Dos

Cuando Don Luis logró regresar por un tiempo de Yuste vino con él la figura del Emperador en el retiro. Había querido despojarse de todo el poder pero no lo lograba. El poder estaba en su persona. Pretendía quedarse en soledad y oración pero a toda hora llegaban hasta el remoto monasterio los correos, las misivas, los grandes señores, sus hermanas las reinas y los mensajes constantes de sus hijos, la princesa Gobernadora, Doña Juana, y el nuevo rey Felipe, que no había regresado todavía de Flandes. El mundo lo cercaba y lo acosaba. «Que hablen con Doña Juana, que hablen con el rey, mi hijo».

Don Luis describía con detalles la vida monótona del refugiado.

Las devociones y sacramentos, los Oficios de todas las horas, las lecturas piadosas, el conversar con Luis Quijada o con algún viejo amigo recibido excepcionalmente. Se iba a mirar el parque y el estanque de las truchas, y observaba embelesado a Juanelo mostrarle sus más nuevos e ingeniosos relojes.

El Emperador quería que Don Luis se quedara a acompañarlo. «He tratado de excusarme pero tendré que hacerlo. Mi señor me necesita, y yo debo estar junto a él…». Se comenzaron los preparativos para el traslado. En Cuacos, la aldea junto al monasterio, había dispuesto arreglar una casa. «No va a haber mucha comodidad, Magdalena». «¿También iré yo?». «Tú y el niño antes que nadie», le había dicho.

Alguna vez se había atrevido a preguntarle: «Tía, ¿quiénes son mis padres?». Se daba cuenta de que buscaba evadir la respuesta. «Tu padre es un gran señor, un muy gran señor. Yo misma no sé quién es, pero algún día lo sabremos todos». Lejos debía estar la ocasión, entre los largos y lentos días del castillo. Preguntaba a Galarza y a los clérigos por los grandes señores de la corte del Emperador, le nombraban arzobispos, duques, condes y secretarios poderosos. Volvía y volvía a mirarse la cara en los espejos. Buscaba las facciones de aquel desconocido padre. Si existía, por qué no lo llamaba y se daba a conocer. Don Luis debía saberlo. ¿«Quién es, señor»? «No puedo decirte nada ahora, Jeromín, pero lo vas a saber y te contentarás mucho».

Las gentes del castillo hablaban de sus padres y sus pueblos. «Por el alma de mi padre», «decía mi padre, que esté en la Gloria». Sólo él no podía hablar así. No podía ir más allá de decir, con mucha incomodidad, «mi tía», o a lo sumo «mis tíos».

Una noche, en vísperas del viaje, se despertó en un alboroto de muchas voces. Un gran resplandor penetraba en su cuarto. Se oía un crepitar de fuego y penetraba un humo acre. Don Luis entró, a medio vestir, para tomarlo en brazos y sacarlo hacia el corredor. Los criados subían con cubos de agua para arrojarla al incendio. Ardían muebles y tapices. Cuando se apagó el fuego, cada quien tenía una versión de lo que había pasado pero todos lo miraban a él como si acabaran de encontrarlo por primera vez.

De Villagarcía salió la pequeña tropa. Montados iban Don Luis, los escuderos y Jeromín. En el medio iba la litera de Doña Magdalena llevada por dos machos pacientes. A pie venían criados y soldados. Se avanzaba con lentitud. Mucho tardó el castillo en desaparecer de la vista, más tardaban en acercarse desde la lejanía las casas y las aldeas del camino. Podía acercarse a la litera para hablar con su tía. A ratos encontraban otros viajeros, se detenían, se saludaban, preguntaban por los mutuos amigos y parientes, se cambiaban noticias. O topaban un sacerdote con sus acólitos. Era entonces la ocasión de bendiciones, encomiendas de misas y alguna Salve rezada en común.

Cuando ya entraron a Extremadura, Don Luis recordaba el viaje que había hecho con el Emperador. Era como si constantemente cambiaran de compañía y de tiempo. Lo que dijo el Emperador al ver cada uno de aquellos lugares. Lo que preguntaba y recordaba. «Estas ya son las tierras de…». Nombraba a uno de los poderosos señores dueños de aquellos inmensos dominios. Se cansaba de la litera y bajaba para estirar las piernas y marchar un poco. Como ahora lo hacia Doña Magdalena. Ponían la litera en tierra y aparecía sonriente la señora. Se caminaba un trecho a pie y se hablaba del tiempo.

«¿Cuándo llegaremos a Yuste?», preguntaba Jeromín. Veía hacia lo más lejano como si esperara divisar el monasterio. «¿Falta mucho?». Era de días la cuenta, pero le parecía que andaban más lentamente a medida que avanzaban. Como si el aire se hiciera más duro de hender y la tierra más larga de caminar. Todo se iba poniendo más lento con aquella proximidad oculta.

Ante el Emperador, ¿cómo iba a ponerse?, ¿qué le iba a decir? El camino daba vueltas y se desviaba como si no quisiera llegar. Cuando empezó el ascenso de los montes la marcha se hizo más fatigosa. Se iba el día en un corto trayecto. Ya andaban por las tierras del conde de Oropesa. Cruzaban torrentes, trepaban cuestas. Dos peones fornidos tomaban la litera para pasarla sobre las piedras y los remolinos de agua. Al fin llegaron a Jarandilla. Al día siguiente entraron en Cuacos y vieron entre la arboleda el monasterio y el palacio.

Habían llegado. Era allí, enfrente. La cuesta, la arboleda junto a la iglesia que se metía hacia adentro en un apretujamiento de troncos, ramas y hojas. Detrás estaba el palacio. Y dentro…

Don Luis se fue desde la primera mañana. Lo llevó con él. Lo vio saludar personajes que iban siendo más numerosos a medida que se acercaban. «Puedes ver el huerto, pero no vayas a entrar en la casa». Habló a unos guardias para que lo dejaran penetrar y él se dirigió hacia la iglesia. Por allí se entraba más directamente a las habitaciones reales.

Podía cerrar los ojos y ver de nuevo todo aquello en la más inmediata presencia y en los cambios de luz de sus horas. Lo vio tan intensamente. A poco de entrar en el huerto surgía la rampa de piedra que subía a la terraza. La terraza se abría por dos lados, con su baranda. Pudo contar las columnas en dos filas, las puertas y ventanas. Al través de la reja se divisaba contra el muro el respaldo de un sillón. Estaba vacío. No se oía sino el viento entre las hojas. La gente que divisaba parecía hablar en voz baja. Como se habla en la iglesia o cerca de los moribundos. En el huerto topó con los sirvientes y los jardineros, y el hombre que limpiaba el estanque. Fue la primera vez en que oyó aquel grito desgarrado que lo llenó de susto. Era el graznido de aquel gran pájaro de todos los colores metido en su jaula de hierro. Lo llamaban guacamaya.

Se fue acercando con temor. Era roja, azul y verde, más grande que un halcón, pero con aquel pico ganchudo y las dos manchas blancas donde estaban los ojos tan redondos y fijos. «Es un pajarraco de las Indias». Había oído hablar de las Indias en Villagarcía. Más allá del Mar Océano. Las islas, los indios. Don Luis los había visto en Castilla donde a veces los traían como curiosidad. Medio desnudos con la cara pintada. Aquello era más grande que todos los reinos de España.

Todos los días hallaba manera con Don Luis y sin él de llegarse desde Cuacos hasta el jardín de palacio. Hizo amistad con jardineros y guardias. Había pajes de su edad que lo fueron aceptando con desconfianza. Todos tenían algún nombre resonante. «Soy hijo del marqués, del conde, del Sumiller de Corps, el sobrino del obispo». «¿Y tú?». Jeromín a secas.

No había mujeres en aquel palacio. Lo comentó con su tía en Cuacos. No se veían sino frailes, la silueta de algún alabardero y los oscuros jubones y capas de los personajes que a veces asomaban por la terraza.

También había entrado en la iglesia. Era más pequeña que la que vio en Valladolid. Un medio cañón de bóveda desnuda con el altar en alto. A la derecha estaba aquella puerta baja y estrecha que daba a la alcoba del Emperador. Siempre había algún Oficio.

«Mañana iremos a saludar al Emperador», le había dicho Don Luis. Durmió mal y vio aclarar el día con angustia. Sobre una silla Doña Magdalena había puesto las ropas que debía llevar. Pasó la mañana en preparativos y consejos de su tía. Irían hasta la iglesia y Don Luis les esperaría a la entrada para llevarlos a la presencia de Su Majestad. «La presencia de Su Majestad», esas palabras se iban a repetir continuamente en su mente.

Le dijeron lo que tenía que hacer. Hacer la reverencia, arrodillarse, entregar el obsequio, callar, responder lo justo. En su sillón estaría el Emperador.

Salieron de Cuacos, Yuste parecía más lejos en lo alto de la cuesta.

Allí terminaba el largo viaje. Desde Villagarcía, desde más atrás, desde Leganés, desde antes de Leganés, de lo que no tenía memoria. Día tras día, paso tras paso, para llegar finalmente allí, para entrar en la cámara misma donde estaba la Majestad Sacra, Real y Cesárea.

No debía parecerse a nadie. Todo lo tenía, todo lo podía, era hacia él que se dirigían todas las peticiones y los miedos. Debía resplandecer y brillar como una lámpara. De la cabeza le brotarían las Potestades como de la frente del Crucificado. ¿Con qué voz hablaría? «Tengo miedo, tía».

Hubiera querido que el trayecto durara más. Marchaban en silencio. Doña Magdalena llevaba el azafate con el regalo en la litera. Un par de guantes de fina cabritilla adobados con perfume. Avanzaba sobre la sombra de la muía. Los cascos sonaban tenuemente sobre la tierra seca. Se puso a contar los pasos. Varias veces se acomodó la gorra y se ajustó el jubón. En la portada de la iglesia había movimiento de gentes. Reverencias, saludos, muchos finos caballos tenidos de la brida por palafreneros.

Cada paso lo acercaba al final. Repetía todo lo que le habían dicho que tenía que hacer. Ya iba a verlo, a verlo tan cerca como a Don Luis, a oírlo, a retener en su memoria cada gesto, cada detalle del traje o de la palabra.

De la puerta de la iglesia se destacó Don Luis. Ayudó a la señora a salir de la litera, le dio el brazo y con Jeromín al otro lado penetraron en el templo. Había poca gente. Caballeros y frailes se acercaron a saludar a la señora. Se avanzaba paso a paso. Estaban ya al pie de las gradas. Sobre el altar una gran cruz de plata y en la pared del fondo un cuadro en el que el Emperador y la Emperatriz miraban hacia el cielo donde estaban las Divinas Personas. Los tres se persignaron ante el Sagrario, torcieron a la derecha a la pequeña puerta de vidrios que sostenía entreabierta un ayuda de cámara. Eran cuatro cortos escalones y se entraba en una habitación en penumbra. Se distinguía con dificultad. Las paredes estaban cubiertas de cortinas negras, una cama junto al muro del fondo. Una mesa, algunas personas y aquel sillón donde se fue aclarando una borrosa figura. Levantó la cabeza para saludar a la señora y tenderle la mano. Doña Magdalena se inclinó y la besó. «Me permites, Luis, que le bese la mano a tu esposa».

Le había oído la voz, se la había oído pero sin poder saber lo que decía. Se concentraba en abarcar aquella figura hundida entre mantas y cojines. Desde las piernas cubiertas por una manta, vio las manos que acariciaban un pequeño gato y arriba aquella cabeza inclinada sobre el pecho, la gorra oscura y la barba gris sobre el largo mentón.

Ordenó poner una silla para la señora y luego mandó abrir las cortinas. Fue una nueva presencia. Ahora lo veía a él que avanzaba con el azafate del regalo hasta arrodillarse. Sin decir palabra tendió el obsequio. Lo tomó un criado. Algo dijo a la señora. La mano temblorosa tendida estaba ante su cara. Posó los labios y la sintió fría. Ahora le había puesto la mano sobre la cabeza. Sin peso. Sintió que le hablaba. Por entre el labio caído una voz acuosa decía algo. Le hablaba a él y él no lograba entender.

La alcoba y las figuras, las voces y los gestos empezaron a cambiar continuamente. Desde que volvió a la casa de Cuacos con Doña Magdalena no hizo otra cosa que preguntar y callar en un estupor sin fondo. El día se hizo corto, la noche lenta y sobresaltada. «¿Qué fue lo que dijo, tía?». Se lo repetía y sentía que faltaba algo o mucho. «¿Estuve bien?». Había estado muy bien, le aseguraba. Lo que él dijo, o iba a decir, o hubiera querido ahora haber dicho, se confundía en su mente. Hablaba a solas y a veces era él mismo quien hablaba, y otras era el Emperador. Era más difícil saber lo que había dicho, lo que hubiera dicho ante aquellas cuestiones que habían estado en su cabeza desde las conversaciones con Galarza y con los clérigos en Villagarcía. Qué lástima que no hubiera habido el duelo con el rey de Francia. Le hubiera gustado preguntarle, o le preguntó, o le preguntaba ahora, para poder satisfacer al preceptor, por qué no quemó al hereje Lutero. O pedirle que lo dejara junto a él para siempre.

Le pululaban las preguntas y los temas fallidos de la conversación que pudo ser. En el sueño había momentos en que estaba solo con él. Lo veía lozano y entero como en los retratos que había entrevisto en alguna pared de Yuste. Con Luis Quijada lograba pocas respuestas. Más le enseñaba Galarza. Quería volver a la alcoba y volvía todo el tiempo en un sueño despierto que lo mantenía como ausente. Lo que vio desde afuera, lo que oyó decir en aquellos meses de quieta ansiedad, lo que los criados y servidores dijeron delante de él, lo que le repitieron, lo que recordó y adivinó en todos los días de su vida, se fue mezclando en las horas y los años hasta formar una eternidad sin principio ni fin. Fue reconociendo los grandes señores que entraban y salían con su cortejo. El Prior y los frailes, los duques y los condes, los embajadores, el doctor Mathesio con sus pociones, los maestresalas, los trinchadores, los camareros, los cocineros, y hasta los mozos de mulas. Los más eran criados flamencos y hablaban entre ellos en su ininteligible lengua. Supo que con el Emperador hablaban en francés. «Sire», le decían. Charles Prevost que lo saludó con cariño. Los ayudas de cámara iban y venían del cuarto de los arcones con las ropas, los vasos, los jarros y los platos de plata relumbrante.

Cornelio Buje se ocupaba de la cava. Olía a moho en la cavernosa estancia en la que guardaba barricas y botellas. Echaba vino en una copa, lo miraba contra la luz, luego hacía una gárgara con él y lo escupía. Aquel flamenco narizón, rojo y maldiciente que era el maestro cervecero, entre sus calderos de cobre moviendo la cebada fermentada. Adrián Guardel, el maestro de cocina, que hacía girar los corderos en el asador y sacaba de los barriles los puñados de ostras.

Fue conociendo cada estancia, cada pared, con sus colgaduras y sus cuadros, cada mesa cubierta de cajas de plata con reliquias y de dorados relojes que sonaban sus campanillas. El gran sillón de brazos y piernas movibles, para que el Emperador no hiciera esfuerzo en cambiar de posición. La silla de manos para sus salidas. Conocía los cuadros, uno por uno. Las grandes figuras azulosas, entre follajes y lejanías verdes de los tapices, en los que aparecía el Emperador dirigiendo el asalto de Túnez. Fue allí donde oyó por primera vez aquellos nombres que nunca más iba a olvidar. Solimán, el sultán de Constantinopla, el pirata Barbarroja, Andrea Doria, la Serenísima República de Venecia, y las galeras con los remos alzados como brazos de furia.

Desde el huerto algunas veces logró atisbar al Emperador sentado en la terraza, lo ocultaban siluetas de frailes y caballeros. Divisaba a su «tío».

Martillos dorados golpeaban las pequeñas campanas que Juanelo ajustaba sin tregua. Cada cuarto de hora uno o más relojes soltaban su repique cantarino. Nunca se había percatado tanto de la presencia del tiempo. Fluía y goteaba en cada uno de aquellos campanilleos difusos. No había manera de olvidar el tiempo en aquella casa. A lo largo de los años, todas las veces que pensó en Yuste, y fueron muchas, lo primero que le venía era el martilleo de las horas.

Pretervan Oberistraten estaba siempre en la farmacia entre frascos, almireces y morteros. Levantaba a contra luz un aflautado vaso y contaba las gotas que dejaba caer de un pequeño frasco. Eran las pociones y los menjunjes que el doctor Mathesio ordenaba.

El aroma de pan tierno rodeaba a Preterva Uvocis y Andrea Platineques que sacaban con palas de madera las hogazas del horno. Más apetitosas todavía eran las salsas de Nicolás de Merne, que había servido en la Corte de Francia. Miraba hacer pasteles al maestro Cornelio Gutimaun.

Fracein Ningali rodeado de frutas parecía salir de un tapiz de verdura.

En las horas de la mañana se acercaba a los hortelanos y jardineros. Aporcando surcos, sembrando matas, hablando poco. Oía el alboroto del gallinero al fondo, era que Hans Fait había entrado a atrapar dos gallinas.

El que más le gustaba a Jeromín era Juan Ballestero, el cazador de Su Majestad. A veces lo pudo acompañar a cortas distancias a verlo cazar perdices o liebres. Ponía trampas y ligas para coger pájaros y en el tiempo en que los patos pasaban en bandadas hacia el Sur se iba hacia los lagunazos y las arboledas a ocultarse.

A los grandes señores que divisaba de lejos se los fueron señalando. El conde de Oropesa, que venía de su vecino castillo. Aquel hombre imponente, barbudo, de cara acaballada, que era el mismo que había visto de lejos en el jardín del convento de Valladolid, el duque de Alba. Prelados pomposos y alguna vez aquel fraile pobre que todos miraban con respeto, Fray Francisco de Borja, el duque de Gandía, el antiguo virrey de Cataluña, que ahora estaba en aquella nueva orden de los jesuitas. Gente lejana, inaccesible, de la que fue sabiendo más cosas en las conversaciones de Doña Magdalena.

De los cuadros que vio en Yuste dos se le quedaron para siempre. La Emperatriz Isabel, en su bordado traje, con randas de gruesas perlas, y la perfecta forma del rostro, la fina nariz, la menuda boca, los ojos oscuros de un agua profunda. Oía hablar a Don Luis y a los frailes de la Emperatriz, de su belleza, de su gracia, de su irreprochable dignidad. Los nostalgiosos recuerdos de la princesa portuguesa, del millón de ducados de su dote, del gran séquito con que llegó a Granada y de las fiestas en la Alhambra.

Había también aquel jinete de guerra, en el instante del galope, que era el Emperador lanzado contra las fuerzas de los luteranos en Mulhberg. Lo veía de abajo arriba como si galopara contra las nubes. Surge de un bosque y no se ve el enemigo. El caballo negro lleva pompón rojo y caparazón de seda que le llega hasta las ancas, las patas delanteras se alzan. Del casco de hierro, con su plumaje rojo, asoma un perfil de halcón, la barba gris y los ojos tranquilos. Sobre la banda que le cruza el pecho cuelga doblado el carnero del Toisón. Con la mano derecha lleva la larga pica. Estaba solo, sin seguidores ni enemigos a la vista, en el puro acto del ataque. Alargadas nubes de tormenta atraviesan el cielo.

En la iglesia siempre había Oficios, una de las cuatro misas de la mañana, las otras de réquiem por la reina Juana, por la Emperatriz y por el propio Emperador. Prefería el jardín. Estaba entre árboles, jardineros y algún paje de su edad. Llegaba hasta la caballeriza. Cuatro acémilas de carga. Una mula mohína parda, un machito pardo y el único caballo, un cuartago de poca alzada. Sobre soportes reposaban las monturas y las albardas.

Ciertos días los hortelanos y jardineros se enderezaban, gorra en mano, para mirar hacia la terraza. No era fácil distinguir al Emperador, sumido en su sillón, rodeado de caballeros y frailes.

Alguien se acercaba al cuadrante solar, puesto en la esquina del corredor por Juanelo, y anunciaba la hora.

Empezó a darse cuenta de que algunos de aquellos señores que se asomaban al barandal lo buscaban con la vista y hasta lo señalaban con la mano. Sentía la curiosidad con que lo observaban. Alguno de los que lo encontraban dijo: «Este es el muchacho, el que trajo Luis Quijada».

Más que lo que veía era lo que no conocía e imaginaba. Había cierto desdén en el trato de aquellos otros pajes que eran hijos de grandes señores. Él no tenía nombre que dar. «Vine con mi tío, Don Luis Quijada, el Mayordomo de Su Majestad». Había aquellas maneras de mirarlo y señalarlo como si algo extraño hubiera en él. «Todos quieren saber quién soy y yo mismo no lo sé, tía». Las explicaciones de Doña Magdalena servían para confundirlo más. Algo sabían de él que él no sabía. Debieron ocurrir cosas importantes que sólo mucho más tarde supo o se figuró.

Los días de Yuste se iban iguales. Ya se le hacía ordinario ver pasar grandes señores y dignatarios que venían a ver al Emperador. Muchas veces después volvió en la memoria a aquel solo día del que no recordaba nada preciso y que debía ser el más importante de su vida. Fue el 30 de agosto, hacia el final de la mañana. Debía andar por el huerto entre los criados y los pájaros, o jugando con algún otro paje, o atisbando sin resultado hacia la terraza en la espera siempre posible de divisar la silueta del Emperador. Era el pleno bochorno del verano que dormía las hojas y mojaba de sudor los cuerpos.

Fue en aquella precisa hora, que él no presenció y de la que sólo tuvo noticia más tarde, que se decidió su vida. Tres semanas antes de morir el Emperador. Lo que supo después fue muy escueto. Tan sólo había quedado aquel pliego de escribano que algún día llegó a ver con tanta emoción.

Cuando Luis Quijada se lo llegó a decir ya estaban lejos los tiempos de Yuste. Antes ni él ni nadie le había hecho referencia a aquel suceso central de su propia vida. Al final de la mañana, cuando él posiblemente trataba de hacer hablar la guacamaya en su jaula, el Emperador había llamado a su cámara al Escribano Real y a Don Luis Quijada. Muy lentamente dictó y repitió aquellas palabras que el hombre de pluma fue poniendo con seguros rasgos en la hoja de vitela. Don Luis le había dicho que no lo sintió vacilar en ninguna palabra. «Digo y declaro que, por cuanto estando yo en Alemania, después que enviudé, hube un hijo natural de una mujer soltera, el cual se llamaba Jerónimo…». Después entró a disponer: «Es mi voluntad y mando que se le den de renta, por vía ordinaria en cada año, de veinte a treinta mil ducados del reino de Nápoles, señalándole lugares y vasallos con la dicha renta. Y en cualquier estado que tomare el dicho Jerónimo, encargo al dicho príncipe mi hijo y al dicho mi nieto y a cualquiera mi heredero…, que lo honre y mande honrar y que le tenga el respeto que conviene y que haga guardar, cumplir y ejecutar lo que en esta cédula es contenido». «Charles», firmó con su mano temblorosa.

No salió de allí, no lo supo más nadie. Si lo hubieran sabido, si se hubiera anunciado con la solemnidad que se merecía hubiera sido un gran acontecimiento de la Corte y él hubiera estado en medio recibiendo el homenaje.

Todo había cambiado para él en aquella hora y no había podido darse cuenta. Era una de las grandes perplejidades en las que después caería sin hallar salida. Tal vez ni siquiera había preguntado qué fecha era en aquel lento día de agobiante calor.

Un gran silencio de asombro y miedo se extendió por el palacio, el monasterio y el huerto. Gentes cabizbajas se desplazaban sin ruido. Médicos y frailes hacían guardia a las puertas del aposento donde el Emperador iba entrando en la muerte. Se cruzaban criados con pomos de ungüentos, frascos de remedios, sanguijuelas en tazas, botijas de agua caliente, y apenas se oía el murmullo sibilante de los que salían hacia los que permanecían afuera. «Está muy mal». «Le van a dar la Extremaunción». «Ya no conoce». «No pudo tragar la hostia». Empezaron a rezarle las plegarias de los agonizantes.

Luis Quijada había permanecido todos esos días en la vigilia de la alcoba. Jeromín había estado la mayor parte del tiempo en la terraza y alguna habitación adyacente a la alcoba. «Hay que tener valor porque él lo tuvo siempre». Alguien repetía sordamente: «Nadie sabe todo lo que se está acabando aquí».

La primera vez que Jeromín llegó hasta la antecámara donde sólo estaban grandes señores, médicos y frailes, temió que alguien lo hiciera salir. No fue así. No parecían extrañar su presencia. La más larga y temerosa de las tardes, Luis Quijada salió de la alcoba con un cirio encendido, se lo puso en la mano y regresó con él a la oscura habitación para entrever, tras las cortinas de la cama, la borrosa forma de la cabeza del Emperador, el cabello gris revuelto, los ojos cerrados, la barba más blanca. En las manos un crucifijo. Un fraile recitaba las oraciones de la muerte. El sonsonete de los rezos pasaba de boca en boca.

Se hizo un terrible silencio. Luis Quijada se adelantó y le cerró los ojos. Todos fueron saliendo lentamente.

En la cámara mortuoria cuatro sombras oscuras se movían. El viejo marqués de Miravel se daba con los puños en la cabeza y bramaba como un animal herido: «Dios mío, Dios mío. ¿Qué ha pasado?». El Secretario, Martín Guaztelú, sollozaba y daba con la cabeza contra los tapices de la pared, y Luis Quijada arrancaba a tirones la tela de su jubón. Jeromín rompió a llorar.

Desde esa hora fue testigo de la conmoción que se produjo en Yuste. Vio mucho y oyó mucho. Empezaron a llegar visitantes. La iglesia quedó cubierta de colgaduras negras. Trajeron la gran caja de cedro para colocar el cuerpo. Le pusieron un hábito de religioso, las manos cruzadas sobre el pecho con el crucifijo entre ellas. Los maestros de ceremonia borgoñones convenían con el Prior lo que había de hacerse.

«Ahora está ante Dios», le dijo Doña Magdalena. Era lo mismo que los predicadores estaban diciendo en las interminables misas de réquiem. La Majestad terrena comparecía ante la Majestad Divina. El predicador describía la pompa del Cielo. Los círculos de Arcángeles, de Ángeles y Serafines, los de los Santos y los beatos, el infinito espacio resplandeciente de luz sin sombra. Se le comparaba con San Jorge, porque había combatido el dragón luterano, a San Cristóbal, el gigante del río, porque llevó la fe de Cristo de una orilla a la otra del piélago, a David, fundador de reino, y también a los grandes jefes de la Antigüedad, Julio César, Octavio, Trajano.

«Sigue estando allí», decía Jeromín contemplando el palacio. Estaba allí y se quedaría allí, aunque los más no lo vieran.

Cuando terminó la última misa de réquiem, vio llevar la caja a la cripta, debajo del altar mayor. «Quiso que lo colocaran de tal manera que los pies del oficiante estuvieran siempre sobre su cabeza, para pisotear el orgullo que pudiera quedarle».

Volvieron a abrir la casa una semana después, Jeromín estuvo presente. Don Luis lo llevó con él cuando se iba a hacer el inventario. Estaban también presentes algunos otros: Fray Martín Regla, el confesor, que debía conocer el inventario de su alma, Martín de Guaztelú, el secretario flamenco, los ayudas de cámara Guillermo de Male, Obger Bodart, Matías Rontarte, y también Charles Prevost, su viejo conocido. El escribano, sentado ante una mesa, iba anotando pieza por pieza las que los demás tomaban para entregarlas a Juan Estique, el guardajoyas.

En la alcoba, de una mesa cercana al lecho, se tomó una pequeña caja de madera y se sacó de ella una piedra rojiza con reflejos grises y guarniciones de plata. Era una Piedra Filosofal. Podía estar activa o estar muerta en su virtud. Si estuviera activa, pensaba Jeromín, habría convertido en oro la guarnición de plata. Debía venir de algún secreto alquimista del Imperio, de Worms, de Augsburgo, de Cracovia, y hasta de Toledo.

Con gran cuidado tomó Guaztelú, que era humanista, un trozo de hueso con un agujero en el centro.

«Es un pedazo de cuerno de Unicornio, que el Emperador tenía en Bruselas». La maravillosa bestia indomable que viene a arrodillarse mansa ante una virgen pura. La bestia de patas de cabra, cola de león y cuerpo de corcel, de cuya frente brota el prodigioso cuerno entorchado. Jeromín había visto en tapicerías la prodigiosa bestia arrodillada ante una doncella.

De otros cofres de plata y de sacos de terciopelo surgieron miniaturas de la Emperatriz Isabel. Se borraba en una bolsa y reaparecía en la otra con aquella mirada serena y aquel rostro de inalterable belleza. Eran dos, tres, más, sin contar los grandes retratos en los muros, sola o junto a su esposo. Jeromín llegó a conocer su fisonomía tanto como si la hubiera visto toda su vida.

Mientras los señores iban detallando los objetos, él se detenía a mirar los relojes, algunos se habían detenido y marcaban horas distintas. Todas las horas servían desde ese día para el Emperador, la de cualquier reloj, la de cualquier parte.

«Un cofrecillo chiquito guarnecido de hierro, con dos pomas dentro, la una llana y la otra redonda, de oro. Y dentro de ellas olor. Y una sortija de oro para mirar al sol». Se acercaron a oler, era rosa, era benjuí, era algalia, era como una esencia de azahar diluida.

Había las plumas de olores y había las piedras bezoares, pardas, lisas como la bilis de los animales salvajes. «Buenas para el mal de hijada y para la peste». La enumeración de los cuadrantes solares de oro, de plata y de hierro, tomó largo tiempo. Eran muchos y de todos los tamaños. Cada objeto iba como volviendo a su dueño y a su vida. Habían estado muchas veces en las manos del César. Jeromín podía verlo en cada objeto. Estaba allí en medio de aquellas cosas que habían sido suyas. «Esta piedra bezoar se la envió la Serenísima reina de Portugal a Bruselas».

En una bolsa de raso morado apareció un pequeño libro, entre tapas de oro, con las páginas escritas por la mano del Emperador. «Son sus memorias», dijo Guaztelú «Debió escribir más, porque mucho le oí hablar de ellas», añadió Quijada. Volvió el libro a la bolsa.

Con frecuencia se adelantaba al grupo lento de los catalogadores para entrar solo en otra habitación. Como si fuera a encontrar a alguien que los demás no buscaban. Podía estar sentado en aquel sillón alto que estaba de espaldas. Podía haberse ocultado detrás de una cortina para atisbar sin ser visto, podía acabar de salir por aquella puerta entrejunta. Se detenía con susto. Llegó a decir: «Señor», a la penumbra vacía. No le llegaba sino el sonsonete de las voces de los inventariadores. «Un reloj de ébano y de arena con su caja negra en que está metido». «Un cofrete de terciopelo negro, guarnecido de plata con unos anteojos dentro, de camino, guarnecidos de oro». Para ver de lejos los destacamentos de soldados.

No pudo retener bien los títulos de los libros que más tarde le costó trabajo recordar. Eran pocos, puestos sobre mesas o en gavetas de vargueños. Don Luis, el padre Regla y el Secretario Guaztelú los hojeaban y hacían algún comentario. «Un libro del Caballero Determinado, en lengua francesa, cubierto de terciopelo carmesí e iluminadas las imágenes que en él hay». «Aquí está también», anunció Guaztelú con sus erres francesas, «la traducción que hizo en romance Don Hernando de Acuña, en verso. Este libro lo escribió originalmente Olivier de la Marche. A Su Majestad le gustó tanto esta magnífica historia de caballero que se puso a traducirla él mismo. Luego se la dio a Don Hernando para que la pusiera en verso castellano». Le hubiera gustado a Jeromín conocer las aventuras del Caballero Determinado. Había ejemplares de la «Consolación de la Filosofía», de Boecio, en francés y en romance. Fray Juan Regla lo ponderó en tono de sermón. Había también los libros de ciencia y los mapas. «Otro libro grande intitulado Astronomicum Caesaris, de Pedro Apiano, cubierto de terciopelo negro, con cinco chapas de plata doradas en cada cubierta». «Una Cosmografía de Ptolomeo con cubiertas de cuero colorado». «Otro libro de la Guerra de Alemania». «Los Comentarios de César, en lengua italiana, cubierto de pergamino». Había libros de tema religioso, con lujosas encuadernaciones de oro y plata. «Un paño en que estaban envueltos algunos cuadernos de Florián de Ocampo y otro sobre las historias». «Está aquí toda la historia de España, desde la Creación del Mundo hasta la muerte de los Scipiones».

Se interrumpía el inventario para la hora de las comidas o para asistir a algún Oficio en el templo. Se cerraban los cuartos, se corrían las cortinas y todo quedaba solo.

Don Luis regresaba con Jeromín a la casa de Cuacos y entonces comenzaba a preguntar sobre los objetos y la vida del Emperador. Don Luis conocía la procedencia de aquellos objetos. Cuando respondía sobre alguno de ellos, el arcabuz, con incrustaciones de plata y marfil, se lanzaba a hablar de la conquista de Túnez. ¿Cómo iban las galeras, cómo se acercaron a tierra, cómo se desarrolló la lucha y la heroica conducta del Emperador?

Día tras día volvían al palacio y recomenzaba la inspección de los objetos. A veces eran monótonas listas de ropas y telas. Sábanas de Holanda, fundas y traveseros, cortinas. «Paños para lavar los pies cuando se lavaba Su Majestad». «Paños de Holanda como sábanas para cuando se lavaba las piernas». Camisas y peinadores de Holanda. Jaquetas, calzones, jubones.

Cuando amanecía con la terciana no podía ir. Se despertaba tiritando de frío, castañeteando los dientes, con dolor en los huesos, la cabeza pesada. Venía Doña Magdalena y le ponía paños de vinagre en la cabeza y le daba un trago de vino tibio. Después, como cada vez, empezaba a subir la fiebre, ese calor creciente que al comienzo daba bienestar pero que luego subía a la cabeza y la ponía grande y pesada. Iba cayendo en la somnolencia.

Otras veces eran Don Luis o Doña Magdalena los que no podían levantarse con el malestar y la calentura. Todos en Yuste, desde los frailes hasta los criados, tenían su día de tiritar de fiebre.

El inventario marchaba lentamente. Había que suspenderlo con frecuencia por las tercianas de los inventariadores y por las misas. Mil misas había mandado a decir el César por su alma. Los treinta monjes se turnaban en la iglesia, uno tras otro, como en un juego de apariciones y desapariciones, en aquella especie de misa perpetua.

El tercer día andaban por la tesorería y las joyas. «Cincuenta y cuatro escudos de oro del sol, dentro de una bolsita de aguja negra de seda». «Una sortija de oro engastada con una piedra de restañar sangre». «Un raspador de lengua de oro». Brazaletes y sortijas de oro contra las almorranas, sortijas contra el calambre de Inglaterra, «una cadenilla de oro, con una cruz de lo mismo, en que dicen que hay palo de la Vera-Cruz». Varias insignias del Toisón con cordones y cintillos de seda o con pesados collares: «La orden grande del Toisón que tiene 24 calles y 24 eslabones, con su Toisón grande colgado, que pesa 2 marcos y 4 onzas y 14 estilines». El resplandeciente collar giraba y se enredaba en la mano del escribano. «Una campanilla de plata dorada con el Plus Ultra a la redonda».

Había dos sellos de plata. Uno era el imperial, que el Emperador no había vuelto a usar después de su abdicación, y el otro que había mandado a hacer para los días de Yuste. Junto a ellos la barra de lacre.

El quinto día se hizo el inventario de la capilla y el de la barbería. El séptimo el de la panadería, la salsería y la cava.

Fueron largos los días destinados a las pinturas y tapices. «Una pintura grande de madera en que está Cristo, que lleva la cruz a cuestas, donde está Nuestra Señora y San Juan y la Verónica, hecha por el Maestre Miguel». «Ítem, otra pintura en tela que son los retratos del Emperador y la Emperatriz, hecha por Tiziano». Una por una iban enumerando las imágenes de Jesús y la Virgen, junto con los retratos. «Otro retrato en madera, hecho por Tomás Moro, de la reina de Inglaterra». La dura e inexpresiva cara de María Tudor los contempló desde su marco dorado.

Así llegaron, semana tras semana, hasta las caballerizas. Los albaceas «pidieron cuenta a Diego Alonso, ayuda de las literas de Su Majestad, dé cuenta de las acémilas y otras cabalgaduras que están a su cargo».

«Primeramente cuatro acémilas que tenía Su Majestad en Yuste: la una, castaña, que se llamaba del Cardenal, y otra acémila más, castaña oscura, que se llama también del Cardenal, y las otras dos, negras, la una del rey y la otra de Don Hernando de la Cerda, que las habían dado a Su Majestad. Ítem más, para aderezos de ellas cuatro sillones con sus guarniciones. Un cuartago rucio que tiene su silla y freno bueno. Una mula mohína parda, con su silla y freno. Un machito pardo con su silla y freno. Dos mantas de los machos. Dos albardas de los machos para traer bastimentos».

El primero de noviembre terminó el largo recuento y se pusieron las firmas y los sellos ante el escribano. Todo iba a quedar en su sitio mientras el rey Felipe dispusiera lo que había de hacerse con todo aquello. Las habitaciones quedaron cerradas.

Había que emprender el regreso a Villagarcía. A fines de noviembre salió el pequeño grupo de Cuacos por la vía de Jarandilla. Jeromín iba sobre la mula vieja que había sido del Emperador y que le habían dado junto con el cuartago y el machito pequeño. Envuelta en un paño iba enjaulada la guacamaya, junto a la litera de Doña Magdalena. Antes de perderlo de vista tras la última loma, volvió el rostro hacia el monasterio. Por entre la arboleda se translucía la masa lacre, como si fuera a ponerse sobre ella, lacrada para siempre, la decisión de una voluntad inalcanzable.