Quién no conoce a don Juan de Austria, uno de los bastaros más famosos de la monarquía española, hijo extramatrimonial del emperador Carlos V y hermano de Felipe II. Bastardos reales ha habido muchos, pero casi ninguno cuenta con el honor de haber visto reconocidos sus antecedentes reales, porque, si los reyes de España hubieran tenido que registrar oficialmente a todos los hijos que tenían de extranjis, no habría habido árbol genealógico que soportara el peso de tanto adulterio.
Pero Juan de Austria tuvo suerte, y precisamente por ello sufrió un periplo póstumo que, si lo llega a saber, lo mismo hubiera preferido renunciar a su padre. Siempre se ha dicho que su muerte no estuvo clara, porque falleció con poco más de 30 años y en el punto de mira de Felipe II. Pero parece que esto es sólo sospechar por sospechar. Murió de un tifus como una catedral, y al ocurrir en Flandes hubo que trasladarlo a España. Eso sí, troceado.
Don Juan de Austria murió el 1 de octubre de 1578 en Namur, ahora Bélgica y entonces Flandes. Cumpliendo con el arte del bien morir, dejó todo atado: pidió en testamento que, como hijo reconocido del emperador, lo enterraran junto a su padre. Felipe II tomó nota y dijo, vale, pero sin prisas. Había que organizar muy bien el viaje, y para no tener mientras el muerto al retortero, se preparó el primer entierro allí mismo, en la catedral de Namur.
Previamente se realizó la autopsia, y el doctor Ramírez, uno de los tres médicos que hizo la disección, reflejó en su informe que «nos encontramos con el cuerpo color negro y verde, con manchas azules en pies y brazos». Lo que se llama una muerte policromada. El cerebro estaba seco, y el corazón, arrugado y marchito como un paño mojado, respetando siempre los términos del doctor Ramírez (M. Seone, A. Macagno y R. A. Sotelo, «Juan de Austria. Estudio de su enfermedad final», Cuadernos de Medicina Forense, año 3, n 1, Buenos Aires, 2004, pp. 51-60). Ese corazón encogido es el que aún hoy se guarda en la catedral de Namur.
Don Juan de Austria fue embalsamado antes de recibir sepultura en la catedral, aunque no se entiende por qué se tomaron tantas molestias, dado que cinco meses después, cuando se le exhumó para trasladarlo a España, se decidió que, para que el viaje fuera disimulado, es decir, para que no se notara que llevaban a un muerto ilustre, el cuerpo fuera troceado en tres partes. Tronco, cabeza y brazos viajaron en un saco. Las piernas hasta las rodillas, en otro. Y de las rodillas para arriba, en otro.
Y así, en este plan y por partes, don Juan de Austria, el héroe de Lepanto, llegó a París, continuó luego a Nantes, allí embarcó hacia Santander y luego siguió caminito de El Escorial, no sin antes realizar una parada en la abadía de Santa María de Párraces, cerca de Segovia, porque había que recomponerlo.
El rumor de que a don Juan de Austria lo habían troceado en Flandes era un secreto a voces, así que para acallar los cotilleos volvieron a encajar cada cosa en su sitio para que llegara a El Escorial como debe de llegar un muerto decente, con los pies por delante y dentro de un féretro. Cuentan algunas fuentes que lo cosieron con hilo de oro, pero esto no está contrastado, como tampoco lo está esa leyenda que dice que Gonzalo de Vargas, duque de Feria, forzó el sepulcro a escondidas para colocar en el dedo del muerto un anillo de boda. Así se lo había encargado Blanca de Vargas, su hermana, porque don Juan le prometió matrimonio y se murió sin cumplir.
Lo único que le faltaba al bastardo real: troceado primero y luego casado a la fuerza.