Cuatro

Don Luis se lo había anunciado en la noche. Se lo dijo en una forma que no era usual. «Mañana iremos de montería». Muchas veces lo había acompañado con los escuderos, caballeros vecinos, monteros y alborotadas jaurías. Se había ido haciendo suspicaz desde que había empezado aquel cambio en torno suyo. Lo que se decía no era nunca lo que hubiera habido que decir. Mucho se ocultaba en las frases ordinarias. Como un secreto que sólo él no conocía. «Mañana iremos de montería». No debía ser sólo eso. La forma de decirlo Don Luis revelaba que debía haber mucho más que lo que las palabras anunciaban.

Muy temprano se levantó. De una manera inusitada Don Luis le hizo algunas observaciones para que arreglase mejor su vestido. Cuando bajaron al patio no había el número acostumbrado de monteros y cazadores. Galarza, algunos servidores, pocos perros. No habían señores vecinos como en otras ocasiones. No hubo la acostumbrada deliberación sobre las pistas posibles sino que enfilaron seguros, al trote, hacia un rumbo preciso.

En lugar del macho pequeño le habían enjaezado un caballo. Cabalgaba al lado de Don Luis, quien casi no le habló sino que se limitó a dar algunas indicaciones de rumbo y a calcular la hora por el sol. «Deben faltar tres horas para el mediodía». Avanzaban en dirección de Valladolid. Cuando penetraron en la parte boscosa se hizo más lenta la marcha. Por momentos se detenían para reconocer el sitio y luego proseguían.

Era una marcha extrañamente silenciosa. Don Luis preguntó algunas veces por un sitio al que debían llegar a una cierta hora. El trote se convertía en paso. No se habló ni una vez de venados o de pistas, ni menos de planes de emboscada y acoso. Nadie preguntó a dónde iban pero Jeromín sentía que era por él y para él que se hacía aquel viaje. Para algo tan importante como la vez que lo trajeron a Villagarcía o que lo llevaron a Yuste. Trataba de avizorar a la distancia pero no veía sino praderas y bosques. Penetraron en una espesa arboleda. El paso se hizo más lento.

Se oyó un son de trompa y ladridos de perros. «Son gente del rey», dijo un montero. Don Luis hizo alto y se puso delante del grupo con Jeromín al lado.

«¿Qué pasa, señor?», preguntó con miedo. Aparecieron dos jinetes en el claro. Don Luis echó pie a tierra y se quitó la gorra. «Desmonta, niño». Lo hizo con torpeza, la mirada fija en los dos personajes. De pronto se dio cuenta de que el más joven era el rey. Se le cortó el aliento. Era el mismo rostro que había visto en el retrato grande de Yuste.

Quedó sorprendido Don Luis lo tomó por el brazo y lo condujo ante el jinete que había desmontado. «El rey nuestro Señor», dijo, y se arrodillaron. La atención de Jeromín se concentró en aquella apariencia simple, lenta y tan solemne. El rey le tendió la mano. Con torpeza la tomó para besarla, sintió que lo alzaba del suelo. Ahora estaba frente y casi en contacto con él. Sonreía Don Felipe. Lo atrajo con los brazos y lo estrechó. No hallaba aliento. «Al fin te conozco». El otro caballero se había acercado. «Su Excelencia el duque de Alba», le susurró Don Luis. Hizo la reverencia. Era la misma persona que había visto en el convento de Valladolid. Le pareció más imponente que el rey. Don Felipe se había apartado con Don Luis, y estaban en una lejana conversacion.

«¿No te gustaría entrar a la Iglesia?, podrías ser un gran Prelado». Era el duque que le hablaba. «No sé qué decir, señor». Volvieron a quedar en silencio. La conversación del rey y de Quijada se prolongaba. Debían hablar de él porque con frecuencia se volvían a mirarlo. El rey le entregó un papel a Quijada y caminó hacia él. Ahora estaba de nuevo junto a él y le hablaba.

«Vamos a quitarte la venda. ¿Cómo te llamas?». «Jerónimo, señor». «Es nombre de gran santo pero habrá que cambiarlo. ¿Sabes quién es tu padre?». Sintió vértigo. «Alégrate, tu padre es el Emperador, mi Señor, que también es el mío. Eres, pues, mi hermano y te reconozco por tal».

No pudo entender las palabras. No sabía qué decir o hacer. El rey lo abrazó de nuevo. Algo dijo el duque de Alba. Más tarde Don Luis tuvo que ayudarlo a reconstruir la escena. Lo que sí notó con asombro fue la reverencia que le hicieron el duque de Alba, el propio Don Luis y los personajes del séquito del rey. No se atrevió a decir nada.

Cuánto duró aquello nunca llegó a saberlo porque cada vez, de las infinitas en que revivió la escena, algo nuevo aparecía. Y lo más nuevo que aparecía era él mismo, el otro que había empezado a ser desde aquel momento.

Eran tantas las cosas que quería averiguar que el regreso se hizo corto. «¿Cómo me voy a llamar ahora?». No lo sabía Don Luis. «¿Sabía esto mi tía?». «Ya lo debe saber». Y la pregunta que más le costó hacer y que calló varias veces hasta que se le escapó: «¿Quién es entonces mi madre?».

La forma titubeante en que le respondió le dejó más dudas. «Una dama alemana…, una gran dama…, mucho la amó el Emperador…». «¿Vive?». «Vive en Bruselas…». «¿La voy a ver?». «A su tiempo, a su tiempo la conoceréis». Ya no lo tuteaba.

La entrada a Villagarcía fue distinta. Los criados, los clérigos, los escuderos, las dueñas se inclinaban para saludarlo. Cuando vio a Doña Magdalena inclinarse para saludarlo, corrió hacia ella y la apretó en sus brazos. «No, eso no, mi tía, eso no».

«Alteza». Así lo habían comenzado a llamar desde el regreso. «Alteza», los clérigos, «Alteza», las dueñas de Doña Magdalena, Doña Magdalena misma lo había llamado así al intentar hacerle la reverencia que él había impedido. Así trataban a la princesa Dona Juana y a Don Carlos.

Cuando se quedó a solas en la cama sentía una agitación de ahogo. ¿Qué era ahora? ¿Quién era? ¿Quién había sido durante todo el tiempo pasado? ¿Lo habían engañado o lo estaban engañando ahora? Todo lo que había creído ser no era cierto, todo lo que iba a ser desde ahora no lo podía imaginar. Durmió mal, con despertares de pesadilla. ¿Todo hasta entonces había sido un sueño o era un sueño lo que estaba comenzando ahora? Si lo de antes había sido mentira y lo de ahora era un sueño el despertar que tendría que llegar seria terrible. Le había dicho a Don Luis: «La cabeza me da vueltas».

Don Luis al día siguiente le dijo que el rey había ordenado, entre muchas cosas, que el tratamiento que se le debía dar no sería el de Alteza sino el de Excelencia. «¿Quiénes eran “Excelencias”?». «Muchos, los grandes señores, los altos funcionarios y ministros, los Embajadores de los reyes». «Entonces soy y no soy un príncipe». Menos que Don Carlos, menos que Doña Juana y, sin embargo, era el hijo del Emperador y el hermano del rey. Pero de otro modo.

«Para vos sigo siendo el mismo», le había dicho a Don Luis cuando éste le mostró la lista de los caballeros que iban a formar su casa en la Corte. El rey había anotado cuidadosamente todos los cargos y los nombres:

«Ayo y Jefe de su Casa, Don Luis Quijada; Mayordomo Mayor, el conde de Priego; Caballerizo Mayor, Don Luis de Córdoba; Sumiller de Corps, Don Rodrigo Benavides, hermano del conde de Santisteban; Mayordomo Particular, Don Rodrigo de Mendoza, Señor de Lodos; Gentiles Hombres de Cámara, Don Juan de Guzmán, Don Pedro Zapata de Córdoba y Don José de Acuña; Secretario, Juan de Quiroga; Ayudas de Cámara, Jorge de Lima y Juan de Toro; Capitán de su Guardia, Don Luis Carrillo, Primogénito del conde de Priego, con todos los demás asistentes, criados y guardias».

Casi todos eran desconocidos para él. Desde allí en adelante se iba a mover entre toda esa gente extraña. Era un nuevo orden de cosas y relaciones. Gente extraña y ceremoniosa que lo iba a rodear todo el tiempo. Era como ponerse a vivir de nuevo en una ceremonia complicada y nunca aprendida.

¿Qué era un Sumiller Mayor y un Gentil Hombre de Cámara? No sabría a quién llamar, si al Secretario, o al Mayordomo, o al Sumiller. Se reirían de su ignorancia. Junto a él todo el tiempo, sin dejarlo un momento, con reverencia y precedencias. A quién llamar primero para qué. Cómo poner el orden de la casa. «De eso me encargaré yo y el Mayordomo. Todo será fácil», le dijo Don Luis. «¿Vivirán ustedes conmigo?». «Sí, por lo menos por un tiempo, mientras Vuestra Excelencia lo crea conveniente». Le había dicho «Excelencia», a él, a Jeromín. Protestó. «Tiene que ser así y Vuestra Excelencia tiene que acostumbrarse».

El Rey de Espadas de la baraja lo amenazaba: «Te voy a cortar la cabeza por atrevido». O se veía ante el rey Felipe, que le decía con voz dura: «Todo ha sido una equivocación. ¿Quién has creído que eres?». Los bufones se acercaban a hacerle mofa. «Cómo te atreves a entrar aquí, eres un labriego, apestas a bosta».

Podría huir. Irse de nuevo a Leganés a esconderse en la casa de Ana de Medina. Lo irían a buscar los guardias y lo traerían a rastras. Tendría que aprender a usar otras ropas, otra habla. Cada gesto podía ser motivo de burla.

Pero era el hijo del Emperador. La sangre del rey era también la suya. Con esa sangre debía venir un aliento. No era él sólo quien iba a aparecer de pronto ante los señores de la Corte, sino la sangre y el ánima que le había dado la Majestad Imperial. Dentro de él, de alguna manera, debía estar insuflada aquella naturaleza y ella debía brotar espontáneamente según se fueran presentando las ocasiones. Él no tendría sino que abandonarse a la fuerza de esos dones que eran suyos.

Había oído a los teólogos hablar de reengendrar y recriar. En algunas vidas, como en la del mismo Cristo, se podía producir un nuevo nacimiento. Un nuevo nacer con otra personalidad después de la muerte de la personalidad anterior.

Jeromín había muerto. Nadie más lo iba a llamar así más nunca.

Había nacido otro, casi lo sentía bullir dentro de su cuerpo. Al salir el sol de la nueva mañana todos lo iban a ver como lo que era y había sido siempre sin saberlo.

Tendría espada, arnés de parada, escudo, el Toisón al cuello, pluma blanca sobre la toca, deslumbrantes trajes de finas sedas y terciopelos y un caballo espléndido para encabezar desfiles entre el vocerio de las muchedumbres.

Pero no tenía nombre. «¿Cómo me voy a llamar?». «El rey lo decidirá oportunamente», le había dicho Don Luis. «¿No va a quedar nada de lo que he sido, de lo que he creído ser hasta ahora?».

De Villagarcía a Valladolid fue como un viaje nuevo nunca hecho antes. Al día siguiente la visita al palacio. Todo era prisa, tropiezo, desacomodo, ansiedad. Habituarse a los caballeros de su casa. El trato, el cómo, la ocasión de cada quien. A su lado Don Luis lo dirigía como un trujamán de retablo. El vestir con aquellas ropas insólitas y tiesas, la gorguera, la capa, la toca, la pluma y la espada. No enredarse con ella, no dejarla suelta, saber poner la mano sobre la empuñadura. La gorguera apretaba, el jubón resultaba grande. Todos aquellos gentiles hombres de su casa se movían con soltura y agilidad en sus aparatosas vestimentas. Por más que Don Luis le había explicado y hasta ensayado, la llegada al palacio fue aterradora. El trayecto en carruaje, Don Luis al lado, los caballeros de servicio en escolta montada. La entrada entre los alabarderos que hacían el zaguanete. La organización del grupo para la entrada. Las grandes puertas y más tapices en las paredes de los que nunca vislumbró en Yuste. Presentaciones, reverencias, Don Luis al lado susurrándole nombres. Saludos rápidos y torpes, hasta desembocar en el salón donde estaba el rey. Fue a él casi al único que vio. Al lado el príncipe Don Carlos, desmedrado, cabezón, pálido, que lo veía fijamente. Aquella joven señora junto al príncipe era la que lo había saludado en el Auto de Fe, la princesa Doña Juana. La única sonrisa. Entre el grupo de los grandes el duque de Alba, que parecía estar solo sin contacto con los demás. El rey se adelantó y le tendió los brazos, lo estrechó y luego habló a los demás. «Señores, os presento a mi hermano», y luego pronunció aquel nombre, «Don Juan de Austria». Mucho tiempo, casi todo el resto de su vida, le tomó tratar de comprender aquel momento. ¿Quién era Don Juan de Austria? No se sentía él mismo, era otro quien debía estar allí, se puso las manos en el pecho como para sentirse. Lo abrazó Don Carlos, Doña Juana lo besó y lo retuvo para mirarlo mejor: «Tenemos el mismo nombre». Terminados los saludos se alzó la voz del escribano que leía, como salmodia de misa, el acuerdo de la Orden del Toisón de Oro que lo proclamaba caballero. El rey le puso el collar. Los eslabones de oro, el corderito doblado, el tintineo del metal. Se fueron acercando para hacerle homenaje y volvió a oír aquellos nombres que tantas veces había oído mencionar a Don Luis. Duques, marqueses, condes, títulos que había oído en los romances de caballería. Iban desfilando ante él, apenas oía un nombre cuando aparecía otro rostro y otro nombre. Inclinaba la cabeza y procuraba sonreír.

Aquel cortesano sonriente, tan cuidado de su persona, era el príncipe de Éboli, Ruy Gómez, Mayordomo del rey. Esposo de aquella llamativa mujer con un ojo tapado con un parche negro. Aquel sacerdote de cabello blanco, que los señores saludaban con respeto, era Gonzalo Pérez, secretario de Su Majestad.

Entre tantas figuras y nombres se sentía confundido. Allí estaban mansos y quietos aquellos personajes de quienes tanto había oído. Mirándolos de cerca por primera vez, oyendo sus voces. El duque de Alba. Aquél era y no era Ruy Gómez, del que tanto había oído hablar en Villagarcia. Doña Ana, princesa de Éboli, una Mendoza altanera, bella y extraña, con aquel ojo tapado de matachín, que era imposible no estarlo viendo todo el tiempo. Otros nombres que le sonaron ajenos, el viejo marqués de Mondéjar, el De los Vélez, el Comendador Requesens, el marqués de Santa Cruz, con sus ojos astutos y su barba canosa en punta.

Y, sobre todo, había aquella cabeza, la que tenía el rey, la que aparecía repetida tantas veces en los retratos que había visto en Yuste. Triangular, con la larga quijada caída y el labio colgante. La del Emperador. La que ahora le veía de cerca al rey. Más joven, más móvil. La que llevaba con tanta gracia la princesa Doña Juana y la que parecía una máscara en Don Carlos, el príncipe. Más o menos acentuada estaba en todas aquellas cabezas de los príncipes vivos y los retratos muertos. Mucho más tarde las vio repetidas con obsesión en aquel retrato de la familia del Emperador Maximiliano reproducida en todas las posiciones. Esa misma cabeza que desde entonces él se puso a buscar en todos los espejos sobre sus propios hombros. ¿La tenía o no la tenía?

No supo cuánto duró aquello, porque al regreso a la casa con sus «tíos», que ya no querían ser llamados así, estuvo volviendo y volviendo sobre todos los detalles de lo que había ocurrido. ¿Por qué Juan? Fueron más las cosas que le dijeron que las que podía retener. Los reyes antiguos que se habían llamado Juan. El príncipe hijo de Don Fernando y Doña Isabel que iba a heredar todas las coronas de España y al que la muerte se lo llevó antes. Don Juan. Don Juan de Austria. ¿Cómo tendría que ser Don Juan de Austria?

Tuvo que cuidar su manera de hablar, ensayar otros gestos, irse haciendo a una nueva situación desconocida. A veces se franqueaba con el único ser con quien podía hacerlo. «Tía, me siento como si estuviera haciendo un papel en una comedia. Ayúdame a hacerlo bien». «No es ningún papel, es vuestro verdadero ser». ¿Era su verdadero ser o era un simulador? Como si se hubiera disfrazado o como si hubiera estado disfrazado toda la vida. Nunca sabía si lo estaba haciendo bien, si aquellos que lo rodeaban respetuosos no se estaban burlando dentro de si mismos de sus pifias y desaciertos. Si no era el vergonzoso en palacio de la conseja.

¿Era a la derecha o a la izquierda, a un paso o dos pasos detrás del príncipe y de Doña Juana, era delante de Alejandro Farnesio? Había que aprender todo el arte de los saludos, las sonrisas y las reverencias, y el difícil juego de azar de los tratamientos: Vuestra Excelencia, Vuestra Señoría, Vuestra Merced, a quiénes se tuteaba y a quiénes no. Qué hacer con las manos y con la espada. Escrutar todo el tiempo la expresión de Luis Quijada para saber si lo estaba haciendo bien.

Desde el primer momento hubo los que lo trataban de «Alteza», que fueron muchos, y los pocos que se limitaban al «Excelencia», que había ordenado el rey. «Excelencia», le decía el duque de Alba y también Ruy Gómez. Don Carlos y la princesa Juana le decían «Juan, tú». Muy frío y ceremonioso, el secretario Pérez le decía «Excelencia», y el viejo marqués de Mondéjar lo decía casi con desprecio. Aquel tratamiento inseguro y cambiante lo perturbaba. «Vuestra Alteza», cuando lo oía algo se le agitaba por dentro. «Su Alteza». «¿Mi Alteza?».

Eran grados, tonalidades, actitudes, matices que le costaba trabajo distinguir al principio, pero que estaban llenos de significaciones y sobreentendidos que sólo más tarde pudo ir conociendo. En cada sucesiva visita al palacio le parecía descubrir cosas nuevas en aquellos cortesanos que se movían como los autómatas de los relojes de Juanelo.

Con Don Carlos la relación fue difícil y cambiante. No se sabía nunca en qué tono estaba hasta que comenzaba a hablar. Las más de las veces despectivo y soberbio, otras curioso y sonriente, pero siempre con violentos cambios de actitud. Soltaba improperios y burlas, con aquella voz chillona y la mirada torcida. Había que estar a la defensiva. Tal vez eso mismo lo hizo acercarse más a Alejandro Farnesio, que tampoco se sentía cómodo junto al príncipe.

Se hablaba de la próxima boda del rey con la Princesa Doña Isabel de Valois, hija del rey de Francia. «Es bella, sabes. Vi su retrato cuando se habló de que me podía casar con ella. Ahora se casa con el rey, mi padre». Desmirriado, inseguro, vacilante, con fáciles arrebatos de furia, no había paz con él. Con Farnesio se cruzaba miradas de angustia ante las salidas del príncipe.

Antes de la boda se iban a celebrar Cortes en Toledo para jurar al príncipe. «Por fin lo van a hacer. Han tardado bastante. No todo el mundo me quiere. ¿Lo sabías, Juan?». A veces, en la conversación, se le escapaba decir: «Cuando yo sea rey», pero de inmediato se detenía como asustado y añadía: «Si es que me dejan serlo algún día».

El traslado de la Corte a Toledo fue su primera experiencia de aquel complicado y aparatoso desplazamiento de coches, jinetes, literas con pajes, alabarderos, acémilas de carga, carros de bueyes y estandartes. Los pueblos enteros se vaciaban en el camino para ver pasar al rey que, desde su silla de manos, movía aquella cabeza inexpresiva hacia las gentes arrodilladas.

Poco antes había llegado la noticia de que el rey de Francia, Enrique II, en un torneo para celebrar la boda de su hija había sido herido en un ojo por la lanza de su contrincante y después de una corta y horrible agonía había muerto. Se pasaba la noticia en voz baja. «No es de buen agñero».

Desde el borde del Tajo vio la ciudad entera en su colina, empinada en sus piedras grises y en sus ladrillos sangrientos hasta las cuatro torres del Alcázar. Las murallas la orlaban con su crestería hostil. Se oían campanas. Los ojos subían hacia las nubes grises. Entre las nubes debían estar los Santos y las Divinas Personas de la Gloria.

Cuando el desfile entró al puente, Don Juan se irguió en su caballo para desafiar las miradas.

Días después hubo que prepararse para recibir a la reina Isabel. Por el desfiladero donde «mala la ovisteis, franceses» venía la niña reina a su desconocido reino. El rey salió a encontrarla en el camino. En su hacanea ligera la risueña joven, bajo un parasol de seda, rodeada de damas y caballeros, era una fiesta del color. Frente a ellos el séquito oscuro de Don Felipe. El duque de Alba, quien había representado al rey en la boda lejana, hizo la teatral ceremonia de la entrega. «Junto a ella el rey se ve más viejo», dijo Don Carlos.

De allí en adelante todo fue fiestas. Por la afinidad de los años y los gustos se formó en torno a la reina un grupo juvenil que alborotó con sus juegos, invenciones y risas la tiesa etiqueta habitual. Estaban junto a ella continuamente Doña Juana, el príncipe Don Carlos, Farnesio y Don Juan. En el Alcázar de Toledo todo fue risas y contento, hasta que la reina enfermó de viruelas y hubo que hacer una tregua. «Ha sido un golpe maestro de Su Majestad», le explicaba Don Luis. «Se asegura la paz con Francia y queda con las manos libres para arreglar las cuestiones de Flandes y para enfrentar al Turco». Era aquél el juego que Don Juan tenía que aprender. El difícil y confuso juego de esquinas de España con Francia, con Inglaterra, con los protestantes alemanes y con el Turco. Como piezas de ajedrez, castillos y caballos estaban listos para iniciar movimientos inesperados. La política consistía en neutralizar a unos para derrotar a otros. No se sabía nunca qué ocultas alianzas podían estarse haciendo en todo momento y no se estaba seguro de contar con nadie.

Poco después se instalaron las Cortes de Castilla en la catedral. Se iba a jurar al príncipe Don Carlos como heredero del trono.

En medio de la gran ceremonia, en el vasto estrado que ocupaban las reales personas y los Procuradores, Don Carlos iba a ser reconocido solemnemente, ante Dios y su pueblo, como heredero del rey. Las inmensas capas y mitras de los arzobispos marcaban el espacio ante las sillas en las que se pusieron Don Felipe, la princesa Juana, Don Carlos, los altos dignatarios y señores, los heraldos y los reyes de armas. Y él, Don Juan de Austria, que en muchas maneras también estaba siendo reconocido y jurado en aquella lenta ceremonia. Una gran ausencia que todos no podían dejar de sentir era la del Cardenal Arzobispo Carranza, que a esa misma hora estaba encerrado en un calabozo de la Inquisición. La poderosa ausencia de Carranza y la borrosa presencia de Don Carlos llenaban el cavernoso espacio ceremonial.

Flaco, inseguro, preso dentro de si mismo, el príncipe parecía no llenar su sitio. Estaba como en hueco. Cuando las palabras del juramento comenzaron, después de los salmos y los trenos del órgano, parecían no ser a él a quien se dirigían. Don Juan sintió que su presencia hacía un contraste ingrato con el patético heredero. Las palabras volaban. «Oíd, oíd, la escritura que aquí os será leída del juramento y pleito, homenaje y fidelidad…, al Serenísimo y muy esclarecido príncipe Don Carlos, hijo primogénito de Su Majestad, como príncipe de estos reinos durante los largos y bienaventurados días de Su Majestad y después por rey y señor natural propietario de ellos». Juró la princesa, luego el viejo marqués de Mondéjar que subió al altar con su pesado y lento paso. Luego lo habían llamado a él, el «Ilustrísimo Don Juan de Austria». Con sus atuendos coloridos parecía un gallo de pelea. Luego siguieron largos y espaciosos los juramentos de señores y prelados.

Don Carlos torcía la cabeza y desplegaba la mirada con recelo.

La Corte se iba a establecer en Madrid. Los que la conocían hablaban con menosprecio de aquel amontonamiento de casas bajas y de calles torcidas en torno de un viejo Alcázar remendado. En sus días de Leganés se había asomado a ella, con asombro de niño campesino, para acompañar al maestro Massys en alguna compra.

No se alojaría en el palacio, como los príncipes de la sangre, sino en una casa con sus «tíos». Fue allí donde comenzó realmente su educación cortesana. La diaria rutina de las visitas, los corrillos y las noticias susurradas. Poco a poco fue reconociendo los espacios y los grupos humanos, las personalidades y las funciones. El enjambre humano que revoloteaba en torno al rey que permanecía metido en su cámara leyendo papeles y escribiendo menudas notas con su pareja letra de escribano.

Se iba haciendo conocido de los cortesanos y se familiarizaba con las gentes y los recintos. Había una correspondencia entre grupos y espacios. Los más jóvenes se reunían en la antecámara de la reina. También allí se encontraba la princesa Doña Juana y el príncipe. Alejandro Farnesio siempre iba a su lado. Al rey se le veía poco.

No era solamente lo que veía sino lo que llegaba a sospechar o adivinar al través del entrecruzar constante de noticias y confidencias. Había gente locuaz que formaba corrillos. Había las damas nobles que acompañaban a la reina y a la princesa. Los comentarios pasaban de grupo en grupo y al pasar se deformaban y cambiaban.

«No ha tocado a la reina en todo este tiempo. Hay que esperar para consumar el matrimonio». La reina juvenil jugaba a las cartas y a las muñecas, se probaba trajes y adornos. Don Juan era acogido con simpatía. Se pasaba de los juegos de invenciones a los disfraces y a las charadas. Era de las pocas veces en que se veía reír al príncipe. Los más jóvenes eran la reina y Don Juan.

Se acercó a los señores y a las damas, pero al mismo tiempo comenzó a advertir que había otro mundo oculto en el que resultaban sorprendentemente distintas las mismas personas que creía conocer.

Un juego de intrigas se escondía debajo de las apariencias normales. Había un tejido de amores ocultos. Los sitios imaginarios o reales de encuentros clandestinos resultaban ser los menos pensables. El huerto de un convento, el taller de un artesano, el pesado armatoste de un coche detenido en la sombra, la casa de una pariente. Los hijos no siempre eran de sus padres legítimos. Se sabía con toda clase de precisiones quién era el padre del último hijo de esta o aquella dama. Lo sabían todos menos el orgulloso personaje de su marido. Se hablaba también del rey y de sus aventuras galantes. Se nombraba la dama que ahora gozaba de su preferencia.

«Todo el mundo lo sabe, desde que se casó no ha tocado a la reina, no ha pasado una sola noche con ella». Los comentarios se disparaban. Los Embajadores recogían ávidamente las informaciones. En las distantes capitales los príncipes se divertían con aquellas picantes noticias.

Había quienes acusaban y quienes defendían. «Es todavía una niña, no le han venido sus reglas, sus “besognes”, como dicen los franceses». «No es eso, el rey la ha encontrado sosa y pesada».

A ratos cruzaba sólido, refugiado en su sotana, con aire concentrado, Gonzalo Pérez. «El hombre más poderoso del reino». Había sido secretario de Don Felipe desde cuando era príncipe y lo había sido también del Emperador. Nadie conocía tanto los secretos de la Corte y del poder.

Don Juan lo miraba con sincera curiosidad. Debía saber todo del Emperador. Había sido testigo y parte de los grandes acontecimientos. ¿Cuántas cosas podría preguntarle? No era fácil acercársele y plantar conversación con él. Siempre iba de prisa y metido en algo. «Mientras viva será el secretario del rey y ya tiene preparado a su sobrino Antonio para sucederle». «¿Sobrino? Por allí me las den todas. Un hijo, un hijo sacrílego». Había quién sabía más. «No señor, no es eso. Es sabido que de quien es hijo el famoso sobrino es deRuy Gómez». «¿Del príncipe de Éboli?». «Del mismo. Véale Vuestra Merced la catadura. En nada se parece a Gonzalo Pérez, es el vivo retrato de Ruy Gómez».

Don Juan lo había tratado. Era abierto, expansivo, gracioso y alardeaba de sus refinamientos y su cultura. En la conversación soltaba términos en italiano, en francés y en latín. Nadie se vestía con más lujo y rebuscamiento. Lo cubría un halo de penetrantes perfumes. Soltaba aforismos con tono juguetón.

Desde que lo encontró la primera vez sintió fascinación por aquel ser tan extraño, tan atractivo, tan misterioso.

«Lo que importa y es difícil es parecer joven de aspecto y tener toda la experiencia de los viejos. Aquí donde Vuestra Alteza me ve tengo ya cuarenta años de conocer la Corte. Es como si los reyes cambiaran y yo permaneciera. Mi tío, Gonzalo Pérez, lleva cuarenta ados de servir en los más altos y reservados destinos al Emperador y al rey Don Felipe. Desde los comuneros, desde el señor de Chievres, toda la historia de la Corte está en él. Yo la he vivido en él. No vida imaginaria sino real y profunda. Él me la ha transmitido desde que era niño. Me ha dicho a veces: “Te necesito para que puedas vengarme”».

Citaba algún verso latino.

«Hay que creer en el destino. Los romanos fueron grandes políticos porque creían en él. Yo siento cómo me lleva de su mano, pero sin que yo me deje arrastrar porque siempre voy con los ojos abiertos. Sé dónde me hallo, cómo entrar y cómo salir. Mi divisa es el minotauro en medio del laberinto: “Silentio et Spe”».

Lo miraba moverse con segura soltura entre las mujeres. Las jóvenes, las maduras, las viejas sentían su sutil atracción. Conocía el arte de hablarles. Sabía embelesarlas con un juego de palabras incitantes: «La victoria del amor, en rendir el ánimo y voluntad consiste, que todo lo demás no es sino trofeos y despojos de la victoria. O, si más cuadrare, posesión de lo vencido. No ofendan de que las trate de tiranas de almas, que no se contentan con que les rindan vasallaje los cuerpos, a que tienen derecho, sino que le quieren también de las almas y aun la adoración como ídolos».

Sentía gusto y curiosidad al acercársele e inquietud de lo desconocido. ¿Quién era aquel ser y qué había oculto en el fondo de él? Tan voluble como su lengua debía ser su pensamiento. Tan inasible y tornadizo. Era como contemplar a un maestro de esgrima hacer paradas, fintas y acometidas. Jugaba con las palabras y las actitudes, y parecía cambiar a cada instante de expresión y de tono. No se sabía si hablaba en serio. Tenía algo de hechizero, con sus perfumes, sus pociones, sus secretos. Bastaba que apareciera para que se creara otro ambiente. Gastaba y regalaba con abundancia y se le suponía muy poderoso. «Va a serlo mucho más cuando muera el tío». El rey mismo parecía sentir una predilección por él. «Lo prefiere a sus bufones», decían los malquerientes.

Era la segunda vez que nacía del fuego. La otra había ocurrido, años antes, en Villagarcía.

Lo despertaron en la alta madrugada de otoño. Sus hombres de servicio lo sacaron de la alcoba a medio vestir. La casa estaba llena de humo, olía a chamusquina y estallaba el crepitar de la llamarada por todos lados. Ardían los cortinajes, los tapices, las maderas pulidas. Doña Magdalena, Don Luis, los caballeros de su casa, las criadas corrieron hacia la calle. Se fue espesando el grupo de los vecinos asustados. La casa desde afuera parecía una visión de infierno, por las ventanas salían llamaradas y torrentes de humo negro. «Nada se va a salvar», gemía Doña Magdalena.

Tal vez era necesario que todo pereciera para empezar de nuevo. Sus gentes mostraban los pocos objetos y ropas que habían logrado rescatar. El crucifijo chamuscado que había estado en su cabecera desde Villagarcía. «Don Luis, su crucifijo. El fuego lo ha respetado dos veces». Lo besó y lo dio a besar.

Los vecinos abrieron paso respetuosamente a un grupo de señores que se acercaba. Era Ruy Gómez en persona que llegaba acompañado de la princesa de Éboli y de algunos familiares.

Con muy afectuoso interés se informaron de lo sucedido y dijeron su pesar. Nadie estaba herido. «Será un gran honor para nosotros que vengan para nuestra casa». Hubo protestas de cortesía. «Nada de eso, nuestra casa es grande y no van a incomodar a nadie».

Era la princesa la que lo decía, muy solícita, sosteniendo a Doña Magdalena por el brazo. Al resplandor de la fogarada la observaba Don Juan. Se encendía y se apagaba al reflejo de las llamas como si revistiera sucesivos antifaces de colores. El parche negro era como un gran ojo que miraba hacia adentro.

Estuvieron largo rato viendo arder la casa. Los vecinos traían cubos de agua que arrojaban sobre el incendio. Al calor del fuego se unía el olor acre del trapo quemado.

Ya en la casa de los príncipes fue larga y accidentada la improvisación de la primera noche. Acomodar habitaciones, preparar camas, prestar ropa de dormir, hacer comentarios y burlas sobre las incomodidades y las situaciones extrañas. Fue una aproximación brusca y completa de gentes extrañas.

La princesa tomó el comando de las operaciones de instalación. «Calla tú, Ruy, que no sabes de estas cosas». Ofrecía bebidas y mantas y traía ropa suya para Doña Magdalena. El más sereno y conforme era Don Luis. El más divertido con la circunstancia, Ruy Gómez.

Ahora los podía ver de cerca. La princesa era inquieta, agitada, dicharachera. Reía con facilidad de lo que había ocurrido y de sus propias frases. «Una debería estar preparada para estas cosas. Desde que la Corte se vino a Madrid no ha habido sino incendios. Son las casas nuevas y el desacomodo de las gentes en ellas. Se olvida una vela encendida, se vuelca un candil y hay también mucha mala voluntad oculta. ¿Saben lo que pasó con una criada morisca en la casa de mis primos? La incendió de propósito».

Con el día siguiente comenzó en su plenitud la nueva circunstancia. Era una extensa vivienda, llena de cuartos, pasadizos y escaleras en la que varias casas estaban entrelazadas por puertas y crujías. Había comenzado un nuevo tiempo.

El primer contraste que se le hizo patente fue el de Don Luis con Ruy Gómez. Todo lo que en Don Luis era prudencia y paso de mula segura, callar y ver, palabras pocas y precisas, era ligereza y finura en Ruy Gómez. Nunca había visto tan de cerca a un hombre como aquél. Era el cortesano. Más tarde cuando leyó a Castiglione lo pudo comprender mejor. Revelaba vida interior, era preciso e ingenioso en la palabra, hacía observaciones penetrantes y tenía una manera de sonreír que podía ser al mismo tiempo benévola y burlona. Oía y podía irse de la conversación sin que aparentara perder interés. Cuando la charla se desbordaba en afirmaciones superficiales le bastaba una palabra, un guiño de la mirada, un gesto de la boca, para llevar las cosas a otro punto.

Todos sabían su astuta influencia sobre el rey, pero él lo aparentaba poco. Daba una impresión de seguridad difícil y diestra.

El contraste entre Doña Magdalena y la princesa de Éboli era todavía más grande. Todo lo que era comedimiento y mesura en su «tía», era ímpetu, afluencia palabrera, cambios de voz, inquietud constante. Hablaba con las palabras, atropelladamente, pero también con las manos, los gestos y hasta los silencios. Negaba y afirmaba con vehemencia. «Eso no es así». Calificaba con motes graciosos y disparatados a los más graves personajes, imitaba modos de hablar y de andar, irrumpía en risa sin motivo aparente. «Han visto ustedes mamarracho semejante». Hablaba de un gran señor o de una dama de la reina.

Lucía atractiva, a pesar de sus muchos partos. Cuerpo menudo, talle delgado, bellas manos volanderas, hermosas facciones, boca voluntariosa y aquel ojo izquierdo que se movía solo y como suelto en el aire. Y el parche negro que le daba aquel toque de extrañeza y hasta de maleficio a su presencia.

¿Qué ocultaba con el parche? Era la pregunta que todos se hacían. «Es tuerta. Le vaciaron un ojo de niña». «No. Es bizca, mete un ojo y prefiere tapárselo para que no se lo vean». «Tiene una nube». Una mancha lechosa de ópalo, de cristal turbio, de madreperla, de luna velada. Era la Excelentísima Señora princesa de Éboli, Ana de Mendoza y de la Cerda, la esposa de «Rey». Gómez, la dama de la reina, señora de tierras y castillos, de vasallos y siervos. A espaldas de ella eran todas las cosas imaginables: la amante del rey, la «tuerta», la ambiciosa, la descocada e intrigante.

El otro personaje al que pudo entonces conocer de cerca fue a aquel Antonio Pérez que podía ser todo y que no parecía ser nada. Le llevaba siete años, en la edad en que esa diferencia puede contar mucho. No era un paje, sino un caballero de la Corte. Ayudaba en todo a Gonzalo Pérez. Cuando se decía delante de ella que era hijo del poderoso clérigo, la princesa de Éboli sonreía con descarada picardía. «Ruy Gómez es para mí otro padre».

Parecía un cortesano italiano por lo rebuscado del vestir y de las maneras. Se movía teatralmente, exageraba los gestos, metía en la conversación palabras en francés, italiano y hasta en latín para asombrar interlocutores lerdos. Cuando hablaba de otros países parecía asumir papeles distintos. Acompañaba la palabra con gestos amanerados, algo de impudentemente femenino asomaba en sus actitudes. «Tiene cosas que no parecen de hombre». En el apagado vocerío del rumor lo llamaban «el Pimpollo». El aura de la cercanía al rey cubría todas esas incongruencias.

De los más altos personajes hablaba con atrevido desenfado. «El rey dice…». «El Cardenal tiene una manía». «Este Papa tiene dos sobrinos que van a dar mucho que hacer». «Gonzalo Pérez me ha dicho que todo el que se acerca a un rey es sospechoso». «Aprendí latín con Nunio en Lovaina, Mureto y Sigonio en Venecia».

Era notorio su atractivo para las mujeres. Pasaba de una a otra con soltura y a todas decía cosas gratas o atrevidas. «No hay leona más fiera, ni fiera más cruel, que una linda dama». Las tomaba de las manos y decía golosamente: «Manos para ser lamidas y besadas». O soltaba entre hombres: «Sin amores no sé vivir, que soy como las putas».

A través de él comenzó a mirar otra Corte que era diferente de la que hasta entonces había creído conocer. Hablaba con atrevido desparpajo como si lo enseñara a ver por debajo de las apariencias lo que era menos atractivo y laudable que lo que se veía por encima. «Sonrisas de reyes cortan más que filos de espadas afiladas». «La lengua es lo más engañoso, pues del aire forma el engaño». «Los privados de los reyes tienen que ser grandes hechiceros».

Había que irse a Alcalá de Henares. El príncipe se había marchado pocos días antes. Farnesio y él irían a acompañarlo para realizar estudios y disfrutar del clima sano.

Don Juan fue a vivir con Don Carlos en el cerrado y cavernoso palacio que había construido el Cardenal Cisneros. Piedra gris labrada, rejas de hierro retorcido, claustros, patios, altas salas, corredores, pasadizos, escaleras y alcobas oscuras. Alejandro Farnesio tuvo otro alojamiento.

Honorato Juan, fraile y maestro de filosofía, iba a dirigirlos en los estudios. Fue grande el séquito; cada quien con su casa y servicio. Don García de Toledo y Luis Quijada llevaban la autoridad y representación del rey. En días sucesivos vinieron el rector, los maestrescuelas, los profesores con sus altos cuellos y sus boinas de raso, las autoridades locales, los vecinos notables y la chusma curiosa de estudiantes, capigorrones, medio pícaros y medio ascetas, que llenaban las aulas y formaban grescas en las calles.

Se había despedido de los Éboli con efusión. «Yo no sé sino decir tú», le había dicho la princesa, «a veces hasta al rey». «Serás Juan, tú». Azorado, le respondió apenas: «¿Y yo?». «Tonto, tú también», para añadir incitante y cambiante: «Depende de las horas y las circunstancias».

Con la princesa había entrado al mundo de las mujeres, con su fácil manera de tratar a los hombres, de jugar con ellos, para atraerlos o repelerlos, en un juego de animal de presa. Provocativa, desdeñosa, con aquel ojo oculto, se aniñaba a ratos en los juegos y chácharas con las jóvenes de su casa. Algunas muy bellas, como aquella sobrina Maria de Mendoza, que tanto se le parecía en mejor. Con su ojo izquierdo desnudo y viviente como un pez de oro. Donde estaba ella era a ella a quien había que ver. No había lugar para otra cosa. El príncipe de Éboli, Antonio Pérez, los amigos y servidores cercanos no giraban sino alrededor de ella. «No te me vas a escapar, Juan; no lo olvides».

No la olvidaba. Ahora en Alcalá pensaba más en ella y volvía a su invisible presencia más que cuando estaba en su casa de Madrid. En los sueños fiebrosos de la adolescencia era con ella con quien se encontraba en un lecho imposible. Siempre se interrumpía aquel sueño cuando intentaba levantarle el oscuro parche. «No, eso no». Era el despertar.

Todo estaba regulado minuciosamente en Alcalá. Apenas levantados venía a unírseles Farnesio. La oración, la misa, el desayuno y, luego, el desfile de los maestros. Latín, filosofía, historia, composición. La imaginación se ausentaba del gangoso parlamento. «¿Me siguen Vuestras Altezas?». Regresaban al tema a trechos. Después venían la comida, los paseos, las visitas y, en todo momento, las intimas confidencias y las esperanzas.

No era fácil la relación con Don Carlos; cambiaba de tono y actitud continuamente, se le prensaba aquella vena en la frente, palidecía y apretaba los labios. Parecía un animal salvaje al acecho. Amenazaba, estallaba en gritos o entraba en un monólogo deshilvanado en el que anunciaba cosas absurdas que se proponía hacer.

«Yo seré rey, ¿pero cuándo? El rey mi padre era gobernador de Flandes y duque de Milán; a mí no se me ha dado nada. Tú, Alejandro, serás duque de Parma y comandante de ejércitos; y tú, Juan…». Se quedaba en suspenso. «Lo que tienes que ser, hombre de Iglesia, cardenal seguramente. Era lo que quería el Emperador y lo que te corresponde». Don Juan replicaba con firmeza: «No lo seré. No tengo ninguna vocación para eso. Lo que voy a ser es un guerrero; eso y no otra cosa».

Se hablaba también de mujeres. Las pocas que veían en Alcalá o las que habían conocido en Madrid. Don Carlos cortaba seco: «Hay que llegar puro al matrimonio». Don Juan y Farnesio reían. «Ya hay propuestas de varios matrimonios para mí». El príncipe enumeraba algunas de las candidatas. Lo hacia con arrogancia. Una princesa francesa, hermana de la reina, su madrastra. «He visto su retrato». Describía golosamente a la princesa que los otros rehacían en su imaginación. También había la reina María Estuardo, la escocesa, viuda reciente del rey de Francia. «Tiene fama de bella, pero es mayor que Vuestra Alteza». «Eso es nada. ¿Sabéis con quién también se piensa casarme? Nada menos que con mi tía, la princesa Doña Juana». La princesa Juana era su tía y podía ser su madre. Farnesio visualizaba aquel enlance, aquella escena de lecho inaudita, el desmedrado príncipe en los brazos robustos de su tía, que le doblaba en años. Había también otras, pero de hablar de ellas se desviaban a las picardías oídas de mujeres de la Corte y de la Ciudad. De las mujeres y las hijas de criados, de las entrevistas en calles y ceremonias. No faltaba el celestino. Había también las casas de putas de Alcalá que frecuentaban los estudiantes, pero sería un escándalo que alguno de ellos se atreviera a entrar en ellas.

Las horas más gratas eran las de salir al campo, de montar a caballo, de hacer ejercicios de armas. Allí Don Carlos se rezagaba resentido. Hacía mofa de la destreza de los otros. Las más aburridas eran las horas de clases. Entraba el maestro muy solemne, acompañado de Honorato Juan. Reverencias, saludos, una antífona en latín, un rezo. Un día les trajeron un ejemplar de las obras de ciencia de Alfonso el Sabio. Preciosos pliegos espesos cubiertos de fina caligrafía y de imágenes de colores en las que aparecían personajes con raras vestimentas que miraban al cielo a través de largos anteojos. «¿Todo esto lo escribió el rey?», preguntaba Don Carlos. El maestro sonreía y trataba de explicar: «No, señor, no él mismo. Pero ordenaba que se hicieran esos estudios; llamaba a los sabios que debían hacerlos y les daba su aprobación final». Don Carlos aprovechaba la oportunidad para desviar la conversación de los libros inertes sobre la mesa. «También fue Emperador». «Otro día os hablaré de eso», decía evasivamente el maestro y trataba de volver a los libros.

También les mostraron un grueso volumen, encuadernado en pergamino, con adornos de oro. Honorato Juan mismo les explicaba, mientras pasaba sus manos por las hojas multicolores impresas a dos columnas. «Este es el gran monumento del Cardenal Cisneros y de la Universidad, es la palabra de Dios en sus textos originales más antiguos. Por muchos años trabajaron grandes sabedores para purificar y transcribir estos textos». Había el texto latino de San Jerónimo, en letras claras, desnudas, pero también había aquellos otros textos en caracteres incomprensibles y enredados, en griego, hebreo, arameo. «En ninguna de esas lenguas lo podremos leer», decía el príncipe aburridamente. «La Iglesia conoce el peligro de que esos textos fundamentales se pongan en lengua vulgar. Vendrían las torpes interpretaciones de la ignorancia».

Un día vieron llegar un criado con un par de zapatos nadando en agua hirviente en una fuente de plata. Iba hacia la habitación de Don Carlos y lo siguieron. Vieron colocar la fuente sobre una mesa frente al pobre artesano arrodillado y lloroso. «Esas botas que me hiciste no me sirven». El hombre daba explicaciones de miedo. «Te las vas a comer. Comienza». El zapatero comenzó a cortar pedazos del cuero hervido para mascarlo con repugnancia. Farnesio y Don Juan intervinieron. «Dejadme hacer que yo sé lo que hago. Ya verán que no volverá a hacer zapatos que no sirvan». Al fin lo dejó ir. «Cuando yo sea rey…». Se interrumpió y se quedó con la mirada absorta, «… sí es que vivo para ser rey».

¿Quién puede ser rey? La pregunta estaba en el aire y parecía reaparecer en cada sitio, mudamente. La Éboli, en esa manera que nunca se sabía si era jocosa o seria, le había dicho varias veces en muchas formas abiertas o disimuladas: «Don Carlos no va a reinar nunca, ni siquiera va a vivir mucho. Morirá antes que su padre». «Si Don Carlos muere antes que el rey, que es lo más cierto, no hay heredero. ¿O si lo hay…?», le dijo alguna vez Antonio Pérez mirándolo extrañamente.

Los maestros que les explicaban la historia la describían como un misterioso y terrible juego entre la voluntad de los reyes y la de Dios. Los reyes hacían combinaciones matrimoniales para asegurar el aumento de sus reinos y dejarlos a sus herederos; pero Dios, en el terrible ajedrez de la vida y de la muerte, las desbarata. «Vea Vuestra Alteza. Todo lo prepararon los Reyes Católicos para que en la cabeza del príncipe Don Juan se pudieran reunir los reinos de España. Murió Don Juan inesperadamente y el plan se deshizo. La herencia fue a parar, al través de Doña Juana, en la cabeza de Don Carlos de Gante. Un príncipe flamenco que nunca había visto a Castilla. Tampoco pudo Don Carlos dejar toda su herencia a Don Felipe, nuestro rey. Tuvo que partirla con su hermano Don Fernando».

Mientras se extendía el maestro en su imagen funeraria, Farnesio y Don Juan no podían evitar poner la vista en Don Carlos. Tenía la cabeza en las manos como agobiado o soñoliento. ¿Llegaría a ser rey?

A veces faltaba el maestro de teología y venía a sustituirlo un viejo fraile, menudo, de palabra lenta y gestos cansados. Saludaba con una reverencia a los tres jóvenes. Con la mirada hacia el suelo, el maestro daba la impresión de que estuviera hablando para sí mismo.

«Nuestros reyes han ganado grandes batallas, pero aquí, en esta villa, se perdió una muy grande, la más grande de todas. Don Carlos derrotó al rey de Francia y lo tomó prisionero; derrotó a los príncipes herejes de Alemania. Eso lo sabemos. Pero la escondida batalla que se dio aquí no se sabe todavía quién la perdió. Don Carlos, con su impaciencia habitual, interrumpía: “¿Qué batalla es esa que yo nunca he oído mentar?”. “Señor, perdonadme; me extravío a veces cuando hablo. No hubo ejércitos, ni lanzas, ni cañones; pero hubo, sin embargo, una gran batalla, con muchas victimas”».

La curiosidad de los jóvenes se extraviaba. «Lo que se perdió no fue un ejército, sino mucho más. Se perdió una ocasión única, se mató una gran esperanza. El Cardenal Cisneros creó esta casa para cambiar a España. Se dio cuenta de que había sonado la hora en que la Cristiandad tenía que renovarse y volver a sus fuentes».

Alejandro Farnesio recobraba su tono burlón. «Eso no fue una guerra, sino una disputa de teólogos». «Perdóneme Su Alteza si le digo que lo que allí se perdió fue más de lo que se ha perdido en ninguna guerra».

Se animaba el diálogo: «Lo que el gran Erasmo quería, y era lo justo, era salvar la religión de los delirios racionalistas de los tomistas. La manía de especular y especular sobre el tenue hilo de la dialéctica». «Erasmo proponía volver a la fuente, a la palabra de Dios».

«¿Acaso no se conoce la palabra de Dios?», interrogaba Don Juan con sorpresa. «Se conoce y no se conoce, señor. Tanto se ha interpretado, tanto se ha glosado, tanto se ha deducido, que es fácil extraviarse. Eso quería Erasmo, y el Cardenal Cisneros fundó esta casa para restituir la palabra de Dios a su pureza y verdad. Quince años trabajaron aquí los más grandes sabios en las Escrituras, para establecer las palabras verdaderas. No sólo la Vulgata de San Jerónimo, con todos sus errores, no sólo la versión griega de los Setenta, sino además los manuscritos hebreos más antiguos, para llegar al fundamento cierto de nuestra fe».

Lo que contaba el fraile era como una aventura de caballería. Erasmo se había lanzado a luchar contra los errores para llegar a liberar la verdad, doncella presa en la torre de un Encantador malvado.

«Se ha podido derrotar a Lutero y a su caterva de malvados». Iba levantando la voz desproporcionadamente. «España ha podido ser la nueva lumbre de la Cristiandad».

Don Juan recordaba el Auto de Fe de Valladolid. «No se puede tener piedad con los herejes». «No eran herejes, eran grandes pensadores. Los herejes son otra cosa. Desgraciadamente nada de eso fue posible. Se perdió la ocasión». «¿De quién fue la culpa?». El fraile calló temoroso. «Es difícil saberlo. No de Sus Majestades, ciertamente. El Emperador, que Dios tenga en su Gloria, nunca persiguió a Erasmo. Cuando la Reforma se iniciaba buscó inteligentemente hallar una vía de entendimiento. Para eso fue la Dieta de Augsburgo y la intención del Concilio de Trento».

«¿No es eso lo que dicen los herejes?». Era Don Carlos, colérico.

Quedó en silencio y el maestro pareció hacerse más pequeño. «Ruego a Su Alteza perdonar mi atrevimiento. No soy yo quien puede entrar en estas cosas tan altas y graves. Yo no soy sino un pobre fraile, entontecido por los años».