo debe saber y creer que, como Vuestra Majestad no puede ir en persona a los Países Bajos, me ha investido de cuantos poderes puedo apetecer».

Luego continuó: «El verdadero remedio a la nociva situación de los Países Bajos, a juicio de todos, es que Inglaterra debe estar en poder de persona devota y bien intencionada al servicio de Vuestra Majestad…». Hizo un alto y añadió resueltamente: «En Roma y donde quiera prevalece el rumor de que, en esta creencia, Vuestra Majestad y el Papa habían pensado en mí como en el mejor instrumento que podían escoger para la ejecución de sus planes, agraviados como somos todos por los ruines procedimientos de la reina de Inglaterra y por las injurias que ha hecho a la reina de Escocia, especialmente al sostener contra su voluntad la herejía en aquel reino».

Despachó a Escobedo para llevar la carta a Madrid. De palabra le reiteró todas las instrucciones sobre el dinero, los poderes, el reconocimiento de Infante, la empresa de Inglaterra y también el problema de su madre. «A esto hay que buscarle un arreglo pronto y satisfactorio».

En la espera, que no fue larga, continuó el encontrado flujo de noticias sobre las provincias rebeldes. La anarquía había aumentado. Prácticamente no se contaba con las tropas, los protestantes se mostraban seguros y atrevidos.

Escobedo regresó sorprendentemente pronto. El rey estaba molesto con la tardanza. Había que salir de inmediato por la vía de Lombardia hacia Flandes. Había prometido dinero y apoyo; de lo demás no había dado ni negativa ni respuesta formal.

Fue entonces cuando abruptamente resolvió, en abierta desobediencia, ir primero a España. «Es una temeridad», le observó Escobedo.

Se embarcó para Barcelona. Al llegar allí envió una misiva al rey: «He dejado mi puesto e incurrido en desobediencia por el deseo de besar las manos de Vuestra Majestad y por los intereses de la Corona, que son guía de mi conducta en toda circunstancia».

Una cara se iba borrando y otra iba apareciendo en el espejo. Una que no se parecía a ninguna de las otras anteriores. Las manos suaves de Doña Magdalena de Ulloa frotaban el tinte negro en el cabello y el bigote. Un ser extraño iba asomando. Octavio Gonzaga hacía muecas. «¿Qué diría el marqués de Mondéjar si viera aparecer este moro en su palacio de Nápoles?». El fondo oscuro sobre la piel le hacía los ojos más claros y extraños.

Había llegado de Madrid al convento de Abrojo para salir luego para Flandes, Tenía que atravesar Francia sin ser reconocido, disfrazado de morisco, como un servidor de Octavio Gonzaga.

«Muchas cosas he sido en mi vida, pero es la primera vez que soy esto». Tres semanas antes había llegado a Madrid desafiando el disgusto del rey. Hasta Guadalajara salieron a recibirlo Antonio Pérez, el conde de Orgaz, el duque del Infantado y algunos pocos amigos íntimos.

Pérez lo había tranquilizado con respecto a la actitud del rey. No estaba contento con la desobediencia, pero admitía que podía ser útil el encuentro personal antes del viaje. El rey estaba en El Escorial.

Pérez le había arreglado alojamiento en La Casilla. Entre la muchedumbre de criados recorrió la suntuosa fila de salones. Muebles dorados, mesa de mármol, candelabros de plata, tapices ondulantes, cortinajes de seda y terciopelo y aquel dormitorio con su deslumbrante cama de plata y un letrero sobre las columnas: «Duerme el Sr. D. Juan, entre paso». «Esto es como para un rey». «Es para un rey», le había replicado con zalamería Pérez. Pronto se dio cuenta de que se movía en dos niveles de relación diferentes. Se lo advirtió Escobedo. «El rey se ha quedado en El Escorial para no tener que alojarlo en el palacio como a un Infante».

El encuentro en El Escorial fue inesperadamente fácil. Había pasado por las aplastantes estructuras de piedra desnuda. Profundas galerías de sombra con fugaces siluetas de monjes al fondo. Lo recibió con la reina y el pequeño príncipe Don Fernando. El rey se puso de pie y, sin dejar que le besara la mano, lo abrazó. «Ya estáis aquí y es lo que importa». Hablaron de las cosas de Italia y de las dificultades de Flandes. La reina, callada y tímida, lo oía con arrobo. Paseaba su mirada del uno al otro. Eran tan distintos. No alcanzaba a decir todo lo que deseaba. Después de hablar largo rato, en la despedida, ocurrió el incidente. Besó la mano del rey y de la reina y al girar la contera de la espada, golpeó en la frente al niño y lo hizo caer. Estalló en llanto, la reina se precipitó a recogerlo. El rey permaneció sereno. Lleno de turbación Don Juan prorrumpió en excusas y lamentos. «No tengáis cuidado y demos gracias de que no sea más», dijo el Rey.

En la soledad de la alcoba, sin poder dormir, recordó a Don Carlos en Alcalá. Iba a ser el rey y no vivió para serlo. Habría un rey Fernando si el niño lograba vivir. Se sintió culpable de su pensamiento.

En los días siguientes, entre paseos y partidas de caza, tuvo oportunidad de hablar con el rey. A cada instante estaban acechando aquellas palabras que esperaba y que el rey no llegaba a decir. Varias veces estuvo a punto de plantearle la necesidad de su reconocimiento como Infante para tener más autoridad en Flandes. El temor de la negativa lo contenía.

Con aquella cara que empezaba a borrarse en el espejo bajo el tizne o con cualquiera otra de las que había tenido. La de la denuncia de Don Carlos, la de la salida para Granada, la de la tarde de Lepanto, la de la noticia de la pérdida de Túnez, las que había revestido en tantas entrevistas con el rey.

Era la cara de la súplica o de la impertinencia. En muchas formas había señalado la necesidad de llegar a Flandes revestido de la mayor autoridad. Habían estado esperando al rey y no era otro Requesens el que podría cambiar la situación. El rey oía con aquella manera ausente que tenía para no asentir.

Se atrevió a hablar de la empresa de Inglaterra. Endureció la cara y tomó un tono de hablar de cosa ajena. ¿Qué quería decir y qué quería no decir el rey? «La voluntad que siempre os he tenido y tengo de hermano», decía hermano con un tono quedo y distinto del resto de la frase, «es tal y tan grande que después del servicio que deseo se haga a Nuestro Señor en reducir aquel reino a la religión católica, deseo que aquello salga bien para poderos demostrar lo mucho que os quiero». Llegó a decir más. «Saliendo con esa empresa sería lo justo que quedarais con él, casado con la reina de Escocia, lo que sería justo con quien la ha sacado de tantos sufrimientos y le devuelve su trono». No tuvo tiempo de extenderse en la gratitud. El rey había cambiado el tono. «Habrá muchas cosas que tratar y capitular antes. No sería prudente tratar de esto antes de tiempo porque podría ser perjudicial al bien de mi servicio y de las cosas de nuestros Estados». Señalaba las dificultades de la empresa. Sospechaba las sospechas de la reina de Inglaterra por su ida a Flandes. Iba aún más lejos. «Convendría disimular mucho y tratar de descuidarla. Convendría mucho irla regalando y tener con ella buena correspondencia y trato para aquietaría».

No iba a haber flota desplegada, ni desembarco, ni trato abierto con los católicos ingleses, sino engaño, astucia, retardo y juegos de zorro.

Muchas veces se quedó absorto ante aquel cuadro. «¿Cómo es que se llama el pintor?». Lo llamaban El Bosco. Lo había enviado el duque de Alba de Flandes. Había muchos cuadros de aquellos pintores minuciosos y perfectos con sus Vírgenes quietas con inmensos paisajes más allá de su manto. Pero aquél era otra cosa. Era un laberinto de infinitas figuras minúsculas entre la tabla del Pecado Original y la del Infierno. Sapos, cerdos con capas de ceremonia, lechuzas, huevos rotos de donde surgían figuras y cabezas, figuras que devoraban seres humanos, fornicaciones, monstruos con ojos y sin cuerpo, una inmensa fresa. Y luego en negro y rojo aquella pesadilla del Infierno. Entre las altas paredes renegridas surgía la inundación de llamas y humo, mínimas figuras negras se recortaban sobre el fondo de incendio. Trepaban por escaleras frágiles, ejércitos en fuga pasaban puentes encorvados sobre un agua ocre y como calcinada, diablos y condenados en trazos negros, monstruos de pesadilla y como el eco sordo de un clamor sin voces. Así era Flandes. Un inmenso infierno donde todo ardía.

Cada vez que llegaban noticias de la revuelta, de los motines, de la furia destructora, era aquella visión la que le venía a la imaginación.

«Ahora si tienes cara de rey». Era la tuerta quien se lo decía ante la sonrisa de Antonio Pérez. Los cortos días en que estuvo en Madrid los pasó entre visitas y fiestas en La Casilla. Había cambiado mucho la princesa de Éboli. Se veía ahora más suelta y segura. La sombra de Ruy Gómez, que tanto había pesado sobre ella, se había borrado. Nada le quedaba de la racha piadosa que la llevó al convento de Pastrana. En su lenguaje, salpicado de insolencias y de frases de barrio, decía las cosas más atrevidas de los grandes personajes. Se le notaba un tono autoritario que antes no le había conocido. Mucho había cambiado su trato con Antonio Pérez. Ya no era un tono de afecto familiar y casi protector, sino una casi insolente actitud de dominación e intimidad. En ciertos momentos lo insultaba jocosamente pero con un fondo de ternura. «Antonio, Antonio, eres un chapucero. No era eso lo que has debido hacer». Había, por la parte de Pérez, una sensible actitud de sumisión y hasta de temor.

No le faltaron a Don Juan los comentarios. El marqués de Fabara, primo de Ruy Gómez, le había denunciado cosas escandalosas. Había mucho, mucho más, que una relación de amistad y complicidades de intriga entre los dos. Eran amores. «Todo el mundo lo sabe. No se ocultan». Circulaban confidencias de criados. El mismo Escobedo lo admitía. «Es imperdonable que Antonio haya tenido tan poco respeto por Ruy Gómez».

En una de las fiestas de La Casilla los caballeros jugaban al estafermo. Al galope del caballo golpeaban el escudo de la silueta de hierro, que giraba rápida sobre su eje vertical. El saco de arena que colgaba de su brazo derecho tomaba vuelo y golpeaba al caballero que no era suficientemente hábil para esquivar y salir ileso. Un violento golpe que los desarzonaba. Aquella vez fue tan violento el impulso que el saco de arena se soltó de su atadura y fue a golpear a Antonio Pérez, que miraba el juego. Cayó al suelo aturdido y sin palabras y lo llevaron al interior de la casa. Detrás, desolada, se fue la princesa. Don Juan quiso verlo luego. En la antecámara estaba una dueña de Doña Ana que se alarmó al verlo y le dijo que el golpeado dormía y era mejor no entrar. Don Juan había alzado la cortina y pudo ver sobre el lecho a la princesa que, tendida junto a Antonio, le hacía caricias en la frente. Soltó la cortina.

Los días se aceleraban. Todas las noticias de Flandes eran malas. El príncipe de Orange se mostraba seguro y desafiante. El desconcierto y la anarquía cundían en las fuerzas del rey. El Consejo en Bruselas era un fantasma de gobierno. El Taciturno había dicho con sarcasmo: «¿Qué temen? Un puñado de hombres y un gusano frente al rey de España. Ustedes tienen quince provincias y nosotros dos. ¿Qué pueden temer?». Desde las diversiones de La Casilla las perspectivas y las cuentas variaban continuamente. Siempre era más lo que se requería. Muchos baúles de escudos, muchas libranzas para los banqueros de Flandes. No era menos fluctuante la cuenta de los batallones, unos en rebelión, otros en desbandada, otros en amenazante calma.

Sentía que se había metido torpemente en un hueco sin salida. Dudaba. En torno suyo se sentía un ambiente de simulación, como si todos estuvieran de acuerdo para llevarlo a su perdición. Tan falso como aquel mundo de máscaras de La Casilla. Se pasaba de un tema a otro según las presencias y las ocurrencias. De la picante confidencia de un amor clandestino a la intriga política.

«Es como si me quisieran aturdir para llevarme al matadero», le había dicho a Escobedo. «Hasta el aire que se respira aquí es falso». La Casilla rebosaba de perfumes dulzarrones y penetrantes. Un tenue humo azul de pebeteros enturbiaba la vista y el olfato. La cercanía de Antonio Pérez sofocaba de olores. A las puertas los criados movían incensarios con perfumes. Sahumaban hasta las gualdrapas de los caballos.

Mientras le borraba el rostro el tinte negro pensaba que aquélla era la sombra final que caía sobre su vida.

«Lo que quiere el rey es la paz y no la guerra en Flandes. Si fuera la guerra yo sabría que hacer, pero lo que quieren que haga es dejarme desarmado ante el enemigo. No todos eran herejes, ni todos los que no quieren al rey eran herejes. Habría que olfatearlos como los perros».

Ir a Flandes, sin tropas, entre enemigos y asechanzas. Cruzar Francia entera, rivales y hugonotes, protegido con un disfraz.

Iba a dar vida a un cuerpo muerto con el último aliento en la boca. Así lo decía. Lo enviaba el rey, lo enviaba Dios, tendría que haber un milagro. Dios lo había escogido para hacer el milagro.

«Como verdadero imitador de las esclarecidas virtudes de su insigne padre». No a luchar, sino a negociar, a disimular la derrota. A cargar con la responsabilidad final del desastre. Iba a encontrar tropas amotinadas y tendría que someterlas, no para combatir, sino para retirarlas de Flandes. «Es un puro disparate».

En lo peor de la desesperanza llegaba Antonio Pérez flotando en aromas. «¿Cuándo olerá a sudor?».

El mal se convertía en bien, la debilidad en fuerza. Escobedo apoyaba. El retiro de las fuerzas podía ser la mejor oportunidad para invadir a Inglaterra. Lo que parecía el fracaso en Flandes podía convenirse en el paso definitivo para la empresa de Inglaterra.

Salió de Madrid sin anunciarlo, con el pretexto de ir a despedirse del rey en El Escorial. Torció hacia el Norte, hacia Valladolid, al convento de Abrojo.

Estaba con Doña Magdalena, Octavio Gonzaga y Honorato de Silva. En una soledad de celda de ajusticiado. Terminaron los últimos retoques de la nueva cara. Cuando era otro. El rostro oscuro, el pelo negro, la burda ropa pobre, si hubiera desaparecido. «¿Qué soy ahora?». Empezó a recordar entre broma y queja figuras y nombres de aquellos moriscos que vio salir en recuas de desterrados de Granada. «Nunca pensé que algún día me vería como ellos. Perro morisco, Ni vino ni tocino. Uno de tantos sin nombre. Ni siquiera Aben Aboo. Mucho menos Aben Humeya.