FELIPE IV (1605-1665) Y LA «DIFUNTA» MONJA MARGARITA

Allá va un sucedido simpático ocurrido en el Madrid del siglo XVII. Simpático pese a que a los protagonistas no les debió de hacer ninguna gracia. La historia la recogió el gran cronista Mesonero Romanos y afecta al rey Felipe IV, uno de los monarcas más incompetentes que nos han tocado, a una monja que tuvo que hacerse la muerta para que el rey la dejara en paz, y al patrono de un convento que por hacerle la pelota a Felipe IV acabó detenido por la Inquisición.

Todo sucedió en el convento de la Encarnación Benita, situado aún hoy en pleno centro de Madrid y más conocido como el de San Plácido (ya mencionado en la peripecia de Velázquez). En él había una monja muy jovencita y de muy buen ver. Justo al lado vivía Gerónimo de Villanueva, ayuda de cámara de Felipe IV, amiguete suyo y patrono del convento. Un día Gerónimo de Villanueva le dijo al rey: «Oye… ¿sabes que en el convento de al lado de mi casa hay una monja monísima?».

Felipe IV, en los años cuarenta del 1600, continuaba con las hormonas revolucionadas a pese a su edad y se empeñó en conocer a aquel bellezón que vestía hábitos, y no precisamente para intercambiar impresiones, así que el patrono, aprovechando que vivía al lado, le dijo al rey que le colaría por el acceso de su casa para que la conociese y arreglar un encuentro.

Cuando la religiosa, de nombre Margarita, se vio ante el rey y comprobó sus intenciones, salió de estampida a chivarse a la abadesa, y la abadesa intentó convencer al patrono y al rey de que aquello estaba feo. Pero el rey era rey, y mandaba mucho, y al final se impuso su real voluntad.

Sin embargo, el día previsto para el encuentro, la abadesa organizó una performance. Hizo que la monja se hiciera la muerta, la tumbó en la cama de la celda con un crucifijo entre las manos y montó un velatorio en toda regla. Si lograban convencer al rey de que Margarita era una difunta, seguro que la dejaría en paz.

Y al principio coló, porque el rey se quedó pasmado al ver que su capricho se había muerto. Pero coló poco, porque la trampa se acabó descubriendo y al final la monja tuvo que tragar con varias citas galantes y muy dilatadas en el tiempo. Hasta que la Inquisición se enteró del asunto. Al rey le dieron un tirón de orejas y le hicieron prometer que nunca más vería a la monja, y al patrono del convento lo detuvieron para abrirle causa.

La abadesa, empero, quiso sacar algo más a cambio del incordio que les había provocado el rey y pidió a Felipe IV que comprara un reloj para la torre del convento. Este reloj, y así lo refiere Mesonero Romanos, al menos hasta finales del siglo XIX tenía una sonoridad muy peculiar. En vez de dar las horas con las habituales campanadas, las daba tocando a muerto para recordar aquel episodio de la monja Margarita y el velatorio que no coló.

Se haría muy largo de relatar qué pasó con el proceso inquisitorial, pero, resumiendo mucho, sólo decir que estuvo a punto de llegar a manos del papa Urbano VIII, si no hubiera sido porque Felipe IV organizó el secuestro en Italia del inquisidor encargado de llevar la documentación a Roma. La causa se acabó diluyendo, el patrono tuvo que ser liberado, el rey calló la boca de todo el mundo y aquí paz y después gloria. De la monja Margarita, aquella difunta frustrada, nunca más se supo.