Uno

Lentamente el pequeño grupo se puso en marcha por la cuesta abierta y terrosa en cuyo fondo asomaba entre la arboleda, junto a la fachada del templo, una mancha de paredes rojas. En medio, la litera de la señora oculta bajo el arqueado capacete. Los criados de servicio, el escudero Galarza en su caballo y él sobre su mula, con el mejor jubón de raso y toca con pluma blanca. Iban en silencio entre el tenue sonido de los cascos y de los pasos. Veía cómo la luz del sol deshacía las figuras sobre el suelo en largas patas y abultadas sombras. A ratos Doña Magdalena asomaba la cabeza bajo el capacete de la litera para verlo y hacía un movimiento de aprobación con la cabeza. A medida que avanzaban se iba precisando más la traza de los edificios entre las ramas, como si fueran creciendo ante sus ojos. Era alta y gris la fachada de la iglesia, a su lado, bajo los árboles, corría el muro bajo de la cerca de piedra por donde se entraba al parque y al palacio. Allí estaba el Emperador. Imponente, poderoso, rodeado de un aura sobrecogedora. El temor le iba creciendo por dentro a medida que avanzaban. Todo el largo viaje, de tantas leguas y años, iba a llegar a su término.

Le vino al recuerdo el ritmo de aquella gallarda, tan danzarina en la vihuela, que era la que más le gustaba al Emperador según le había dicho su padre, el «violeur» como él decía, o el músico como decían los muchachos de Leganés. Era la única persona a quien había llamado padre. En la tarde, al regreso de los campos en la casa labriega, oía el revolotear de la notas de la vihuela. Entraba sin hacer ruido, su padre, Francisco Massys, se interrumpía y lo invitaba a sentarse ante él en el taburete. «Eres pequeño todavía, Jeromín, pero nunca es tarde para conocer la música, la más bella cosa que Dios puso en el mundo». No hablaba como la gente de Leganés, tenía una manera de pronunciar las erres y las eses muy distinta a la de Ana de Medina, su madre. Ahora sabía que tampoco era su madre aquella atareada labradora que pasaba el día entre las siembras, los cacharros de la cocina y las oraciones. «Oye, Jeromín». Era lo que ahora oía. Los dedos saltaban de una a otra cuerda, mientras la otra mano subía y bajaba por el largo cuello de la viola y se iba llenando la estancia de aquellas resonancias contrastadas, cortas y largas, que parecían cruzarse en el aire. Los compañeros de juego le preguntaban: «¿Es cierto que tu padre fue vihuelero del Emperador?». Se acordaba que siempre tenía que replicar con orgullo: «Vihuelero no, violeur». Era así como lo decía el viejo Francisco Massys. «Háblame del Emperador, padre». «Esta era la gallarda que más le gustaba». En su sillón, solo y vestido de negro, lo mandaba a llamar. «Maitre François, quiero oír aquella gallarda». No sería así tampoco. Tal vez le hablaría en flamenco. Después de todo los dos eran flamencos. Su padre hablaba con gusto de los flamencos. Las bellas ciudades tejidas de piedra como encajes, las torres altas y esbeltas y los carillones. «La torre del carillón es como una gran viola y las campanas son las cuerdas». «Calla, mujer», exclamaba su padre cuando el ruido de las cacerolas de la cocina borraba las notas de las cuerdas. Salía la viola casi redonda y abultada, llena de brillos oscuros como un vientre de hormiga, con el cuello estrecho y alto que remataba en una testa tirada hacia atrás de la que pendían como crespos las clavijas y los extremos de las seis cuerdas. «No hay instrumento más noble, Jeromín». La gallarda variaba, a ratos permanecía como estremecida sobre una sola cuerda pero luego, como si se multiplicara la mano, sonaba como un coro, las notas saltaban en grupos, se acercaban y subían para cortarse de pronto como en mitad de un salto. Su padre le hablaba del Emperador. «¿Cómo iba vestido?». Había visto en un manoseado juego de naipes, que a veces sacaba su madre para leer la suerte, la figura de los reyes. Retacos, lisos dentro de sus vestes rojas y cuadradas, con espadas en la mano, bigotes y barba, y con aquella corona que parecía la miniatura de una muralla almenada. No era así como lo describía el violero. Callado, más bien triste, vestido de oscuro, con una cadena de oro al cuello de la que pendía un carnerito. Su madre venía a interrumpirlos para decir que la cena estaba lista. «Lávate las manos, Jeromín».

El violero se sentaba en un taburete frente al Emperador como se sentaba ahora ante él. Tocaba la gallarda. El Emperador se iba aquietando, se le iluminaban los ojos, le asomaba una sonrisa y hasta llegaba a tamborilear con los dedos sobre el brazo del sillón. «Ésta debería ser la música de los combates». Compases y cadencias que subían y chocaban para rehacerse y volver a recomenzar.

Era para llegar a ese sitio que había emprendido el largo camino. Lo sentía ahora que ya iba a encontrarse en la presencia del Emperador. El camino que comenzó en Valladolid hasta Cuacos, más atrás aún, de Villagarcía, de Leganés y todavía más allá en la memoria perdida, en aquella travesía por el mar, borrada en retazos de recuerdo, desde alguna ciudad de Italia.

Había habido llanto y desesperación de Ana de Medina. Cuando entró a la casa de vuelta del campo, sudoroso, agitado, con miedo, su madre le salió a estrecharlo entre sus gruesos trapos sudados. «Se murió tu padre, Jeromín». No hubo más música en la casa, ni tampoco quien le hablara del Emperador.

Lo que había era soporosa enseñanza de la lectura por el Padre Vela o por el sacristán. Se parecía a la salmodia del Oficio de los domingos. «Ele, a, la; ce a, ca; ese a, sa: la casa». Todos esos sonidos canturreados había que aprender para nombrar aquello que se conocía de memoria, la casa. Pe a, pa; de ere e, dre: padre. Concluía el canturreo adormecido y empezaba el ancho tiempo del campo. Con los otros muchachos se iba por entre los olivares y los troncos de alcornoque a jugar a moros y cristianos. Los moros eran los infieles, los que se atrevían a no creer en Cristo, con los que había que acabar. A mojicones, tirones de cabello, ropas desgarradas, terminaban revueltos sobre la tierra.

Otras veces se metía solo por entre los árboles, sin hacer ruido, oyendo la brisa en busca del canto de un pájaro. Allí estaba, a pocos pasos, blanco y negro, piando sobre la rama. Traía aprestada la pequeña ballesta que le habían dado el día de su santo. Tenía su arco, su cuerda tensa, su gancho para disparar. Había que acercarse como una sombra, sin ruido, hasta tenerlo a tiro. Colocaba el dardo, tensaba la cuerda, tomaba la puntería sobre el pómulo, con un ojo cerrado, y soltaba el chasquido del disparo. Caía el pájaro y lo iba a recoger con prisa. Era un pequeño amasijo de plumas, sangre y polvo, lo levantaba por las patas, lo veía contra el cielo y luego se marchaba silbando con el pájaro colgado de un cordel, en busca de otro trino en otro árbol.

Todo estaba quieto en un gran espacio sin término, en un quieto tiempo sin cambios. La doctrina del cura, el deletreo con el sacristán, la aventura de los campos y los pájaros, los moros y los cristianos, los comuneros y los imperiales y los regaños de Ana, en aquella casa que se había quedado sola. La viola estaba encerrada en una caja negra, caja de muerto, sobre el arcón junto al muro. La casa y la vida fueron otras. Ya no se llenó más de música en las tardes. Lo que se oía ahora eran los ásperos regaños de Ana de Medina.

Hasta que llegó aquel día, donde todo empezó a cambiar de manera veloz. Lo primero fue la aparición por el camino de aquella gran caja oscura que rodaba sobre cuatro ruedas, tirada por cuatro mulas. Sobre una de las primeras cabalgaba un hombre de mala cara, sobre el capacete otro, doblado, sosteniéndose con una mano y con la otra moviendo una pértiga para picar las bestias. Detrás dos mulas cargadas de grandes cajas forradas en velludo y por la ventana estrecha de la caja rodante asomaba la cara mofletuda y los bigotes de un hombre pelirrojo y congestionado.

«¿Cuál es la casa del maestro Massys?». Los niños, asustados, interrumpieron su juego para mirarlo. Asomaba como una cabeza de palo pintado en un retablo de titiritero. Huyeron cuesta arriba hacia el poblado. El carruaje se detuvo en la casa de Ana de Medina. El hombre bajó con dificultad ayudado por uno de sus criados. Vio los niños acezantes, vio la mujer en la puerta y se fijó en él. No en ningún otro sino en él. «¿Cómo te llamas?». Ana de Medina hizo un saludo cobarde. «Es la casa del maestro Massys». Pasó adelante solo con ella mientras los chicos se que4aban afuera. De afuera los veía hablar sin poder oír. Vio que le entregaba un papel, que Ana lo mostraba al cura que había llegado al ruido de la novedad. Luego lo llamaron. A él solo. «Jeromín, saluda a Don Carlos Prevost».

De allí en adelante todo fue rápido. «Te vas a ir con él, que te va a llevar para una casa grande». Ana hablaba entre sollozos. Apretaba y besuqueaba al niño. «El señor Don Carlos es un gran caballero, ayuda de cámara del Emperador nuestro Señor. Con él vas a irte». Lo lavaron, lo vistieron de limpio para sentarlo a la mesa que estaba puesta con los cubiertos y los platos que el extraño visitante había traído. El señor lo veía y hablaba como nadie antes nunca lo había hecho. «Hermoso niño». Eso nunca se le olvidó. Luego le estuvo diciendo, ante el silencio de la Medina y del clérigo, todo lo bueno que lo esperaba. Iba a vivir en un castillo señorial con servidores. Fue entonces, ahora lo veía, cuando comenzó verdaderamente el viaje que ahora parecía estar llegando a su término. Todo fue desenvolviéndose de un modo sorprendente. A cada momento veía surgir una extraña novedad. Desde la ventanilla del carruaje vio irse el pueblo y empezar de nuevo los campos. El señor, entre silencios y cabeceos de sueño, le había hecho preguntas, parecía querer saberlo todo, su padre, su madre, los juegos, las clases. «¿Sabes leer?». No respondió. «Vas a aprender mucho ahora, en tu nueva casa».

A Prevost no iba a verlo más hasta allí, hasta aquel punto donde lo vio como la primera vez: solemne, pesado, alisándose siempre el jubón con las manos, y con aquellas erres y eses. Con las demás gentes que fue encontrando en los años era diferente lo que le sucedía. Sobre la impresión del primer día se iban sobreponiendo las de todos los sucesivos que les habían ido cambiando y fijando las facciones. Cuando se ponía a recordarlas en los distintos tiempos era como si hiciera y deshiciera caras.

Llegó a la tarde a su primera venta. Un desteñido bloque de paredes, portones, corrales y techos oscuros junto al camino. El ventero vino a saludar al señor Prevost. «¿Es vuestro hijo?».

El alboroto de los mozos, desunciendo las mulas, cargando los bultos, los gritos llamando las criadas, el revuelo de las gallinas, y la sala de comer llena de humo. En una mesa, con varios amigos, un hombre cantaba con un guitarrón.

Hubo una jornada y otra jornada. «Nos acercamos a Valladolid». Desde lejos divisaron las torres de los campanarios, las almenas de la muralla. El camino se fue llenando de gentes.

Nunca había visto tanta gente ni tanto bullicio. Dejaron el coche junto a la muralla y penetraron a las calles por una puerta con vigilantes. Lo que había adentro lo asustó. El gran bullicio de personas, de voces, de vendedores, de jinetes, entre las cabezas asomaba alguna silla de mano o se abría el gentío para dejar pasar un grupo de arqueros montados.

Don Carlos se fue metiendo, con paso seguro, por entre el gentío. Fue sabiendo de boca de Prevost que la villa estaba de fiesta, que habían llegado grandes personajes, y muchas tropas que aguardaban al príncipe Felipe, el hijo del Emperador. «Va a casarse a Inglaterra».

Se iba haciendo menos espesa la muchedumbre a medida que avanzaban por calles alejadas del centro. Estaban ahora frente al muro de un convento y el caballero tiraba de la cuerda de la campanilla. Se oyó adentro el alboroto del metal. Abrió un lego. «Soy el señor Prevost, el Prior me espera. Dígale que traigo al niño». Siguieron al lego, se divisaba la arboleda de un huerto y los arcos del claustro. A la puerta de una sala los recibió el Prior, un tenue viejo de cera envuelto en un flotante hábito marrón, con los pies desnudos metidos en sandalias. Hablaban de él y lo miraban. «Te quedarás con nosotros por unos días». Eso fue todo, no nombraron ni a su padre ni a su madre, como se hacía en el pueblo cuando alguien preguntaba por él: «El hijo del maestro Francisco y de Ana de Medina». «Volveré a buscarte dentro de unos días», le dijo el caballero y regresó a la calle.

Estaba en otro mundo, en otro tiempo. Al paso de las horas lo llamaban, en la celda o en el huerto, para los Oficios en la iglesia, tan silenciosa, donde el eco de los rezos subía y bajaba por los muros como agua de lluvia. De día y de noche había que reunirse para las horas. Las soñolientas Laudes de la aurora, el Oficio de Prima en el amanecer. Ya no eran los gallos los que anunciaban el día sino el retintín de la campana en medio del sueño; el Oficio de Tercia a las 9, el de Sexta en el punto de mediodía. Al atardecer llegaban la Vísperas y más tarde las Completas. La noche se cortaba con despertares sobresaltados. La Primera Vigilia, la de la medianoche y la del amanecer.

También había el huerto, o el día de traerle ropa nueva, blanca y fina, como nunca había visto. Quería probársela toda de una sola vez. Diariamente se confesaba en el primer Oficio de la mañana. «¿Has pecado? ¿Has mentido? ¿Has hurtado algo? ¿Has tenido malos pensamientos?».

Después del primer día el bullicio de la fiesta en la calle se hacía mayor y saltaba sobre los muros del monasterio. Bombardas y fuegos de artificio estremecían los Oficios y salpicaban de falsas estrellas el cielo de la tarde. Hubo una hora en que fue creciendo el estruendo y el vocerío. Atrevidamente se metió en el templo. Parecía vacío, en lo alto de la escalera del campanario estaba un lego que miraba hacia la calle. Trepó hasta allí. Vio, como un barco en un río, avanzar por lo más apretado de la calle un grupo de caballeros, un estallido de brillos, y sedas, altas plumas, espadas, picas desnudas, entre el redoblar de tambores, y a la cabeza de todos aquel joven, apenas sonriente, que agitaba la mano para saludar. «Es el príncipe Don Felipe, nuestro Señor».

Otro día, estando entre el follaje del huerto, vio al Prior conversar con la imponente figura de un señor como nunca había visto otro. Fuerte, alto, de larga nariz acaballada y una barba gris que manchaba el oscuro jubón. Estaba mirando hacia él y hablaba sin duda de él. Sintió miedo.

A la mañana siguiente Prevost lo vino a buscar y emprendieron viaje. Al final de la larga jornada vio el macizo cuadrado de un castillo con cuatro gruesas torres en las esquinas de las murallas. Prevost le dijo: «Es aquí donde te vas a quedar».

Estaba ante el puente y la gran puerta del castillo. Un hombre de aspecto militar se acercó a recibirlos. Se llamaba Galarza y era escudero del castellano. Los guió por los dos patios hasta llegar a la gran escalera de honor. Pesadas arcadas de piedra marcaban las dos plantas. Jeromín se agarró de la mano del señor Prevost.

Subieron la escalera y llegaron al corredor del piso alto. Vio puertas cerradas. Se oía el resonar de pasos. Al final llegaron a la puerta de un salón grande y oscuro. Se detuvo. Prevost hizo una gran reverencia ante una señora sentada en un sillón. No había visto nunca una mujer así. Los encajes, las sedas, el lento gesto de las manos, y una voz más limpia y timbrada que la del oficiante en la misa. «Señora, es un gran honor para mi entregarle este niño, por orden de Don Luis Quijada». Todos lo miraron. Hubiera querido huir, irse a los suyos. «Se llama Jerónimo». La dama se puso de pie y le tendió los brazos. Lo contempló un rato demasiado largo observándole el porte y las facciones. «Es un bello niño. Habrá que hacerlo ahora un caballero». Lo abrazó con cariño. Sintió la suavidad de las manos y aquel vaho de olor dulce. No se parecía a Ana de Medina.

Lo saludaron las dueñas, dos viejas señoras enlutadas, de pelo blanco, muy tiesas. Los escuderos. También los dos clérigos: «Van a ser tus maestros. Tienes mucho que aprender». No se atrevía a hablar. Con angustia vio despedirse a Prevost.

Después lo llevaron a su alcoba. Quedó atónito. En nada se parecía al camastro en que dormía en Leganés. Una gran cama de columnas en medio de una vasta habitación, con un crucifijo dorado sobre la cabecera, cuadros de santos, una mesa, sillas y aquella ventana que daba a la lejanía del campo.

La primera noche fue de desamparo y temor. Después que rezó las oraciones con la señora lo llevaron a la alcoba y quedó solo. Se sentó sobre el borde de la cama, encogido. Oía ruidos lejanos, voces del campo, ladridos. La luz de la vela parpadeaba en su palmatoria sobre la mesa. El cansancio lo fue venciendo. Se tendió de espaldas y se sumergió en el sueño. Ana de Medina entraba a buscarlo. Como en las madrugadas de Leganés, lo sacudía para despertarlo. «¿Qué haces aquí? Vámonos». Despertaba. No era la casa de Leganés. Era aquella inmensa cámara de sombra que lo rodeaba. No sabía si estaba despierto. Si soñaba aquel sitio o si iba a despertar en Leganés. «¿Qué hago aquí?». Lo volvía a ganar el sueño. ¿Dónde y cómo iba a despertar?

En los días siguientes fue conociendo la casa y las gentes. Muy pronto Galarza, que lo atraía por su rudeza y sencillez, lo llevó a ver la armería, una larga sala llena de armas y de fantasmas.

Armaduras italianas con los brazos reunidos sobre un mandoble pulido, una armadura de caballero con el caballo de madera cubierto de hierros y arneses. Arcabuces, ballestas, escudos, espadas y aquellas armas extrañas de lejanas guerras, sables curvos y cascos con una media luna encima. También banderas y pendones desgarrados. Galarza le explicaba los combates de donde provenían, Pavía, Mulhberg, Túnez, y le contaba las hazañas del Emperador. A caballo con la armadura puesta, de pie bajo la tienda dando las órdenes del combate, entrando al galope, majestuoso e impotente entre los piqueros enemigos. Galarza describía las formaciones, los movimientos, el empleo de las armas y muchas anécdotas en las que él mismo aparecía realizando hazañas.

Con frecuencia lo veía Doña Magdalena. Le costaba trabajo hallar el modo de hablarle. Le había dicho: «No me llames señora ni Doña Magdalena. Desde ahora soy para ti otra cosa. No soy tu madre pero trataré de serlo. ¿Por qué no me llamas, más bien, tía?». Le costó trabajo atreverse. Se enredaba en las palabras para no tener que llamarla ni señora ni tía. Pero cuando estaba solo empezaba a sentir la nueva ternura de aquella presencia desconcertante.

Los capellanes estaban con él gran parte del día. Don García de Morales, alto y solemne, con su cuidada sotana y sus ojos de angustia, que debía explicarle la religión y la filosofía. No se limitaba a las largas y tediosas horas de clase, donde quiera que lo topaba reanudaba el monólogo sobre la divinidad, los santos, los misterios y los famosos maestros de Teología que había conocido en Salamanca. Decía Salamanca como Galarza decía Pavía. Le hacía preguntas sobre los puntos de la lección del día, pero las más de las veces se soltaba en una confidencia solitaria, para la que no parecía esperar respuesta. Nunca logró olvidar aquellas extrañas lecciones y aquel tono de voz. No parecía hablar para él sino para alguna otra presencia que el niño no podía advertir. «Mundo, demonio y carne son los enemigos del hombre. Lo vas a oír decir muchas veces, Jeromín, pero yo te digo que el verdadero enemigo del hombre es el demonio, es él quien quiere perdernos. No es fácil verlo, nunca se presenta de modo franco ante nosotros, viene disfrazado y oculto, para engañarnos. Hay que sospechar de él en todo porque en todo puede estar. Nos tienta con las debilidades de la carne, pero sobre todo nos pierde con las temibles tentaciones del pensamiento. Son las peores de todas. Lanzarse a pensar es un inmenso riesgo, una forma sutil del pecado de la soberbia. Llegar a creer que podemos ir más allá de donde llegaron los grandes doctores de la Iglesia, que podemos hallar por nuestra cuenta nuevas y peligrosas verdades, es pretender subir adonde no podemos llegar, dejarse arrastrar por el demonio para ver mentiras como verdades y verdades como mentiras».

Cuando Jeromín ponía cara de incredulidad, Don García se acicateaba más. «Cada vez que el hombre se pone a pensar por su cuenta el Enemigo llega. De la manera más simple y desprevenida puede perderse el alma, con el más noble propósito de saber y perfección se puede estar inducido por el demonio. Nunca podemos sentirnos seguros y protegidos. Eres todavía muy joven para saberlo, pero no es tarde para decírtelo. Hasta el Emperador ha sufrido mucho en ese combate sin tregua. Cuando tú no habías nacido, aquí mismo en España, en Toledo, en Toro, en Valladolid, aparecieron las sectas del demonio. Parecían gente de bien, santos varones y santas mujeres, y era el diablo el que los guiaba. No creían necesitar la infalible enseñanza de la Iglesia. Se creían puros, perfectos, iluminados por Dios. Estaban sin darse cuenta en las manos del diablo. Llegaron a horribles abominaciones. Rechazaban las enseñanzas de la Iglesia. Pensar en los misterios sin la segura guía de la Santa Madre Iglesia es meterse en un inseguro sendero rodeado de precipicios por todos lados».

«Alemania es la tierra de las herejías». Decía y se persignaba: «El diablo tiene invadida esa tierra, por eso el Emperador ha tenido tanto que combatir en ella. La temible peste ha llegado a los teólogos. Allí apareció el padre de todas las abominaciones, el demonio mismo, Martín Lutero. De nada le valió ser fraile agustino, ni estar protegido en el convento, ni esforzarse en estudiar la Escrituras Santas y los Doctores. Era el diablo el que lo había escogido y lo llevaba a todas sus monstruosidades. Aquel mal fraile no sólo repudió la autoridad del Papa, los dogmas más santos, sino que elucubró los mayores disparates llevado por la soberbia del pensamiento. Lo más engañoso que hay, Jeromín, es la apariencia». Se le ponía la voz temblorosa al hablar de aquello. «El Emperador lo tuvo en sus manos y, sin embargo, lo dejó ir. Sólo Dios y él saben por qué procedió así».

No era sólo con soldados que había que combatir. Galarza y Diego Ruiz no hablaban sino de los soldados, pero ahora, gracias a Don García, había sabido que había mucho más, que los soldados no eran sino los instrumentos de los poderes invisibles. Estaban en todas partes, también en España, y podían estar allí mismo, en Villargarcía, ocultamente.

«Hay quienes le venden su alma por cosas materiales, hay otros que se la entregan, casi sin darse cuenta, arrastrados por el orgullo de saber más». Le hablaba con pasión de los herejes, de los brujos, los nigromantes, y hasta los gitanos.

«Aquí en España ha habido muchos, desde los tiempos de los godos, en Toledo». Le contaba cuentos de endemoniados y brujas. Le habló de un famoso doctor que hubo en Alemania, el doctor Fausto. Conoció gentes que lo habían conocido. Le vendió su alma al diablo y recibió el pago. Tuvo poder, sabiduría diabólica y el amor de las mujeres. Jeromín se asombraba. A ese precio era posible alcanzar todo. Don García le explicaba el horrible fin de aquel mal hombre. «Cuando se venció el plazo, vino el diablo a llevarse el alma del réprobo. Lo encontraron muerto, con la cara vuelta hacia la espalda».

Don García llegaba a preferir a los infieles. Por lo menos no engañaban a nadie, iban con el arma en la mano proclamando su falso profeta y se sabía dónde estaban y por dónde venían. Los peores eran los herejes de todas las pintas, judaizantes que fingían ser cristianos, falsos conversos, moriscos que simulaban haber cambiado de fe.

En la imaginación del niño se mezclaban y confundían las visiones terroríficas del fraile con las enseñanzas abiertas y simples del escudero. Galarza hablaba de compañías, de tercios, de fuego de arcabuces, de bombardas, de formas de ataque y defensa y, a lo largo del castillo, le mostraba las obras de arquitectura militar. Una fortaleza estaba hecha para no poder ser tomada sino por traición.

Había una geografía de la guerra que era a la vez la geografía de la herejía. Había visto en los mapas los sucesivos frentes de lucha. La religión era como un reino sitiado por enemigos poderosos. Había habido que replegarse en Alemania, en los Países Bajos, en Francia. España era como una plaza sitiada y el Emperador era el castellano. Fuertes líneas de defensa iban sucediéndose como en una suprema concentración de resistencia. Un día era Roma y había que tomarla contra el Papa mismo. El Emperador se había ido replegando a lo más seguro. Se iba a venir a España, y allí, rodeado de fortalezas y monasterios, llegaría finalmente al bastión central, donde estaría con Dios.

Las lecciones del Padre Guillén Prieto eran distintas. Con su hora aburrida de dictado y escritura, con su cantaleta de declinaciones latinas. Tantas formas distintas de nombrar la rosa o aquel catálogo de las maneras del silogismo. Jeromín se cansaba y se iba por la imaginación a otros sitios. Pero había también la hora de leerle los poetas, los que describían batallas y los que cantaban al amor. Y, sobre todo, había los libros de caballería. Amadís conquistaba reinos y servía a las princesas. Luchaba solo contra gigantes y encantadores. Vencía siempre. Hermoso, valiente, sin tacha. Su espada entraba en las filas enemigas como la guadaña en el trigo.

Lo mejor del día eran las horas del caballo. Cambiar del paso al galope y a la carrera, cambiar los aires a la voz del maestro, hacer vueltas rápidas y paradas bruscas. Arrancar con la corta lanza en ristre contra el estafermo, tan rápido que el golpe del contrapeso no lo alcanzara.

Fue aprendiendo a conocer los caballos, sus humores, sus modos, sus pasos, sus avisos, el lenguaje de las orejas y de la cabeza. «Estás más para andar con los caballos que con los libros», le decían los clérigos.

En poco tiempo se había adueñado del castillo, conocía todos los lugares y todas las gentes. Los mozos de mulas, la gente de cocina, las criadas contadoras de consejas, las horas, los usos, los trucos para no ser visto o no ser llamado, las mañas y los hábitos de todos.

Pero sobre todo había aquella presencia que se hacia sentir constantemente y a la que nunca había llegado. Doña Magdalena le hablaba de él continuamente. «Cuando lo conozcas te va a gustar mucho». Estaba en sitios lejanos acompañando al Emperador. Galarza le contaba las guerras y las aventuras. Desde las batallas, hasta el crucifijo que iban a quemar los moriscos y que el señor, espada en mano, logró rescatar de las llamas. Aquel mismo crucifijo que ahora estaba en la cabecera de su lecho. O la herida que recibió en el asalto de Túnez junto al Emperador.

Se había ido habituando a aquella larga enumeración de los reinos del Emperador, tantos y tan distantes, hasta aquellas Indias del Mar Océano.

Había también los fantasmas de Villagarcía, los que surgían en la sombra del anochecer, los que arrastraban cadenas o lanzaban quejidos. Entrevistas formas de mujeres, de penitentes, de agarrotados. Las criadas les conocían las horas, los nombres y las peculiaridades. Andaban a media noche por los claustros, los caminos de ronda, las sombras de los muros. Cada uno tenía su propia historia. Llegó a aprendérselas más pronto que las de los libros que le enseñaba Don Guillén.

Hablaba con Doña Magdalena, le costaba trabajo acostumbrarse a decirle «tía». «¿Me voy a quedar aquí para siempre?». Las respuestas no eran tan claras como él hubiera deseado. Faltaba por venir el señor de la casa. Le daba angustia lo que podía ser aquel encuentro. «¿Es mi tío?».

Entre las grandes presencias invisibles que poblaban Villagarcía, la más constante de todas era la del señor del castillo y esposo de Doña Magdalena, Don Luis Quijada. En el anochecer o en la madrugada llegaban al castillo los correos con noticias que la señora comentaba y que luego recorrían toda la ancha casa hasta las cocinas. «Mi señor Don Luis», decía Galarza con reverencia. «El Mayordomo del Emperador», decía alguno de los clérigos. No faltaba un enano que dijera, para que lo oyera Doña Magdalena: «Bellas damas y buena cerveza hay en Alemania».

En la sala del estrado, Doña Magdalena se sentaba sobre cojines. Estaba aquel retrato, que Jeromín había mirado muchas veces, en traje de guerra, con ancha banda de seda terciada sobre el hombro, la mano izquierda sobre el pomo de la espada, media armadura, botas de gamuza, y la actitud de serena arrogancia de un hombre de mando. Miraba al sesgo, con ojos grandes y un poco melancólicos, frente calva, cerrada barba negra y bigotes.

Su muda presencia continua iba siempre acompañada con otra mucho mayor y más imponente que no aparecía en ningún cuadro de la casa. Su Sacra y Real Majestad, el Emperador, el César, el rey más poderoso del orbe.

No pasaba hora sin que alguien lo invocara ante el niño. En los combates, en las grandes ceremonias palaciegas, en trato y disputa con los reyes de Francia y de Inglaterra, con los príncipes alemanes, con el Papa. «Dos veces desafió al rey de Francia a combate singular». Era Galarza quien le describía cómo iba a ser aquel duelo insólito. Francisco I y Don Carlos, frente a frente espada en mano. Galarza describía cómo hubiera sido el ceremonioso duelo. Los reyes de armas, los testigos, los padrinos, los tiempos marcados de los asaltos. «Nuestro Señor hubiera vencido a aquel fanfarrón».

Las noticias que llegaban al castillo eran escasas pero muy comentadas. Las daba la señora, las repetían las dueñas, los capellanes, los escuderos y por último se disolvían y cambiaban de boca en boca de la gente de patio y cocina.

Un día anunciaron que había muerto la reina Doña Juana. Se asustó Jeromín. Doña Juana, la madre del Emperador. Debía tener tantos años como olvidos encima. Vivía recluida en el castillo de Tordesillas, con servidumbre, guardias y ceremonias tristes de reina loca. «Era ella la reina en propiedad y no Don Carlos». Era la imagen del capellán, pero otra distinta surgía de los comentarios de dueñas y mujeres de servicio. Estaba loca desde siempre, encerrada en una estancia oscura, tirada en un rincón. No hablaba, o decía cosas que nadie entendía. Y sin embargo era la reina. Era así de misteriosa la Gracia de Dios.

Un día llegó la más increíble noticia. El Emperador había abdicado en Bruselas. Don Luis le había escrito a su tía. Doña Magdalena se encerró con sus damas a rezar con desesperación. Nunca se había oído nada semejante, nunca había ocurrido un cataclismo de esa magnitud. El Emperador por su propia voluntad se despojaba de su poder, dejaba las coronas de España, designaba los herederos y se despojaba de todo. En Bruselas, rodeado de magnates, de obispos, de príncipes, de gente asombrada, llorosa o llena de miedo ante lo nunca visto. Como si se hubieran derrumbado de golpe todas las torres y los muros de las fortalezas. Una peste sin nombre que mataba por dentro y cambiaba las vidas y las expresiones. Cosa grande, cosa increíble, cosa de fin de mundo. Se hacía la cuenta de su edad, de sus achaques, de los desengaños que lo atormentaban. Los luteranos malditos, los franceses falaces, el turco cruel que llenaba de velas el Mediterráneo, los pleitos de Italia. ¿Qué iba a quedar? Don Felipe el hijo, Don Carlos el nieto, el hermano Don Fernando.

El clérigo Guillén trató de explicarle aquel suceso nunca visto. «Los reyes están puestos por Dios y es Dios quien los puede quitar». ¿Qué le habría dicho Dios al Emperador?

También regresaba Don Luis. Años tenía sin venir a sus tierras y sin ver a su mujer. Todo entró en desatado movimiento. Limpiezas, arreglos, preparativos de toda clase. ¿Qué iba a hacer él? ¿Qué cara iba a poner el temido señor cuando lo viera por primera vez? «Él te conoce, te quiere y se preocupa mucho por ti, Jeromín».

La ceremonia del recibimiento fue preparada y ensayada. Cuando el vigía anunció que se acercaba la comitiva del señor, todos se dirigieron a sus sitios señalados, sonó la campana de la iglesia y retumbó la primera salva del cañón.

Salieron los que iban a recibirlo a la puerta. Los que le ayudarían a desmontar en el primer patio, los que le escoltarían hasta la gran escalera. Toda la escalinata se cubrió de ordenadas figuras de servidores. Al pie Doña Magdalena, cubierta de encajes y brocados. El señor entró escoltado por los escuderos. Jeromín tenía en las manos el cojín de terciopelo rojo con las pesadas llaves simbólicas del castillo, para arrodillarse y ofrecérselas.

Don Luis las tomó en sus manos y se quedó mirándolo con mucha intensidad. Lo hizo alzar tendiéndole una mano y luego abrazó estrechamente a su mujer. «No llores que aquí estoy al fin».

De inmediato comenzó aquella cercanía imponente y protectora. No le fue difícil hallar el tono y la manera. Le venían espontáneamente ante aquel hombre que trasmitía seguridad y confianza.

El señor preguntaba y quería saberlo todo. Los estudios, los ejercicios ecuestres, la conducta, la impresión de los maestros.

«No muy atento a las lecciones», le dijeron los clérigos. «Un alma tierna y maravillosa», le dijo Doña Magdalena. «Bueno con el caballo y las armas», afirmó con orgullo Galarza. «Más para soldado que para hombre de iglesia», sentenció Don Luis.

En algún momento de aquella primera noche del reencuentro debió surgir la pregunta: «¿Quién es este niño?». Era mucho atreverse ante aquel hombre severo al que veía como padre y como esposo. Podía ser hijo de Don Luis. En otras casas nobles recibían y educaban a los bastardos del señor. No habían tenido hijos y ella lo hubiera recibido con gusto. «No puedo decir a nadie quién es su padre, porque he jurado guardar el secreto. No insistas y no te pongas a hacer cavilaciones».

La manera como Quijada se interesaba por el muchacho y lo trataba traslucía una consideración excesiva y hasta una reverencia que no hubiera tenido por el hijo de un amigo más o menos elevado.

Poco a poco se unieron. Le hablaban y lo trataban como si hubiera estado con ellos toda la vida. Con un tono tan cariñoso como el del violero o el de Ana Medina, pero menos áspero, menos autoritario, como si hubiera que guardarle miramientos que nunca había conocido. No era el maestro Francisco su padre, eso era evidente, pero tampoco lo era aquel señor que lo trataba con demasiada distancia.

«¿Qué va a hacer Su Majestad ahora?». «Lo deja todo y se viene a España. Pronto llega». Con Quijada pudo saber algo pero más sació su curiosidad con los clérigos y los escuderos. Don Luis hablaba de la ceremonia de Bruselas, había sido casi un funeral.

Una y otra vez volvía sobre el tema de la gran figura lejana y tan presente. ¿Cómo era? ¿En qué lengua hablaba? ¿Qué le gustaba comer? ¿Cómo se vestía?

El Emperador estaba al llegar. Se iría a un monasterio apartado que pocos conocían. «Quiere estar solo y en paz». Don Luis había venido a adelantar algunos preparativos para ir luego a recibirlo en Laredo, donde llegaría su barco de Flandes.

De todas las cosas que le había oído a Galarza sobre las hazañas del Emperador la que más le llamaba la atención era la del desafío al rey de Francia. Era como en la historia de Amadís de Gaula. Iban a encontrarse en un combate singular para decidir, por el Juicio de Dios, cuál era el mejor y cuál tenía razón en su disputa. Galarza repetía: «Llamó al rey de Francia cobarde, vil y traidor». «¿Y qué respondió el rey de Francia?». Cuando Galarza terminaba, Jeromín pensaba que había sido una gran lástima que no se hubiera celebrado el duelo para que el Emperador hubiera vencido al francés.

Un día se atrevió a preguntarle a Don Luis sobre el lejano suceso. «Galarza me lo ha contado, ¿fue verdad, señor?». Era verdad. Comenzó a pedir detalles para saciar su curiosidad inagotable. Don Luis le contó más de una vez aquel desafío tan apasionante como los de Amadís.

El Emperador le dirigió una carta al Embajador del rey francés. «El rey vuestro amo ha hecho vilmente y ruinmente en no guardarme la fe que me dio por la capitulación de Madrid y que si él esto quisiera contradecir yo se lo mantendría de mi persona a la suya». Había que escoger el sitio y las armas. Era privilegio del agraviado. El rey Francisco se decía el agraviado por los términos de la carta, pero el agraviado, afirmaba Don Luis, «era mi amo y señor, el Emperador». En su carta decía el rey de Francia: «Os decimos que habéis mentido por la gorja y que tantas cuantas veces lo dijereis mentiréis».

«¿Qué contestó el Emperador?». Don Luis se lo sabía de memoria: «Pues tan poca estima hacéis de vuestra honra no me maravilla que neguéis ser obligado a cumplir vuestra promesa y vuestras palabras… yo he dicho y diré sin mentir que vos habéis hecho ruinmente y vilmente en no guardarme la fe que me disteis conforme a la capitulación de Madrid». «No hubo duelo, el rey Francisco se valió de argucias para evadir el compromiso».

Llegó pronto el aviso de que el Emperador llegaba y hubo de salir Don Luis a recibirlo.

Cuando llegó al puerto ya estaba la nave donde venía el Emperador. El primer día habían bajado a tierra las dos reinas, hermanas del Emperador. Doña Leonor, envejecida y frágil, que había sido reina de Portugal y de Francia, y la altiva y hombruna Doña María, que fue reina de Hungría y Gobernadora de los Países Bajos.

Allí empezó aquella lenta procesión al través de media España. Una caravana de hombres a caballo, mulas de carga, alabarderos, guardias montados, labradores con picos que abrían paso en los sitios más difíciles y aquellas tres literas como tres escarabajos en una fila de hormigas, la del Emperador, con Don Luis a caballo al lado, y las de las dos reinas.

Pasaron pueblos, campos, montes. Llegaron a Burgos, a Valladolid. Las ciudades salían a recibir la caravana. Campanas a vuelo, cabalgata de señores, pendones, discursos, largas liturgias a las puertas de los templos y las residencias.

Cuando entraron en tierras de Extremadura se hizo más patética la soledad y la desesperada caminata del cortejo. Días en castillos. Hasta que empezaron las estribaciones de la sierra. Casi tenían que hacer el camino por donde avanzaban. Se hacía alto para esperar que los labriegos aplanaran la torcida ruta de cabras o buscaran el paso más llano por los torrentes.

Los labriegos se acercaban al cortejo con la gorra en la mano y el azadón al lado. Se arrodillaban para ver pasar lentamente la negra caja cubierta de cortinas donde iba él. De los pueblos salían los curas con sus acólitos, la cruz alta, la capa pluvial, el incienso y la salmodia de latines.

Cuando al fin llegaron a Jarandilla, al castillo del conde de Oropesa, tuvieron que quedarse por meses porque la casa nueva no estaba terminada. Allí fueron las despedidas de alabarderos, guardias montadas, servidores. Lo que lo siguió el día de llegar a Yuste fue un flaco montón de gente con aspecto de penitentes. A la puerta del monasterio estaba el Prior con su cruz alta y su séquito para saludarlo y precederlo al interior de la iglesia con su larga bóveda lisa. Habían llegado.

Quijada les describía el reducido tren de la nueva residencia. No más de unos cuarenta servidores, casi tantos como los monjes del claustro. Secretarios, maestresalas, barberos, cocineros, el gordo cervecero holandés con sus pailas de cobre, los médicos y Juanelo el florentino, que fabricaba y cuidaba los relojes. Quedó muy poca guardia. Los primeros días fue difícil acostumbrarse a las muchas fallas y a las nuevas condiciones reducidas. Habían llegado al recinto final.