EL PISOTEADO CÉSAR BORGIA
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(1476-1507)

En 2007 se conmemoró el V centenario de la muerte de César Borgia en Viana (Navarra), un pueblo orgulloso de que allí acabara enterrada una de las figuras más controvertidas, apasionantes y discutidas del siglo XV. De casta le venía al galgo, porque su padre, el sumo pontífice Alejandro VI, tenía los escrúpulos en la planta de los pies.

César Borgia es un personaje histórico de una categoría indiscutible, pero también fue una pieza de cuidado: con 17 años ya era obispo de Pamplona, y antes de cumplir los 20, arzobispo de Valencia, para rematar la faena siendo nombrado cardenal. Era déspota, violento, de costumbres licenciosas, vengativo… Pero, fuera lo que fuese, un 11 de marzo de 1507 dejó de dar guerra. En Viana quedaron sus huesos.

César Borgia fue enterrado dentro de la iglesia parroquial de Santa María, en un lujoso sepulcro de alabastro con un epitafio que, tal y como transcribió en 1523 Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, decía:

Aquí yace en poca tierra

el que toda le temía

el que la paz y la guerra

en la sua mano tenía.

Oh tú, que vas a buscar

cosas dignas de loar

si tú loas lo más digno

aquí pare tu camino,

no cures de más andar.

Pasó el tiempo y, cuentan, el obispo de Calahorra, que tenía una ojeriza tremenda a César Borgia, ordenó que el sepulcro se fuera a freír espárragos y que los restos de este noble del Renacimiento se enterraran de nuevo sin identificación alguna en la calle Mayor, frente a la iglesia de Santa María, para que todo el mundo «y las bestias» pisotearan su tumba.

En 1885 la maltratada sepultura del Borgia se abrió a petición de un arqueólogo e ingenuo francés que pretendía hacerse con la supuesta espada que, quizás, acompañaría los restos. Este asunto debió de inquietar a las altas instancias navarras, que también en ese año, mediante una carta firmada por la Real Academia de la Historia, demandaban a la Comisión de Monumentos de Navarra que facilitase información sobre una supuesta profanación del sepulcro de César Borgia. La misiva decía: «Esta Real Academia ha tenido noticias de que en el pueblo de Viana ha sido profanado el sepulcro del famoso César Borgia, en cuya momia se han cometido bárbaras mutilaciones hasta el punto de faltarle ya la cabeza» (Antigua. Historia y arqueología de las civilizaciones, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes).

A la carta respondió Víctor Sainz de Robles, secretario de la Comisión de Monumentos de Navarra, dando las explicaciones que había recabado interrogando al cura y al teniente de alcalde de Viana.

Los dos coincidían en que, efectivamente, había unas sepulturas a las afueras de la iglesia, tres exactamente, y que ninguna de ellas había sido profanada (¿se olvidaron del francés o fue una profanación consentida?), pero que del omóplato, fémures, costillas y demás avíos óseos del señor Borgia no tenían noticias desde que se amplió la iglesia y se destruyó el sepulcro.

Para corroborar sus afirmaciones, el edil y el cura, ante la presencia de varios testigos, abrieron los tres enterramientos. En dos de ellos, escribió el teniente de alcalde, había «dos esqueletos tendidos» (¿cómo si no? ¿de pie?) y enteros. En la otra, cubierta de piedras toscas, otros huesos en estado «de pulverización», sin inscripción, insignia o señal alguna de que pertenecieran a persona elevada.

Conclusión, nadie tenía maldita idea de si allí estaba César Borgia, si alguno de los dos muertos tendidos era él o si él era el pulverizado.

Pese a todo, Viana continuó confiado en que allí estaba el príncipe renacentista, y llegó el momento en que se decidió reivindicar su figura. Victoriano Juaristi (1880-1949), médico y escultor, encabezó un movimiento empeñado en rehabilitar a César Borgia y sufragó un magnífico sepulcro que quedó instalado en 1935 en el vestíbulo del Ayuntamiento de Viana. Hasta allí se trasladaron unos huesos (¿exactamente… cuáles? ¿los tendidos o los pulverizados?) que sólo disfrutaron de descanso durante un par de años, hasta que en plena Guerra Civil la oposición al movimiento rehabilitador borgiano decidió que César no era digno ni de sepulcro ni de enterramiento de honor ni de ninguna otra gaita funeraria. Otra vez el sarcófago a freír espárragos.

Los huesos del Borgia, o de quien diablos fueran, quedaron en el limbo hasta que en los años cincuenta del siglo XX volvieron a airearlos para depositarlos donde ahora están, en el suelo, justo delante de la portada renacentista de la iglesia de Santa María. Nueva conclusión: han hecho un pan con buenas hostias, porque César Borgia vuelve a ser pisoteado. Sólo los más avisados rodean la lápida de mármol que cubre unos restos, seguro que tendidos y quizás pulverizados: «César Borgia, Generalísimo de los Ejércitos de Navarra y Pontificios, muerto en campos de Viana el XI de marzo MDVII».

Aunque sólo sea por no añadir los restos del hijo de Alejandro VI a la lista de los difuntos perdidos, conviene creer que siguen allí. Incluso entre los actos previstos en 2007, durante el V centenario de la muerte de César Borgia, se barajó, para dar más lustre al evento y para no perder esa costumbre tan española de andar moviendo finados, trasladar los restos, otra vez, al interior de la iglesia. La autoridad eclesiástica, sin embargo, se opuso a la intención alegando que el Código de Derecho Canónico impide enterrar dentro de los templos.

Y así es. En el Libro V, Parte III, Título I, Capítulo V, Canon 1.242 del Código de Derecho Canónico aprobado por Juan Pablo II en 1983 se recoge que «No deben enterrarse cadáveres en las iglesias, a no ser que se trate del Romano Pontífice o de sepultar en su propia iglesia a los cardenales o a los obispos diocesanos». Curiosa excusa legal para impedir que entre el cardenal César Borgia a la iglesia, puesto que ya ni siquiera es un cadáver, sino un vulgar montoncito de huesos mondos, lirondos, tendidos y pulverizados con una antigüedad de cinco siglos.

Algunas iglesias de renombre y varias catedrales españolas olvidan con habitual frecuencia esa misma ordenanza canónica que aplicaron al Borgia cuando se trata de vender tumbas a más de cien mil euros para muertos más actuales. Ésos sí son cadáveres, pero más rentables.