Cinco

Era un domingo lento y fresco de primavera. En el largo atardecer, con muchas nubes y manchas de sombra sobre el paisaje, comenzó a correr el rumor. Don Carlos estaba gravemente herido. Lo habían hallado sin sentido en el fondo de una escalera excusada, con la cabeza rota contra una puerta de hierro. Lo recogieron inerte con mucha sangre. Parecía un títere desmadejado. Lo tendieron en su lecho. Pronto la habitación estuvo llena. Los ayos, los señores de custodia, los guardias, las mujeres de servicio, los vecinos fueron llegando. Pronto estuvieron llenos no sólo la alcoba, sino la antecámara, el corredor, la escalera. Los personajes lograban penetrar abriéndose paso a la fuerza. Los guardias intervenían inútilmente. Vinieron los maestros de la Universidad, los estudiantes, los priores de los conventos, la gente de la calle, los mendigos. Mujeres de pañolón negro y rosario. Comenzó a oírse entre el murmullo de las voces el sonsonete de los rezos. «Está muerto». «Tiene la cabeza destrozada». Cuando Don Juan logró llegar hasta el lecho, el príncipe estaba inconsciente. Parecía más pálido y más desmirriado que nunca. Por entre el pelo y en la cara se le veían grumos de sangre y una herida blanqueaba entre los cabellos apelmazados. Se le oía un ronquido de animal herido. Un médico le limpiaba la herida con una mezcla de manteca y vino. Al poco había tres médicos y algún barbero cirujano. Pedían paso vecinos que traían reliquias milagrosas, huesos de santos, clavos de la verdadera cruz, espinas de la corona, el dedo de una monja.

Partieron postas para Madrid y desde el atardecer comenzaron a llegar los grandes señores de la Corte, a caballo, en pesadas carrozas, en parihuelas. Todos de negro. El gentío desbordaba del palacio hacia la calle. El rey llegó en la noche con tres de sus médicos. Don Juan y Farnesio no desamparaban la cabecera del enfermo. Un mismo cuento deformado mil veces pasaba de boca en boca. ¿Qué había pasado? El príncipe se había marchado solo a una cita con la hija de un hombre del servicio. Había caído por el hueco de la oscura escalera o, acaso, alguien lo había empujado.

Despejaron la alcoba para el rey y su séquito. El rey, el duque de Alba y Ruy Gómez se sentaron frente al lecho. Ante ellos se pusieron los médicos. Un secretario les daba la palabra a indicación del rey. Se hablaba, con muchos latines, de los humores, los temperamentos y las materias, de nombres de raras fiebres, de la influencia de la constelación del día. «El humor flemático debe ser tratado con materias secas». Había que aguardar a que la fiebre manifestara su naturaleza. En la noche, el rey regresó a Madrid en medio de una gran tormenta desfondada de truenos y rayos.

Cada quien, en la alcoba, tenía su opinión. Traer una famosa reliquia, ensayar pomadas y bebedizos, hacer sahumerios. La noche pasó en vela en torno al cuerpo inerte. Gentes en cuclillas se adormilaban en los rincones.

Al día siguiente el príncipe abrió los ojos abotargados y comenzó a decir algunas palabras torpes. La impresión de alivio duró poco. En los días siguientes empeoró. La cabeza tumefacta parecía más grande, le costaba trabajo abrir los ojos y tenía medio cuerpo paralizado. Cuando podía hablar les decía a sus compañeros: «Mis amigos, no me abandonéis». La fiebre lo sacudía sin tregua. A ratos deliraba. «Me aguardan en Flandes».

Con la recaída acudió más gente de Alcalá y de Madrid. Continuamente llegaban grupos de cortesanos y de religiosos.

Resolvieron trepanarlo. El rey volvió de Madrid con el más famoso de los médicos del mundo, el doctor Vesalius. Los otros pusieron mala cara. «Llegó el hombre de la “fábrica”, decían los viejos doctores. Se había atrevido a disecar cadáveres, a abrir cuerpos humanos hasta el fondo de los órganos y los huesos. En el taller de Tiziano, en Venecia, había dibujado aquellas terribles planchas de su libro en las que se veía el cuerpo debajo de la piel en su repugnante mezcla de músculos, huesos y venas. “Todo el saber está en Galeno”». «Mucho, pero no todo», decía Vesalius. «Hay que buscar más, hay que aprender más, para poder curar». Trepanaron al príncipe. Le sujetaron dos hombres fornidos, la cabeza sobre las almohadas, mientras el cirujano cortaba con su escalpelo y rompía el hueso al golpe de un pequeño martillo de plata. La sangre le cubrió medio rostro. Se le oía mugir y gritar; con una voz estrangulada. «Perdone Vuestra Alteza, ya vamos a concluir». Le sacaron un triángulo de hueso. Los que se asomaron pudieron ver entre la sangre la blancura de la masa cerebral.

No se alivió. El rey pedía otra junta de médicos. La cara del enfermo se había puesto deforme con la hinchazón. Vesalius aconsejó hacerle algunos cortes para que pudiera escapar aquella materia acumulada.

Lo que pasaba en la alcoba iba de boca en boca hasta el gentío de la calle. En los estrechos espacios se apretujaba la gente de la nobleza con el servicio y los curiosos. La princesa de Éboli había permanecido días enteros casi sin moverse del sitio. Don Juan estuvo junto a ella con frecuencia. A su lado estaba su sobrina María de Mendoza. Nunca la había visto tan bella. Se le veían más grandes los ojos negros, más iluminados sobre el rostro pálido bajo la mantilla oscura. Se quedaba viéndola absorto hasta que los dos advertían aquel suspenso y lo rompían con alguna palabra banal. Se estaba muy cerca entre el gentío. Se tocaban los cuerpos, se aproximaban los rostros. Su mano tropezó con la de María. Estaba fría y húmeda. La apretó impulsivamente. María cerró los ojos. Desde ese momento no se alejó de ella. Se veían con miradas de voracidad. Decían palabras simples que se revestían de turbadores significados. «María». «Juan».

La noche en la que le dieron la extremaunción al príncipe y en la que el rey se retiró a Madrid para no verlo morir, el enfermo llamó a Don Juan y a Farnesio para decirles con dificultad que quería que le ofrendaran a la Virgen de Montserrat el peso de su propio cuerpo una vez en oro y tres veces en plata. También había hecho igual ofrecimiento a la Virgen de la Guadalupe y al Cristo de Burgos.

La noche y el día se confundían. Por la calle avanzaban procesiones y rogativas. Olía a sudor, a trapo viejo, a incienso, todo confundido. Cada recién llegado traía la oferta de una curación prodigiosa, con una reliquia infalible, con un unto, con un alcohol de alquimista, con un barro sulfuroso, con un cocimiento de raras yerbas.

Se habló de un curandero morisco de Granada. El Pintadillo había hecho curas milagrosas con sus ungüentos. Nadie se atrevió a oponerse. Parecía un pirata berberisco. Comenzo a untar el moribundo con un ungüento blanco y con otro negro. Media luz, media sombra.

Vesalius aconsejó una incisión debajo de los ojos para descargar la materia pútrida acumulada. Se hizo y brotó de las heridas una masa turbia, espesa y maloliente. El enfermo pareció aliviado.

A algunos se les había ocurrido pero fue el duque de Alba el que resueltamente lo propuso. Había que traer a la cámara del moribundo la momia de Fray Diego de Alcalá. Después de un siglo de muerto conservaba la fama de una prodigiosa santidad. Se sabía de los que habían recuperado la vista con sólo tocar la urna de sus despojos, los que habían sanado de graves heridas, los que habían sido dados por muertos y habían resucitado. Con frecuencia entraba en éxtasis. Caía de rodillas en trance, cruzaba las manos, ponía los ojos en blanco y quedaba suspendido en el aire. «Flotaba como una nube». En la cocina, en medio de la tarea, con el fuego, las viandas y las ollas, entraba en éxtasis. Un día los otros frailes vieron llegar a ángeles para hacer la tarea que Fray Diego había dejado inconclusa.

En pleno mediodía comenzó la procesión desde la iglesia del convento. Iba abierta la tapa de la urna, llevada en andas por cuatro religiosos. Delante y detrás obispos y clérigos con altas cruces, incensarios y mucho rezo coreado. Llegaron al palacio y subieron lentamente la gran escalera. El gentío cayó de rodillas en un murmullo de rezos. Llegaron a la alcoba y bajaron la caja mortuoria hasta ponerla sobre el lecho junto al cuerpo del príncipe. De la estameña que cubría los restos brotaba la capucha entreabierta un rostro momificado, piel cetrina seca pegada al esqueleto. Dos huecos oscuros marcaban el sitio de los ojos, la boca descarnada dejaba asomar algunos dientes amarillos. El obispo oficiante tomó el brazo de la momia y lo puso sobre el pecho del príncipe. Don Juan, que estaba de rodillas, sintió la cabeza de María de Mendoza caer sobre su hombro. Le pasó el brazo alrededor del cuerpo para sostenerla, la mano penetró por entre el corpiño y los dedos sintieron el contacto de un seno firme y tibio. En aquel momento el príncipe entreabrió los ojos.

«¿Sabes lo de Malta?». Era de lo que se hablaba en Madrid a su regreso de Alcalá. Todo el mundo lo sabía y cada quien añadía mayores y más espantosos detalles al relato. Una gran flota del Sultán Solimán atacaba la isla de Malta. Se hablaba de centenares de galeras y de cuarenta y cinco mil soldados de desembarco. «Si cae Malta, todo está perdido en el Mediterráneo». Quedaría abierto el camino para Sicilia, para Nápoles, para España misma.

Había ido a visitar al rey que estaba en el campo de Segovia. Se había dispuesto enviar una flota en ayuda de los Caballeros y de su viejo Maestre La Valette. La flota se reunía en Barcelona. No se hablaba de otra cosa entre la gente joven de la nobleza que de incorporarse a la expedición.

En sus conversaciones con Don Carlos, ya restablecido, había tratado de aquella grave situación. «Vuestra Alteza no puede, pero yo si puedo y debo». «No te hagas ilusiones, no te dejarán, Juan». Don Carlos hablaba fríamente: «A mí lo que me importa es Flandes, es allí donde yo debería estar como Regente. A mi edad mi padre era ya Regente de Flandes y duque de Milán. Mientras yo…».

«Yo sí que puedo y debo ir. Tengo diecisiete años y ya es tiempo de que me dé a conocer». «El rey no piensa así. Quiere que seas hombre de Iglesia. Ya ha escrito al Papa. Te lo digo».

Antonio Pérez, en la casa de la princesa de Éboli, se lo confirmó. «Mi padre, Don Gonzalo, me ha hablado de las gestiones que se están haciendo en Roma para que os den un capelo de cardenal». La princesa hacia mofa. «Tendré que besarte el anillo, Juan. No me veo haciéndolo».

Era ahora la oportunidad y era él mismo quien debía tomar la decisión. Habló con Ruy Gómez. «Su Majestad no quiere que vayáis». Con Luis Quijada logró menos. «Es allí donde debo estar». «Quiero ser soldado. No soy cortesano y menos clérigo». «Lo comprendo», le decía el viejo guerrero, «pero también tenéis que comprender que el rey tiene sus razones».

Continuamente se sabía de algún joven de la Corte que se había marchado a la flota. «Tía, me siento muy mal. No estoy haciendo lo que debo, no es aquí donde debería estar». La señora trataba de calmarlo. «¿Crees tú, tía, que ahora mismo que los turcos van a exterminar a los Caballeros cristianos, al Emperador le hubiera parecido bien que yo no hubiera corrido a tomar las armas?».

«Yo sé lo que hubiera dicho. Hay cosas que no se preguntan, se saben. Yo sé lo que él desearía».

Mientras más y más gente joven se marchaba a Barcelona eran peores las noticias que llegaban del asalto turco, donde el bajá Pialy mandaba los más famosos corsarios de la costa africana, Hasen y Dragut. Habían comenzado los desembarcos.

Una de las mañanas de abril en que salió a pasear a caballo con el príncipe, sin decir palabra, se separó bruscamente del grupo seguido por dos servidores y se perdió al galope por el camino entre los bosques. Corrieron largo trecho. A lo lejos se alzaba alguna torre de castillo o una espadaña de iglesia de aldea. Por los espacios abiertos manadas de ovejas con sus pastores, filas torcidas de olivares y alcornoques gesticulantes como brujas.

«Hay que darse prisa, el rey va a saber nuestra fuga y va a lanzar gente a nuestro alcance». «En poco tiempo van a estar prevenidos virreyes, gobernadores y alcaldes». «¿Cuántas jornadas a Barcelona?». «Son muchas, señor, es muy lejos».

Los caballos se cansaban. Juan de Guzmán y José de Acuña le aconsejaron buscar algún reposo. Él no lo quería. «Caminar sin parar, no llegar a ningún castillo, porque nos retendrían de inmediato; evitar las villas, parar en descampado o en ventas apartadas».

El cansancio de las bestias los obligaba a detenerse a la sombra de algún bosque caminero. «La noticia corre más que nosotros. Esta noche lo sabrán en Aragón, mañana ya se sabrá en Barcelona».

La carrera pasó de galope a trote y a paso. En el silencio resonaba la respiración ahogada de los caballos. Empezaba a oscurecer cuando divisaron una venta, el ancho portón, los trechos cimbrados, las altas paredes del patio.

Había gente. Calladamente entregaron las cabalgaduras, pidieron cama y, sin cenar, se fueron a tender. Durmieron profundamente. En la mañana los despertaron las voces y gritos de mucha gente en el patio.

Al salir pudieron ver un grupo numeroso que, entre gritos de burla, lanzaba en la manta al aire y recogían a un gordo campesino. Entre risas y burlas el posadero y sus huéspedes presenciaban la escena. «Así aprenderéis tú y el loco de tu amo a pagar la posada». Por la puerta de campo asomó un viejo flaco a caballo, figura de burla, con una rota armadura, un casco raro y una lanza remendada.

«Vámonos antes de que esto se enrede más». Pagaron y se lanzaron al camino.

«En dos días más estaremos en Barcelona. Iremos directamente al puerto y me daré a conocer del capitán de la flota». «Mejor sería», observaba uno de los dos compañeros, «que no se diera a conocer. Demos nombres supuestos y después de estar navegando podrá Su Alteza darse a conocer».

Alcanzaban y pasaban grupos de viandantes. Toparon alguna cuadrilla de la Santa Hermandad y pasaron de largo. Pasaron un prelado en su alta mula, rodeado de acólitos. Se desmontaron, pidieron la bendición, besaron el anillo y siguieron la ruta.

Al atardecer Don Juan comenzó a sentirse mal. Pesadez, escalofríos, dolor de cabeza, malestar en los huesos. Esa noche, en el cuarto de la venta, deliraba con la fiebre. Trató de levantarse para seguir viaje en la mañana pero no pudo tenerse en pie.

«Todo se pone contra mí». A los dos días la fiebre cedió y pudo seguir el viaje. Iban más lentamente. A ratos se detenían bajo un arbolado a refrescar. Así entraron en Aragón y llegaron a una venta en el pueblo de Frasno, cerca de Zaragoza. Las autoridades locales y algunos mensajeros del virrey lo aguardaban. «Su Majestad ordena que Vuestra Alteza regrese inmediatamente a la Corte».

Don Juan se sacudía entre la fiebre y la indignación. «No me detendrá nadie, sé lo que tengo que hacer y lo voy a hacer». Con mucho respeto llegaban nuevos señores a repetirle lo mismo. «Vuestra Alteza debe comprender».

«Mis amigos», decía a sus dos compañeros en los ratos solos, «nadie me puede detener. Ni el mismo rey. El Emperador no me hubiera impedido hacer esto. Lo sé como si me lo hubiera dicho».

Al día siguiente llegaron más personajes y algunos médicos del virrey. «Vuestra Alteza debe trasladarse a Zaragoza donde estará mejor atendido».

En silla de manos, rodeado de guardias y servidores, llegó al palacio del Arzobispo de Zaragoza. Desde la sombra del capacete, con los párpados pesados de calentura, vio el gentío que llenaba las calles. Alguien gritaba: «Viva Don Juan de Austria».

Los días de Zaragoza fueron largos. Vino el virrey, marqués de Francavila. Todo fueron halagos y elogios. «Es admirable la voluntad de Vuestra Alteza de servir al rey y a Nuestro Señor Jesucristo con la espada en la mano».

Pero no era aquélla la ocasión. Eso decían. Oía con desgana y molestia. «Ya lo sé. No tengo libertad para nada». Le mostraban respeto y hasta simpatía, pero era un prisionero. «Tengo que aprender a ser un preso. Peor que un preso, porque ni siquiera me puedo escapar».

Los de Zaragoza fueron días de convalecencia y luego de visitas, fiestas y ceremonias. Nadie parecía saber cuándo debía salir la flota. Le daban noticias contradictorias, o ya había salido, o faltaba más de un mes para que pudiera zarpar.

«No me van a dejar llegar nunca». Al fin, después de mucho insistir, logró salir. El camino se hizo lento con tanto acompañante y tantos vecinos que salían a saludarlo en cada aldea.

«Mañana estaremos en Montserrat, que es como haber llegado a Barcelona». Cuando subieron la cuesta empinada de Montserrat, recordó los libros de caballería. Estuvo allí el Santo Grial, en el que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo. Llegaron noticias peores de Malta. Las fortificaciones habían ido cayendo en poder de los turcos. Los defensores, diezmados y reducidos a un estrecho recinto, luchaban todavía.

El gran Maestre La Valette se negaba a rendirse.

Llegó a Barcelona. La rada estaba limpia de galeras. La flota ya había salido hacia Nápoles.

Sintió un violento deseo de agredir. Se encerró todo el día. En la noche volvió a sentirse mal. Tornaba la fiebre y comenzó a delirar. «Yo no soy nadie, menos que nadie. No cuento para nada».

Por la mañana llegó carta del rey. En términos afectuosos le ordenaba regresar.

«Viva Don Juan de Austria». No era una sola voz, eran muchas, de las gentes que se agolpaban en las calles a su regreso a Madrid. Era a él a quien aclamaban. Gente popular y simple lo rodeaba. Sus caballeros de servicio tenían que apartarlos para abrirle paso.

El rey no estaba en Madrid. En el viaje hasta Segovia en ventas, aldeas y ciudades se repitió la escena.

Fue entonces cuando los más allegados comenzaron a insinuarle. «El príncipe es un enfermo incurable. Cada día peor. Todas las esperanzas estan en vos».

Don Luis y la «tía» volvieron a su lado. Don Luis con sus consejos: «Tened cuidado, señor, con los consejos interesados».

En el prado de Valsain encontró al rey y la Corte. Don Carlos, que iba a su lado, le había advertido: «Prepárate. El rey ni olvida, ni perdona». Alcanzó al galope al rey que adelantaba lentamente la cabeza de un grupo de jinetes. Lo vio llegar y detuvo el caballo. Don Juan echó pie a tierra y se acercó a besarle la mano. «Con la generosidad de Vuestra Majestad es con lo único que cuento en esta situación desgraciada». Fue largo el silencio del rey. Al fin le tendió la mano. «Está bien. Olvidémoslo por esta vez».

Volvió a montar y galopó hacia la reina, que estaba cerca con un grupo de damas y caballeros. Sonriendo al tenderle la mano, le dijo: «¿Son los turcos tan terribles guerreros como dicen?». Don Juan respondió con aire compungido: «No lo sé, señora, todavía no he visto el primero».

Era como si de nuevo hubiera cambiado de situacion.

Don Carlos parecía otro. «Hiciste muy bien. Juan; fue lástima grande que no pudieras llegar a Malta». Le hizo confidencias. «Tu situación y la mía se parecen». Le habló de su resentimiento con el rey. «No es cierto que sea por mi enfermedad. He estado mal, es verdad, pero tú me ves y me conoces. Debería darme más parte en el gobierno. Se retarda mi matrimonio, no se me da ningún mando, se me tiene aparte como si fuera un incapaz». Insistía en su idea de ir a Flandes. «Me escriben y me envían mensajes pidiéndome que vaya, que conmigo en el gobierno todo se arreglaría. Sólo mi padre se opone. Ahora se habla de enviar a ese jifero del duque de Alba. Qué disparate».

Cuando no estaba con el príncipe visitaba los aposentos de la reina, donde siempre había gente joven y divertida. Acertijos, recitaciones, música, juegos de manos y burlas de bufones. La reina, al fin, estaba encinta.

Iba también a la casa de los príncipes de Éboli. Cuando no estaba Ruy Gómez, con quien podía hablar de los acontecimientos políticos, se enfrascaba en largas conversaciones con la princesa y con Antonio Pérez.

«Nada es mejor en la vida que un destino incierto. Es mucho más estimulante que un porvenir hecho y trazado en todos sus instantes. Así es el vuestro y así es el mio». Intervenía la princesa. «A ver, díganme cuáles son esas inseguridades. Di tú, Antonio, porque a Don Juan no me atrevo a interrogarlo», y hacia una graciosa mueca de burla.

Antonio callaba y la imperiosa mujer continuaba. «No te atreves a decirlo, pero yo sí. Tienes buena posibilidad de ser el secretario del rey, ya tienes su confianza. A la sombra de Don Gonzalo, trabajas con él, pero todavía se necesitan muchas cosas que pueden no darse. Que se muera tu padre, que el rey decida ponerte en su lugar, que la gente de Alba no logre impedirlo. Pero tranquilízate, que también cuentas con Ruy Gómez, que puede mucho». Estalló en risa ante los dos asombrados oyentes.

«Ya que me he puesto a hacer el papel de gitana, vamos a seguir». Se quedó viendo con sorna a Don Juan. «Las brujas tutean. Tú, Juan, tienes una gran amenaza en tu camino. La que está ahora en el vientre de Su Majestad la reina Doña Isabel. Si pare un varón, la corona de España tiene heredero y tú no tienes nada que esperar, aun cuando Don Carlos llegara a morir. Si es una niña, todo es posible para ti».

Con frecuencia topaba en casa de la princesa con María de Mendoza. Se hablaban con los ojos, con las sonrisas y con las manos. Cuando la saludaba retenía largamente las de ella. Las retenía y se quedaban mirándose a los ojos sin palabras. Comenzaron a besarse a hurtadillas. La princesa tenía el don de desaparecer a tiempo y quedaban los dos solos en el gran salón para pasar de los sillones a los confidentes y terminar sobre el estrado con las bocas entremordidas, anhelantes y casi sin voces. Para levantarse luego nerviosamente, irse de prisa por los pasadizos oscuros y terminar en la alcoba de María. De aquellas primeras veces torpes en que las manos de él se enredaban soltando botones y lazos, abriendo caminos por faldas, basquiñas, bajos y tontillos, hasta llegar al seno tembloroso y los muslos, lisos de luz dormida y tibieza. Hasta que luego ya no era combate, ni búsqueda, sino tranquila entrega, larga y ardorosa, que terminaba en soñolienta confidencia de amor. Hasta que María le dijo confusa y vergonzosa: «Estoy encinta». Se le escapó: «Preñada. ¿Vas a tener un hijo?». Se puso seria. «Vamos a tener un hijo».

Al primero al que se lo dijo fue a aquel nuevo amigo que había entrado en el séquito de sus servidores, el conde de Orgaz. Menudo, pálido, la barba negra, que cruzaba las manos sobre el pecho para oír como ausente.

«No lo hubiera querido, sabes. Una hija bastarda. Yo sé lo que eso significa». Entonces pensó más que nunca en la ignota imagen de Bárbara Blomberg.

La reina había dado a luz una niña. «Se llamará Isabel por su madre, Clara por el santo del día y Eugenia por las reliquias de San Eugenio que trajo de Francia».

«No hay todavía heredero del trono», le dijo la Eboli. «Don Carlos no podrá ser rey nunca».

«Si algo llegara a pasar no hay otro que Vuestra Alteza para heredar el trono». Antonio conocía en todos detalles el despacho del rey. Gonzalo Pérez lo había ido introduciendo en la confianza del soberano y ya asistía y a veces sustituía al viejo clérigo en el despacho. «Después de tu padre serás el Secretario. Ya lo eres de hecho. Ruy Gómez hace todo lo que puede para que así sea», le confirmaba la princesa de Éboli.

En la intimidad de la casa de la princesa, Antonio Pérez hablaba con desenfado sobre el despacho del rey. A veces acompañaba a Gonzalo Pérez, en otras le servía solo. «Le gusta que todo se lo pongan por escrito y habla poco. Se queda con los papeles por la noche y al día siguiente los devuelve con sus comentarios y decisiones puestas al margen. Solo, en su alcoba, reflexiona y decide». «A veces decide esperar y hacer esperar en todo y para todo», decía Doña Ana mientras el ojo desnudo fijaba a los interlocutores. «La princesa mira como si disparara», observaba Antonio.

Desde la vuelta de la escapada el príncipe lo buscaba continuamente. «Hiciste muy bien, eso es lo que yo he debido hacer. Lo que haré algún día». Iba con él a la tertulia de la reina, a las fiestas del palacio, a la cacería y a los paseos. Con frecuencia caía en un silencio reconcentrado y otras veces comenzaba un monólogo divagante en el que asomaba su incontenible resentimiento con su padre. Cuando hablaba de él se iba poniendo pálido, le brotaban las venas de la frente, cerraba los ojos y golpeaba un puño contra la palma de la otra mano.

«Mucho más joven que yo, el Emperador le había dado poder para gobernar. A mí no se me quiere dar nada, me hacen pasar por un loco, por un incapaz, por un enfermo incurable. Lo más que han hecho es dejarme asistir al Consejo para que me aburra oyendo las tonterías de que se ocupan esos señores. A veces me duermo. Cada día se me toma menos en cuenta, tú sólo me comprendes y no cuento con más nadie. Van a quedar asombrados con lo que voy a hacer».

Don Juan trataba de sosegarlo. Alguna vez le había dicho Antonio Pérez: «El rey sufre mucho con la situación del príncipe, pero, como en todo lo demás, no lo muestra». La Eboli era más cruel: «Todo el que lo ha visto tiene que darse cuenta de que no puede ser rey. Pobre del reino que gobierna un loco. Las Cortes extranjeras conocen muy bien esta situación».

«¿Qué va a pasar ahora con el viaje a Flandes que ha anunciado Su Majestad?», preguntaba Doña Ana con aire de inocente curiosidad. «Se ha venido retardando mucho esa anunciada visita». Antonio explicaba a medias: «Razones poderosas hay. La más poderosa de todas es la situación del príncipe Don Carlos. Si le deja en Madrid tendrá que nombrarlo Regente del reino y le da temor. Si lo lleva a Flandes tendría que hacerlo gobernador y teme, con toda la revuelta situación que hay, lo que puede ocurrir con el príncipe como gobernador».

No le escapaba la verdad de la situación a Don Carlos. «No voy a ir a Flandes. Ya ha designado al duque de Alba, que cerrará la puerta a todo arreglo. Tampoco irá el rey y yo seguiré en la sombra». Se dolía también de la indecisión en su esperado matrimonio. «Quieren apartarme y acabar conmigo, pero no lo voy a soportar más».

Cuando amainaba la furia comenzaban las confidencias. «Necesito de ti para lo que tengo que hacer. Tengo un plan. Ya he abierto tratos con señores de Flandes. Quieren que me presente para proclamarme como su rey». Don Juan lo oía con temor y trataba de disuadirlo.

Inesperadamente el rey decidió nombrar General de las Galeras a Don Juan. La decisión lo desconcertó. «Se van a reír de mi, nunca he sido hombre de mar». Asumió el más aparente aire de seguridad y dominio ante los que lo felicitaron y comenzó de inmediato a organizar sus nuevas funciones. Nuevas gentes, nuevos tratos.

Sus amigos, ya numerosos, se regocijaron. El príncipe mostró su contento. «Te han hecho justicia al fin. Esperemos que a mi también me la hagan un día». Luego añadió: «Ahora es cuando vas a poder ayudarme a realizar mis planes. Todo se me va a facilitar contigo». No le fue fácil responderle. Ni podía negarse ni debía mentirle. «Todo lo que pueda lo voy a hacer con gusto. Todo lo que pueda». Se le anunciaba un difícil juego mortal. Sentía que estaba engañando al príncipe y, al mismo tiempo, lo miraba con dolorosa simpatía.

Enfermo, contrahecho, despreciado y al mismo tiempo revestido de todos los signos más altos del poder, heredero de los más grandes reinos, reverenciado exteriormente como un ser casi sobrenatural.

El príncipe sentía aquel juego de apariencias y negaciones. «Sé lo que todos piensan de mí y no se atreven a decírmelo. No creen que seré rey. Nadie es más desgraciado que yo».

Comenzó un juego de evasivas y de promesas vagas.

A solas con Don Juan se le desbordaba el resentimiento y el odio que sentía por casi todos aquellos personajes que a su vez fingían no ver nada de extraño en él. «Cuando tenga el poder acabaré con todos ellos».

El plan era simple y se lo explicaba cada vez que hablaban a solas. Con la ayuda de Don Juan reuniría los recursos para escapar a Flandes. Nombraba a grandes personajes de los Países Bajos que habían entrado a conspirar con él para proclamarlo rey tan pronto llegara. Barajaba fechas, proyectos y complicidades. Nunca quedaba contento de las promesas de Don Juan. Le parecían largas y poco precisas. «No puedo aguardar más. Tenemos que hacer todo pronto. El rey lo va a saber y estaremos perdidos».

En ocasiones se exasperaba por lo que creía falta de cumplimiento por parte de Don Juan.

Hubo un día en que fuera de si se abalanzó sobre su amigo con una daga en la mano. Este tuvo que desenvainar su espada para contenerlo. A las vociferaciones que lanzaba acudieron criados y servidores que lo contuvieron y permitieron que Don Juan pudiera salir. De boca en boca corrió la noticia por todo el Alcázar.

Don Juan trató de hacerse no encontradizo para que el rey no le fuera a preguntar sobre el suceso. Sentía que en el momento en que informara al rey estaría condenando definitivamente a Don Carlos. Pocos días después, casi sin transición, el príncipe lo llamó y comenzó a hablarle de nuevo como si nada hubiera pasado.

Aquel año el nuevo Papa Pío V había decretado un Jubileo con copiosas indulgencias. Desde el rey hasta todos los servidores de la Corte se aprestaban a ganarlas con un retiro espiritual y una confesión completa de los pecados. El rey se retiró al Escorial y el príncipe quedó en Madrid.

El 27 de diciembre por la noche fue Don Carlos al convento de San Jerónimo el Real para hacer su confesión. Le preguntó el sacerdote si sentía odio a alguien. Respondió secamente que «había alguien por quien sentía un odio mortal». Se alarmó el fraile y le negó la absolución. Airado, el príncipe hizo reunir a catorce monjes del convento de Atocha, a un padre agustino y a un religioso trinitario. Tuvo un largo debate con ellos para convencerlos de darle la absolución sin necesidad de renunciar a su odio mortal. Desesperado llegó a proponerles que le dieran la apariencia de la comunión con una hostia sin consagrar para que se pudiera creer que había cumplido con su obligación. El escándalo y la protesta de los religiosos fue todavía mayor. El Prior de Atocha se lo llevó aparte para tratar de que dijese a quién odiaba, pero no logró sacarle más sino que era una persona muy alta. A fuerza de insistirle por horas le declaró que era su propio padre, el rey. El aterrado sacerdote no le dio la absolución.

Entonces volvió a llamar a Don Juan para exigirle la pronta entrega de un salvoconducto y medios de transporte y también para que le acompañara en el viaje a Flandes. «No se pueden hacer estas cosas con tanta precipitación. Además, me ha mandado el rey que lo vaya a ver al Escorial para hablar de algunas cuestiones de las galeras. A mi regreso se hará todo lo que falta».

Había llegado para Don Juan el momento decisivo. Ya no era posible mantener aquella situación. Acompañado por dos de sus caballeros tomó el camino del Escorial. Mientras galopaba en el solitario camino pensaba en lo trágico de su propia situación. «No se puede ocultar más esta locura que va a desembocar en el crimen. La vida misma del rey puede estar en peligro». Reaparecía también en su recuerdo el rostro suplicante y doloroso de Don Carlos que le pedía ayuda. Ya entrada la noche desembocó en la cuesta donde se alzaba la obra del palacio-monasterio. Una tenue luz de luna iluminaba la traza incompleta de la parrilla de piedra.

Se dio a conocer y lo condujeron de inmediato a la pequeña alcoba del fondo, donde estaba el rey en su retiro. Lo vio entrar sin manifestar sorpresa. «¿Qué te trae, Juan?». «Es grave, señor, muy grave y muy triste, pero es mi deber decirlo todo a Vuestra Majestad». Endureció el rostro y movió la cabeza asintiendo. «Es duro y doloroso lo que tengo que decir. El príncipe está fuera de sí y se prepara a cometer una grave traición. Yo he hecho lo posible por disuadirlo, pero ya es tiempo de que intervenga Vuestra Majestad». El rey se puso de pie con las manos en la espalda, avanzó hacia un Cristo de marfil que estaba en la pared y dijo con voz serena: «Di todo lo que tengas que decir».

Don Juan habló como si se confesara. A veces el rey parecía alejarse del relato y preguntaba: «¿Cuándo ocurrió eso?», o «¿qué fue lo que dijo exactamente?». Cuando Don Juan calló se sentía exhausto. «Habrá que actuar». Se sentó con lentitud de herido. Nunca le pareció más vulnerable. «Vete a descansar».

En los días siguientes el rey llamó a sus teólogos y doctores para encerrarse con ellos en largas consultas. Don Juan no salía de sus atormentados pensamientos. Evocaba la figura del príncipe, tan doloroso, tan inerme, tan perdido en el mundo. ¿Qué iba a ocurrir ahora? Cuando se viera descubierto iba a sentir que Don Juan lo había traicionado.

Una o dos veces el rey lo llamó para pedirle precisiones sobre algún aspecto de la conspiración del príncipe. Breves conversaciones en las que Don Juan decía lo menos posible. A los pocos días el rey pareció más sereno. Había tomado sin duda su resolución definitiva. «Mañana nos vamos al Pardo». La cabalgata parecía una procesión fúnebre en torno a la litera del rey.

La primera noche en El Pardo, para su sorpresa, uno de los ayudas de cámara de Don Juan vino a avisarle que el príncipe había llegado de Madrid y que lo aguardaba en el jardín. No quiso ir a encontrarlo solo y le pidió al Prior Don Antonio de Toledo que lo acompañara.

Don Carlos estaba muy exaltado. «¿Qué pasa, Juan, qué pasa? ¿Me has traicionado acaso? Debí haber partido ayer. Todo estaba preparado. Tendré que partir mañana mismo y no puedo aguardar más. ¿Vas a venir o no?». Tuvo una sensación de piedad y de horror. Tenía todavía que continuar engañando al infeliz, ya definitivamente perdido. Sintió horror mientras decía: «Mañana iré a buscaros al Alcázar y partiremos sin más retardo».

El príncipe se alejó en la noche hacia Madrid y Don Juan se fue a la alcoba del rey para informarlo del suceso.

«Hay que proceder de inmediato. Mañana mismo regresaré a Madrid». Se quedó mirando a Don Juan que tenía la cabeza doblada sobre el pecho. «Tú no tienes por qué ir. Has hecho todo lo que debías hacer, vete tranquilo».

«No es suficiente penitencia», había dicho arrodillado ante el confesor en la capilla del convento. No le parecían bastantes las oraciones y las mortificaciones. «Me siento horriblemente culpable». Volvía ansiosamente al mismo tema. «He traicionado a mi amigo. Lo que es peor, lo he engañado despiadadamente durante semanas y semanas, le he hecho creer lo que no era, le he mentido, no soy mejor que Judas».

«Has servido a tu rey, hijo mio, y al hacerlo has servido a Dios. Has cumplido con tu deber y no tienes por qué arrepentirte. La penitencia que te impongo ha sido más por darte consuelo que por absolver pecados».

En la celda permanecía arrodillado: «Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa». Quien lo estaría juzgando ahora seria el propio Don Carlos. En la hora atroz de su desgracia debió conocer con horror que era él, su más cercano amigo, quien lo había traicionado. «¿Por qué me has puesto, Señor, en este trance horrible?».

Pronto empezaron a llegarle las noticias del increíble suceso.

Lentamente había ido completando la escena. A cada momento un nuevo detalle le llegaba. Era peor que si hubiera estado allí. En la desesperación Don Carlos debió buscarlo con la mirada entre aquellas figuras que habían irrumpido en la alcoba en la mitad de su sueño.

El rey, poco antes de la medianoche, había llamado a Ruiz Gómez, al duque de Feria, al Prior Don Antonio de Toledo y a Luis Quijada. Sereno y calmo, Don Felipe les dijo que, ante las graves denuncias que le habían llegado, había resuelto poner preso al príncipe aquella misma noche. Debieron oír con asombro, pensaba Don Juan. Y también con miedo viendo descargarse tan friamente aquel poder inmenso.

Al filo de la medianoche bajaron en silenciosa procesión al piso en que habitaba Don Carlos en el Alcázar. El rey iba de último, borrado en la oscuridad, con suave pisada de gato.

Las espadas desnudas, el paso cauteloso, bajaron por las escaleras de servicio. Delante y detrás bamboleaban entre luz y sombras las linternas, proyectando en las paredes y en el suelo siluetas en continua deformación. Delante Ruy Gómez, detrás el duque de Feria con su linterna asordinada, seguían el Prior y Quijada, luego el rey, sin luz; acompañado de dos gentiles hombres de su cámara. Los seguían doce guardias con alabardas bajo el mando de un teniente. Los hombres de guardia a la puerta de la alcoba del príncipe se pusieron de pie sorprendidos. Recibieron órdenes de abrir la puerta. El duque de Feria se adelantó en el oscuro dormitorio y tomó de la cabecera de la cama del príncipe una espada y un arcabuz.

Don Carlos despertó con sobresalto. Entre el deslumbramiento de las linternas y la oscuridad no lograba reconocer los extraños invasores. «¿Quién va?», gritó mientras trataba de incorporarse y buscar sus armas. Ruy Gómez le respondió con tono solemne: «El Consejo de Estado». Saltó de la cama y fue reconociendo los personajes. Al último que reconoció fue al rey, que se había quedado junto a la puerta con la espada en la mano.

Es a él a quien se dirige, lleno de terror y de furia: «¿Qué es esto? ¿Vuestra Majestad quiere matarme?». No parecía haber más nadie para él.

Lento respondió el rey: «No, no es eso. Quiero vuestro bien. Ya no quedaba otra cosa por hacer. Vos, mejor que nadie, sabéis por qué lo he tenido que hacer. No se os hará daño».

Mientras hablaba, los otros recogían las armas, encendían las luces y comenzaban a clavar las ventanas. Entre el ruido del martilleo volvió a alzarse la voz desgarrada que ahora parecía suplicante: «Máteme Vuestra Majestad y no me prenda, que es grande escándalo en el reino». No hubo respuesta. Volvió a impetrar: «Si no me matáis, yo me mataré». Hizo el gesto de buscar un arma entre las sábanas. Dos de los caballeros lo sujetaron.

«No haréis tal que sería cosa de locos». Había dicho la dura palabra y el príncipe la sintió como una herida: «No lo haré como loco sino como desesperanzado de que Vuestra Majestad me trate tan mal».

«Cálmese Vuestra Alteza», le dijo Ruy Gómez. «Cálmese», repitió Quijada.

Lo colocaron de nuevo en la cama y fueron saliendo, el rey el primero. Cerraron la puerta, dejaron guardias y regresaron en silencio hasta la cámara real.

No había faltado sino él en la escena, pero sentía que había sido el más presente. Todos sabrían el papel que había jugado. Lo sabía el rey, lo sabía el infeliz Don Carlos, lo sabían todos. Fue en él en el primero en quien debió pensar el príncipe al despertar en aquel espanto. Si hubiera estado allí, lo habría llamado traidor y hombre de mala fe.

No podía dormir, no podía reposar. A cada instante volvía a la escena trágica y no se le borraba el rostro de Don Carlos. «¿Qué más dijo?», le preguntó a Quijada la primera vez que le dio detalles sobre el suceso. «¿No me llegó a nombrar?».

Todo se borró en la sombra de la celda. Ahora no quedaba sino aquella imagen de Yuste. En la misma actitud en que lo vio un día para siempre, la mano temblorosa, la voz apagada. Dijo, o hubiera dicho: «Tu más alto deber es con tu rey y señor. Todo se lo debes a él y lo que hagas en su servicio lo haces también en servicio de Dios, porque es la Gracia de Dios la que designa a los reyes. Nunca nada contra el rey, nada contra el reino. No hay honra en desobedecer al rey, ni hay deshonra en servirlo».

«¿Hice bien, señor?». Hacía la pregunta y la imagen se borraba.