Sólo después lo vino a saber. Lentamente y por partes. Había vuelto a comenzar otra vida. Las mismas cosas que le habían sido conocidas y hasta familiares comenzaron a ser distintas. Era como si alguien, él mismo, hubiera muerto en Yuste, y alguien, que era sin embargo él mismo, hubiera comenzado a existir. No era él sólo sino también todo lo que lo rodeaba, gentes y cosas, que habían empezado a ser otras para él.
A veces una simple frase usual lo disparaba a la angustia de nuevo. «Desde que yo soy yo». «Tan seguro como de mí mismo». Antes había sido otro yo. El de Leganés y el de Villagarcía. Pero desde el nunca olvidado día en que se presentó Prevost a buscarlo todo había sido cambiante e inseguro. Ana de Medina y Doña Magdalena. ¿Qué había de la una en la otra? A la única a la que había llamado madre era a la Medina. Doña Magdalena era otra cosa, o muchas cosas distintas y sucesivas. No era su madre, de eso estuvo seguro desde el primer encuentro, tampoco su «tía». Como tampoco la imagen consuetudinaria del Maestro Massys era la de su padre. Tenía que haber un padre, uno verdadero, en alguna parte, con un nombre, tal vez ya muerto. Don Luis era el único que lo sabía pero se negaba a decirle nada. Sin embargo sentía, desde Yuste, que se aproximaba el día. El día esperado y temido de encontrarlo. En alguna parte estaría escondido, oculto y negado. Tendría que decirle quién era y por qué hasta entonces no lo había podido conocer. Durante el camino no terminaba de salir de Yuste. Volvía a la casa, ahora cerrada y muda, y se metía en ella para topar finalmente con aquel cuerpo encorvado en su sillón, que era el único que podía saberlo todo y resolverlo todo.
A todo contestaba por monosílabos. «¿Nos vamos a quedar algunos días en Valladolid?». «Por mí los menos posibles. Quisiera estar ya en Villagarcía».
Todavía en Yuste se daba cuenta de que era el objeto de muchas cosas que ignoraba. Don Luis y Doña Magdalena parecían compartir el gran secreto que ocultaban de él. De un momento a otro podía haber una revelación. Don Luis parecía tenso y acosado. Escribía a solas, rompía papeles, se aislaba cada vez más. Jeromín sintió cada vez más que era de él de quien se trataba. Había alcanzado fragmentos de conversaciones entre Don Luis y su «tía». Conversaciones que se cortaban y desviaban al hacerse presente. «No se puede soportar más. Le he escrito al rey a Flandes…». «La princesa Gobernadora quiere saber…». Era algo muy importante sobre él, que no se quería que supiera.
Hasta Galarza parecía mirarlo con otros ojos. En las gentes que toparon en el camino, en las paradas y en los pueblos, sentía aquella nueva curiosidad que pesaba sobre él. En Valladolid, casi al final del regreso, fue peor. Las gentes de calidad, que venían a ver a Don Luis y a Doña Magdalena, lo observaban con molesta curiosidad, se daba cuenta de que hablaban de él y hasta lo señalaban de lejos con el dedo. «¿Qué está pasando conmigo?», le preguntó a la señora. «Nada, hijo, que la gente se interesa por ti. Eres un chico muy hermoso y bien plantado». No, no era aquello. Alguna vez le pasó por la atormentada imaginación que debía ser el hijo de algún muy alto personaje, acaso del Emperador mismo. Le parecía casi sacrílego el pensamiento y lo apartaba.
Sentía el deseo de refugiarse en Villagarcía, en la soledad del campo, para volver a lo que había sido. Sentía el temor físico de que lo iban a echar de allí, que un mal día vendrían a buscarlo a la fuerza para lanzarlo solo y desamparado a un mundo desconocido.
Cuando volvió a Villagarcía tampoco cesó la desazón. Ya no lo veían ni le hablaban de la misma manera. Como si fuera otro. «¿Qué pasa conmigo, tía?». Empezó a sentirse inseguro, como si hubiera una conspiración contra él. Todos parecían haber cambiado, ya no eran los mismos.
En el tratamiento, en ese mudo clima de distancia que se crea pronto entre dos personas de distinto rango. Los maestros ya no le llamaban la atención de la misma manera que antes. «Permita Vuestra Merced que le señale». Le cedían el paso. Galarza mismo parecía mirarlo como si anduviera revestido de una invisible armadura.
Don Luis dejó de tutearlo para hablarle en tercera persona. Como si hubiera otra persona allí. En ocasiones, aquel hombre tan poco hablador, se ponía a explicarle las peculiaridades de la etiqueta tan complicada que el Emperador había implantado en la Corte. Los nuevos oficios. Lo que significaba cada sitio en torno a la Majestad real, cada actitud, cada tono de voz con el que el soberano se dirigía a cada quien. Lo que significaban las órdenes caballerescas. ¿Cuántos eran los caballeros del Toisón? Sólo reyes y príncipes podían llevar al cuello aquella espesa collareda de oro que remataba en el carnerito plegado, que había visto brillar en las manos de los albaceas.
Tenía la sensación de que paso a paso, hora tras hora, el misterio se iba a aclarar. Acaso sería allí mismo en Villagarcía o, tal vez, en el propio palacio de Valladolid en alguna solemne ceremonia.
También, en la misma medida en que se daba cuenta de que había comenzado a ser otra persona, se aferraba a la rutina de la que había sido su vida ordinaria, y que todo seguía y seguiría igual.
Mirando pasar aquellos largos días campesinos de sol a sol, de horas de estudio, de velada soñolienta, de amaneceres con terciana, de cuentos de aparecidos y milagros y de largas oraciones y rosarios.
«Ya huele a hereje achicharrado», decía la moza de fogón entre el humo de la carne asada. No se hablaba de otra cosa en Villagarcía. Se iba a celebrar en Valladolid el gran Auto de Fe. Desde los confesores, más atareados que nunca, hasta la gente de servicio hacían constantes referencias al gran espectáculo que se iba a celebrar. Jeromín oía con interés y adivinaba el cuadro de lo nunca visto. Irían los príncipes, los arzobispos, los inquisidores, los grandes personajes de la Corte. El cuadro variaba del que describían los clérigos hasta las escenas de Infierno de los criados. Uno por uno, en fila continua, irían apareciendo los malditos. Habían abandonado a Dios por el Diablo. Jeromín había visto representaciones del Diablo en las iglesias y en los libros de devoción. Cuernos, patas de cabra, larga cola de serpiente, fuego en los ojos y en la boca y hedor de azufre. «Vade retro», había que persignarse. Lo que más odiaba y temía era la cruz. Había quienes recordaban de vista o de oídas viejos Autos de Fe pero aquél sería el más grande que se hubiera visto nunca. Jeromín preguntaba sin sosiego: «¿Los van a quemar vivos? ¿A todos?». Primero se encendía la hoguera y luego subirían las llamas hasta los cuerpos atados a un palo. Se oirían sus gritos y maldiciones.
Lo peor fue saber que él tendría que estar presente. La voz se corrió pronto. La princesa Gobernadora le había escrito a Doña Magdalena para invitarla y para que llevara con ella «al muchacho».
Pero era poco lo que pudo saber de Doña Magdalena. Se pasaba en oración y penitencias lo más del día, con sus dueñas y su confesor. Jeromín lo supo con espanto. Entre los herejes que iban a ser juzgados estaba un hermano de la señora. ¿Quién podía estar a salvo?
Susurrando, le dijo Galarza: «Se ha hecho hereje Don Juan de Ulloa». ¿Cómo se hacía hereje alguien? Le había dicho su confesor: «Hay que estar alerta a toda hora porque el enemigo penetra sin ser visto». Con los infieles era diferente. Lo decía Galarza. Se les conocía de primer golpe. Aparecían con sus estandartes, su media luna y su algarabía. Pero con los herejes no había manera de conocerlos a tiempo. Como gente del demonio eran taimadas y sigilosas. Lutero fue un fraile. No siempre se podía advertir quién estaba poseso. Había los que hacían contorsiones, echaban espuma por la boca, pero también un clérigo, una monja, sin que nadie lo sospechara, podían ser herejes. No había jerarquía ni dignidad que estuviera segura y a salvo. Su maestro le decía: «Se puede llegar a ser hereje sin darse cuenta. Creyendo acercarse más a Dios se puede caer en la más espantosa de las herejías, como muchos teólogos, por querer comprender mejor a Dios». «Lentamente caen, paso a paso, sin sentirlo, de una suposición en otra, de un sofisma en otro llegan a la herejía abierta».
Oía a Doña Magdalena: «El pobre Juan. ¿Cómo había sido posible?». «¡Qué va a pasarle ahora!».
Oyó hablar del doctor Cazalla, de sus hermanos, clérigos y monjas, y de su madre ya muerta. Algunos sin resistencia y otros en el tormento habían confesado sus abominaciones. Iban a ser quemados vivos. «La herejía se ha ido metiendo en estos reinos, los han penetrado hasta el fondo. Hay que hacer un escarmiento».
Con Galarza había aprendido las defensas y los ardides de la lucha armada, pero para aquella lucha no había cómo prevenirse.
«¿Es cierto, tía?». Era cierto. Con serenidad, Doña Magdalena trató de explicarle. «Juan, el pobre Juan» era dado a meterse en las más delicadas cuestiones de la religión. En la naturaleza del Señor y en la significación de la Pasión. ¿Qué era lo verdaderamente importante? ¿Las buenas obras o la fe profunda y total en Cristo? «Se perdió Juan, se perdió».
«Irás tú acompañando a Magdalena, así lo quiere la princesa», le había dicho Don Luis.
Salieron en la alta madrugada, Doña Magdalena en su litera y él a caballo junto a Galarza y la gente de servicio. El camino se iluminaba de candiles y hachones de la gente que concurría a Valladolid para el Auto de Fe.
«Va más gente que para la Feria de Medina del Campo», le comentaba Galarza. Todos marchaban como en procesión. Todos de luto como para un entierro. Qué extraña feria aquélla. La terrible feria de la herejía y de la muerte.
Se oía el doblar de las campanas que tocaban a muerto. Las gentes vestidas de oscuro, negras colgaduras en los balcones, y a cada trecho se alzaba desde una tarima la voz de un predicador. Hablaban del demonio, de la justicia de Dios, del horror de la herejía. Pedían el fuego del Infierno.
El grupo de Doña Magdalena llegó al palacio del conde de Miranda. El conde y su esposa los recibieron en la ancha portada. Hubo las reverencias y presentaciones. «Este es Jeromín».
A poco de llegar, le dijeron a Doña Magdalena que vendría a visitarla una de las mayores damas de la princesa Gobernadora. Era una visita insólita que debía tener algún motivo excepcional.
«Galarza, ahora más tarde lleve usted a Jeromín a recorrer la ciudad». Querían alejarlo, era evidente.
Entre la gente aparecían, abriéndose paso y deteniéndose en las plazas, flotando sobre las cabezas desde sus cabalgaduras, los familiares del Santo Oficio que pregonaban el bando del Auto de Fe. Al paso se detenían a oír algún predicador, era la misma prédica que se encendía y apagaba de esquina en esquina. Las iglesias estaban repletas de fieles. Galarza lo encaminó hacia la Plaza Mayor. Todos hablaban. «Esta tarde es la Procesión». «Esta noche es la Vigilia». «Llegó Su Alteza, la princesa Gobernadora». «No sólo Doña Juana, también el príncipe Don Carlos». «Llegó el Arzobispo de Sevilla». «Llegó el Consejo de Castilla». «Yo acabo de ver al Gran Inquisidor entrar al Palacio».
En el centro de la Plaza Mayor emergía el tablado para la Inquisición y los penitentes. En lo alto el altar, luego los estrados para los inquisidores, las gradas de los penitentes, una alta tribuna para el predicador y los relatores, y otra más baja a la que subirían de uno en uno los herejes para oír sus sentencias. Una doble valla de maderos cortaba la multitud desde la Cárcel de la Inquisición hasta el tablado. Galarza le explicaba. Por allí saldría la procesión de los penitentes, con sus sambenitos y corozas, acompañados, cada uno, por dos familiares del Santo Oficio. Los llevarían a las gradas. Los irían llamando uno por uno. «El primero será el doctor Cazalla». ¿Qué aspecto tendría?
«¿Los van a quemar vivos aquí?». Galarza le explicaba que no a todos, algunos se habrían arrepentido y abjurado, ésos irían a pagar su pecado en las prisiones de la Inquisición. Otros serían quemados pero no allí.
El Escudero lo llevó a la Puerta de Campo, donde estaba instalado el quemadero. Quince tablados de madera, cada uno con su montón de leña seca y un palo para amarrar al supliciado. En el centro se alzaba un grueso madero con una argolla de hierro. Era el garrote.
Mucha gente pululaba entre los patíbulos y el garrote. Había vendedores de comidas con humo de fritanga.
Jeromín oía con susto. Sobre cada uno de aquellos montones de leña iba a arder un cuerpo. «Debe ser horrible, Galarza». «A muy pocos los queman vivos». A los otros, una vez reconciliados, los estrangularían en el garrote y luego el cadáver sería quemado en la hoguera, como los corderos que asaban enteros en las fiestas de Villagarcía. Ahora no serían corderos. ¿Cómo ardería un hombre sobre la hoguera? Se iría quemando disparejamente. La llama sube y coge fuerza. Se consumirían las ropas para dejarlos vestidos de puro fuego.
Galarza trataba de calmarlo y le explicaba que allí no irían ni la realeza, ni los señores, ni mucho menos los dignatarios de la Iglesia y el Santo Oficio. Ellos juzgaban y condenaban. «Luego los entregan al brazo secular». ¿Cuál era ese brazo?
Arrieros, mendigos, viejas busconas, muchachos desarrapados, vendedores de imágenes y de granjerías. Los pregones y los comentarios se mezclaban. Algún ciego con su mozo. Mozas de bata y fregado oían absortas las explicaciones de algún jaque mal encarado. «Que no los van a quemar vivos. Yo se lo digo que he visto mucho de esto. Que primero los matan en el garrote y luego los queman». «Pero a algunos los quemarán vivos». Se persignaban las mujeres.
Viejas borradas en sus trapos verduzcos asomaban el ojo por entre el embozo Un muchacho las tropezaba. «Que te lleve el diablo». «Que te lleve a ti, vieja bruja».
«Buena barbacoa habrá aquí mañana». Un bachiller pálido y solitario decía entre dientes: «Con el rey y la cruzada y la Santa Inquisición, chitón». «Hay leña verde para que arda más lentamente».
«Yo no espero sino a que traigan al Arzobispo de Toledo para verlo arder con mitra y todo».
«¿El Arzobispo de Toledo?». Galarza trató de explicarle. Si iban a quemar al Arzobispo de Toledo, en quién podía confiarse. Galarza se enredaba: «Su Eminencia ha sido detenido, es cierto, pero todavía no se sabe qué puede pasar con él».
Recordaba haber visto llegar a Yuste el Arzobispo de Toledo. Bajo un gran palio, montado en una fina mula blanca, el ancho capelo sobre la cabellera canosa, envuelto en una inmensa capa roja que caía sobre las ancas de la bestia, echando bendiciones a la gente que se arrodillaba a su paso. Estaba ahora allí mismo en la ciudad, metido en un calabozo de la cárcel de la Inquisición. «¿Cómo puede ser un hereje el señor Arzobispo?». «Calla, Jeromín, que eso no es para nosotros sino para los muy grandes doctores».
Les costó trabajo penetrar en la Plaza. Comenzaba la procesión solemne del Santo Oficio para llevar la Cruz Verde al altar. De dos en dos, con cirios en las manos, avanzaban frailes de todas las órdenes. Atrás aparecieron los inquisidores, el fiscal, el Alguacil Mayor. Al final venía una gran cruz verde, bajo palio, envuelta en crespón de luto. Ya oscurecía cuando la colocaron sobre el altar, con cuatro hachones encendidos en torno y una guardia de frailes y soldados.
Al regreso a la casa Jeromín oyó los comentarios sobre la visita de Doña Leonor Mascareñas. Era la principal dama de la princesa Gobernadora. Durante la mayor parte de la visita se apartó a hablar a solas con Doña Magdalena. Seguramente le hablaría de su hermano, Don Juan de Ulloa, que iba a ser sentenciado al día siguiente.
Jeromín la halló en el Oratorio. «¿Qué ha pasado, tía?». «Muchas cosas, de eso tengo que hablarte». Se sentaron juntos. «En medio de tanto dolor y tanta vergüenza, esta excelente señora me ha traído el consuelo de que mi hermano Juan no va a ser condenado a muerte». «Eso no borra el horror de su herejía, una gran mancha de pecado ha caído sobre él y sobre todos nosotros». Por un momento cambió la expresión. «También me trajo gratas noticias que debo comunicarte». «Era de ti que quería hablarme, Jeromín. Doña Juana, la princesa Gobernadora, quiere conocerte. Se interesa por ti». Lo que había vislumbrado desde el regreso a Villagarcía, lo que creyó ver en los rostros de los cortesanos en Yuste. Lo que se había ido insinuando y asomando en tantas formas en esos años se iba a revelar finalmente. Podría conocer a su padre.
«¿Qué debo hacer?». «Mañana estaremos sentados en el balcón al que irán la princesa, Don Carlos y su séquito. Cuando ella se detenga delante de nosotros debes inclinarte y besarles la mano».
Fue mala aquella noche. Veía los haces de leña del quemadero ardiendo y las figuras de los penitenciados cubiertas de fuego, contorsionándose, gritando, soltándose de las amarras, saltando de una hoguera a la otra. Veía al Emperador en su sillón de Yuste, que le tendía las manos, que le iba a decir algo pero no lo podía oír, era muy débil su voz.
Se levantaron para salir en la oscuridad. Iban en grupo Doña Magdalena, su hermana Doña Mariana, los condes de Miranda, Jeromín, algunos otros personajes, y los criados adelante tratando de abrirles paso entre el gentío. Lograron llegar al balcón. Él quedó apretujado entre Doña Magdalena y Doña Mariana. Las dos desgranaban continuamente el rosario en los dedos.
Todavía no aclaraba cuando apareció en la Plaza el séquito de la princesa Gobernadora y del príncipe Don Carlos. El griterío se hizo atronador.
Jeromín, entre las dos mujeres, vio adelantarse con paso firme una rubia señora vestida de negro. En el cuello, en el pecho, en las manos le brillaban diamantes y perlas. Todos se inclinaron en reverencia. La sintió detenerse ante él. «¿Dónde está el embozado?», preguntó sonriente. Doña Magdalena lo tomó por el brazo y lo levantó, entonces la princesa lo abrazó y besó. Las gentes de abajo comenzaron a arremolinarse. Lo señalaban con las manos.
No sabía qué decir ni dónde poner los ojos. Detrás de la princesa estaba aquel muchacho pálido, cabezón, que casi no pareció mirarlo. Era Don Carlos, el príncipe. Apenas lo vio de soslayo. «Sigamos, señora», dijo a la princesa. Pero ella se detuvo un rato que a Jeromín le pareció muy largo. Lo miraba con fijeza. Le acarició la cara con su fina mano perfumada. Le había dicho: «¿No quieres venir conmigo?». Se apretó temeroso a Doña Magdalena. «Quiero quedarme con mi tía». La oyó reír y perdió algunas otras palabras que dijo a las señoras. Se había ido, podía levantar los ojos. Ahora sólo veía la multitud en la Plaza y aquella colina de hábitos y cruces de los penitentes y los inquisidores.
Fueron subiendo al estrado los arzobispos, con sus altas mitras, los obispos, los inquisidores. El Gran Inquisidor Valdés que parecía la figura de la muerte. En el medio el gran estandarte de damasco rojo y la insignia negra y blanca de la Orden de Santo Domingo.
Se hizo un brusco silencio en el que se oyeron más hondas las campanas doblando a muerto. Comenzaba el desfile de los reos. Adelante venía el doctor Cazalla, sobre la cabeza el cucurucho de papel de la coroza. Diablos y llamas dibujados en ella. Sobre la sotana portaba la corta casulla amarilla, abierta por los lados, del sambenito. A su lado iban dos familiares de la Inquisición que le hablaban continuamente. En su mano un cirio verde encendido. Detrás venían los otros penitentes. Al paso de cada uno subía o bajaba el griterío. Cuando asomó Juan de Ulloa comenzaron a llorar ahogadamente Doña Magdalena y su hermana. No eran las únicas. A cada persona conocida, noble, familiar, antiguo confesor o monja amiga, se oían llanto y exclamaciones de dolor.
Comenzó el sermón. «Oiremos al maestro Melchor Cano», se susurró en el balcón. A la tribuna del estrado había subido un hombre de cabello gris, de gestos firmes y seguros y de voz retumbante que se agitaba como una llama dentro de su hábito. Fue un largo sermón. Lo perdía a ratos Jeromín distraído mirando los rostros de los penitenciados. Uno en particular que llevaba una gruesa mordaza de trapo sobre la boca. Le explicó la tía: «Es el bachiller Herreruelo, no ha querido arrepentirse. Le han puesto la mordaza para que no pueda seguir lanzando blasfemias». El predicador hablaba de los falsos profetas que vendrían cubiertos con piel de oveja pero que por dentro eran lobos rapaces. Un lobo con piel de oveja se podía acercar, sin que nadie se diera cuenta hasta el último momento. Así eran los herejes. Quién hubiera sospechado que Don Juan, el hermano de Doña Magdalena, era un hereje, quién se hubiera atrevido a pensar siquiera que el Arzobispo de Toledo, con su gran anillo de oro, era otro hereje.
A ratos se adormitaba, se le cerraban los ojos y doblaba la cabeza.
Jeromín vio acercarse al balcón al Arzobispo de Sevilla, cubierto de ornamentos, seguido del Gran Inquisidor y del secretario. Se colocaron frente a los príncipes. La voz poderosa retumbó: «¿Juráis como católicos príncipes defender con vuestro poder y vuestra vida la fe católica que tiene y cree la Santa Madre Iglesia Apostólica de Roma para que los herejes perturbadores de la religión cristiana que profesaban sean punidos y castigados… sin que hubiera omisión de su parte ni excepción de persona alguna?». «Sí, juramos», dijeron casi a una voz los dos príncipes.
Apenas había vuelto a su sitio el prelado cuando se oyó una poderosa voz que desde el estrado gritaba: «Oíd, oíd, oíd». Era el relator que desde su tribuna iba a tomar el juramento a la inmensa multitud. Lo que se oyó al final de la pregunta fue un inmenso aullido retumbante: «Sí… sí, juramos, juramos», hasta apagarse en el espacio abierto de la mañana.
El relator comenzaba con el caso del doctor Cazalla. Con su coroza de papel y el sambenito amarillo había sido llevado a una tribuna baja. El relator narraba las abominaciones y errores del clérigo traidor. Narraba visitas nocturnas, reuniones con monjas y curas, los horrores de los alumbrados y dejados, nombraba al fraile maldito que se puso a dudar de la palabra de Dios en un convento de Alemania, del pecado de orgullo de hacer leer los Libros Santos en lengua vulgar.
Jeromín cabeceaba soñoliento. Lo despertaba a ratos el vocerío. Hablaba ahora el reo. Pedía perdón. Subían otro relator y otro reo y volvía el clamor de las acusaciones.
Cuando llegó el turno de los dieciséis reconciliados, ya se había ido la mañana y el sol comenzaba a declinar.
Fue entonces cuando su tía se desató en llanto. Eran señores de la nobleza, monjas, beatas, damas de la Corte y curas que habían confesado sus culpas y se habían reconciliado. Al final de cada perorata, el relator anunciaba la pena: «Confiscación de bienes, prisión perpetua, penitencia diaria, privación de títulos y privilegios, condenación a trabajos serviles».
Llegó el turno de Don Juan de Ulloa. Doña Magdalena, la cabeza entre las manos, sollozaba. «A Don Juan de Ulloa Pereyra, Comendador de San Juan, vecino de Toro, cárcel y sambenito perpetuos, confiscación de bienes y privación de hábito y honores de caballero».
Ya empezaba la tarde cuando terminó el Auto. Los catorce condenados al suplicio marcharon con los guardias al quemadero. La muchedumbre los siguió. Los otros regresaron a la cárcel de la Inquisición entre los insultos de la turba.
Al salir la princesa, Jeromín se arrodilló. «Tengo que verte pronto». Al bajar, muchos curiosos se le acercaban para verlo. «Es un príncipe». Trataron de levantarlo en hombros. Galarza y la gente de servicio lograron apartarlo y llevarlo a casa.
Ni el conde de Miranda, ni la gente de la casa le dieron explicaciones. Doña Magdalena y su hermana se habían encerrado en su alcoba.
Estuvo como alelado el resto del anochecer. Habló poco. Algo muy grande iba a pasar, había empezado a suceder, en él mismo, dentro de él mismo.
Debían estar ardiendo todavía a aquellas horas los restos de los ajusticiados. Casi sentía el acre olor de la carne chamuscada. Los agarrotados, los quemados, los rescoldos de leña y los cuerpos arderían en la sombra. Iba a morir o iba a nacer de nuevo.
Sin darse cuenta había comenzado a soñar con desnudeces de mujeres en las madrugadas rijosas. Revuelto y asustado despertaba. Con los mozos del servicio había hablado de las increíbles cosas que pasaban entre los hombres y las mujeres. Bastaba salir al campo en primavera para estar asaltado todo el tiempo con la brama ardiente de los animales. El salto impetuoso del toro sobre la vaca paciente, el porfiado del caballo sobre la yegua coceante, el repetido alboroto de la persecución del gallo a la gallina hasta alcanzarla, sujetarla con el pico, doblarla echada y cubrirla en un violento espasmo. Oía los cuentos de las bellaquerías de mozos y mozas. En la soledad del campo o en los resquicios de la noche.
Vio salir a la Josefa de la puerta de atrás por entre las pacas de heno hacia la cabaña de tablas de las herramientas. Fuerte, ancha, colorada, con una trenza negra anudada a la espalda, iba ramoneando, buscando chamizas y nidales de huevos. Canturreaba un aire de danza. Asomó a la puerta y se detuvo con susto. «Señor, qué sorpresa». Se fue acercando con la cesta al brazo, un pañolón rojo al cuello y los ojos buscones. Hablaba de los huevos y de las gallinas con un sonsonete entrecortado. «¿De dónde eres?». Dio el nombre de una aldea desconocida.
Ya se habían puesto juntos. «Hay yemas sin engalladura, ¿lo sabía el señorito?». No lo sabía. «Es diferente, no puede ser lo mismo, los ponen las gallinas solas sin que las haya pisado el gallo. Gallina la bien galleada y moza la bien requebrada».
Lo miraba de un modo tenaz y casi insolente. Se daba cuenta de su timidez y embarazo. «Si lo ven conmigo le regañarán». Él enrojecía con facilidad. «El señorito es un guapo mozo. ¿No se lo han dicho? Deben hacerle mucha fiesta las damas».
Lo iba cercando continuamente. Sintió temor, con los otros muchachos hablaba de mujeres, de cómo era aquello. No faltaba el que se vanagloriaba de haber estado como varón con más de una. Todo lo que hacían para oponerse era fingimiento. «Te arañan y te insultan pero lo que quieren es que las montes como el caballo a la yegua. Después se quedan quietas».
«Está hecho un pimpollo». Lo contemplaba de frente. Olía a monte. «¿Nunca ha hecho la cosa mayor?». Tartamudeó y tuvo un impulso de huir. Pero se quedó.
«Caballo que no relincha cuando ve a la yegua, no vale una arveja». Lo había dicho con un tono de desafío. ¿Qué podía él hacer ahora? Cada vez más solos y más próximos. Al lado de la entrada, entre la paja, había un nido con huevos. Los dos se agacharon al mismo tiempo y toparon las cabezas. Ella le puso la mano en el hombro y se la corrió lentamente a la cabeza mientras se enderezaban. Se la pasó lentamente por el pelo. Ahora lo tuteaba. «Tienes un lindo pelo, lo mismo que el oro. No te ha salido el vello de abajo».
Se sintió atrapado. Miró alrededor en busca de auxilio. Estaba solo el cobertizo. Oía muy cerca la respiración gruesa de la mujer. Lo sostenía por un brazo mientras se echaba rápida sobre el piso. La miró con pavor levantarse las espesas faldas hasta la cintura. Los gruesos muslos se cerraban sobre una mancha de sombra. Comenzó a abrirle el jubón y a soltarle las bragas. Con un impulso incontenible se soltó. «Déjame. No quiero». Corrió hacia afuera. Mientras corría se arreglaba la ropa sin detenerse. Subió las escaleras a saltos y fue a encerrarse en su alcoba. Se sentó al borde de la cama, entre el ahogo de la respiración anhelante. Vio que había dejado la puerta abierta y se levantó a cerrarla.