Nueve

«El mal tiempo se nos viene encima». Era lo que decían todos mientras navegaba la flota hacia Messina. El cielo cubierto de nubes grises se reflejaba en un mar descolorido. Un viento frío del Norte empujaba las velas y afligía a los homnbres. Don Juan evitaba comentarlo. A veces algún viejo marino se atrevía a decir: «De ahora en adelante no hay que esperar sino tempestades. El tiempo de la guerra es el de las flores».

Cuando se aproximaron al puerto de Messina vieron con sorpresa un grupo de embarcaciones pintadas de negro. No podía ser de peor anuncio para tantos hombres supersticiosos. A medida que se acercaron se precisó la visión. Eran galeras enlutadas. «Color de muerte, color de infierno». Algunos se persignaban disimuladamente o hacían los gestos tradicionales para conjurar la mala suerte. «Se nos ha venido a reunir la flota de Aqueronte». Pocos rieron el chiste de Juan de Soto. Los cascos, las velas, las jarcias eran negras, sobre las insignias y las banderas había crespones de luto. «¿Qué significa esto?», se preguntó Don Juan, sin hallar quien pudiera responderle.

Al desembarcar en medio del gran séquito de altos funcionarios y jefes de la flota, le informaron. Eran las naves pontificias de Marco Antonio Colonna, que al recibir la noticia de la muerte en Roma de una hija, enloquecido de dolor, había ordenado cubrir sus barcos de aquel luto ominoso. Allí estaba, más cerrado de negro que sus barcos, los ojos enrojecidos del llanto, la palabra convulsa. «Señor, dura prueba me ha mandado Dios, pero no flaquearé». «De eso estoy seguro».

La recepcion fue clamorosa, más acaso que en los otros puertos. Habían levantado un innmenso arco de madera en el propio embarcadero, sobre la puerta central se alzaba la estatua improvisada de Don Juan, gigantesca, con un enorme bastón de mando y la cabeza deformada por la altura.

Allí le saludaron los venecianos. El viejo Santiago Veniero, marino, diplomático, jurista, hombre curtido en intrigas, conflictos y guerras. Junto a él Barbarigo y Quirini. El saludo fue frío y las palabras reticentes. Tenían un mes esperando en Messina, estaban escasos de hombres y de vituallas. «Ya desesperábamos, señor». «Lo lamento, pero ahora vamos a ganar todo el tiempo perdido».

Sintió que Veniero lo escrutaba como un chalán a un caballo de feria.

Después que terminaron los saludos, Don Juan se quedó en el palacio con sus allegados. Comenzó a enfrentar aquella nueva realidad. Faltaban todavía barcos y fuerzas por llegar, no sólo las galeras venecianas, sino también las del Papa, y las otras estaban escasas de remeros y soldados. «La verdadera batalla la vamos a tener aquí», dijo en conversación con Requesens y Juan de Soto. Requesens, muy sereno y firme, había dicho que en aquellas condiciones no se podía enfrentar a las fuerzas otomanas. Las noticias que llegaban de exploradores y de naves mercantes eran que los turcos reunían su flota hacia la costa griega y el Adriático, tal vez en el Golfo de Corinto, que eran muchas naves muy bien armadas y provistas de soldados. Se tenía noticias de ataques y asaltos aislados a ciudades e islas, en Corfú, en Cefalonia. Entraban, quemaban, profanaban las iglesias, pisoteaban las cruces y las hostias y se sentaban insolentemente sobre los altares. «Los ojos cobardes aumentan y multiplican. Hay que ver esas cosas con serenidad».

Se iba a celebrar el Gran Consejo en la Galera Real, con los comandantes, los capitanes, los jefes de tropas; presidiría el Nuncio de Su Santidad, que iba a llegar con bendiciones, promesas y exhortaciones del Santo Padre. A su lado estaría Don Juan.

Le llegaban informaciones contradictorias sobre las posiciones que podían adoptar los distintos jefes frente a la decisión española. No se estaba seguro de la actitud que adoptarían Veniero, ni Doria, ni tampoco Colonna.

Juan de Soto le entregó una carta del duque de Alba, de Flandes. El viejo soldado le escribía con un tono casi paternal: «Antes de proponer las materias en Consejo conviene mucho platicar familiarmente con cada uno de los consejeros, encomendándose el secreto, y saber su opinión, porque de esto se sacan muchos provechos, que al que V. E. hablare en esa forma se tendrá por muy favorecido y agradecerá mucho la confianza que de él hace; el tal dirá libremente a V. E. lo que entiende…; en el preguntarles y oírles particularmente V. E. no debe declarar con ninguno de ellos su opinión, sino con aquél o aquéllos con quienes 5. M. hubiera ordenado a V. E. tome resolución». También le aconsejaba no permitir debates en el Consejo, porque sería en desmedro de su propia autoridad.

Fue lo que se puso a hacer con toda diligencia. Oía las opiniones sin expresar la suya, pero dirigiendo hábilmente con apoyaturas o reservas la opinión del otro. «Esto es reservadisimo y secreto entre usted y yo para poder formarme un mejor juicio de lo que convenga hacer».

Pudo darse cuenta de las dudas, las reservas y la variedad de opiniones. Había quienes pensaban que era ya tarde para librar una batalla decisiva y que más valía realizar algunas operaciones locales que debilitaran al Turco para un encuentro definitivo en la primavera próxima. Había opciones obvias: ir a socorrer a los sitiados y maltrechos defensores de Famagusta para recuperar a Chipre; tomar algunas bases en territorio griego para reducir el espacio del Turco o aquella otra que evocaba la gloria de Carlos V, tomar a Túnez y, tal vez, a Argel, y hacer seguro para siempre el Mediterráneo del levante. Muchos no tenían criterio definido y era más fácil llevarlos a una posición favorable a la decisión en una gran batalla. Los más resueltos, fuera de los españoles, eran los venecianos, que se sentían burlados y amenazados por la polftica del Sultán Selim y los pontificios de Colonna.

Llegó el Nuncio Papal, Monseñor Odescalchi, con gran acompañamiento de prelados, frailes y monjas. Traía reliquias y bendiciones del Papa. Era hombre solemne y teatral, de amplios gestos y voz grave y pastosa, que era difícil saber si hablaba, oraba o salmodiaba. Con la presencia del Nuncio, tomó otra dimensión la espera. Se inició una serie de ceremonias religiosas, sermones, penitencias, confesiones y comuniones multitudinarias en la que participaban todos, soldados, marinos y habitantes de Messina. Los coros de la iglesia impetraban el favor de Dios. Se declaró prohibición de blasfemar, de embriagarse y de llevar mujeres a bordo. A todos llevaba el Nuncio su prédica encendida de que se trataba de una empresa de Dios mismo. «Nunca, tal vez ni en las Cruzadas, hubo oportunidad semejante de servir al Señor».

A las nueve de la mañana estaban congregados en la cámara de la Galera Real cerca de setenta personajes. Jefes, capitanes, Maestres de Campo de los Tercios, y hasta algunos coroneles y oficiales medios. Finalmente entró Don Juan acompañado por el Nuncio, todos se pusieron de rodillas y desde la manchá roja de su capa el Nuncio regó bendiciones.

Hizo un breve saludo Don Juan y dio la palabra al Nuncio. Se extendió la cadencia grave de su voz. Exhortaba a salir de inmediato a derrotar el infiel y vengar tantos agravios hechos a la Cruz. Era Dios quien lo quería. Llegó un momento en que cambió de tono: «El Santo Padre asegura la victoria». Terminó de hablar y se hizo un silencio inerte. Los primeros en tomar la palabra apoyaban la posición del Nuncio. A veces asomaban la posibilidad de posponer el encuentro definitivo y de limitarse a acciones parciales que fortificaran la posición de los aliados para una futura batalla. Don Juan oía con fingida calma. Se alzó Doria, con toda la leyenda de su padre, era el más prestigioso marino de Italia, tenía experiencia propia y heredada sobre la guerra en el Mediterráneo; comenzó por proclamar, con un tono casi compungido, su acatamiento a las exhortaciones del Pontífice. Era ése el objeto y ninguno otro, pero tal vez no era aquél el mejor momento para realizarlo. Los pintores lo habían representado como Neptuno y algo de deidad pagana tenía en su figura. Podría limitarse la acción de aquel año a la toma de Túnez. Era hábil la propuesta porque tenía que caer bien en los oídos españoles. Afortunadamente, quien se encargó de replicarle fue Marco Antonio Colonna, con su cerrado luto y su cara de sufrimiento dijo que aquélla no era cuestión de ventajas y oportunidades, sino de la voluntad de Dios, era la ocasión tan esperada de exterminar el infiel. Grande sería la culpa de quienes, teniendo todos los medios para lograr aquel fin supremo, renunciaran a él por cualquier otra clase de consideraciones. Los venecianos lo apoyaron y entonces Don Juan, con tono firme, dio por resuelta la cuestión. «Sólo queda aprestar la salida en busca de la victoria».

La resolución estaba tomada. «Ahora toda la responsabilidad cae plenamente en mí. Lo sé y me doy cuenta», le había dicho a Soto. «Es de todos, señor, y todos la compartimos». «Si la hora de la derrota llega, no estaré vivo para buscar justificaciones».

Su actividad se hizo febril. Se multiplicaban las reuniones, las visitas a los barcos, la recepción de informes y noticias de los turcos, muchas veces contradictorias y confusas.

Ya sabía con lo que contaba y veía las fallas. Más de 200 galeras, 6 galeazas y 24 naves, 26 000 soldados, unos 30 000 remeros. Era casi una ciudad grande como Sevilla puesta sobre embarcaciones. Una ciudad entera, sin mujeres y sin niños, puesta a una sola hora y a un solo fin. Lo que se sabía de los turcos fluctuaba continuamente. Se estimaba de 250 a 300 galeras, que se concentraban en la boca del Golfo de Corinto. «Va a ser allí, señor, donde fue la batalla de Accio que ganó Octavio y fundó el imperio más grande que ha conocido el mundo».

Faltaban hombres en las galeras venecianas y no parecía conveniente que cada flota quedara aparte. No fue fácil convencer al viejo Veniero; Barbarigo parecía más comprensivo. Iban a distribuir unos cuatro mil hombres de los tercios españoles en las galeras venecianas y pontificias, y en cada grupo irían naves de las tres procedencias.

Se discutió la formación a adoptar. García de Toledo había aconsejado adoptar una formación distinta a la tradicional. Hasta entonces los turcos siempre habían entrado en combate con sus galeras dispuestas en una línea curva y cerrada para poder envolver al enemigo por los extremos. Seria un error meterse en una formación lineal. Se decidió adoptar una formación en tres cuerpos principales. Una agrupación de centro, que llamaban la batalla, que dirigiría Don Juan desde la Real, un grupo a su derecha, formado por las naves bajo el mando de Doria, otra a la izquierda, con las venecianas bajo Barbarigo.

A uno y otro lado de la Real, en sendas galeras capitanas, irían Colonna y Veniero y también Requesens. Una ligera vanguardia que colocaría en plaza las seis grandes galeazas de Venecia y la retaguardia para atender a los puntos débiles, comandada por el marqués de Santa Cruz, Don Álvaro de Bazán. Alguien advirtió: «Será una formación como una cruz frente a la formación en media luna. Buen augurio».

Cada agrupación se distinguiría con un color de bandera. Verde las naves de Doria, amarillo las de Barbarigo, azul las de Don Juan y blanco la retaguardia. Por sus colores se agruparían en la formación. Verde, azul, amarillo y blanco, las grandes banderas al aire, los cuatro bloques enfrentarían la media luna de las galeras turcas en un duelo de fuego y de muerte.

Se revisaron las armas y los pertrechos, los cañones con sus pirámides de piedras y de balas, los arcabuces, las picas, los garfios y ganchos de abordaje, las redes para impedir el abordaje del enemigo, los dardos de fuego inextinguible, los remos y las velas.

Detrás de la avanzada navegarían las naves de Doria, cerca de 54 galeras con sus banderas verdes, luego las 64 azules de la batalla, con Don Juan, después las 30 de Barbarigo, con insignia amarilla y, por último, las 30 de la retaguardia con su insignia blanca. Cuando llegaran a la costa griega se habrían incorporado las que faltaban: serían entonces cerca de 250 galeras con cerca de 80 000 hombres.

En Messina Don Juan se fue haciendo más ensimismado y secreto. Ni su viejo compañero Farnesio lograba sacarlo de aquella quieta tensión y víspera sin término.

Faltaba poco para la salida cuando una mañana se presentó la tormenta. En el cielo oscuro el viento desgajaba las nubes, caía con furia la lluvia helada y el granizo y las embarcaciones saltaban y se embestían en la rada. Todo el día arreció el temporal. En sus alojamientos los hombres pasaban las horas muertas hablando de naufragios y desastres, mientras los jefes callaban. Pasó todo el día, el siguiente y el otro, para que empezara a amainar. Para no dar tiempo al desánimo, Don Juan anunció la salida. La suerte estaba echada.

Estaba subiendo la cuesta de Cuacos a Yuste, en la misma luz inmóvil de aquel día, pero no seguía más adelante. No era hora de buscar consejo, sino de encontrar en sí mismo. ¿Era él o no era él?

Se multiplicaron las misas, confesiones e indulgencias plenarias. Con la reliquia de una astilla del leño de la Santa Cruz para Don Juan, el Legado Papal había traído una promesa de vida eterna para cada hombre que cayera.

En la mañana comenzaron a salir de la rada las embarcaciones en el orden establecido. En un saliente de la muralla estaba el Nuncio Odescalchi con sus acólitos, de gran capa pluvial y alta mitra, impartiendo bendiciones. Al paso de cada galera los hombres caían de rodillas mientras los remeros levantaban los remos como en una súplica.

Con frecuencia el cielo se ponía negro, restallaban rayos en el horizonte y lentos y hondos truenos retumbaban. Se buscaba refugio en la costa. Había podido contra los otros argumentos, pero aquel constantemente repetido del mal tiempo volvía con insistencia fatídica. «Tiempo de perros». «Retumban los trastos del diablo en el Infierno».

La travesía hacia la costa griega se retrasó. Había quienes querían ir primero a recoger barcos y gente en puertos del Adriático y había quienes, como Veniero insistían en dirigirse sin más retardo a Corfú. Lo que encontraron al acercarse fueron huellas de depredaciones recientes. Habían asaltado puertos, saqueado iglesias y tomado prisioneros para sus galeras. «Ya los tenemos cerca». Allí se supo más de la situación de la flota enemiga. Se estaban concentrando a la entrada del Golfo de Corinto, en la estrecha bahía de Lepanto. Debían ser más de 200 galeras. «No van a dar batalla. Lo que han venido a buscar es un refugio seguro para el invierno». «No será fácil obligarlos a salir». «Saldrán, tendrán que salir». «No es eso lo que me preocupa», decía Don Juan. Lo que le preocupaba era el desorden y la indisciplina de la flota. En las naves de Veniero los españoles y los venecianos promovían continuos pleitos entre sí. «Tienen que entender que ahora todos somos uno. La gente de Cristo contra el infiel y más nada». Pero no era eso lo que ocurría. Había desánimo, malas voluntades, celos, desacomodos, rencillas. Alguna exclamación en dialecto veneciano podía ser tomada como un insulto. «¿Qué se ha atrevido a decirme este perro?».

Cuatro días después llegaron a la isla de Gomenitsa. Más tarde, el 30 de octubre, día de marejada y tiempo grueso, se oyeron disparos en una galera veneciana. De borda en borda fue cundiendo la noticia. Soldados españoles y venecianos se habían trabado en lucha abierta. Don Juan subió a lo más alto de la popa de la Real para tratar de ver. Cuando las noticias le llegaron no tuvo casi tiempo de oírlas y dar las órdenes necesarias. Como títeres yertos se veían colgar de una entena del barco veneciano los cuerpos de tres soldados.

«¿Quién se ha atrevido a ordenar esto? ¿Quién es el jefe aquí?», vociferaba Don Juan. «Soy yo y sólo yo quien puede hacer justicia». Se inició un movimiento de agrupación de galeras españolas frente a las venecianas. Habían subido a la Real algunos jefes españoles e italianos. Requesens trataba de calmar a Don Juan. «Sería una monstruosidad imperdonable que todo este esfuerzo viniera a terminar aquí en un combate entre las mismas galeras de la Liga».

«Voy a colgar a ese viejo insolente que se ha atrevido a desconocer mi autoridad». Los arrastrados resentimientos y fricciones cobraron nueva fuerza. Se dijeron horrores de Veniero, de su soberbia, de sus argucias de abogado, de su desprecio por los españoles. Juan de Soto le dijo algo que lo puso a meditar y cambió el tono: «No se puede permitir que Veniero llegue a acabar con esta gran empresa de Dios». Barbarigo vino a dar explicaciones y afirmó que cualquiera que fuera la falta de Veniero los soldados de la Serenísima obedecerían hasta el fin a Don Juan.

Tardó en volver en sí. «Esta ha sido una falta muy grave a mi autoridad, que sólo puedo dejar sin el castigo merecido por todo lo que está en juego en esta hora. Barbarigo asume desde ahora la jefatura de las fuerzas de Venecia y su representación en el Consejo. Veniero cesa en el mando y le prohíbo presentarse ante mí. No se hable más de esto».

Se siguió hablando. No era posible borrar con una orden todo lo que había aflorado en el grave incidente. No había unidad de mando ni de voluntad entre aquellos hombres reunidos casi por un azar. Las viejas lealtades y los odios heredados reaparecían.

Dos días después, ya en Cefalonia, una embarcación que llegaba de Chipre trajo espantosas noticias que cambiaron el ánimo de todos y particularmente el de los venecianos.

Los turcos habían tomado a Famagusta. El heroico comandante veneciano, Bragadino, había convenido, falto de auxilios, en rendirse al jefe de los turcos. El mismo día en que se hacia la ceremonia de la entrega, el jefe turco, faltando a todo lo convenido, ordenó prender al comandante cristiano y a sus hombres. A los más de ellos los mataron y al anciano Bragadino lo desollaron vivo. Murió mientras los matarifes le acababan de quitar el pellejo. Luego lo rellenaron de paja y lo izaron como un trofeo de triunfo sobre la fortaleza.

La indignación y el deseo de venganza borraron las rencillas y diferencias de los días anteriores. Lo que había ahora era un deseo insaciable de venganza. Se oían frases de amenaza y de impaciencia. «Deben pagar todos este crimen cobarde».

Después de un último consejo de guerra en el que todavía se alzaron algunas objeciones y propuestas de dejar para mejor ocasión la batalla definitiva, con cielo oscuro, viento frío y mucha niebla en la mañana, salió la armada completa hacia la entrada del Golfo de Corinto. Bajaron hasta la boca y luego torcieron hacia el Este.

Hora por hora se prolongaba la larga víspera, los ojos escrutaban el horizonte neblinoso. Don Juan había prohibido, bajo pena de muerte, que se hicieran disparos. Parecía una inmensa manada, cada vez más apretada y silenciosa, que avanzaba husmeando la muerte. No se oía sino los sermones de los frailes, las confesiones, los credos ahogados. Algún hombre se persignaba y movía los labios en una súplica muda.

Habían tomado la formación de combate. Adelante, la vanguardia llevando las seis grandes galeazas venecianas rebosadas de cañones por toda la borda; en el centro, bajo un vuelo de banderas azules, el cuerpo de batalla con la Real en medio de la fila. A la izquierda los venecianos y a la derecha los pontificios. Detrás las galeras de Bazán. Estaban muy cerca unas de otras, se podía hablar a gritos de borda a borda. Se habían dado instrucciones severas para no dejar entre las formaciones brecha por donde pudieran penetrar embarcaciones enemigas. «Formamos una cruz sobre el mar», recordó el capellán de la Real.

Se hizo lento el tiempo en el día gris. La forma de una nube, la dirección del viento, el vuelo de una bandada de aves marinas, la frase suelta que dijo un compañero, parecían presagios.

Tenían viento contrario y las velas colgaban de las entenas. Era el atardecer del 6 de octubre, víspera del día de San Marcos. Se acogieron a la costa por la noche.

Don Juan quedó solo en su cámara, ansioso, contraído, dando pasos sin tregua. Allí lo encontró Juan de Soto. «Es cuestión de horas, señor». No era un diálogo, sino dos monólogos inconexos. «Cada hora que pasa me parece más larga». «Nunca ha habido, señor, una ocasión igual. Tal vez en Accio y quizá no. Mañana estaremos derrotados y muertos o habremos acabado con el poderío del Turco». Se interrumpió en su nervioso imaginar. «Libres Chipre, Malta y Creta. Toda la ribera oriental del Egeo. Libia, Palestina, Jerusalén». «Deliras, amigo», le dijo Don Juan. «No deliro. Destruida la flota turca, todo queda abierto para la Liga Santa y para España. Llegaremos a los Dardanelos y al Cuerno de Oro. A Constantinopla para borrar la afrenta de la conquista otomana. Va a resurgir el Imperio de Oriente».

«¿Cuántos reinos van a renacer de esta victoria? En Atenas, en Grecia, en Tierra Santa. Habrá de nuevo un rey de Jerusalén. Un nuevo Godofredo. Habrá otra vez en Constantinopla, en Santa Sofía, un Basileus, Emperador de Oriente».

«No es hora de soñar, sino de hacer, Juan de Soto».

En el oscuro amanecer del 7, la flota viró frente a las islas Curzolarias, cerca estaba el promontorio que marcaba la entrada del Golfo de Lepanto. Cada embarcación había ocupado su puesto en la formación. Asomó lentamente el sol entre la niebla, una fragata de espionaje avistó galeras turcas. Llegaba la hora.

Se había ordenado no disparar para no alertar al enemigo, avanzar compactos y listos para entrar en combate. Se le quitaron las cadenas a los galeotes, se les dieron armas y se les prometió la libertad si luchaban con valor. Colonna aconsejó rebajar los espolones para facilitar el tiro horizontal de los cañones.

A medida que giraban sobre el promontorio se fue descubriendo en el fondo de la ensenada la flota turca. Un inmenso arco de velas infladas por el viento, de orilla a orilla parecía extenderse la blanca fila como la hoja de una guadaña que avanzaba a ras del mar. Debían estar a no más de dos millas de distancia y avanzaban con el viento en aquella inmensa media luna de su formación.

Don Juan salió de la cámara para recorrer la crujía. Todo el espacio estaba cubierto de gente. Se apretujaban los soldados hombro con hombro y se tocaban las armas en el estrecho espacio. En el barco iba y venía la oleada del empuje remero de los galeotes.

Don Juan se iba deteniendo para hablarles. Había llegado la gran hora. Era Dios quien los había traído hasta allí para acabar con los infieles. Era una gran ocasión para todos. Los que sucumbieran iban a ganar la gloria eterna y los que sobrevivieran recibirían espléndidas recompensas. Hablaban del rico botín que había en las galeras turcas, de las islas y tierras que iban a libertar y de la gratitud del rey y de toda la Cristiandad. Cuántos hombres no quisieran estar en su lugar para ganar toda gloria en la tierra y en el cielo.

Mandó luego a detener el avance. Los remeros aguantaron los remos mientras Don Juan, con dos acompañantes, subió a una embarcación ligera para pasar revista a la fila del centro y la derecha de la formación. En la proa, como un arcángel en su altar, levantaba la mano como si bendijera. A veces se detenía, subía a bordo, saludaba a los hombres agolpados para verlo. Todos iguales y distintos, más grandes o más pequeños, más mozos o más viejos, con nombres tan diferentes como sus destinos, españoles, venecianos, pontificios, de todos los confines, gentes de guerra, de aventura y de esperanza de la «Diana», la «Margarita», la «San Pedro», la «Perla», la «Granada», la «Santa María», la «Furia», la «Ventura», la «Esperanza» o la «Marquesa».

Eran como un solo hombre repetido centenares de veces. La misma actitud de asombro, de ímpetu contenido, el arma en la mano, el casco metido hasta los ojos, entrecerrados por el brillo de las picas y las lanzas, apretados sobre las planchas de la arrumbada. De proa en proa asomaba aquel mismo rostro ansioso que lo devoraba con los ojos y que apenas oía sus palabras. Sólo algunas voces les llegaban reverberando: «Dios», «la Gloria Eterna», «la Santísima Virgen de las Batallas», «dichosos los que estamos aquí», «dichosos los que podrán decir que estuvieron aquí», «Dios lo quiere», «Dios está con nosotros». Eran como un solo hombre innumerable al que se dirigía. Altos, chicos, vociferando en español, en dialecto veneciano o romano, en desgarradas voces alemanas, en inglés o en griego. Allí estaban los Pedros, los Gineses, los Luigi, los Demetrio, Juan, Giovanni, Hans, John, uno solo y todos, cada uno con su propio nombre, su propio miedo, su propia esperanza. Todos lo veían a él, pero tampoco veían al mismo hombre ni con los mismos ojos. El Generalísimo, el príncipe, el hijo del Emperador, el único y propio de cada uno de ellos, el que los había traído hasta allí y los llevaría a la victoria, tan distinto para cada uno. «Yo estoy aquí», era lo que hubiera podido decir cada uno de ellos. Desde los más torpes y simples hasta aquel soldado a quien Don Juan tampoco distinguió, pálido de fiebre, acezante como un galgo fino, ardiente y estremecido que ya sabía que era aquélla «la más alta ocasión que vieron los siglos presentes, ni esperan ver los venideros».

Al regreso a la Real pudo ver en toda su extensión la larga fila de proas que avanzaban hacia las naves turcas y el espacio tupido de arboladuras. Era como la confluencia de muchos torrentes humanos, que había llegado allí, a aquel brazo de mar, a confundirse y mezclarse en un mismo momento y en un mismo impulso. Millares y millares de hombres, millares y millares de hilos de vida, habían llegado de cien partes a anudarse allí, precisamente allí, en aquella hora y lugar, para desatarse en el combate, en el riesgo de cada uno, como si entraran a otra vida.

Reanudado el avance, fue viendo más claro el conjunto de la flota enemiga. Iban reconociendo por los informes recibidos los cuerpos que la formaban. En el centro, inconfundiblemente, aparecía la Sultana, la gran nave altanera, henchido el pecho de sus velas, desbordante de formas humanas, arropada de un inmenso estandarte verde que estallaba en lo gris del cielo. Dentro de dos horas, dentro de una hora, estarían a distancia de tiro de cañón. Allí estaba el almirante turco, Alí Bajá. Joven, espléndido en su coraza, bajo su grueso turbante como un hongo monstruoso. Los barcos que formaban el ala derecha eran los de El Uchali, galeras de corsario sucias de mar y rotas de combates, donde el tiñoso renegado debía ir con su ojo sagaz escrutando el frente de las galeras de Doria con las que iba a topar.

En ese momento se aflojaron las velas turcas abandonadas del viento y comenzaron a henchirse las cristianas. Un grito de alegría recorrió la flota. Era presagio de victoria. En la Real se había alzado la señal de combate y se esperaba por momentos el primer disparo de cañón que anunciaría el comienzo. Había silencio en la flota cristiana, mientras del ancho frente de la turca llegaba el sordo y poderoso eco de gritos, tambores y chirimías. La alegría del miedo.

Solemne, lento, sonó el primer disparo desde la capitana turca. Se oyó otro cañonazo y simultáneamente se vio desgajarse y caer al mar uno de los tres fanales de la Sultana. La flota cristiana estalló en un clamor de júbilo.

A medida que se acercaban los frentes, el campo de visión se iba estrechando. De lado y lado, desde cada nave, se iba viendo sólo aquella parte del otro frente que se le acercaba. Don Juan miraba la Sultana avanzar hacia la Real, como si estuvieran solas y se buscaran. Lo mismo ocurría en cada barco. Era una visión de barco a barco, que más tarde sería una de hombre a hombre. Se abarcaba diez galeras enemigas, luego seis, para terminar por no ver sino aquella sola, que avanzaba apuntando su espolón.

Al acercarse la flota turca, las seis galeazas venecianas comenzaron a disparar todos sus cañones desde las bordas como un castillo flotante. Se habían hundido algunas galeras turcas y se abrió un ancho espacio de temor en torno a las galeazas. La Sultana esquivó la que se encontraba más cerca y se colocó en línea hacia la Real. Por toda la aglomeración surgían disparos de cañón y tiros de arcabuz, el humo subía de los incendios que provocaban los dardos encendidos y las velas se erizaban de flechas.

Cada espolón, erguido y cabeceante, buscaba los bajos blandos de la otra galera. Era como una manada de bestias marinas en celo. Llegaba el momento de toparse galera con galera. El firme espolón buscaba el costado para penetrar la galera enemiga. El recortado espolón de la Real resbaló sobre el alto flanco y el espolón del barco enemigo, mientras penetraba el espolón de la galera del Bajá, con empuje brutal, en el vientre de la Real. Quedaron trabadas en un solo movimiento, cayeron los garfios de abordaje. Ahora estaban atadas, metida la una en la otra, tocándose con los brazos rotos de los remos. Era más alta la borda de la galera turca. Había que treparla y abordarla. Apretados sobre la arrumbada y el tamborete de proa, sobre la crujía y los corredores, enredados en sus armas, los soldados se lanzaban al abordaje. Con ímpetu saltaron los primeros sobre la Sultana y comenzó el combate cuerpo a cuerpo.

Cada galera buscaba su contraria, la tanteaba con los remos, se enderezaba para acometerla con el espolón hasta penetrarla o ser penetrada para quedar apareadas en aquella lucha que iba cubriendo de entarimados flotantes lo que era mar, hasta que el mar se redujo a pequeños trechos de agua de nave a nave, donde, entre trapos y maderos, se agarraban a los remos rotos los hombres caídos, antes de desaparecer bajo el agua.

A lo largo de la línea de batalla se iban apareando las galeras en aquel abrazo de muerte. La navegación había terminado y ahora no quedaba sino la lucha de hombre a hombre, soldados de los tercios, marineros, galeotes armados, capitanes, de galera a galera pasaban y retrocedían, en aquel inmenso tablado roto y oscilante lleno de gritos, estampidos y crepitar de incendios. De galera a galera se peleaban, de galera a galera pasaban los refuerzos de hombres y armas, hasta que la lucha se redujo a doscientos encuentros de barco a barco, como si cada quien estuviera solo en su parte de infierno.

Disparos de cañón y de arcabuces se cruzaban entre las dos galeras, abriendo huecos en la obra muerta y matando remeros y soldados. La humareda hacia borrosa la proximidad. Se estremeció en toda su extensión la Real ante el terrible choque del espolón de la Sultana, saltando maderos y aplastando remeros. «Nos han bujarroneado». Estaba encima la gran galera turca, echada sobre la Real de todo su peso y altura. «A ellos». Trepando desde la proa soldados españoles llegaron a la cubierta de la nave turca. Los unos se empujaban a los otros para llegar arriba. Los que no caían al agua, entraban en la cubierta enemiga en una lucha de hombre a hombre. Los cuerpos muertos y la sangre sobre las tablas estorbaban la lucha. De las galeras cercanas pasó gente a la Real. Formaban un amasijo de galeras trabadas en torno a las dos capitanas.

El conjunto de naves formaba un tablado desigual y roto, de borda a borda y de cubierta a cubierta, por donde se movía, avanzando y retrocediendo, la revuelta masa de los combatientes. Los heridos y los muertos caían entre los pies de los combatientes o rodaban a los retazos de mar entre las palamentas rotas. Ya no era hora de dar órdenes. Don Juan se lanzó desde la carroza de popa con la espada en la mano. Cerrado entre sus hombres, arrastrando y arrastrado, llegó hasta la arrumbada y subió la borda de la Sultana. Los cristianos habían ocupado hasta más allá del palo mayor. Lo que se miraba enfrente era la marejada de los guerreros turcos. Turbantes, escudos, arcos, los largos sables curvos de los jenízaros y aquel griterío en algarabía revuelta. Algunos de sus capitanes lo contuvieron. En lo alto de la popa estaban los jefes turcos. Bajo su gran turbante, vestido de sedas deslumbrantes, estaba Ah Bajá, el almirante. El avance se había detenido. En la línea de lucha se pisaba sobre heridos y muertos. Las tablas estaban resbaladizas de sangre. Los capitanes exhortaban a Don Juan a retirarse a la Real. No quería oír. «Para esto he venido. Para esto estoy aquí…». El avance se había detenido y los cristianos comenzaban a retroceder bajo el creciente número de los turcos. El humo de los incendios impedía distinguir con claridad. Arreciaban los disparos y la lluvia de flechas. De lado y lado los cañones abrían huecos en la madera y en la fila de hombres. Empezaron a saltar soldados turcos sobre la proa de la Real. No quedó nadie sin acudir a la pelea. Los galeotes habían abandonado sus remos inertes y rotos para atacar al enemigo. Pasaban el trinquete y se acercaban a la mayor, casi sin poder retroceder contenidos por la masa de hombres que llegaba de refuerzo. Comenzaron de nuevo los cristianos a avanzar, regañaron el trinquete, subieron a la arrumbada, saltaron del tamborete a la cubierta de la turca. Era como una oleada de tormenta que desbordaba sobre las planchas empujando los enemigos hacia atrás. Cada hombre tenía ante sí aquel solo enemigo que lo amenazaba. La visión de Don Juan se concentraba en aquel torrente de hombres que trepaba o retrocedía en la Sultana. Lo demás era el resonar de cañones cercanos o lejanos, «staccato» de fusilería y humo de incendio que venía de los barcos trabados, revueltos, inmóviles, cada uno en cada otro. Era aquella sola su batalla, aquel pasadizo de la crujía, que subía y llegaba a la cubierta de la Sultana.

Nadie sabía de los otros, cada quien en su parte en el vasto y oculto espacio de la pelea. La lucha era la suya sola, allí, y cada hombre tenía que ganarla o perderla. Un pedazo de combate que era todo el combate para cada capitán y para cada soldado.

Volvían los cristianos a ser rechazados de la Sultana. Nadie sabía el tiempo. El sol entre nubes estaba alto. «Son duros estos perros». Al tercer asalto, los cristianos lograron llegar más allá del medio de la galera turca. La confusión de la mescolanza no dejaba mirar más allá de la primera fila de guerreros. En el retroceso caían al agua los soldados del Sultán, empujados por la acometida cristiana. Se vio a Alí Bajá surgir cerca entre los combatientes. Su turbante blanco flotaba sobre las cabezas de todos. Desapareció el turbante, se detuvo el empuje turco, se hizo un vacío y se vio el cuerpo del almirante caído en las planchas. Se acalló el griterío. Un soldado cristiano avanzó hasta el caído, con la daga separó la cabeza del tronco y la clavó en una pica. Al levantar cabeza, trapo, sangre y muerte, un grito recorrió la soldadesca. Don Juan miró fijamente aquella cabeza inerte ensangrentada que parecía tan pequeña. La trajeron a la Real y la izaron de una verga al tope del trinquete. Un clamor de feroz alegría corrió de galera en galera.

Anunciaba la victoria pero el combate seguía. Era ahora cuando podía el Generalísimo apreciar la situación de la batalla. Lo que se veía y lo que no se podía ver. Lo que pasaba, de orilla a orilla en toda la extensión del golfo. Lo que veía eran fragatas trabadas en lucha, naves incendiadas, medio hundidas, encalladas en las lejanas riberas de las que escapaban, saltando al bajo fondo, los fugitivos.

Lo que fue sabiendo Don Juan era todavía confuso. Se seguía combatiendo en las formaciones de Barbarigo a la izquierda y de Doria a la derecha. Había que auxiliarlos. El Uchali, con su astucia, había maniobrado ante las galeras de Doria, había logrado que se apartaran del centro y había hallado un paso para flanquearías y atacar por la espalda. Se enviaron naves de la retaguardia y del centro a auxiliar las fuerzas de Doria y Barbarigo. Los venecianos habían combatido con desesperada furia. Barbarigo había caído gravemente herido y su segundo, Contarini, había muerto.

Fue entonces cuando en la Real se dieron cuenta de la hora y del estado del combate. Empezaba la tarde y el cañoneo había amainado. El Uchali, con un puñado de galeras, había logrado escapar mar afuera.

Requesens y Colonna vinieron a la Real. El estruendo de los disparos había cesado y lo único que llegaba era el crepitar de los incendios y el clamor de la tropa.

Atropelladamente todos comentaban hechos y aspectos del combate. Todo a la vista era horrible. Velas y maderos ardiendo, barcos escorados o semihundidos, confusa mezcla de galeras cristianas y turcas, victoriosas y prisioneras, pero iguales en daño y ruina. Se daban órdenes para transportar heridos y remolcar embarcaciones. La soldadesca cristiana entraba a saco en las galeras turcas buscando botín. Don Juan oyó, miró y dijo al fin: «Ante todo demos gracias a Dios». Se dieron órdenes para retirarse a pasar la noche en la ensenada de Petala. Don Juan se fue solo a su cámara. Juan de Soto adivinó lo que debía estar haciendo. Iba a encontrarse con el Emperador.

Soto esperó largo rato y al fin se atrevió a entrar. Lo encontró arrodillado, con la cabeza entre las manos. «Ojalá que lo que hemos logrado justifique este horror».

Al amanecer la flota dejó la bahía y se enrumbó hacia Petala, en el mar Jónico. Quedó vacío el golfo con sus esqueletos de galeras, con sus centenares de cadáveres aboyados, mecidos en la onda lenta, que pronto devorarían los peces.

La reunión de los jefes en Petala fue larga y difícil. Después de que cada quien contó su batalla y glorificó su tropa, hubo que pasar a hablar del botín y de su reparto, según las proporciones previamente establecidas.

Dinero, metales preciosos, telas de lujo, trofeos y millares de esclavos a distribuir. También había aquellos dos muchachos huraños y temerosos que eran los hijos de Alí Bajá. Don Juan los tomó bajo su proteccion.

Hubo la reconciliación con Veniero. Trajeron al veneciano ante Don Juan. «Hoy es el día de olvidar viejas rencillas». El veterano lo abrazó sollozando.

«¿Y ahora qué hacemos?». La reláfica larga y detallada de los comandantes revelaba el estado lamentable de las tres flotas. Barcos dañados, armamentos agotados, muchos heridos y muertos, vituallas y pertrechos escasos, cansancio y aquel callado deseo de terminar con la horrible prueba. Algunos pensaban que se debía proceder de inmediato a ocupar puertos y tierras del Turco, llegar a la costa de Levante, liberar Chipre y Malta, acaso bloquear Constantinopla. ¿Cómo y con qué? Había entrado el tiempo de invierno con sus tormentas más temibles que una batalla. «Parecemos una tropa derrotada». Habría que retirarse, dejar al Turco rehacer sus fuerzas y volver en la primavera. «¿Para recomenzar todo? ¿Qué hemos hecho?». Se debatían entre el orgullo y la razón. Si no hubiera sido tan tarde, si se hubiera llegado en el verano, hubieran podido ocupar las tierras inmediatas y esperar refuerzos para invadir los puertos turcos. Los más jóvenes se desesperaban. «¿Qué hemos ganado entonces con esta gran victoria? ¿Nada va a cambiar con ella? El Sultán retiene sus posesiones mal habidas, se rehará su flota y dentro de un año habrá que volver a librar otra batalla». Había los más maduros que se consolaban. «Hemos ganado una inmensa victoria. No ha habido un triunfo naval comparable. Pero mañana cuando hayamos regresado a nuestras bases nos vamos a dar cuenta que todo habrá que recomenzarlo».

Pero había la victoria, se había derrotado al Turco por primera vez. Los aguardaba a todos la celebración del triunfo. Desfiles, Te Deums, coronas de laurel, recompensas gloriosas. Habría que reunir la flota de la Liga de nuevo en la nueva primavera para reconquistar los reinos perdidos de la Cristiandad. «Habrá que recomenzarlo todo».

La dispersión era inevitable. El mismo día comenzaron a salir naves ligeras para llevar la gran noticia. De pucrto cn puerto se irían encendiendo tbgatas de alegría.

Fue largo y triste el recuento de los muertos. Cada quien nombraba los suyos. Muertos en la lucha, desaparecidos en el mar. Capitanes, oficiales y luego, sin nombre, los números aproximados dc los soldados y la chusma.

«¿Sabes lo que pienso?», dijo Don Juan a Soto cuando estuvieron solos, «pienso que he nacido hoy. No porque haya logrado escapar de la muerte, sino porque es a partir de ahora que se me va a reconocer en mi verdadero ser. Es ahora cuando voy a ser yo». Hablaba como si estuviera solo: «Ahora podría volver a Yuste a buscar al Emperador para decirle que puede estar contento de mí». Pareció despertar. «Divago. ¿Qué nos aguarda ahora? La aclamacion del mundo, señor».

El secretario anticipaba lo que iba a ser el regreso a España. Nunca se habría visto nada semejante. Las ciudades volcadas a las calles, las muchedumbres enloquecidas de admiración y gratitud, el rcy.

Mientras las naves españolas navegaban hacia Messina, la prodigiosa noticia se fue expandiendo lentamente por pucrtos y ciudades. A los diez días en Venecia, a los quince en Roma, mes y medio más tarde en Madrid, adonde la llevaría el Maestre de Campo, Don Lope de Figueroa, para detallaría en todos sus aspectos al rey. Llegaba a las ciudades para lanzar las gentes a las calles y poner a volar las campanas. Aglomeraciones, desfiles, ceremonias y regocijo desbordado. Y un nombre en todas las bocas, el suyo.

De las catedrales enormes, de las iglesias, de las capillas de aldea, empezarían a salir a la calle las Vírgenes, los Cristos, los Santos en procesión, flotando sobre la muchedumbre como galeras perdidas.

Al llegar a Messina, mientras la Galera Real atracaba y todo el espacio se iba llenando de barcos cristianos y cautivos, el gentío enfebrecido llenaba calles y dársenas. Sonaba el cañón, clamoreaban las campanas, se oían clarines y tambores. La oleada humana lo alcanzó, rompiendo filas y empujando guardias. Lo llevaron a la iglesia. Todos querían verlo y tocarlo. Le anunciaron una recompensa de 30 000 ducados. Inmediatamente dijo que los repartiría entre los soldados.

En los días sucesivos llovieron mensajes y mensajeros Se le comparaba con Escipión y Julio César. El Papa evocaba las palabras del Evangelio: «Vino un hombre enviado por Dios, llamado Juan». Le ratiticaba de ofrecimiento del primer reino que se ganara del Turco. Le escribía el duque de Alba y lo cubría de elogios. García de Toledo le anunciaba que sería el libertador de Jerusalén.

Poco después, secretamente, se presentaron unos emisarios griegos. Los recibió. Eran personalidades de Albania y Morea que venían a ofrecerle, en nombre de todos los cristianos, reconocerlo como rey una vez que se hubieran liberado de los turcos. Sería rey de Grecia. Agradeció sobriamente y prometió escribir al rey, su hermano.

Ya en diciembre llegó la primera carta de Felipe II. Lo felicitaba por el gran triunfo. Le decía en palabras sordas: «He sabido de la gran victoria por vuestra carta y por el relato de Don Lope de Figueroa. Quedo gratamente complacido…». «Y si a vos, después de Dios, han de darse, como yo ahora, el honor y la gratitud por ello, algunas gracias se me deben también a mí, porque se ha llevado a buen término tan grande negocio por persona tan próxima y tan querida para mí». No era eso todo, luego venía la insólita negativa: «Con respeto a vuestra venida aquí este invierno, ya se os habrá informado de la orden que se os ha enviado de invernar en Messina…».

Invernar en Messina, no ir a España con su nueva y resplandeciente gloria, quedarse en aquella lejana isla atendiendo asuntos que cualquiera de sus segundos podía resolver, sin darle la oportunidad de que la Corte lo recibiera como lo que ahora era, el vencedor de Lepanto. Era una orden para un jefe de guarnición. «Eres mezquino y pequeño, rey Felipe, no quieres nada para los otros, todo para ti».

Se franqueó con Juan de Soto. No debía ser el rey solo, allí andaba una intriga torva contra él, no debía ser Ruy Gómez, hombre más generoso y leal, que siempre se había mostrado su amigo. Le venía la figura de Antonio Pérez, tan zalamero, tan falso, tan torcido en sus intenciones.

Tuvo que escribir al rey sobre el ofrecimiento del reino de Morea y Albania. No lo sorprendió la respuesta. No se oponía al ofrecimiento, pero no era todavía la ocasión, había que tener en cuenta los intereses de Venecia en la región, para terminar aconsejándole que entretuviese a los Embajadores «pues podría venir ocasión en que se lograse su buen deseo».

Con aquel frío lenguaje de escribano lo condenaba a no ir a España y permanecer en Messina como en un destierro en espera de mejor ocasión para darle un reino. Ni siquiera había tenido el gesto de reconocerle el tratamiento de Alteza. «No hay que esperar nada».