Diez

Terminaba el otoño. Los representantes de la Liga estaban reunidos en Roma. Los correos traían el eco de los juegos de intenciones y astucias. Detrás de las propuestas asomaban otras intenciones y nuevas codicias. Pasaban días en el cómo y dónde de la próxima salida. Se discutía sin término y, a veces, se desembocaba en agrias acusaciones.

«Estoy viviendo en tres tiempos y en tres lugares distintos», le había dicho a Soto. «Aquí, donde poco puedo hacer, oyendo quejas, protestas de soldados y amenazas de motín, sin recursos y sin planes. En Roma, donde se va a disponer, sin mi participación, lo que tengo que hacer. La decisión es de ellos, pero la responsabilidad es mía; y también en Madrid, donde no me quieren ni ver. Lo que se resuelva, cuándo se resuelva y cómo se resuelva lo voy a saber tarde, como siempre».

Había mandado a construir una nueva Galera Real, con la vieja popa y las pinturas alegóricas de la maltrecha. Supersticiosamente sentía que ya no sería aquélla la nave del triunfo.

Escribía continuamente pidiendo informes y reclamando prisa. En Roma se debatía. Los venecianos querían una acción rápida y concertada contra los restos de las fuerzas del Sultán para destruirlas definitivamente. «No se ha ganado nada, Soto, es ahora cuando habrá que completar el triunfo». El Vaticano proponía una acción diplomática para lograr la incorporación de los franceses, los portugueses, los alemanes y hasta los polacos. «Esa no es sino una manera de perder tiempo». El rey opinaba que se dirigiera la campaña contra Túnez y Bizerta. «Eso no le interesa a los venecianos y muy poco al Papa».

Juan de Soto lo veía desesperarse. Noche y día elucubraba planes. Le llegó a escribir al viejo García de Toledo presentándole un plan desmesurado. Atacar a Túnez y Bizerta en marzo, volver en abril a Levante para desbaratar finalmente a los turcos y, luego, sitiar a Argel en agosto. Soto movía la cabeza dubitativamente.

«Algo hay que hacer y pronto. No va a quedar nada de Lepanto sino la fama. Cada día disminuye y se va deshaciendo lo que creíamos haber ganado. El Sultán rehace su flota. Cuando salgamos, si es que salimos, en primavera o Dios sabe cuándo, habrá que recomenzar todo de nuevo».

En la espera el rey nombró a Requesens, que estaba en las conversaciones de Roma, virrey de Nápoles. Era como otra muerte de Quijada. Le llegó el rumor de que podrían nombrar para ser su segundo en el comando a García de Toledo. Se contentó: «Lástima que no tenga veinte años menos». El viejo marino se excusó. El asma y los años lo tenían atenazado.

Lo que le llegaba de Madrid era cada vez más vago y lejano. Antonio Pérez continuaba escribiéndole con afecto y admiración, pero no sentía verdad debajo de aquellas palabras tan volanderas. Todos lo recordaban, todos lo admiraban. No se hablaba de otra cosa que de su gran gloria y de los nuevos triunfos que iba a obtener en la próxima campaña. Todos aguardaban con impaciencia su regreso. «¿Todos?».

Lo que vino a resultar de la reunión de Roma fue la orden de emprender una nueva campaña en Levante. Se reunirían las tres flotas en Corfú en marzo. Saldrían en busca de los turcos y Don Juan decidiría los lugares que iban a ocupar. Había cerca de 300 galeras, galeazas y naves, 32 000 hombres y 500 caballos.

«Mi destino parece ser tener que recomenzar siempre». «Cada día que pasa tiene más galeras el Sultán, más soldados en los fuertes, más pertrechos y vituallas, mientras que nosotros aquí no hacemos sino mendigar y esperar lo que nunca llega».

«No es verdad que viva en tres sitios, Soto, vivo en uno solo. En este puerto olvidado en la boca del estrecho, en la bisagra de dos mundos, sin poder decidir y mucho menos hacer nada». «Ahora recibo noticias de que han designado al duque de Sesa para sustituir a Requesens. Hubiera preferido a García de Toledo, con todo lo viejo que está».

Continuaban llegando rumores. Las cosas con Francia no marchaban bien. Los hugonotes buscaban un conflicto con Fspaña. Podía ser una incursión en la frontera de Flandes. Una galera francesa cargada de campanas había salido de Marsella para Constantinopla. Bronce para los cañones de Selim.

Los venecianos enviaron sus fuerzas a Corfú. No aparecieron las del Papa. Más tarde llegaron las noticias de que Pío V estaba de muerte. Se moría el Papa que había dado tan decisivo apoyo a la Liga y todo dependía ahora de lo que podría pensar el desconocido sucesor. Murió Pío V. Rápidamente eligieron a Ugo Buencompagni para el trono de San Pedro. Se proclamó Gregorio XIII.

Lo que vino en los primeros mensajes de Roma era como el eco de la voz de Pío V. El nuevo Papa elogiaba y bendecía a Don Juan. Con acento profético le renovaba la promesa de la victoria. Le renovaba también la promesa del trono. En la reconquistada costa griega los cristianos redimidos constituirían un nuevo reino, para que volviera la gloria de los Cruzados y de Bizancio. Sería rey por propio derecho. Ya no habría más vacilaciones de tratamiento, ni Alteza, ni menos Excelencia, Majestad entre las Majestades, por derecho de conquista y de sangre, tan rey como Felipe.

Los venecianos se impacientaban en su larga espera en Corfú. No llegaban los pontificios, ni menos los españoles. No ocultaban su enojo: «Es lo malo de tratar con rey tan poderoso». Enviaban mensajeros, pero ninguna decisión llegaba de Madrid. «Se va a perder también este año.» Poco a poco se fue sabiendo las causas aparentes del retraso. Carlos IX de Francia, enredado en su larga lucha con los hugonotes, parecía buscar una salida al conflicto interno con una nueva guerra con España. Algo se filtraba en la correspondencia de Antonio Pérez. «Las cartas de Antonio hay que leerlas al revés y al derecho para poder entenderlas, para saber lo que dice para no decir». Había también la posibilidad de un apoyo francés hugonote a los rebeldes de Flandes. «Ahora el rey está embargado con Flandes y Francia y lo nuestro pasa a segundo término».

Lo que le llegaba oficialmente era que convenía no comprometer la flota en una campaña lejana, porque podía ser necesario dar apoyo en Milán o en Flandes. «Es mentira, puro pretexto; no podríamos llegar nunca a tiempo. Vamos a quedar aquí inmovilizados perdiendo el tiempo y la paciencia».

Al fin llegó el duque de Sesa. «Mi tercer tutor». Con él habló del peligroso retardo. Volvió a escribir a Madrid. También se sumaba el nuevo Papa al reclamo. Había las naves, los recursos y los hombres, pero no llegaba la orden de salida.

Soranza, el jefe veneciano, vino a Messina. No ocultaba la ira de un hombre que se sentía engañado. Llegaba julio. Hubo que demostrar a Soranza que el retardo no era por motivos de artero disimulo para no ir a Corfú y atacar más bien a Túnez. Tampoco habían llegado con Sesa los refuerzos.

Escribía a Granvela en Nápoles, a Zúñiga en Roma y a Requesens en Milán. ¿Qué podían hacer ellos? Todo dependía de lo que finalmente se decidiera en aquella alcoba del Alcázar de Madrid. De lo que algún día Don Felipe quisiera decirle a Antonio Pérez o escribir al margen de algún informe que se había quedado en su mesa por largos días.

A ratos sufría arrebatos de exasperación. «¿Qué clase de jefe soy? Un títere, un general sin mando, el jefe impotente de una empresa olvidada de la que el rey ni se acuerda».

La insoportable duda lo llevaba a elucubrar posibilidades. «El rey no actúa solo, hay otros interesados en que esto fracase». Las cartas de Pérez seguían siendo promisorias. «De un momento a otro», «pronto», «hay que esperar todavía un poco». «Su Majestad tiene mucho interés en esta empresa».

Lo que vino al final fue una orden contradictoria e incompleta. De inmediato no saldría la flota para Corfú; por el momento se limitaría a enviar un destacamento con Gil de Andrade para calmar a los venecianos y a los pontificios. «Nadie se va a engañar con esto, es una burla».

Vio salir el escuadrón de barcos y se sintió como un desertor. En la rada quedaron las más de las galeras y la nueva capitana, llena de lujos, gallardetes y dorados, pero amarrada al muelle.

Vino la orden, más desesperante todavía, de moverse a Palermo. «Esto parece más bien una retirada». Entró al puerto de la ciudad entre vuelos de campana y salvas de cañones. «Para esto he quedado».

Un día fue a la catedral a visitar la tumba del Emperador Federico. Se separó de los acompañantes y se recogió ante el gran bloque de pórfido rojo. «Stupor mundi», murmuró entre dientes. Salomón y Carlomagno en la misma persona. Ese no esperaba órdenes. Supo cada vez lo que tenía que hacer y lo hizo. En aquellos restos sellados por el rojo túmulo había todavía más poder que todo el que a él le había quedado.

También fue a Monreale. El relámpago de oro de los mosaicos bizantinos lo envolvió. Los apóstoles, los reyes, rígidos en sus túnicas blancas, y aquel Cristo Pantocrátor que había sido despojado de sus mares y sus tierras por el Turco. Sentía que aquella figura abrumadora le ordenaba devolverle su mar y sus ciudades, Constantinopla y Santa Sofía. Volver a dar vida a las campanas en las torres mudas. Era a él a quien parecía decirlo, pero no era él quien podía decirlo. Todo esto pasó y así pasará también lo nuestro.

Los días de Palermo fueron de creciente impaciencia. Las flotas de Colonna y Foscarini estaban en Corfú, con el pequeño destacamento español. Venían continuas presiones sobre Don Juan. El Papa le enviaba «breves de fuego» y él tenía que responder con evasivas. Era en Madrid donde tenían que decidir. El rey Felipe, con su cautela adormilada, seguía los sucesos de Flandes. El duque de Alba había tenido buenos resultados militares, pero con ello se había exacerbado la presión de los protestantes ingleses, franceses y alemanes.

Llegó agosto. Caliente, tardo, lento. La noche de San Bartolomé en Paris, la reina madre Catalina, la madre de Isabel de Valois, con su hijo el rey Carlos IX había organizado una espantosa matanza de hugonotes. Una cacería salvaje por calles y casas. Desde las ventanas del Palacio se disparaba contra los fugitivos. El almirante Coligny había caído.

Había cambiado la situación. El Papa ofreció un Te Deum. Se percibía que la actitud de Madrid iba a cambiar también. Cuando llegó el mensajero y tuvo en la manos la orden de partida de la flota tuvo un primer ímpetu de alegría, pero luego se dio cuenta de todos los daños que había ocasionado el largo retardo.

Finalizaba agosto y se acortaba el verano. Se iba a volver a la situación lamentable del año anterior. Se había llegado a Lepanto cuando ya estaba pasando la temporada de hacer la guerra del mar. Ahora también se iba a llegar demasiado tarde. Había visto en los palacios italianos la imagen de Cronos con su barba blanca y su reloj de arena en la mano. Era ése el enemigo cierto. Las largas esperas inútiles del tiempo perdido. «Estamos condenados a llegar tarde».

Salieron al fin hacia Corfú; la travesía fue tranquila. Avanzaban bajo los cielos grises, con los vientos fríos y los mares agitados de la otra vez. Recordaba las angustias de entonces. Había sido un camino de sorpresa, pero ahora no era sino la tardía llegada a un punto de reunión.

En alguna parte se concentraba la flota enemiga. La comandaba El Uchali, el maldito tiñoso que había logrado escapar de la batalla. Sobre las cartas, o con la mano extendida hacia los horizontes marinos, se señalaban los posibles rumbos de la flota turca.

Cuando se acercaron a Corfú se dieron cuenta de que no había galeras en el puerto. Por su cuenta y riesgo, tres semanas antes, Colonna había tomado el comando y dispuesto la salida. «¿Por qué no me aguardaron? A lo mejor ya todo se ha perdido en manos de ese incapaz». Don Juan bramaba de furia. «Todo me sale mal, Soto, todo. Parece que hubiera interés en hacerme fracasar, como si pudiera fracasar yo solo y no toda la Cristiandad». Soto trataba de calmarlo. «No creo que Colonna y Foscarini hayan arriesgado una acción decisiva». «Entonces, ¿para qué salieron?». Despachó embarcaciones para ordenarles el regreso.

Tardaron días en volver. Cuando Colonna llegó a la cámara de la Real se asustó de ver el estado de furia en que estaba Don Juan. Lo recibió a gritos y amenazas. Hablaba de insubordinación, de mala fe. «¿Con qué autoridad han podido hacer esto? Menos mal que no encontraron al enemigo». «Se ha quedado usted corto en la lealtad». Fue bochornosa la escena. Más tarde, con mucho desdén por el romano, se pudo sosegar lo suficiente para reunir el Consejo y decidir la acción que debían realizar. Se resolvió salir hacia el Golfo de Corinto.

Llegaron noticias de que la flota enemiga se había refugiado en el puerto de Modón, en Mesenia. «Allí iremos a buscarlos».

Asomaron a la boca del puerto y vieron la flota de El Uchali tendida al fondo en posición de defensa. Era y no era como la situación de Lepanto. La flota del tiñoso permanecía quieta y alerta, como a la espera.

Estaba agazapada junto a la costa, al amparo de los cañones de las fortalezas de la entrada. Se intentó provocaría inútilmente. El cañoneo de las fortalezas hizo muchos daños en cada tentativa. No se iba a repetir Lepanto. Les llegó entonces la información de que cerca, en el puerto de Navarino, estaban unas 80 galeras turcas. Se hizo el plan de desembarcar, tomar la fortaleza, someter el puerto y marchar por tierra a Modón, para luego atacar el grueso de la flota turca por tierra y por mar.

Se luchó desesperadamente, trepando por los acantilados, sin poder alcanzar la fortaleza. Era el 7 de octubre. Un año de Lepanto. Era a la vez un estímulo y un peso. Pero no parecía que se iba a repetir. «Si Alí Bajá no sale, no hubiera habido batalla». Fueron inútiles y costosos en vidas los esfuerzos para tomar el fuerte; no se logró penetrar en Navarino. Protegida por los cañones de la costa la flota turca permanecía en espera.

Fue duro tomar la decisión, pero al fin no hubo más remedio. «No podremos permanecer aquí, mar afuera, muchos días». Se fueron alejando de la costa arrastradamente y con mucho callar. Hubo Consejos de recriminaciones y querellas.

Apenas habían atrapado irrisoriamente algunas galeras turcas en mar abierto y tomaron la de un sobrino de Barbarroja. Cercada la galera, los galeotes cristianos golpearon con un remo al jefe turco, que cayó entre ellos y, a dentelladas, pasándolo de bancada en bancada, lo destrozaron.

En Corfú se dispersó la flota. Todos tenían la sensación de que ya no se volvería a juntar. Llegó a Messina sin fanfarrias ni arcos de triunfo. Pasó silencioso ante su propia estatua y releyó con despecho la inscripción en lápida romana: «loannes Austrius, Caroli V Imp. Filius. Philippi Regius Frater. Totius Clasis Imperator…».

En la soledad de la alcoba le dijo a Soto, como si se arrancara un pedazo de piel: «Un castillo de arena en la playa es lo que ha quedado de la victoria de Lepanto. Nada. Ni tierra, ni reinos. Las intrigas y las rivalidades pudieron más. Debe haber muchos que están contentos de que haya sido así. Ya no le estorbo a nadie. Se acabó Lepanto. Se acabó Don Juan de Austria».

«Vamos a perecer». La galera daba saltos y vuelcos sobre el oleaje desatado. Era lo que Don Juan se decía sin atreverse a repetírselo al duque de Sesa que, a su lado, agarrado con fuerza a maderos y cables, seguía la desesperada maniobra de la tripulación. Las olas saltaban sobre la borda y llenaban el buco. Los galeotes remaban con el agua al pecho. «Sería triste terminar así». «Llevaban días de rodar en el mar desatado. Cerca se veían las costas de Italia y no lejos debía estar Nápoles. Soldados y remeros imploraban sus Santos, promesas de peregrinaciones y penitencias». «No es a Nápoles, sino al infierno que vamos». Restallaba el látigo sobre los lomos de los galeotes.

Después de varios días de acercarse y alejarse de la costa amainó la tormenta y resolvieron pasar en un bote a la costa más cercana.

Al pisar tierra cayeron de rodillas. «Ha sido un milagro».

En la primera población hallada les prestaron ayuda y en dos jornadas estuvieron en Nápoles. Nunca antes le había parecido tan bella. «Hemos vuelto a la vida en el mejor lugar del mundo».

Era un bello día despejado. Prevenidos, el virrey y los altos dignatarios los estaban aguardando. Granvela, solemne y mayestático, los recibió con altiva efusión.

Comenzó de inmediato un torbellino de fiestas y juegos. Misas, banquetes, torneos, encuentros de cañas y de pelota. Nunca había visto tantas mujeres bellas. «Vuestra Reverencia tiene el don de atraerlas». Granvela le replicó: «Ya soy un viejo. Hay alguien más atractivo y glorioso que yo aquí».

Entre el torneo de la mañana, el banquete de la tarde y el baile de la noche se hablaba a trechos de las cosas serias. Los representantes de la Liga se iban a reunir de nuevo en Roma, volvían a plantearse las viejas cuestiones, dinero, recursos, fechas y el destino de la expedición. Con Soto hablaba de que ésa sería la oportunidad definitiva para decidir la expedición a Túnez. La toma de Túnez era volver a la gloria de Carlos y, y también era la ocasión de fundar el reino. Alegremente Soto lo apoyaba: «Sería la resurrección del África romana, del África cristiana. De Cartago mismo. La gloria de Escipión».

Había música en el aire, cantos y bailes en las calles, teatro, procesiones y arlequinadas. Se pasaba de los milagros a las burlas, todo era pretexto para la alegría en palacios y en plazas. Nunca había visto tantas mujeres vistosas y risueñas. Se hablaba de aventuras secretas, de bufonadas de alcoba, de maridos engañados, de las más complicadas intrigas del deseo. «Hay más fuego en estas gentes que en el Vesubio», le había dicho un viejo libertino de muchos cuentos. Cada mujer hermosa tenía un marido, generalmente viejo, y uno o más amantes poco secretos. Eran interminables los líos amorosos que se contaban del Cardenal Granvela.

La primera mujer que tuvo fue fácil. Curiosa, mansa, dispuesta. «Así son todas». Las fiestas desbordaban de bellas mujeres, casi niñas, jóvenes, maduras, rubias, de pelo negro, blancas resplandecientes, mates, con aquel tono de promesa de su cálida palabra.

En las vastas salas, entre las columnatas de mármol, se disponía la larga mesa del banquete. Era una marejada de voces, risas y colores. Sedas espejeantes, tocas de pluma, rojas dalmáticas, jubones verdes y azules, chorreras de brocado filigranado de oro, altaneros perfiles, barbas blancas, hábitos de púrpura y toda la parlería de mujeres gesticulantes entre los hombres absortos, iluminados los rostros, los ojos diciendo cosas secretas y los senos plenos desbordando de los escotes. Olía a incienso y ámbar. Los criados desfilaban llevando en alto bandejas de faisanes emplumados, ristras de capones, costillares de jabalí, perdices estofadas, corderos enteros, que colocaban entre las desbordadas cestas de frutas y las labradas tortas piramidales. Hasta aquellas extravagancias sorprendentes, como el gran pastel que traían en andas y que, una vez puesto sobre la mesa, al abrirlo con el cuchillo el maestresala, brotó una banda de palomas que revoleteó sobre la cabeza de los invitados, o aquel timbal de plata rodeado de hielo de las montañas que contenía una crema helada que se deshacía en la boca, con el doble placer del sabor y la frescura, de la que había oído hablar con nostalgia, en Madrid, a la reina Isabel de Valois.

Resplandecían los platos de oro. De altas jarras de cristal caía el vino sobre las copas labradas. En el centro los músicos tocaban pavanas, gallardas y chaconas. Todo se mezclaba y fundía, voces, cantos, música, colores, formas, movimientos. La mujer que estaba al lado estaba sola con el hombre que la asediaba. Entraban payasos, volatineros, prestidigitadores, domadores de perros y bailarinas de pandereta y cascabeles.

«Este es un torrente que arrastra», decía Juan de Soto. «Yo sé que hago mal, Juan, pero todo esto es tan grato, tan diferente de todo lo que ha sido mi vida, que me dejo arrastrar. Ya habrá tiempo para lo otro».

Un día encontró a otra mujer sobrecogedoramente bella, «la piu bella donna di Napoli». Diana Falangola era bella y lo ostentaba. Don Juan la persiguió ávidamente. Era rica y su padre era hombre importante en la ciudad. No fue fácil. «Lo que Vuestra Alteza me puede ofrecer o es demasiado, o es demasiado poco». Para ella organizó fiestas, torneos, corrió cañas e hizo prodigios en la pelota. Ella lo seguía con deslumbramiento.

Llegó a organizar una corrida de toros para lucir las habilidades que había aprendido en las ferias populares de la Tierra de Campos. Con otros caballeros corrió a un toro grande y peligroso, lo hirió con el rejón y luego echó pie a tierra, espada en mano, esquivando las embestidas con una capa, lo acuchilló y le cortó la cerviz. Esa misma noche, gracias a la complicidad de un criado de la casa, vestido de mujer, llegó hasta la alcoba de Diana. La joven, asustada, trató de resistir. La fue calmando, cada vez más cerca y más acariciante. En lo que terminó por ser un silencio torpe se besaron, rodaron en la cama y terminaron fundidos en el estremecimiento del paroxismo.

El frenesí de gozos iba acompañado de remordimiento. ¿Qué estaba haciendo? Llamaba con frecuencia a Fray Miguel Servia para que lo confesara. El fraile sentía la sinceridad del arrepentimiento: «No quiero, pero no puedo impedirlo. Es más fuerte que yo». «La más difícil lucha que todo hombre tiene es la de vencerse a si mismo». A veces se retiraba por días en un convento. Oía consejos píos. El fraile le hacía largas prédicas conmovedoras. Le explicaba quién era y qué debía a su propia persona y rango. Era un héroe. Debía ser un ejemplo. «Las faltas en los grandes son más de lamentar, porque para todos deben ser un ejemplo». Hablaba de Alejandro y sus pecados, de Marco Aurelio y su rectitud, y se alargaba en consideraciones morales. «Hay que respetar a las mujeres. Nuestro Señor las redimió también y la Virgen María les dio una dignidad celestial». Le hablaba de la maternidad. «Toda mujer es nuestra madre».

Ese día cortó bruscamente la plática. Tenía dos madres, la que había conocido, la tierna y sufridora Magdalena de Ulloa, y aquella otra que nunca había visto, Bárbara Blomberg. Apenas podía imaginarla vagamente. La imagen que tenía de ella estaba en abierto contraste con la de Doña Magdalena. Vivía en Flandes y no santamente. La evocación ingrata reaparecía con frecuencia y trataba de desecharla.

El joven conde Aurelio, capa de grana, jubón verde, toca de pluma, botas altas, espada al cinto, recorría la escena recitando su arrogante baladronada. Mujeres de todas clases desfilaban en su atropellada enumeración hasta hacer reír a las gentes. Princesas, condesas, burguesas, criadas, campesinas, habían sido suyas e iban a ser suyas. Fray Miguel Servia había llevado a Don Juan a la presentación de aquel Auto en el atrio de una iglesia de barrio. «Amore», «piaccere», «donne», «ragazze», «cuore», iban y volvían en las rimas. A todas las había engañado y las podía engañar. Ahora se dirigía a Leonora, novicia de convento, que asomaba tímida y vacilante. Permanecía callada ante el torrente de apasionadas promesas. Junto a la silla con dosel que habían puesto para el príncipe, el padre Servia atistaba sus reacciones. Don Juan se daba cuenta. Cuando Aurelio se lleva a la aturdida Leonora, salta a la escena, espada en mano, un hermano de ésta. Se cruzan las espadas y las voces. «Sacrílego», «enviado de Satanás», «mi noble y santa hermana», borboteaba la voz del vengador. Aurelio, entre golpes de espada, hacía mofa. «Para ella ha llegado el amor», «le voy a enseñar la vida», «capón de sacristía». «¿Quién soy? Un hombre y una mujer». Los espectadores acompañaban la violenta escena con sus rechiflas e improperios. Hasta que caía herido de muerte el hermano de Leonora y antes de expirar anunciaba al raptor la venganza divina.

La escena culminante era la del castigo de Dios. El conde Aurelio llega en la noche al panteón de los padres de Leonora. Reconoce las estatuas fúnebres y las increpa con desprecio. Se oyó un eco de asombro cuando la estatua del padre se mueve, habla invocando la venganza del cielo, desciende lentamente del zócalo y con sus brazos de piedra aprieta hasta asfixiar al disoluto. Se oyen ecos de trueno.

A la salida le dijo al confesor: «No se preocupe, padre, que no es mi caso y no lo será nunca».

Hizo el viaje a Aquila, cerca de Roma, donde residía Margarita de Parma. Nunca la había visto pero por largos años había mantenido una asidua correspondencia con ella. Era hija del Emperador, como él, hija de una mujer simple, como él, pero con la gran diferencia de que desde el primer momento había sido reconocida por su padre y tratada como princesa. Se había casado dos veces, primero con un Médicis, que duró poco, y luego con un Farnesio, el duque de Parma, hijo del Papa. Nada tenía de España, era una alemana de aspecto y de costumbres. Sabía de la buena gobernación que había hecho en los Países Bajos hasta que llegó el duque de Alba. Aquella mujer, a la que nunca había encontrado, era lo más próximo que tenía. De allí arrancaba un fondo de mutua atracción. Oía con gusto las anécdotas en las que ella aparecía como astuta, firme, segura de sí misma. Tenía un retrato vivo de ella y de sus gestos al través de su hijo Alejandro Farnesio. Un profundo y sensible vínculo lo había unido con aquel joven espléndido desde los días de Alcalá. Sin embargo, era en ese punto donde se detenía con frecuencia, no había sido desconocida nunca, no había sentido el rechazo de los grandes. «Cierto es que el Emperador no se había casado todavía cuando ella nació». La misma quijada, la misma boca caída.

La reconoció en la puerta del castillo, en medio de sus servidores. Era aquella mujer maciza, vestida con un traje negro casi talar. Al acercarse la miraba con fijeza. La postura, los gestos, los movimientos de la cabeza cubierta con una pequeña toca monjil con un delgado hilo de perlas. Tenía mucho de hombruna. La voz era recia y cortante. Desmontó y corrió a saludarla. Se besaron efusivamente. Los ojos autoritarios y los brazos firmes lo cubrieron. Buscó en su cara aquellos rasgos de los retratos de Carlos V. No se parecía pero, sin embargo, mucho tenía de él. Aquella cara hombruna, aquel labio grueso descolgado. Más tarde le oyó decir: «Eso lo heredamos de los Borgoña, no de los Austria». Buscaba en ella la traza del Emperador. «Señora, siento mucha emoción». No había podido decir otra cosa. Más que oírla la penetraba con los ojos. «Todo lo que me habían dicho de Vuestra Alteza resulta poco». «Eres hermoso como el ángel de la guerra», dijo ella.

La primera larga conversación fue sobre el Emperador. Ella lo había conocido. «Te doblo la edad y recuerdo muchas cosas que no pudiste haber conocido». La princesa Margarita se había criado en la Corte de Flandes con las hermanas y las tías del Emperador. No había habido Leganés ni Villagarcía para ella.

En los días sucesivos, entre las fiestas, las visitas y las excursiones, hallaban la manera de quedarse solos y hablar sin término. Llegaban visitantes de Roma y hasta de la costa adriática. Era una pequeña corte de recuerdos y de anuncios. Se hablaba del Emperador, del rey Felipe, de Lepanto, de la próxima campaña contra el Turco. Más era lo que eludía él que lo que se atrevía a confiar.

Sólo con ella la situación era distinta. Le habló de sus desazones de Madrid, de la actitud equívoca del rey. «Con todo lo que he hecho me mantiene lejos. No me ha dejado volver. Hay un muro invisible pero cierto que me impide acercarme a él. A veces pienso que es mezquino». «Entre lo que el rey quiere y lo que el rey dice, entre lo que realmente sabe y lo que le llega, entre lo que ordena y lo que se cumple, hay mucho trecho y mucho cambio. Todos los que alguna vez hemos gobernado lo sabemos».

En algún momento se atrevió a decirle: «Mi madre se ha convertido en un gran problema». En sus años de Gobernadora de Flandes Doña Margarita había sabido de Bárbara Blomberg. Tropezando y vacilando habló de Piramus, el marido de Bárbara, del hijo sobreviviente de ella, a quien no conocía. «Tan hermano mío como yo lo soy de Su Majestad». De su viudez despreocupada, de tentativas fugaces de nuevo matrimonio. El escándalo continuo que todos los malquerientes hacían de su conducta en Flandes. Se negaba ir a España y menos a un convento.

«El mal, Juan de Soto, viene de querer vivir su vida. La de ella, la tuya, la mía».

«Después deGranada se me dio otra tarea más difícil. Después de Lepanto no ha habido para mí sino alejamiento y desdén. Ahora mismo están reunidos en Roma los representantes dc la Liga para decidir la campaña de este año. No sé adónde pero sé que será tarde, con recursos incompletos, ¿para qué?». Hablaron del reino prometido por Paulo V y recificado por Gregorio XIII. «No habrá reino, señora. Lo que era del Turco sigue siendo de él. Quedaría Túnez, si es que deciden que vaya allá. El Papa estaría de acuerdo, pero nada es seguro. Voy a quedar para rey de los locos, como lo hacen en el carnaval».

Doña Margarita tenía sus ideas muy seguras. «Ya el turco no es el mismo después de Lepanto. Eso lo sabe bien el rey. Lo que le importa más que todo, ahora y siempre, es Flandes».

Hablaba sin parar sobre la situación de aquellas tierras divididas y revueltas. «No es una lucha, son cien luchas mezcladas. No se puede ganar por las armas. Alba ha tenido mucho éxito contra Guillermo de Orange, pero la situación fundamental no ha cambiado. No se logrará dominar a Flandes por las armas. Habría que derrotar también a los herejes ingleses y su reina malévola, a los hugonotes franceses y a los luteranos alemanes. Es desde afuera que se alimenta el conflicto de Flandes. Yo lo padecí por años y lo conozco bien. No habrá paz ni por el entendimiento ni por la guerra».

«El emperadcr era su señor natural, lo sentían de ellos, con el rey es distinto. Lo ven como un extraño y casi como un intruso. La verdad es que, por encima de todo, detestan a los españoles». Habló con disgusto de los errores que según ella había cometido el duque de Alba. «La muerte de los condes de Egmont y Horne fue una estupidez». Recordaba con calor cómo se había opuesto inútilmente a aquella repugnante emboscada. «Hice lo que podía por salvarlos, pero fue inútil. Con ese crimen innecesario se le dio una gran bandera al Taciturno y, además, se hizo imposible toda paz duradera».

En uno de esos momentos le llegó a decir: «Tal vez no ahora, pero más adelante, después de que ya el Turco no sea amenaza, Su Majestad va a pensar en ti para Flandes. Es casi inevitable. Tienes muchas ventajas: hijo del Emperador, hermano del rey, vencedor en la guerra, héroe de la Cristiandad. Nadie podría representar más». «No, por Dios, no me veo allí. No sirvo para esa intriga atroz».

Tuvo la humorada de recibirlo. En aquellos días se habían acercado a Aquila muchos visitantes. Cardenales en solemnes mulas, monseñores, príncipes italianos con numerosos séquitos, gente de ceremonia y parabién, hábiles cortesanos muy al día en las intrigas de la política vaticana. Venían de Roma y de más lejos. A veces se fastidiaba y se iba a las partidas de caza o se marchaba de paseo con algunos íntimos. Venían también santeros, milagreros, bufones populares, cómicos con sus retablos, algún domador de osos, algún artista.

Venía de Roma, donde habitaba en el palacio del Cardenal Farnesio. Eso ayudó. También traía un retrato de Don Juan, una rara semblanza que poco tenía de los retratos que le habían hecho pintores italianos y españoles. Aparecía de tres cuartos, mirando de frente, en una armadura gris muy fría, en la mano derecha el gran bastón de mando, la mano izquierda caía con desgana sobre la guarnición de la espada. La cabeza destocada parecía un poco deforme, los ojos tristes en una larga cara pálida. El fondo no se parecía a nada, ni cortinas, ni paisaje, sino manchas de luz verde, gris, de resplandor de tormenta. «Debo ser yo, pero no me reconozco. Es extraña tu pintura». Los que lo rodeaban hicieron algunos comentarios jocosos. «Es extraña, pero muy buena», dijo con firmeza. Cuando le había dicho el nombre no logró entendérselo. Doménico y un enrevesado mazacote esdrújulo de sílabas. Tenía aspecto de levantino, ojos negros fijos, color verdoso, barba rala. Las palabras que decía parecían firmes y finales. «Soy de Creta, señor, estoy en Italia estudiando pintura desde hace algunos años. Les resulta más fácil llamarme El Greco». Cuando después de dar las gracias Don Juan le fue a entregar una bolsa con algunas monedas, la rechazó. «Lo que quiero, señor, no es eso. Sé que el rey de España construye un maravilloso palacio y emplea pintores. Me gustaría ir allá». Alguien apuntó que habían ido ya algunos conocidos pintores italianos. Interrumpió con atrevimiento. «No son buenos». Era inusitadamente altanera la réplica. «¿Cuáles son entonces los buenos?». Lo que respondió fue aún más insolente. Afirmaba que ya no quedaban grandes pintores en Italia. «El último vivo es Tiziano, también el Tintoretto, tal vez algún otro. Ahora la pintura tiene que ser otra cosa. Ya no hay mucho que hacer aquí, por eso quiero irme a España. Es allí donde puede bajar la Paloma del Espíritu Santo. Me gustaría establecerme en Toledo». «¿Has estado alguna vez?». «No, nunca, pero es una de las pocas ciudades del Espíritu que hay en el mundo, de vieja sabiduría santa y oculta. Hay toda una maravillosa pintura que hacer allí».

Terminaba la entrevista. Había otras cosas que hacer. Para irse, Don Juan le dijo: «Te voy a recomendar al rey, recuérdamelo Juan de Soto. En Toledo tengo algunos grandes amigos. Entre ellos el conde de Orgaz».