Once

No era todo zarabanda en Nápoles. La mujer de esta noche, el banquete de mañana, el torneo y el juego de pelota. No había nadie inocente, era un teatro de intriga. En Roma, el Consejo de la Liga había concluido con tres opciones para la nueva campaña. «Las posibilidades ofrecidas no cambian pero, finalmente, la opción será una sola. No se va a salir a buscar de nuevo la flota turca. No va a ser otro Lepanto. Tampoco se va a ir sobre Argel. Es hueso duro. Queda Túnez. Allí está todavía, después de tantos años, la fortaleza de La Goleta en manos nuestras. Es en el fondo lo que quiere el rey y lo más hacedero».

«Es también lo que quiere el Papa y lo que conviene para vos, señor». Volvían así a aquel divagar constante sobre el reino cristiano de Africa. «Desde los romanos el eje natural del poder va de Italia a Sicilia y a Cartago». «Cerraría el mar de Occidente para los turcos». «Pero les entregaría el de Oriente. No es eso lo que quieren los venecianos».

Venían los doctores barbicanos a recontarle el remoto cuento de las guerras púnicas, de la provincia de África en el imperio romano. «Llegó a ser una gran provincia cristiana. Hubo concilios que reunieron a cien obispos. De allí salieron Tertuliano y San Agustín». «Todo eso se perdió con la conquista musulmana». No faltaba quien añadiera: «Se perdió hace mil años».

La decisión final la tomaría el rey en Madrid. El Papa había ratificado su deseo de establecer un reino cristiano. El mismo interés que mostraba tanta gente que les parecía adversa a su persona lo ponía sospechoso. «Sería ponerme más lejos y más olvidado. Más lejos que en Nápoles y que en Sicilia, para salir definitivamente de mí. Rey de una fortaleza perdida, constantemente amenazada».

Decidió enviar a Soto a Madrid a hablar con el rey y con Antonio Pérez. Soto le advirtió: «Conozco a Antonio, va a prometer mucho y no va a hacer nada». Tendría que hablar con el rey y plantearle con toda claridad la verdadera situación en la mar.

Partió Soto para la larga ausencia. Con frecuencia le llegaban rumores sobre la actitud sospechosa de Venecia. Se conocía de emisarios y conversaciones de la Serenísima con el Sultán. Podían llegar a un acuerdo separado que les garantizara sus intereses en el Levante. «Sería una incalificable traición». «Ellos pueden verlo como un buen negocio».

Granvela le fomentaba las dudas. «Los venecianos siempre han sido hábiles políticos. En la política como en la guerra es una gran ventaja ocultar las intenciones». Le explicaba lo costosa que había resultado la guerra para ellos. «Más que guerreros son mercaderes». Debían estar sacando sus cuentas. Francia y los protestantes tenían metida la mano. «Cualquier cosa es capaz de hacer el rey de Francia por debilitar a España». Terminaba contándole lances de picardía y engaño con los venecianos.

Los rumores se habían ido acentuando hasta que ya para fines de marzo no se hablaba de otra cosa.

El 7 de abril llegó un mensajero del Dogo. Primero se negó a recibirlo, pero después lo mandó a llamar. El veneciano casi no tuvo oportunidad de dar explicaciones. Don Juan hervía de furia. «No he conocido felonía más grande. A esta guerra hemos entrado sobre todo por proteger a Venecia. Eran los venecianos las principales víctimas. No era Malta una posesión española». Lanzaba injurias y evocaba viejos episodios de las campañas pasadas. Recordó los incidentes con Veniero. «Nunca han obrado de buena fe». «Quien malas mañas ha tenido las pierde tarde o nunca».

Escribió al rey en forma exaltada pidiéndole organizar una expedición para castigar a Venecia.

El mismo día, de manera espectacular, bajó con un gran séquito al puerto, subió a la Galera Real e hizo arriar el estandarte de la Liga Santa. Luego con sus propias manos izó el pabellón de España.

García de Toledo le había escrito, dando en cierta forma razón a los venecianos. Más podía ganar con el comercio que con la guerra.

Reunió lo que quedaba del Consejo. Estaba claro que la única acción que quedaba era la de Túnez. Santa Cruz era partidario de atacar primero a Argel. Había buenas razones militares.

La ausencia de Juan de Soto lo había dejado sin el interlocutor confiable que tanto le hacía falta. Las tardías cartas no decían nunca lo que hubiera querido saber.

Se refugiaba en el juego de su imaginación, con las imágenes que los demás podían tener de él. Lo que pensaban y no lo decían, lo que estaba debajo de las lisonjas. Lo que pensaban Requesens o Santa Cruz. O Sesa. En el fondo no le debían ver como un verdadero jefe. Había dado grandes muestras de valor y de eso no podían dudar. Pero les asomaba la reticencia sobre su modo impetuoso de juzgar situaciones. La campaña de Lepanto había estado llena de aquellas respuestas, respetuosas, cubiertas de elogios, pero que en el fondo terminaban en alguna forma de «sí, pero».

Zúñiga y Granvela siempre estaban prestos para el sinuoso asomo de rectificación. Le hacían ver lo que él parecía no haber advertido. «Es así, pero no exactamente…». Lo que surgía entonces de la cortesana explicación resultaba muy distinto de lo que él había propuesto al comienzo. Nunca terminaba de saber lo que ocurría. Entre lo primero que le llegaba y la última explicación rebuscada había notables diferencias. Con el mismo Juan de Soto no dejaba de sentir aquel tenue transfondo de objeción sumisa.

Entre fiestas y retiros en conventos se acercaba el verano. «Va a ser la misma historia de siempre. Saldremos tarde. Ésta es la hora en que todavía no ha decidido Madrid para dónde vamos».

Diana Falangola estaba preñada. Ahora la veía poco pero estaba al tanto de sus malestares y de las disputas en la familia. No era la única que había salido o que había pretendido salir encinta de tantos encuentros más o menos fugaces. Algunas las arreglaba con una bolsa de dinero y con un nombramiento para el padre o el hermano y hasta con un marido de ocasión.

Recordó las conversaciones con su hermana, la duquesa de Parma, en Aquila. «Ríase Vuestra Alteza en leyendo esta carta de lo que en ella quiero decirle. Acuérdese Vuestra Alteza que entre otras cosas particulares me preguntó si yo tenía algún hijo y juntamente me mandó que se lo diera, si lo tenía. Respondile que no, besándole las manos por la merced que me quería hacer; dije que presto podría ser lo aceptase. Este presto, señora, casi lo es ya, porque aquí a un mes creo que de muchacho que soy me he de ver padre corrido y avergonzado y digo avergonzado porque es donaire tener yo hijos. Ora al fin, Vuestra Alteza perdone, que de ellos ha de ser madre como de mi y el que nacerá». «La que verdaderamente lo parirá es mujer de las nobles y señaladas de aquí y de las más hermosas que hay en todo Italia, que al fin con todas estas partes y principalmente la de la nobleza, parece que podrá sufrirse mejor este desorden».

En los días de espera le llegó la noticia de la muerte de Ruy Gómez. Lo entristeció. Presagiaba un cambio. Recordó la figura amable que había tenido tanto poder y lo había usado con discreción. «Era de los pocos en quien se podía fiar». Recordó a la princesa: «¿Qué hará ahora?». Nadie la veía resignada a un papel de viuda, en lutos y retiros. «Querrá seguir mandando». Para eso le quedaba Antonio Pérez, ahora más poderoso. Había quien dudaba. Se había creado una nueva constelación de poder. Un cambio de estrellas y quizá de rumbos.

Más tarde se supo que la princesa, en un rapto de aparatoso dolor, se había retirado al convento que mantenía en Pastrana. «No la veo monja».

Los escuadrones de lucientes galeras españolas y pontificias fueron saliendo de Nápoles hacia Sicilia. Se había retardado la salida por las mismas fatalidades de siempre pero, ahora, en el momento de partir, sobre el puente de la Real la brisa marina sonaba a cascabel de guerra. Impaciencia, temor y muchos presagios.

Durante semanas había discutido los planes con los comandantes. Había ahora, sin los venecianos, más facilidad de entenderse. El plan no parecía ofrecer dificultades. Se reunirían en Messina, pasarían por Palermo y desde la costa sur de Sicilia cruzarían el corto mar que los separaba de La Goleta. A cada momento volvía el recuerdo del Emperador. Los viejos marinos repetían en todos sus detalles la forma en que fue realizada aquella campaña tantos años atrás. Don Juan oía y preguntaba todos los detalles. Sentía que retomaba en sus manos, por primera vez, una campaña del Emperador. Quería seguirla paso a paso. «Todos van a estar comparándome con él y no quiero salir fallo».

Las noticias no eran malas. La flota turca parecía estar lejos, no había fuerzas musulmanas importantes en Túnez; la guarnición española de La Goleta estaba avisada y lista en espera de la expedición. Pomposos letrados le hablaban de la vieja historia. Cómo Escipión organizó la guerra contra Cartago. No se parecía a lo de él. No iba a destruir, sino a fundar. «Vamos a crear un reino cristiano en la otra orilla». «Eso no se ha visto desde las Cruzadas».

Ya entrado septiembre llegó de Madrid Juan de Soto con sus esperadas y no claras noticias. La conversación fue un inagotable interrogatorio. No lograba ver claro en las respuestas del secretario.

De lo que contaba Soto salía un confuso y oscuro panorama de evasivas y pretextos. Describía a un Antonio Pérez distinto del que había conocido. Tenía un inmenso poder y lo ejercía. Todo pasaba por sus manos. «¿Qué dijo Antonio?». Muchas cosas distintas en diferentes ocasiones. Desde luego no ponía reparos a la empresa y le parecía muy bien. Elogiaba a Don Juan y se mostraba su amigo, pero volvía a hablar de las dificultades políticas. Un reino vasallo en África traería muchos problemas. Soto había hablado también con el rey. Se había interesado mucho por la salud de Don Juan. «Creen que Vuestra Alteza está muy enfermo».

Calló y puso mala cara. Luego comentó con aire resignado: «No se engañan. Todo el mundo lo ve. Mi salud nunca ha sido buena». Soto trató de desmentirlo afectuosamente. Don Juan recordó casi rencorosamente sus males, los dolores del estómago, los síntomas del mal de Nápoles que creía haber adquirido, el agua de palo, las horribles pócimas que los médicos le obligaban a tomar, y aquellos largos desganos de hacer y hasta de vivir que le venían con frecuencia.

No negaba, ni prometía nada el rey. Faltaba lo peor. Quería que se demoliera la fortaleza de La Goleta. Estalló: «Es absurdo. Hacer una gran expedición para destruir la única fortaleza que España tiene en Africa. La carcajada va a resonar desde Constantinopla hasta Venecia. No se hace un esfuerzo militar tan grande para eso».

Eso no lo hubiera querido nunca el Emperador. Estaba seguro. Ni aun en los días de Yuste, viejo y acabado como estaba, hubiera ordenado cosa semejante. Sentía lo que hubiera dicho. Casi lo podía oír en una secreta resonancia: «Destruir La Goleta, nunca. Reforzarla y partir de ella a dominar toda la tierra de los infieles».

No había para qué preguntar sobre el reino prometido. La respuesta del rey era evidente. La sola idea de desmantelar la fortaleza era la manera más clara de oponerse a aquella esperanza que le había sido dada por dos Papas.

Salió al fin con el resto de la flota a Messina. En Sicilia lo aguardaban con impaciencia y buenas noticias. La flota turca parecía estar lejos. La guarnición española, prevenida, los aguardaba cada día en La Goleta. De Messina siguieron a Palermo a completar recursos y reclutar gente. Avanzaba septiembre y el mar comenzaba a descomponerse. Se reunieron al fin en Trapani, frente a la costa africana. Todo parecía dispuesto, pero hubo que suspender la salida varias veces por el mal tiempo.

Alguien habló de un puerto olvidado, que quedaba cerca, y que había servido para concentrar flotas en las guerras púnicas. Ordenó buscarlo. Hallaron una ancha rada donde podían caber centenares de galeras. Lo rebautizó Puerto Austria. El 7 de octubre, aniversario de Lepanto, salieron en la tarde. «A esta hora, hace dos años, ya estaba decidida la batalla».

Al día siguiente estaban ante el Golfo de Túnez. Al fondo se destacaba La Goleta junto al canal de la laguna. Empezaron a oírse disparos de cañón. Hubo alarma. Eran las salvas de la fortaleza para saludar la flota. Parecía buena señal. Los veteranos recordaban: «No hay que confiarse, nos saludan los nuestros, pero los otros pueden estar emboscados esperándonos».

Los muros y la playa se llenaron de gente y banderas que saludaban. Vinieron algunos esquifes que trajeron a bordo a los jefes. Traían noticias tranquilizadoras. No parecía haber resistencia del lado de Túnez. La guarnición turca se había retirado y gran parte de la población se había ido detrás de ella abandonando la ciudad.

Desde la fortaleza pudieron ver a la distancia el blanco cúmulo de las casas. Todo en silencio. Ni llegaba ruido ni se veía gente. Con mucha cautela el marqués de Santa Cruz subió hasta la ciudad. En el camino topó con el alcalde y su corto séquito asustado. Le dijeron que la ciudad estaba abierta y casi solitaria.

Al día siguiente avanzó Don Juan a caballo con un fuerte destacamento hacia la población.

Todos comentaban con asombro aquella extraña quietud. Toparon con emisarios de Santa Cruz que confirmaron que no había resistencia y que la ciudad abandonada estaba en sus manos.

Don Juan dispuso que las tropas se detuvieran. «Más tarde entrarán para el saqueo. Pueden coger todo lo que quieran, pero no voy a permitir que maten ni que incendien».

A la entrada lo aguardaban los pocos dignatarios que habían quedado. Zalemas, reverencias. La cabalgata tomó el camino de la Alcazaba. Calles vacías, puertas y ventanas cerradas. A veces asomaba, entre trapos negros, una silueta de mujer con un niño de la mano para desaparecer pronto detrás de una puerta. Avanzaban callados, invadidos por aquel silencio de vacío. «Más parece un cementerio que una ciudad». «Es como si hubiera pasado la peste». El alcalde y sus asustados acompañantes explicaban a su manera. La gente había huido, pero regresaría. Habían tenido temor de un ataque sangriento, pero volverían. La trama de la intriga local se fue desenvolviendo. Odiaban a los turcos. Detestaban al reyezuelo Muley-Hamida. No faltaron los cuentos de crueldades. Le había sacado los ojos a su padre.

Penetraron en el palacio. Parecía más grande por vacio. Muros, jardines, bosques, huertas, torres, balcones, arcos labrados, tapices hondos y largos divanes. Mucho rumor de agua de fuentes, de chorros, de albercas y acequias. «Estos palacios moros suenan a agua». Recordó Don Juan a Granada. «Pero Granada era una ciudad viva. Esta está muerta», añadió Soto. Por los vacíos salones llegaron hasta el diván del rey. Allí se detuvieron. El alcalde quiso entregar las llaves simbólicas a Don Juan. Este hizo señal al marqués de Santa Cruz para que las recibiera. Cuando se retiraron los moros, los cristianos se dispersaron por los dilatados espacios.

Antes de bajar a los jardines Don Juan dio la orden del saqueo. Un rato después empezó a llegar el lejano vocerio de la soldadesca. Al resonar de voces, gritos, alaridos de mujeres, estruendo de maderas rotas, Soto se asomó a una alta ventana y vio en las calles cercanas grupos de soldados agobiados de trapos, de muebles, cargados de líos enormes. Había disputas. Alguno llevaba una mansa mujer de la mano a la que seguía un niño. El resto de la ciudad se veía solo. En grupos se mostraban el botín y hacían trueques. «Así es la guerra».

Algunos esclavos negros, con chaquetas doradas y anchos pantalones, los acompañaban. Dentro del palacio había una extraña paz. Nadie recordaba nada semejante. «Parece cosa de encantamiento». Recordaban memorias de espanto de ciudades malditas por las que había pasado la peste sin dejar vida. «La verdad es que todo ha salido distinto de como lo esperábamos».

Siguieron por la larga fila de salones vacíos y ventanas abiertas. Por una escalera de piedra bajaron a un pequeño jardín de datileros y flores. Un chorro saltaba en un tazón de mármol. Se sentaron con Don Juan, en silencio.

«¡Cuidado!». Era una voz ahogada de angustia. Todos se volvieron. Un león lento y tranquilo apareció. Se detuvo a mirarlos con indiferencia y luego avanzó sereno hacia Don Juan. Salieron espadas y dagas. Un esclavo se interpuso. «No hay que temer, es manso, señor. Es el león del Bey y lo acompañaba a todas partes». Paso a paso, los ojos amarillos soñolientos, la cabeza baja, avanzó hasta Don Juan. Lo husmeó, soltó un leve rugido y le pasó el lomo por la rodilla, como un gran gato. Don Juan le puso la mano en la melena y comenzó a acariciarlo.

Empezaron a regresar los vecinos. Aparecían grupos de moros con sus familias y algún burro cargado de pertenencias. Se fueron abriendo las puertas. Volvieron a formarse los zocos con el voceo de los vendedores, el martillear del cobre, las pirámides de frutas y dulces y carapachos de cordero. Al palacio, con el rumor de la vida, llegaba a sus horas el largo canto de los almuédanos desde el vecino alminar.

Muley-Hamida, el depuesto gobernante, se había refugiado en La Goleta. Su hermano Muley-Hacem había sido llamado por Don Juan para ser cabeza de la comunidad como Gobernador a nombre del rey de España. Hizo emocionadas promesas de gratitud y lealtad.

«¿Y ahora?», preguntaba Don Juan a los jefes que lo acompañaban. «No es posible crear un reino cristiano sin cristianos. Ésta es la triste verdad». «Podemos echar a los turcos, pero quedarán los moros». «Toda huella de Cristiandad ha desaparecido. Se necesitarían generaciones y siglos para hacer de esto un pueblo de cristianos». El tema de la fortaleza fue más delicado. No destruirla era ir abiertamente contra la voluntad del rey. «Destruirla sería borrar la última huella de la presencia cristiana. La última huella del Emperador. Si el rey estuviera aquí tendría que comprender la razón que tenemos para no destruirla».

Estaba allí Cervellón, quien se encargaría de la construcción de la nueva fortaleza frente a La Goleta. Explicaba todos los detalles de la más ingeniosa y duradera edificación militar. «Este nuevo presidio podrá sostenerse por siglos».

Algunos se atrevieron a asomar observaciones. Santa Cruz recordó la ventaja indudable que habría habido en atacar por Argel. «Tomado Argel, estaba destruido el poder turco en estos mares».

Llegó noticia de Bizerta. Los moros, con el alcalde, se habían alzado, pasaron a cuchillo la guarnición turca y se presentaban a rendir homenaje.

«Es como si esto no tuviera raíz, estuviera en el aire», decía Don Juan. Salía a recorrer a caballo la ciudad y sus alrededores. Lo rodeaban con peticiones y súplicas. Saludaba, sonreía y continuaba con el manso león arrimado al estribo.

La carta para el rey dándole cuenta hubo que rehacerla más de una vez. Se le ponderaba la riqueza del país, la buena disposición de los nativos, la necesidad de no abandonarlos al Turco y, luego, la conveniencia, acaso por el momento, de conservar la fortaleza. No se hablaba de ampliarla.

Avanzaba octubre y el tiempo se descomponía. Hubo días enteros de tormenta. «Lo que hay que hacer por el momento, está hecho». No tenía objeto permanecer allí día tras día con aquel inútil despliegue de fuerzas. La soldadesca ociosa promovía riñas y choques con la población. No había enemigo a la vista. Las noticias que se tenían eran que la flota turca se había recogido en sus puertos para el invierno.

Salió primero Santa Cruz con la mayoría de las galeras para Sicilia. Poco después, el 24 de octubre, en un tiempo de breve calma, se embarcó con el resto de las fuerzas. Todo quedaba dispuesto y prevenido para acelerar la nueva construcción. Ocho mil hombres, armas, municiones y la seguridad de un pronto socorro en caso de necesidad. Cuando la Galera Real comenzó a bogar mar afuera, Don Juan permaneció largo rato en la popa, el león al lado, mirando borrarse la mancha blanca de las casas de Túnez en torno a la Alcazaba.

Tocaron en las Islas Fabianas. Allí encontró la noticia de que había muerto hacía más de un mes la princesa Juana. Se conmovió. «Todo lo mío se va acabando», le dijo a Soto, y recordaron los tiempos de su juventud en la Corte, la alegría de la princesa, la gracia de la reina Isabel, el mismo Don Carlos, Ruy Gómez. Nadie quedaba de ellos. En los salones de la reina jugaban a la gallina ciega. Alguien era atrapado cada vez. Ahora habían atrapado a Doña Juana.

Vistió de negro y mandó enlutar a la flota.

Todo ese invierno no se habló de otra cosa en Nápoles que de Don Juan y su león. Lo acompañaba a todas partes, a las fiestas, a la iglesia, a las ceremonias, con gran inconveniente para cortesanos y criados. Por las noches se tendía ante su puerta. A veces firmaba las cartas a los amigos: «El Caballero del León».

Había vuelto como un general romano, con su fiera cautiva y su rey prisionero. Muley-Hamida y su hijo estaban en el castillo de San Telmo. Venían poetas a recitarle odas neoclásicas en que lo comparaban con Escipión. «Austria» llamó al león, que permanecía quedo y soñoliento en el preciso sitio que Don Juan le asignaba. Le pintaron retratos majestuosos con todas sus armas, reluciente el bastón de mando, la espada y el león a sus pies.

«O vuelvo ahora o no volveré nunca, Juan de Soto». Había escrito al rey para pedirle la autorización para ir a verlo. La respuesta vino tarda y dudosa. Se le felicitaba pero al mismo tiempo se le hablaba de la necesidad de su presencia y de la posibilidad de otra nueva tentativa contra el Turco en el verano. «Sería la cuarta. ¿Es a la cuarta que va la vencida?». Había amargura. Lo que llegaba al través de Soto y de algunos amigos traslucía el mismo viejo fondo negativo. Antonio Pérez había escrito que el rey estaba contento de lo hecho, pero que seguía objetando lo de La Goleta. De la posibilidad del reino todo era vago.

«Pienso a veces que no se debe fiar de Antonio». Soto no se atrevía a afirmarlo pero tampoco lo negaba. «Antonio es amigo, ciertamente, pero sólo hasta un punto: primero él, luego él y después los demás».

«No quieren que vuelva. Por lo menos todavía. Hay que dejar que Túnez se ponga tan viejo y olvidado como Lepanto».

Se soltaba a la inagotable ronda de los placeres y los días luminosos. Mascaradas, corridas de toros, torneos y juego de pelota. Granvela lo elogiaba con cierto fondo de sarcasmo. Sin sarcasmo le decían los jóvenes compañeros de sus noches que querían acompañarlo a la próxima guerra o a la próxima vuelta triunfal a España. «Quiero estar junto a Vuestra Alteza en esa hora, cuando el rey nuestro señor reconozca públicamente todo lo que se le debe».

«Algo se me debe, Juan de Soto, pero ni siquiera quiere mandar a pagar lo que se le debe a los soldados. Ya no aguanto más. Un día se van a amotinar y no seré yo quien salga a someterlos». Había conseguido recursos apenas suficientes para licenciar los soldados alemanes e italianos. Los más de los españoles los mandó a Cerdeña. Los banqueros, cada vez más sórdidos y humillantes, le reiteraban su negativa. Llegó a darles joyas y dinero suyo como garantía.

Habían entrado nuevas mujeres en la nueva ronda. Muchas que nunca había visto antes o que había mirado de lejos. Españolas, italianas, levantinas. Algunas ambiciosas y altas como Ana de Toledo. Fray Miguel Servia repetía sus penitencias y admoniciones También le repetía sus arrepentimientos que eran sinceros por corto tiempo.

Ana de Toledo trajo un astrólogo a su palacio. Largo, calvo, verdoso, con una rala barba negra de largos pelos sueltos. Tenía fama de grandes aciertos. Muertes, nacimientos, triunfos, desgracias de personajes.

Preguntó por la fecha y hora de su nacimiento. Nadie lo sabía. Sacó de una bolsa de terciopelo un grueso tarot de raras figuras. Se concentró. Ana de Toledo a su lado se mordía los labios.

Dijo cosas vagas y otras atrevidas: «Veo un rey. Veo dos. El más mozo no lo es todavía. Pero va a reinar en un gran reino, en el más grande reino. Primero tendrá la corona de un país que va a conquistar. Después heredará la corona del viejo rey. El viejo rey tiene un hijo pero morirá en la niñez. Tuvo antes un hijo que también murió».

En marzo le llegó el anuncio de que el Papa le había concedido la Rosa de Oro. La pompa fue casi la de una coronación. Vino un Legado de Roma, trajo la deslumbrante joya. La catedral se llenó de prelados y dignatarios. Largos los ritos y los discursos. Los latinazos del Legado Pontificio repetían los elogios que le prodigaba Gregorio XIII. Con voz de Dios lo llamaba vencedor y Alteza. «Vuestra Alteza», le había dicho repetidas veces el Prelado. Cuando puso en sus manos aquella flor de oro, la ovación llenó el templo.

Resolvió entonces no esperar más y partir a España. Parecía bueno el momento, no había guerra ni amenaza del turco ni de los flamencos. Venía la primavera y con ella lo verían reaparecer en Castilla. Tres años largos sin dejarse ver. En Génova se estaba desarrollando un choque de facciones. Los nobles del Portal de San Lucas, dirigidos por Doria y Grimaldi, amigos del rey, y los del Portal de San Pedro, nobles nuevos, ambiciosos y apoyados por Francia.

Salió hacia Gaeta para de allí cruzar a España. Al llegar lo que halló fue un correo de Madrid que le ordenaba seguir a Génova a pacificar los nobles revoltosos.

«No me dejarán ir nunca», estalló en desesperación. Con Soto prorrumpía en improperios. «No soy sino el último y más miserable de los desterrados. ¿Qué pueden temer de mí?». Soto trataba de calmarlo, pero se le agotaban los argumentos. «Es grave lo de Génova y el rey sólo confía en vos». Soltó una rencorosa retahíla de insultos sobre los personajes de la pugna genovesa. «Le sobra gente al rey para ello. Yo creo poder servir para otras cosas».

Le volvieron fiebres y bascas, noches de delirio y mañanas de apatía. Tuvo que levantarse para recibir una visita de Roma. Había llegado el embajador Zúñiga. Marcantonio Colonna y Jacobo Buoncompagni, que era hijo del Papa.

Lo que le vinieron a decir fue más alucinante que un delirio. Zúñiga más discreto, pero Buoncompagni y Colonna llenos de entusiasmo, le hablaron largamente de la preocupación de Gregorio XIII por la suerte de los católicos en Inglaterra. Eran muchos y estaban sufriendo bajo la tiranía de la reina Isabel, la usurpadora del trono que por intereses políticos se mostraba dispuesta a entregar el reino a los herejes. Era una abominación, pero había una posibilidad providencial. María Estuardo, viuda del rey de Francia y reina de los escoceses, era católica militante. Se podía contar totalmente con ella. Si España ayudaba desde Flandes, se podría derrocar a Isabel y sus herejes y poner en el trono a María Estuardo. Don Juan, con las fuerzas españolas, seria el héroe de esa lucha. España apoyaría el alzamiento de las fuerzas católicas que había en Inglaterra y todo terminaría con el triunfo de la iglesia. María Estuardo sería la reina y Don Juan de Austria su esposo.

No salía de su asombro. Hizo preguntas pueriles.

Juan de Soto pasó media noche razonando con él. No era fácil pero resultaba hacedero y hasta lógico. Sería el golpe maestro del rey Felipe, antiguo rey de Inglaterra; sería tan poderoso como Felipe y tanto como el de Francia, aquel tísico de Carlos IX.

Estaba en el viejo palacio de los duques de Milán. Visitas a Génova y a Milán y el largo desfile de los próceres de las dos facciones genovesas. Del jardín con mohosas estatuas de mármol surgían los viejos nombres de condes y marqueses de los de la Puerta de San Lucas y de la de San Pedro. Todos protestaban su inquebrantable lealtad al rey y acusaban al otro bando de las peores intenciones. Era tiempo de oír, disuadir y hasta amenazar.

Estaba en el centro de la tela de araña de la intriga política y guerrera. Llegaban las cartas de Palermo y Messina con noticias del Turco, despachos de Nápoles y de Roma y las incompletas noticias de Madrid. Fueron también días de cama y dolencias. Una buena tarde lo atrapaban las fiebres, subía aquella seca sensación de calor que le envolvía la cabeza. Se exacerbaban las angustias y caía en el delirio. A veces confundía a los que se le acercaban a la cama. ¿Era Juan de Soto que ya había vuelto de Madrid, o un nuevo emisario del Papa?

Lo último que le llegaba, como todas aquellas nuevas, ya era viejo de meses y lo dejaba en el suspenso de ignorar lo que podía haber pasado desde que la noticia se produjo. «Fue hace ya dos meses, ¿quién sabe lo que habrá ocurrido desde entonces?». Era también la ocasión de perderse en suposiciones ingratas.

Juan de Soto escribía poco, siempre en el tono neutro y cauteloso del que no estaba seguro de las manos a las que podía ir a parar la carta. Más decían los mensajeros que podían traer confidencias. La imagen era siempre la de aquella dualidad entre lo que decía el rey, lo que decía Antonio Pérez, lo que decía Antonio Pérez que había dicho el rey, el rumor borroso de alguna confidencia inverificable. Pérez se mostraba amigo y veía con agrado el proyecto de Inglaterra. No había negativa abierta del rey pero si consideraciones de cautela y prudencia. Había que esperar, había que ver, no había que precipitarse.

Fue entonces cuando llegó la noticia de la muerte de Carlos IX de Francia. El rey de un reino dividido en el que las agazapadas facciones iban de nuevo a levantar cabeza. Hugonotes, católicos, partidarios de los Guisa. Podía darse la ocasión de obrar con audacia y lograr el trono para un español. Juan de Francia. Todo era posible y todo era imposible. Entre las tardes de fiebre y los días de intriga le llegó la retardada nueva de que el otro hijo de Catalina de Médicis, Enrique de Anjou, que había sido elegido poco antes rey de Polonia, había sido llamado a ocupar el trono francés.

Como en un juego de escamoteo surgía entonces la posibilidad del trono polaco. Algunos veían mejores posibilidades allí si el rey de España ponía todo su peso en los electores polacos, Juan de Polonia. García de Toledo le escribió en tono paternal para decirle las mejores posibilidades que había en un trono electivo. No se tropezaba con el insalvable inconveniente de la legitimidad. Era mero asunto de fuerza política.

En la hora de la fiebre se veía en un oscuro salón en un raro juego de sillas musicales. Eran tres, cuatro, cinco personas, que giraban en danza alrededor de cuatro o cinco sillas. Cuatro o cinco tronos. El de Túnez, el de Francia, el de Inglaterra, el de Escocia, el de Polonia. También estaba el de España. Había mujeres y hombres en la ronda. Y hasta un niño en el Alcázar de Madrid. Al interrumpirse la música todos se precipitaban a ocupar las sillas. Se lanzaba a la silla más próxima pero la encontraba ocupada. Había que esperar que comenzara la nueva ronda.

Por debajo de la intriga de Génova le comenzaron a llegar noticias malas de Túnez. Era mayo y los trabajos de la nueva fortaleza no avanzaban de acuerdo con lo proyectado. Se confirmaban informes de que El Uchali, con una flota grande, navegaba hacia Occidente. De La Goleta llegaban voces de angustia. Pedían, como siempre, refuerzos y dinero. Envió un escuadrón de galeras con hombres y materiales. Nunca era suficiente. «Si llega el Turco ahora…», repetían las misivas.

Se sintió lejano e impotente para dar auxilios suficientes. Con desespero envió cartas para Madrid, para los virreyes de Italia, para Palermo. Estaba en peligro de perderse todo y había que actuar con toda prisa. No bastaban las cartas. Despachó a Juan de Soto de nuevo a Madrid a forzar la rápida decisión de la ayuda.

Era como gritar en la soledad. Los hombres de La Goleta debían pensar que los había abandonado.

Las tardías respuestas que le llegaban no eran alentadoras. Algunos pensaban que se exageraba el peligro, que La Goleta podría resistir muy bien como en el pasado. En Madrid se hablaba casi burlonamente del «embarazo de África». Según hacía saber Soto, más parecían preocuparse de las aspiraciones al trono de Inglaterra.

Desde Roma Zúñiga pensaba que no había motivo para tanta alarma. Granvela, en Nápoles, daba largas y hacía poco. Terranova, en Palermo, no pasaba más allá de un retrasado auxilio de dinero y barcos.

La desesperación en Vegoven crecía. «Lo que está en vísperas de perderse no es La Goleta, es Lepanto. Nada va a quedar de todo lo que pudo haberse ganado allí».

En junio las nuevas fueron más precisas y graves. El Uchali avanzaba con una flota de 300 galeras. Cervellón decía que los jefes turcos de Trípoli, Argel y Bona marchaban por tierra hacia Túnez. Día tras día se iba formando y cerrando aquel anillo de hierro y fuego sobre el Golfo de Túnez. Era la hora en la que centenares de galeras cristianas deberían estar allí listas para repeler el ataque y darle al Sultán la confirmación de una derrota definitiva.

No pudo esperar más. En un arranque de desespero embarcó en La Spezia con los barcos y los hombres que pudo reunir.

Nunca le pareció la navegación más lenta, ni los días más largos. Todas las velas desplegadas, los remos a todo empuje, los gritos y los látigos de los cómitres parecían lograr poco. «Cada día que pasa es ayuda para el Turco». Ofrecía premios y halagos a los bogas.

La llegada a Nápoles aumentó su angustia. Lo que había en hombres y barcos era poco. El Cardenal Granvela usaba un tono complaciente y paternal. No era eso lo que necesitaba. Soldados, dinero, barcos. Pero no para dentro de una semana o dos, sino ya, de inmediato. «Esta es la hora en que yo debería estar entrando en La Goleta».

Las cartas de Soto desde Madrid no eran más alentadoras. No sólo no había prisa sino que tampoco había gran preocupación. Otras cosas ocupaban el interés del rey. Antonio Pérez apuntaba al error de no haber obedecido la orden de demoler las fortificaciones. Tal vez, le daba horror pensarlo, habría quien viera aquello como una buena lección para el atolondrado. «Es así como me miran».

Los días de Nápoles terminaron. Las noticias que recibió en Messina confirmaron sus temores. Túnez estaba cercado por tierra y por mar. Era la última noticia, no de hoy ni de ayer, sino de hacía ocho o doce días, la que trajo una embarcación mercante, un pescador o un fugitivo. Lo que podría estar pasando hoy no lo sabía ni podía saberlo. Había que imaginarlo con horror o con esperanza. La fortaleza había resistido, habían logrado rechazar el ataque y esperaban solamente la llegada de las fuerzas auxiliares. O no habría podido resistir. Lo que tenía que pasar ya estaba pasando o ya había pasado, y era tarde irremediablemente. «Vuestra Alteza ha hecho todo lo que se puede. Confiemos ahora en el Señor». Hubo que retardar la salida. Tenaces tempestades de días enteros retenían las galeras en el puerto. «Es locura, señor, salir con este tiempo», decían los viejos marinos. Caía en súbitos abatimientos. «Todo está contra mí».

Salieron hacia Trapani. No pasaban de un centenar de galeras. Qué posibilidades podía tener aquella modesta fuerza frente a todo el poderío y la astucia marina de El Uchali y las fuerzas de tierra enemigas. La tempestad volvió más recia y por interminables días no se pudo salir.

Hasta que apareció aquella nave francesa, maltrecha, fugitiva, con cincuenta soldados de la guarnición de La Goleta a bordo.

Hacía días, el 23 de agosto, había sido tomada la fortaleza. Muchos jefes pasados a cuchillo. Cervellón y otros tomados como esclavos. La ciudad estaba en poder de Sinan, el jefe turco.

Juan Zanguero, el capitán de los soldados fugitivos, contaba espantosos detalles de la lucha. El exterminio, la matanza, el saqueo.

Don Juan oía en ahogado silencio, los puños y los dientes apretados. «Cuenta más horrores, Zanguero, más horrores, todos los que sepas». Luego añadió unas palabras que nadie se atrevió a oír: «El rey estará contento».