A lo lejos, agrupada entre los montes, se divisaba la ciudad. «¿Cuáles son aquellas torres? Altas son y relucian». Quiroga musitaba a su lado el viejo romance. Había emoción en todos por la llegada a la legendaria ciudad. Acamparon cerca para preparar la entrada solemne. El primero en presentarse con un numeroso séquito de guerreros fue el marqués de Mondéjar. Se había adelantado a todos para ser el primero en hablar con Don Juan. Viejo, canoso, firme y rudo, le advirtió en los ojos el desasosiego de verlo tan joven.
«Señor, os traigo buenas noticias de la guerra». Se encerró con él, con la sola presencia de Luis Quijada. Le fue refiriendo el desenvolvimiento de la campaña. Quijada le hacía preguntas sobre la disposición de las fuerzas y la situación. «Los conozco muy bien y sé mejor que nadie cómo tratar a los moros en paz y en guerra. Tengo tres vidas luchando con ellos: la de mi padre, el conde de Tendilla, que recibió el gobierno de Granada de manos de los Reyes Católicos, la mía, que ya es larga, y la de mi hijo el conde, que ha crecido entre ellos». Refería una guerra suelta, sin frente de batalla, que se libraba al mismo tiempo en muchos puntos separados. Afirmaba que los moros alzados estaban vencidos y que habían fracasado en su empeño. «Ahora es cuestión de tiempo y de habilidad, para que todos se vayan rindiendo». Refirió las rivalidades entre los jefes de la revuelta. Tenía rivales Aben Humeya, nombró a Aben Aboo, que conspiraba para sucederlo, y Aben Faraz, que hacía gestiones secretas para entenderse con los cristianos. Mondéjar afirmaba que ésa era la forma apropiada para acabar, con poco costo, con la insurrección. «Hacer otra cosa sería imprudente y costoso, pero Vuestra Excelencia va a encontrar pronto quiénes son partidarios de una acción decisiva y arriesgada». Había dicho «Excelencia».
El marqués regresó a la ciudad para volver con el cortejo del recibimiento.
Fue larga la ceremonia de la entrada. El Presidente de la Audiencia, el Arzobispo, los comandantes de los ejércitos y filas de jinetes y lanceros. Don Juan se había vestido con todo lujo y a caballo, a la cabeza del cortejo, recibía los aplausos de los habitantes agolpados en las calles y asomados a los balcones y azoteas.
Paseaba la mirada sobre la multitud. Sintió la mezcla de hostilidad y entusiasmo. Había miedo y odio en muchas de aquellas expresiones. «Si supiera siquiera cuáles son los enemigos», pensó.
Luego vinieron los saludos en el Palacio de la Audiencia. Lisonjas, secas reverencias, en un anuncio de disimulos y amenazas. Se repetía el nombre del Emperador. «El hijo del Emperador». «La garantía de la victoria». «Ahora sí vamos a vencer».
Desde los primeros contactos se dio cuenta de la pugna de opiniones sobre la forma e llevar la guerra. Los que estaban de acuerdo con las astucias de Mondéjar y los que apoyaban la acción directa que preconizaba Los Vélez.
La guerra se prolongaba y se disolvía en pequeños encuentros y escaramuzas, se perdía en los vericuetos de los montes. «Si esto se prolonga se va a dar tiempo para que los moros de África envien socorros y para que las galeras del Sultán de Turquía desembarquen en algún punto de la costa».
Un gran vocerio llegó de la calle, eran gritos, invocaciones a Dios, lamentos clamorosos. Salió a la puerta. Era una muchedumbre de mujeres enlutadas y niños. «Justicia, señor, justicia para las victimas y castigo para los culpables. Han matado a nuestros maridos, a nuestros hermanos, a nuestros hijos. Han profanado nuestras iglesias. Castigo para esos perros». El clamor se calmó al ver a Don Juan. «He venido a hacer justicia, a proteger a los inocentes y castigar a los culpables. Tengan confianza en mí».
Cuando al fin quedó solo, su primer impulso fue ponerse a la cabeza de las tropas y salir a la campaña. Ya sabía que el rey no quería nada de eso. «Tenéis que acatar la voluntad del rey y mostraros obediente». Las primeras impresiones que le transmitió Quijada sobre la situación militar eran malas. «Nunca he visto nada parecido. No son soldados estos malditos, tanto los aventureros como los de la ciudad no tienen ni han tenido nunca orden, no son gente de guerra, ni piensan en pelear, sino en robar a Dios y al mundo. Desorden tan grande no se ha visto jamás. Estos no son soldados, ni tienen capitanes, ni oficiales. Ladrones y bandoleros son, que no piensan sino en coger botín, saquear casas y marcharse cargados de sus robos. Así nada se puede hacer, por ruines que seamos nosotros más lo son ellos, si quisiéramos ser un poco hombres de bien».
Pronto llegó la peor de las noticias. La flota con refuerzos que venía de Marsella al mando de Don Luis de Requesens fue deshecha por un terrible temporal. La costa quedaba desguarnecida y abierta a las invasiones.
La ciudad no era segura, en cualquier momento los moriscos del Albaicín, con la ayuda de los insurrectos, podía atacarla e invadirla. En uno de los primeros Consejos. Don Juan propuso expulsar los moriscos del Albaicin y distribuirlos por los reinos de España. Se resolvió lo que tenía que resolverse. Consultar al rey para que él tomara la decision definitiva. No había otra cosa que esperar.
Había llegado María de Mendoza. Permanecía recluida en las habitaciones interiores del palacio. Había tomado el gusto de vestirse a la morisca y hostigaba a Don Juan con sus preguntas. «¿Por qué no sales a la cabeza de las tropas a acabar con los infieles?».
Con el propio Luis Quijada la relación había cambiado. Parecía haber dejado de ser aquel padre comprensivo para convertirse en un vigilante. «Eso no se puede», «hay que esperar», «el rey no estaría de acuerdo», «hay que tener calma, el momento llegará».
Entre los señores que frecuentaban el palacio estaba Don Diego Hurtado de Mendoza. Pulcro, con su cuidada barba blanca, discreto, sabio. Con frecuencia Don Juan lo buscaba para preguntarle sobre sus muchas experiencias desde los tiempos del Emperador en la Corte, en el Gobierno, en las Embajadas, junto al Papa, sobre Italia y los Países Bajos. De lo contemporáneo se escapaba pronto hacia la Antigüedad.
«Todo lo que un capitán tiene que saber sobre la guerra está en los Comentarios de Julio César». Recitaba en solemne latín, casi litúrgico, midiendo el tiempo de la cláusula con el movimiento de la mano, pedazos que Don Juan oía sin entender. «Todo está allí y sobre todo el ejemplo insigne de aquel hombre sin par, guerrero, político, gran prosista. Era capaz de hacer las más grandes hazañas y de luego narrarlas en las más precisas y bellas palabras».
Más se interesaba Don Juan por los detalles de la enredada intriga política que Don Diego había conocido en sus Embajadas en el Vaticano y en Venecia. «Termina uno por no saber lo que significan los vocablos, ni con cuál propósito se dicen; es como una esgrima en la oscuridad». La guerra, con todos sus ardides era un juego más claro. Por lo menos se sabía pronto el resultado.
Sentía ansiedad y alivio en oír de Don Diego el maravilloso cuento de los orígenes de España.
«El primer conquistador de España fue Baco, a quien, por otro nombre, llamaban Libera. Iba a completar la conquista del mundo en Occidente. Con él vinieron los persas, iberos y fenicios, naciones de Oriente. Se llamaba también Dyonisio. Traía un capitán que se llamaba Luso, de donde viene Lusitania, y un secuaz llamado Pan, hombre áspero y rústico; éste fue el que le dio el nombre a toda España. “Panios” quiere decir cosa de Pan, el “hi” es el artículo, de modo que “Hispano” es lo mismo que tierra de Pan. También vino dos veces el que dicen Hércules. De allí viene el nombre de Sevilla, de la segunda vuelta de Hércules, “palin” quiere decir en griego otra vez y “li” el artículo, de allí salió “Hispalis”».
El remoto pasado se volvía prodigioso cuento de héroes y dioses. Hasta los godos y los árabes. «Hasta esta lucha en que estamos ahora en busca del triunfo por vuestra persona que tiene la obligación de las victorias del padre. Vieja guerra y victoria dudosa que alguna vez se tuvo duda si éramos nosotros o los enemigos a quienes Dios quería castigar».
Desde Granada se sentía la guerra lejos. Había que meterse en los montes, en las veredas de la sierra, en aquel macizo vertebrado como un carapacho de res que se extendía hasta Almería y el mar.
Era el mundo de los guerreros de Mondéjar, de Los Vélez, de todos aquellos capitanes que volvían a Granada o salían de ella. En Granada no había sino la Cancillería, el Arzobispado, el tenue comando. Noticias tardías que llegaban y órdenes tardías que salían.
Las noticias eran contradictorias, se hablaba de una victoria decisiva y resultaba apenas una escaramuza, a veces las noticias del frente no llegaban directamente sino dando vuelta por Madrid. Era el rey, o Ruy Gómez, o Antonio Pérez, quienes escribían impartiendo instrucciones y consejos.
Cuando se reunía el Consejo era para no ponerse de acuerdo, para terminar la discusión mirándole la cara. Aquella cara de impaciencia y de disgusto. «Para esto no hacía yo falta aquí». Maria de Mendoza lo acosaba; para colmo, le había anunciado que estaba preñada. Con disgusto le ordenó que no se lo dijera a nadie. Para eso habría venido con tanta fanfarria. «Hay alguien, Don Luis, que me pide cuenta todos los días, sin palabras. Nada puedo responderle a él para justificar esta indecisión, esta indigna retaguardia, este papel de cobarde que me hacen desempeñar».
A veces María lo sorprendía hablando a solas con aquella invisible presencia. «No me pidas cuenta, no soy nadie, no soy el rey, no soy el jefe, no me han dado poder ninguno. Me han puesto aquí para irrisión, para presidir consejos que nada resuelven, para recibir quejas y peticiones, para pasearme ante la gente como una imagen de procesión».
Oía al Licenciado Muñatones, con el parche negro de su ojo tuerto. No podía verlo sin acordarse malévolamente de la princesa de Éboli. «Su majestad os ama mucho para exponeros inútilmente».
Llegó la horrible escena de la primera expulsión de moriscos de la ciudad. El rey la había autorizado por fin. «Bajo ninguna circunstancia debe despoblarse un reino», había dicho Mondéjar.
Millares de viejos, mujeres y niños, sacados de sus casas, se habían hacinado en la plaza. Las autoridades eclesiásticas, con sus cruces y pendones; las tropas tendidas, un redoblar fúnebre de tambor. Resonaba la algarabia. «Nos llevan a matar. Nos van a degollar a todos como carneros. Queremos morir en nuestras casas».
Don Juan salió a presidir la triste escena. Ahora era él a quien se dirigían las súplicas. Trató de alzar la voz en el clamor. «No los van a matar. Es la voluntad del rey. Van a otras tierras, donde vivirán mejor y más tranquilos». «Ésta es nuestra casa, ésta es nuestra ciudad, somos de aquí, no recordamos haber vivido nunca en otra parte. Aquí están los huesos de nuestros muertos».
Entre las filas de soldados fue bajando hacia la Vega el rebaño humano. Don Diego Hurtado, en su modo peculiar, dijo más tarde algunas oscuras palabras. «Ésta ha sido su patria por más de setecientos años. Los intrusos somos nosotros. Fueron ellos los que hicieron todo lo que aquí hay. Los palacios, las acequias, los muros, la tierra cultivada. ¿Quién lo va a hacer ahora?».
En algún recoveco de las Alpujarras estaría Aben Humeya, con sus guerreros y sus alfaquíes rezanderos. Era el soberano de una dinastía más vieja que la de Don Pelayo. Podía desafiarlo a un combate singular y decidir en un solo duelo personal aquella lucha. Don Luis Quijada sonrió paternal: «No sería aconsejable, señor. Este no es un rey, a lo sumo un cabecilla. Cuando Su Majestad Imperial desafió a Francisco I, era el rey de Francia a quien desafiaba para poner fin a una guerra entre dos grandes reinos cristianos. Éste no es el caso ni puede serlo».
Las noticias repetían la misma exasperante incertidumbre. Se había derrotado a los moriscos en un punto cuando, simultáneamente, había sido necesario retirarse en otro. Quijada se exasperaba. «Qué clase de jefes son estos que no logran poner orden en su gente. Qué clase de tropas. No son soldados, señor, son ladrones y pandilleros, saqueadores, buscan el botín y huyen. Los batallones se hacen y se deshacen como tropeles de cabras espantadas».
Pasaban los meses y la guerra seguía estando lejos, en aquellos nombres del mapa que le señalaban sobre la mesa. En agosto Los Vélez derrotó a Aben Humeya en Béjar. Había logrado huir y se estaría rehaciendo para recomenzar. En septiembre el rey llamó al marqués de Mondéjar a Madrid. Quedaba el campo libre para el marqués de Los Vélez. En octubre llegó la noticia de que habían matado a Aben Humeya sus propios hombres. Era la traición por la sospecha de la traición. Gente de su tío Aben Aboo lo había estrangulado y decapitado y luego arrojaron el cuerpo a un basurero. Quijada opinaba que con el nuevo rey la guerra debía hacerse más dura y sangrienta.
«Yo no voy a soportar ni un momento más esta situación», le había dicho a Quijada. Las cartas que recibía del rey no variaban de tono, siempre era el mismo mensaje prolijo, con muchas recomendaciones de prudencia. Las cartas de Ruy Gómez eran más directas y le daban pie para mejor esperanza. Las de Antonio Pérez, siempre acompañadas con algún pomo de perfume o algún pañuelo de batista, le hablaban sobre todo de la Corte. Ya era un hecho el nuevo matrimonio del rey con su sobrina, Doña Ana de Austria. «Ahora no están para guerra, sino para bodas y tornabodas». A veces se deslizaba un recuerdo: «Doña Ana, mi señora, no os olvida».
Para noviembre llegó la esperada decisión. El rey lo autorizaba a salir a campaña pero bajo un pesado fardo de recomendaciones y limitaciones. Debía aconsejarse con Don Luis Quijada, con el Comendador Mayor Requesens («¿es mi teniente o es mi jefe?»), con todo aquel numeroso y variado conjunto de rivalidades. Don Luis trataba de sosegarlo. El rey no quería que se expusiera, no sólo por cuidado de su persona, sino también de su prestigio. («No confía en mí, no me cree capaz de comandar efectivamente»).
Había que planificar la campaña, escoger los sitios y las rutas, preparar los encuentros, contar con todas las garantías de triunfo. («Parece que voy a un desfile de honor y no a la guerra»).
Decidió hacer una primera salida contra el cercano poblado de Guéjar. Se dividieron las fuerzas en dos cuerpos para converger finalmente en el ataque al poblado. Una bajo el mando del duque de Sesa y otra bajo su jefatura personal. Salieron en la helada noche de diciembre rumbo al Este, marchando en silencio, bajo la dirección de los guías más expertos. Marcharon por horas, torciendo a un lado y otro, en busca de las luces del poblado. Llegó la hora convenida pero no se vislumbraba el lugar. Los guías daban contradictorias explicaciones. Don Juan, exasperado, pedía acelerar el paso. La noche se fue en la marcha. Ya amaneciendo llegaron al poblado para hallar que las fuerzas de Sesa habían tomado el pueblo. «Buen papel me han hecho hacer», dijo con furia.
Ahora la guerra era suya. Mondéjar estaba en Madrid, a Los Vélez lo encontró en Huéscar. Venía de vuelta, mohíno y soberbio. Se le veía el disgusto. A las ofertas de Don Juan de contar con él para todo, replicó orgulloso: «Yo soy el que más ha deseado conocer de mi rey un tal hermano y quien más ganara en ser soldado de tan alto príncipe; mas, si respondo a lo que siempre profesé, irme quiero a mi casa, pues no conviene a mi edad anciana haber de ser cabo de escuadra».
Fuera de Luis Quijada ya no quedaba nadie que le pudiera poner reparos o contrariar sus intenciones. El mismo Quijada había cambiado de tono.
Ya no dependía de nadie sino del rey y el rey estaba lejos, entregado a su boda. Le quedaba la sombra de Yuste. La casa entre los árboles, la estancia oscura, la voz temblorosa. Era sólo a aquel a quien debía rendir cuentas.
Las tropas avanzaban por las Alpujarras. Los acompañaban el duque de Sesa, la Favara y Requesens.
Fueron las tropas convergiendo hasta que, a comienzos de enero, tenían cercada a Galera. La alta población estaba sobre un largo arrecife rocoso, encallada como un barco. La rodeaban murallas y barrancos.
Organizó trincheras, colocaron los cañones, a ratos trabajaba de sus manos junto a los soldados. Comenzó el ataque con un cañoneo constante contra la muralla hasta que se abrió una brecha. Por ella se precipitaron los asaltantes. La resistencia de los moriscos fue más de lo esperada. Combatían hombres y mujeres entre el polvo y la humareda del boquete. Vio comenzar el repliegue y trató de contenerlo. No fue posible.
Con paciencia se puso a los preparativos de un segundo asalto. Reforzaron el fuego de artillería y cavaron una profunda mina bajo la muralla. Aquel segundo intento fue desastroso. Por el hueco abierto se precipitaron capitanes y soldados, pero adentro los moriscos combatían con furia. Espada en mano, contra los consejos de Quijada, él mismo se metió entre sus hombres. Sintió aquella embriaguez exaltante, entre los gritos, el alboroto confuso, las piedras, los disparos, no veía sino aquella cambiante cercanía móvil de rostros y manos que lo asediaban y sobre la que lanzaba sus tajos.
Por un momento perdió la noción de su propio ser, borrado en aquel loco impulso de acometividad ciega. Avanzar, golpear con una furia incontenible. Una bala de arcabuz golpeó su armadura y lo hizo caer. Quijada surgió a su lado para recogerlo. «No es éste el lugar de un jefe». Tocaban retirada las cornetas. Entre el desorden de los que pugnaban por salir, regresó a su comando.
Dentro y fuera habían quedado centenares de muertos y heridos. Formas torcidas, apayasadas, risibles, de los cuerpos muertos sobre el suelo quebrado de la colina, clamor de los heridos y aquel olor acre de pólvora, de tierra, de excremento. Se extendía el terrible desorden del repliegue. «La guerra huele a mierda», lo había pensado ya ante el primer hedor que le llegó de los galeotes en la galera capitana. Lo confirmaba ahora en aquella cuesta de muertos y quejumbres de heridos. A su lado estaba Don Luis, sufrido, calmo, dando disposiciones. «Son más duros de lo que creíamos». «Yo sólo sé que me la van a pagar», rugía Don Juan. «No voy a dejar piedra sobre piedra, pasaré a cuchillo toda esa gente y sembraré de sal la tierra para que nunca más pueda asentarse aquí nadie».
Hubo que abrir grandes fosas para arrojar dentro los muertos. A los capitanes se les hizo tumba aparte, con una tosca cruz de madera y un nombre sobre una tabla. Recuas de acémilas salieron para Huéscar llevando los heridos.
La tercera tentativa se preparó con fría determinación. Todo lo vigilaba él para estar seguro de que nada iba a fallar. Con Quijada a su lado dispuso la artillería, los grupos de asalto, hizo abrir una profunda mina en la que puso una enorme carga de pólvora. El día del asalto todos en fila aguardaron tensos la explosión. Estremeció el espacio de cerro en cerro, de oquedad en oquedad. Volaban las piedras de la muralla y en una avalancha de tierra caían los muros de la fortaleza abriendo una ancha brecha por la que, a pie, a caballo, con arcabuces, con lanzas, con espadas, irrumpieron los cristianos. Como a contra corriente subió la ola humana por las calles empinadas. El incendio se extendía de casa en casa. Con el atardecer, montones de muertos, recuas de mujeres y niños, llenaban el espacio. Todo era saqueo y degollina. Soldados cargados de botín salían pesadamente como grandes escarabajos.
«Ya es tiempo de parar esto». «¿Quién lo va a parar?». «Que salven las mujeres y los niños», ordenó al fin Don Juan. De las ruinas humosas, en las últimas luces de la tarde, entre filas de soldados, salía la manada de los vencidos. Casi no quedaban hombres.
Por la noche, en el campamento, Don Juan preguntaba y oía. Era como otra batalla diferente la que surgía de las palabras. Lo que él había visto y lo que no había visto. La guerra era como una gran borrachera. Nadie sabía lo que había hecho. De lo que cada quien creía haber visto se pasaba a lo que nadie recordaba. Hasta que cayó pesadamente en el camastro sin tiempo para desvestirse.
Desde el día siguiente tomó las disposiciones para seguir a Serón, una aldea cercana, donde esperaba poca resistencia. «Al paso que van las cosas, esta guerra está terminada».
Dos columnas atacaron el pueblo. Una comandada por Quijada y la otra por el Comendador Requesens. Había nieve en las rutas y el aire frío mordía las carnes. No se esperaba mucha resistencia, pero para su sorpresa hallaron que la plaza había sido reforzada la noche anterior. «Hernanado El Habaquí, teniente de Aben Aboo, los ha reforzado». Quijada, a la cabeza de su gente, fue el primero en llegar. Todo parecía fácil. Los pocos soldados moros se replegaban y las tropas cristianas iniciaron el saqueo y el desorden. De pronto surgieron tropas musulmanas ocultas en las casas. Cundió el pánico. Los soldados huían cargando con su botín. Don Juan, con un grupo de capitanes, se lanzó a poner orden y restablecer el combate. Quijada cayó al suelo y sangraba copiosamente de una herida de bala en el hombro.
Lo hizo recoger y llevarlo al campamento. Mientras los médicos le curaban la herida pudo darse cuenta de que estaba en peligro de la vida. «No es nada. Pronto estaréis bien», le dijo al viejo soldado. Hernanado El Habaqui había sido derrotado finalmente. «Esto cierra la campaña, al reyezuelo no le queda más que buscar alguna forma de rendirse».
Acompañó el herido a Caniles. Cada día empeoraba. La herida ancha se había puesto negra y tumefacta. Sudaba copiosamente y la fiebre no lo dejaba. Hablaba con dificultad y se perdía en borrosos delirios. A veces musitaba frases disparatadas y le cambiaba el nombre. «Sabes, Jeromín, son valientes esos moriscos».
Los médicos discutían entre sí en sus latines enrevesados. Aconsejaban sangrías y purgas. Doña Magdalena llegó cargada de reliquias. A ratos junto al lecho del enfermo quedaban los dos solos. «Madre», le dijo, «ahora os voy a necesitar más». No la había llamado así desde niño. Ella lo advirtió y le tomó la mano para besársela. «Él ha sido…», se interrumpió en la frase, «ha sido como mi padre». La mujer sintió la pausa y la vacilación en la frase.
Tenía hinchados y deformes la cara y el cuello. Hablaba con mucha dificultad. A veces parecía que quería decir algo y no podía. A veces la mano hirviente guardaba la suya largo rato. Constantemente venían sacerdotes y monjas y se decía misa en la antecámara. Don Juan se arrodilló junto a Doña Magdalena ante el lecho del moribundo para presenciar la extremaunción. Le pusieron el crucifijo en las manos y a poco dejó de oírse el estertor. «El muy excelente caballero Don Luis de Quijada ha muerto, su alma esté en la gloria del Señor».
Salió de la habitación, se secó las lágrimas con el dorso de la mano, miró a lo lejos hacia los montes y la sierra. Allí estaba la guerra que ahora era su guerra. «Esta guerra negra».
Se le habían acercado algunos caballeros. «Era un gran soldado». Cada quién trataba de evocar el tiempo en que conoció a Quijada. «Estuve con él en Alemania». «Lo vi combatir en la toma de Túnez, junto al Emperador». «No hubo criado más fiel».
El entierro fue sencillo. Doña Magdalena, con serenidad, se había aislado en sus rezos. Tarde en la noche se tendió a dormir agotado.
Era la alcoba de Villagarcía, la reconocía en la sombra, lo llamaba una voz desde afuera, suave y casi ahogada, una voz que parecía pedir auxilio. ¿De quién era? Era, no podía ser otra, aquella que había oído en Yuste en la visita. Lo llamaba y tenía que ir. Se incorporó del lecho, pero apenas hubo dado unos pasos una silueta oscura, un hombre o un demonio, se abalanzó sobre él y lo atrapó con poderosos brazos. Hizo un inmenso esfuerzo para rechazarlo y cayeron al suelo jadeantes, atrapados en la estrecha lucha. Al fin pudo tomarle el cuello con las manos y comenzó a apretar con toda su fuerza, sentía el ronquido del ahogo y las sacudidas de muerte del contrincante. Apretó hasta que lo sintió inerte y flojo. Se puso de pie y se dirigió hacia afuera, hacia donde había oído la voz. Se detuvo, volvió sobre sus pasos, se inclinó sobre el caído y lo que vio en la penumbra era el rostro hinchado y lívido de Luis Quijada. Gritó con horror y despertó. Estaba en su lecho en Huéscar. Estaba solo.
A toda hora sentía la ausencia de Quijada. El hueco de la presencia física que se hacía sentir en las más distintas ocasiones. La voz callada, la sensación de saber que ya no estaba allí, que ya no estaría más nunca. Los otros no iban a reemplazarlo en su intimidad. No tenían con él esa ligazón profunda que lo hacia casi parte de sí mismo. Ni siquiera Soto, el secretario, que tan cerca de él estaba. Era una parte de su ser que se había callado para siempre. Ahora estaba solo y por su propia cuenta, no estaba acostumbrado a tanta soledad. Tampoco había mucho que decidir. «Los moriscos están derrotados, pero no acaba esta guerra maldita».
En algún lugar de la sierra Aben Aboo mantenía su aparato de comando y de reinado. Se combatía esporádicamente en aldeas y lejanos montes.
Más se hablaba a su alrededor de la boda del rey. Mientras se había combatido en Galera y en Serón y caía Quijada, se formalizaba la boda real en Espira, en la lejana Alemania. Don Juan nunca había visto a Doña Ana, la joven princesa que se iba a casar con Don Felipe. Había conocido a sus hermanos, los archiduques Fernando y Maximiliano, en los días de Don Carlos. Jóvenes, rubios, pálidos, algo ingenuos, acaso un poco tontos.
Desde Granada seguían el viaje de la nueva reina. Pasaría por los Paises Bajos. Campanas, estandartes, desfiles, misas y grandes ceremonias de palacio y de iglesia. En sus tres matrimonios el rey no había logrado sino un solo sucesor varón, el malogrado Don Carlos. «Será a la cuarta que será la vencida». En las cartas de los amigos le llegaban los comentarios políticos. Catalina de Médicis había querido que Doña Ana se casara con su hijo Carlos, rey de Francia. También había intrigado para que la menor de sus hijas, Margarita de Valois, sucediera a su hermana, la reina Isabel, en el lecho del rey.
Mientras él y sus hombres luchaban en aquella guerra cruel, se desarrollaba aquella otra lucha de intrigas y manejos en la Corte. «Dicen que es muy bella la princesa Margot, casi tanto como lo fue nuestra reina Doña Isabel». «Se habla demasiado de ella», decían los más viejos del Consejo. Sus maneras libres, su frecuentación de artistas y poetas, su desenvoltura para hacer y hablar, escandalizaban.
Decía Requesens: «Con algunos matrimonios se ha ganado más que con una batalla». Mientras la nueva reina atravesaba los Países Bajos, el rey vino a Córdoba para asistir a las Cortes que había convocado. Ni llegó a Granada, ni Don Juan fue a verlo.
Hernanado El Habaqui, jefe de las fuerzas de Aben Aboo, había entrado en contacto con un oficial español, antiguo amigo suyo, para hablar de rendición. No era mucho lo que pedía: el perdón de lo pasado, la reincorporación de los moriscos a sus lugares y sus trabajos y un tratamiento honorable para Aben Aboo y para él. Consultado el rey lo aprobó y continuaron las conversaciones.
Con Requesens y con Sesa confirmó Don Juan su decisión. «Estoy dispuesto a ser generoso para poner término a esta horrible destrucción. Proseguir la guerra es insensato y si los musulmanes presentan términos razonables hay que aceptarlos».
Requesens y Hurtado de Mendoza le habían hablado de la disposición del nuevo Papa Pío V de resucitar la Liga Santa contra el Turco, para derrotarlo en una batalla decisiva. «Sería Venecia, el Papa y, sobre todo, España». «Ese sería el combate decisivo de la Cristiandad con el Islam». «Vos tenéis que ser el Comandante Supremo de esta cruzada decisiva».
Hurtado de Mendoza ponía reparos. «No va a ser fácil reunir los príncipes para esa acción suprema. Los venecianos nunca han sido de confiar, fácilmente se entienden con el Turco; el Papa no cuenta con muchas galeras, todo el peso caerá sobre España. Con Francia no hay que contar. Los protestantes verían con buenos ojos una derrota española».
Don Juan sentía aquella ocasión que se acercaba con una mezcla de deseo y temor. Dudaba que el rey quisiera confiarle tan grande responsabilidad. «Os corresponde como Generalísimo del Mar que sois y tendrán que dárosla», le repetía Requesens. Se abismaba en un paisaje de humo y galeras enredadas en combate.
Había puesto a circular un bando de perdón. Se prometía a todos los moriscos que si se rendían y ponían sus personas y armas en manos del rey «se les haría merced de las vidas y mandará oír y hacer justicia a los que después quisieran probar las violencias y opresiones que habrán recibido»; más se les ofrecía a los que, además, hicieran algún servicio particular «como será degollar o traer cautivos turcos o moros berberiscos de los que andan con los rebeldes». A los que trajeran su escopeta o su ballesta, no sólo se les concedería la vida, sino la seguridad de no ser esclavos. Y además «que puedan señalar dos personas para que sean libres, fueran padres o hermanos, mujer o hijos». A los que no quisieran, de catorce años para arriba, «se pasarán por el rigor de la muerte, sin tener de ellos ninguna piedad ni misericordia».
Comenzaron a presentarse moriscos en grupos numerosos a las fuerzas del rey. Traían como señal una cruz cosida en la manga. Llegaban con su cruz marcada y comenzaba la difícil identificación. Un soldado o un vecino que los había conocido podía dar fe de su sinceridad.
A finales de mayo vino El Habaquí al Fondón de Andaraz para entrar en pláticas en nombre de Aben Aboo. Las propuestas llegaban. Se rendían, entregaban armas y banderas y pedían perdón. Don Juan los recibiría en nombre de Su Majestad, les daría protección para que no fueran molestados y los enviaría con sus familias a vivir fuera de las Alpujarras.
Después de la firma, fue El Habaqui a ver a Don Juan. Llegó con su gente, sobre un caballo negro, frente a la tienda del príncipe. Lo rodeaban sus tenientes. Salió Don Juan a la puerta. Echó pie a tierra y con impresionante dignidad pasó entre la fila de guerreros cristianos hasta llegar ante Don Juan. Sonaban las trompetas y las salvas de arcabuces. Se postró: «Misericordia, señor, y que en nombre de Su Majestad se nos conceda perdón de nuestras culpas». Se despojó del alfanje y lo puso en manos de Don Juan. «Estas armas y bandera rindo a Su Majestad en nombre de Aben Aboo y de todos los aliados cuyos poderes tengo». Hubo un largo silencio hasta que Don Juan habló: «Levantaos, sois un valiente guerrero». Hizo el gesto de ayudarlo a incorporarse, «y guardad la espada para servir ahora con ella a Su Majestad». Luego lo sentó a su lado. «Llegó por fin la paz tan deseada. Ahora podremos recomenzar una nueva vida». El moro respondía con frases de vieja cortesía musulmana. «Vamos a vivir en paz y justicia en la tierra que es de todos». Cuando el diálogo se hizo más suelto no se distinguía su voz ni su acento del de los cristianos.
El Habaquí partió para informar a Aben Aboo y dar cumplimiento definitivo al acuerdo. Empezó en el campamento un tiempo muerto en que más se vivía de las noticias de la Corte que de lo que acaecía en el frente. Era allí donde estaban ocurriendo las cosas importantes. Escribía a Ruy Gómez y a Antonio Pérez. Estaba informado de cómo avanzaban las conversaciones en Madrid y en Roma sobre la nueva Liga Santa.
Pero ahora estaba en Guadix y le escribía a Ruy Gómez para informarle que iba a quedar rico con el botín de guerra; en un cuarto de la Audiencia estaban las arcas llenas de doblones y de objetos de oro, para que le reservara un puesto en la mesa de juego. El rey se preparaba a salir para Segovia a encontrar a la nueva reina. «Y yo aquí esperando una respuesta de un reyezuelo fugitivo, recibiendo rendidos y prisioneros, como carneros».
Pasaba el tiempo y no llegaba la respuesta de El Habaqui. Lo que llegó más tarde fue la noticia de que Aben Aboo lo había hecho matar, había arrojado el cuerpo a un muladar y rechazaba toda rendición posible. Lo que quedaba ahora era exterminar aquellos restos irreductibles. Las tropas se movieron y comenzó la continua toma de pueblos con sus degollados, sus esclavos, sus mujeres violadas y sus niños hambrientos.
Regresó a Granada. Fue una recepción triunfal, atravesó las calles bajo los arcos, ante los balcones con colgaduras, recibiendo una ovación delirante. ¿Cómo lo miraban? Como él mismo no se había atrevido a verse nunca. «Os ven como un rey», le dijo luego Juan de Soto. «También Aben Aboo se cree rey», contestó secamente. Cuando en la noche de hachones y velas terminaron los saludos, María de Mendoza se le acercó ansiosa. «¿Qué tienes, no estás contento?». «No, no lo estoy María, no logro estarlo y no sé por qué».
Escribió al rey, en el tono más sumiso, pidiéndole permiso para volver a la Corte a besar la mano de la reina. Vino al fin la autorización.
No estuvo en Granada para presenciar aquella otra entrada del cadáver de Aben Aboo. Uno de sus hombres, El Xenix, lo había matado después de una disputa sobre la necesidad de rendirse. Lo abrieron en canal como una res, le echaron sal, lo rellenaron de paja, lo fijaron con un palo sobre el lomo de una mula y, seguido de un séquito de bullicio y burla, entró en la ciudad. Rígido jinete tambaleante al paso de la acémila, con una corona de irrisión y los ojos abiertos y turbios.